Capítulo 9
FROI pasó la mañana en la cocina enfrente del horno para mantenerse caliente. El personal de la cocina era muy parlanchín. Empezaban a aceptar la presencia de Froi entre ellos y él disfrutaba de su compañía, sentado en un taburete, observando.
—Si no fueras un último nacido, serías como nosotros —le dijo una chica guapa con una risa maliciosa. Le cogió una de las mejillas con dos dedos—. No hay nada especial en esta cara, ¿eh?
—La cara no tiene que ser especial —bromeó otra—. Lo que tiene entre las piernas tiene que soltar su magia.
Hubo más risas mientras trabajaban la masa y golpeaban el queso. Dos sirvientes entraron con una panceta salada en los hombros.
—El rey debe de ser el hombre más agradecido del mundo al tener esta comida —dijo Froi.
Llevaba tres días en el palacio y no tenía ninguna pista de dónde se escondía el rey.
—Oh, nosotros no cocinamos para el rey —dijo la chica guapa mientras cortaba un trozo de cerdo para ponerlo en su plato.
Disfrutaba al no tener que compartir su comida con nadie y la engullía ávidamente.
—Tiene a sus hombres para eso —dijo una mujer mayor— y doy gracias a los dioses cada noche de mi vida, sí. Imagínate si algo cayera en su comida. Ya fue suficiente malo que casi nos echara la culpa por lo que le pasó a la princesa inútil.
—¿Alguien intentó envenenarla? —preguntó Froi.
—Se supone que si alguien fuera a intentarlo, lo haría bien —farfulló otra.
No era que Froi encontrara extraño que alguien intentara matar a la princesa, pero sí que los criados hablaran de ello tan abiertamente sin miedo al castigo.
—¿Alguna vez habéis visto al rey? —preguntó, limpiando el plato con un trozo de pan ácimo.
—Lo vi el último día de llanto. Ya no baja al salón principal. Se dice que desconfía de todo el mundo. Excepto de Bestiano.
Froi cerró los ojos un momento con la intención de quitarse de la cabeza la imagen de Bestiano en la cámara de la princesa. De repente, la comida que había consumido se le revolvía en el estómago.
—Estás pálido, muchacho —dijo la mujer mayor, apartándole para hacer espacio a los sacos de grano.
El chico hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—¿Nadie aquí se refiere a ese día como su cumpleaños? —preguntó.
Todos dejaron de trabajar un instante para mirarlo.
—Fue el día que lloramos, así que lo llamamos el día de llanto —dijo la cocinera fríamente—. No sé cómo os sentís en las provincias respecto a este asunto, pero aquí, en la Citavita, es el día de llanto.
Los cumpleaños eran las celebraciones más importantes en Lumatere. Froi lo sabía. Nunca había tenido uno, pero todos los demás le volvían loco con las sugerencias de lo que podía comprarle a la reina, a Finnikin o a Lord August. Sin embargo, sabía que en Charyn el día de llanto tenía otro tipo de relevancia política.
El rastrillo se había levantado más de una vez aquel día para dejar entrar a un desfile de ganado y toneles de madera que contenían el mejor vino de la región. La criada guapa explicó que los provincari los visitaban cada año en el día de llanto y el rey quería que quedaran impresionados por lo que la Citavita podía ofrecer una semana tras otra.
—Siempre pensé que se terminaría en cuanto alcanzara la mayoría de edad —dijo la cocinera en voz baja—. Haz que funcione la magia entre tus piernas, muchacho, o algún día no existirá ningún Charyn del que se pueda hablar.
De camino a la torre de su habitación, Froi se encontró a Gargarin agachado en la estrecha escalera, con el cuerpo apretado contra la pared. Cuando Gargarin oyó sus pasos, se puso en pie como pudo, mientras el sudor le bañaba la frente. Tan solo entonces Froi se dio cuenta de la sangre que se filtraba por su camisa.
—¿Quién te ha hecho esto? —quiso saber Froi al tiempo que intentaba mantenerle derecho en aquel estrecho espacio—. ¿Ha sido Bestiano?
Subió un peldaño por encima de Gargarin para que cupieran ambos. Al llegar al segundo piso, Froi pasó la cabeza por debajo de los hombros del hombre y le llevó caminando al cuarto. Una vez dentro, Gargarin cojeó hasta la cama para revolver entre los contenidos de su fardo con una mano mientras con la otra se agarraba la herida.
—No es nada, es un arañazo —dijo Gargarin con la voz débil.
Froi le ignoró y le obligó a sentarse. Despacio, apartó la camisa de donde parecía estar el origen de la herida. Miró a Gargarin a la cara, sin dar crédito.
—No pareces la clase de hombre que provoca ataques con dagas.
Gargarin hurgó en el fardo, pero Froi le apartó las manos y buscó un trozo de franela. Fue hasta la jarra de agua, humedeció el trapo y comenzó a limpiarle la herida.
—Algo me dice que has hecho esto antes, Olivier de Sebastabol.
—¿Quién, yo? —murmuró Froi, intentando ver la profundidad de la herida.
Gargarin se estremeció.
—Levántate —ordenó Froi.
Gargarin obedeció. Le dolía demasiado como para no hacerlo. Froi quitó la sábana de la cama y empezó a romperla en tiras. Le ordenó a Gargarin que se sentara y empezó a vendarle el estómago.
—No es tan profunda —dijo Froi. Gargarin no respondió.
Froi quería una explicación, pero no recibió ninguna.
—Dime quién te lo ha hecho —dijo Froi.
Como si nada hubiera sucedido, Gargarin fue hasta el escritorio arrastrando los pies y se sentó. Desató la cinta que rodeaba sus bocetos e inclinó la cabeza para estudiarlos.
Una señal para que se marchara. Froi fue hasta el escritorio, se sentó sobre los bocetos de Gargarin y se negó a moverse.
—¿Qué? —espetó Gargarin, al cabo de un rato.
—Tienes una herida —dijo Froi con voz de incredulidad—. ¿Es algo normal que alguien intente asesinarte?
—Siempre hay alguien que intenta matar a alguien en Charyn —masculló Gargarin—. Y si no sales de encima de mis bocetos, serás el siguiente.
—¿Dibujas acequias? —preguntó.
Leyó la palabra «Alonso» en la parte superior. El boceto mostraba vegas de las que salían conductos de aguas en todas las direcciones.
Se abstuvo de hacer comentarios. No podía decirle nada a Gargarin que le hiciera suponer que Olivier de Sebastabol sabía algo de la tierra, aunque Froi fuera en el fondo un agricultor. Y, lo que era más importante, no quería tener nada en común con aquel hombre, salvo la habitación que compartían.
Froi hojeó el resto de bocetos.
—¿Es esto un retrete para el palacio? ¿No crees que los dieciocho consejeros del rey están contentos con cagar en el bagranco?
Gargarin se rio. Fue una risa breve, pero sincera.
—Tiene que haber una manera mejor en la Citavita que lanzar las aguas residuales a la calle para que se barran hasta el bagranco —dijo.
Froi se puso cómodo en el escritorio de Gargarin y le pasó un boceto de una noria.
—Explícamelo —dijo Froi.
Mientras Gargarin de Abroi hablaba sobre zanjas de agua, recoger la lluvia y norias, no parecía tan distante. Era inteligente, de eso se había dado cuenta Froi. Aunque Finnikin e Isaboe y Sir Topher, incluso Celie de las Llanuras eran las personas más listas que había conocido, Gargarin era distinto. No sabía muchos otros idiomas y no tenía encanto, pero por las conversaciones que Froi había escuchado en la cena, sabía que Gargarin conocía la nación y las leyes, la historia de Charyn y los acuerdos entre las provincias. Lo que Froi había creído a simple vista un sentido de superioridad había resultado ser incomodidad. A Gargarin de Abroi no le gustaba la gente. No confiaba en nadie y prefería estar solo. No obstante, Froi daba fe de aquellos que querían ganarse la atención de Gargarin en el gran salón y había advertido que Bestiano se veía amenazado por aquel hombre tullido y destrozado.
Observó el lápiz que sujetaba Gargarin mientras comenzaba a garabatear.
—Voy a ver a la princesa —dijo Froi, cuando quedó claro que había terminado de hablar por aquel día.
A pesar de querer evitar la repetición de la noche anterior, había una parte de Froi que quería ver cómo le iba. No era que se preocupara por ella, pero sí le importaba la atroz escena que había presenciado aquella mañana con Bestiano, provocada por sus acciones.
—¿Tienes aversión a usar las puertas? —masculló Gargarin cuando Froi salió al balcón.
—Tengo aversión a que Bestiano sepa exactamente cuándo me bajo los pantalones y cuándo me saco la…
—No digas más.
Su alcoba estaba tranquila. Al principio creyó que estaba vacía, pero luego oyó una respiración. Poco después, notó un brazo alrededor del cuello y una daga en su garganta.
—¿Es lo mejor que sabes hacer? —se mofó—. ¿Clavarme la punta de un puñal en la barbilla?
—Pensábamos que eras un asesino —respondió con su extraña voz indignada.
Se sintió aliviado. No le gustaba que Quintana estuviera de un humor frío y salvaje.
—¿Pensábamos?
Miró a su alrededor.
Ella se señaló a sí misma.
—¿Y así es como te proteges de un asesino? —preguntó, apartando el puñal de su cuello—. Si de verdad quieres tener éxito, date cinco segundos para matar a un hombre. En un segundo —dijo, colándola delante de él y poniendo las manos de la chica en sus hombros—, pon una rodilla entre las piernas del intruso y, con velocidad y fuerza, asegúrate de que lo dejas… inútil.
—¿Inútil?
—Sentirá tanto dolor, princesa, que apenas podrá ponerse derecho. Luego —continuó, colocando el puñal en su mano—, se lo clavas en el costado y lo retuerces. Justo aquí. Y después —dijo, guiando la mano que sujetaba el puñal—, para asegurarte de que está muerto, le cortas la garganta de oreja a oreja para que se desangre.
Se quedó meditando sobre lo que le decía. Él lo supo por su cara de concentración.
—¿Crees que podrías hacerlo? —preguntó.
Durante un momento la chica no respondió, y luego preguntó:
—¿Es esto parte del plan, Olivier?
Había entusiasmo en su voz.
—No sé a qué plan te refieres —respondió.
Pareció desilusionada por un instante y, después, asintió con determinación.
—Tendrás que volver a entrar sigilosamente —dijo—. Pero no enseguida. La Reginita tiene que ser sorprendida.
—Oh, está aquí, ¿no? —se burló.
Salió de la habitación, subió al enrejado, saltó a su balcón y volvió a la estancia donde Gargarin se hallaba sentado ante un escritorio.
—Tal vez sería buena idea que te echaras un rato —sugirió Froi—. Según he oído sobre las heridas de daga, la pérdida de sangre afecta bastante.
Gargarin le ignoró. Froi estaba empezando a acostumbrarse.
Un poco más tarde, Froi volvió a saltar sin hacer ruido al balcón de la princesa y entró sigilosamente en su alcoba.
Esta vez, cuando se adentró de puntillas en la habitación, notó un brazo que le rodeaba y la punta de una hoja en su barbilla.
—¿Ves? Ahora me estás irritando —dijo bruscamente, apartándola de un empujón—. ¡Has colocado mal la hoja! Así solo harás un agujero. ¿No te lo he dicho ya?
La princesa se negó a mirarle.
—¿Lo repetimos? —preguntó, con la vista clavada en el suelo.
—¿Finges ser sumisa? —dijo. Levantó la vista, satisfecha, y asintió.
—¿No ha funcionado? —preguntó con su habitual tono de voz práctico.
—No.
—Intentábamos imitar a tía Mawfa cuando mira a Sir Gargarin. No habíamos visto antes esa expresión en su rostro, así que hemos tenido poco tiempo para practicarla.
—Ensayas cómo ser tía Mawfa, ¿no? —preguntó.
—Oh, todo el rato. Es muy importante para nosotras no llamar la atención y nadie advierte la presencia de tía Mawfa.
De vuelta en la habitación de Froi, Gargarin le miró al entrar.
—Me estás mareando —farfulló.
—Eso será la herida de daga. Insisto en que duermas en la cama esta noche. Yo me quedaré en el suelo.
La siguiente vez que Froi entró sigilosamente en la alcoba de la princesa, había mejorado bastante y hasta consiguió verter un poco de sangre.
—¿Repetimos? —preguntó él.
Se disponía a asentir, pero negó con la cabeza. Caminó hasta la cama, se tumbó como había hecho la noche anterior, y se levantó las enaguas hasta la parte superior de los muslos. Froi se tumbó a su lado, pensando en cuántas noches tendría que pasar por aquella farsa.
—Tienes que ponerte encima de mí —le ordenó.
Froi suspiró y se colocó más cerca de ella.
—Tienes que quitarte los pantalones.
Froi le agradeció con educación sus instrucciones. En cuanto su cuerpo tocó el de ella, la muchacha hizo lo mismo que la noche anterior. Apartó la mano de su costado para ponerla por encima de la cabeza. Froi se retiró para examinar la forma de la pared y recordó a Bestiano cogiéndole la mano.
—¿Qué es eso? —le preguntó en voz baja.
—Un pájaro.
Se apartó de ella rodando y se tumbó mirando hacia el techo.
—Puedes hacer lo que tengas que hacer al mismo tiempo —dijo la chica en voz baja—. Nada te lo impide.
Se estremeció.
Froi le bajó el camisón y tapó sus cuerpos con una sábana.
—¿Por qué no te ponen una chimenea? —preguntó—. En las próximas semanas hará más frío.
—Bestiano dice que me enseña a ser fuerte —fue todo lo que dijo.
—Bestiano necesita recibir una lección.
La princesa pareció sorprenderse ante aquellas palabras y él tuvo que recordarse que era Olivier de Sebastabol y no Froi del Exilio.
—Enséñame cómo se hace —dijo, levantando una mano hacia la pared, intentando imitar la imagen que ella había formado.
Quintana hizo un sonido de irritación y le cogió la mano para colocarle bien los dedos.
—O si no parecerá un conejo —dijo, y él detectó cierta exasperación en su voz.
—Oh, no podríamos hacer eso.
Practicó un rato.
—He visto una cueva al final del bagranco con una imagen preciosa de un pájaro con las alas desplegadas —murmuró, intentando dar a su pájaro una cola como la del que había visto.
—¿Quieres que te enseñe un toro? —preguntó la princesa.
—No —respondió—. Déjame pensar cómo hacerlo yo solo.
Miró sus manos en las sombras y se quedó pensando un rato, escondiendo sus dedos corazón. Intentó cambiarlos, pero se le iban y acababa enfadándose. Intentó otro movimiento y ella hizo un sonido de aprobación. Pero entonces una luz titiló por el bagranco y ella se levantó de la cama de un salto para acercarse a la ventana.
—¿Qué es? —preguntó Froi, cogiendo sus pantalones para vestirse.
Ella se asomó.
—Significa que Gargarin está en el balcón.
Desde donde estaban, Froi no podía ver a Gargarin, pero sí vio la oscura forma que se hallaba en el balcón de la casa de los dioses, al otro lado del bagranco, donde el novicio estaba iluminado por el farol que sostenía en su mano.
—Es lo que los hermanos hicieron anoche y lo primero que hacen por la mañana. Primero sale uno y luego el otro. No hablan. Hace mucho tiempo que no lo hacen, ¿sabes?
Abrió la puerta de cristal. Gargarin estaba exactamente donde la princesa había dicho.
—Sir Gargarin, ¿es cierto que mi madre Lirah os hirió hoy con un puñal en el pecho? —preguntó, como si fuera lo más natural.
Una mujer había apuñalado a Gargarin. Froi estaba intrigado e impresionado.
—Es cierto —respondió Gargarin.
—Menos mal que no os dio en el corazón.
—Muchos dicen que está colocado mal, de todas formas, así que fue una bendición —comentó Gargarin.
—Pobre Lirah.
Quintana negó con la cabeza, llena de consternación. Había dicho aquellas palabras con mucho dramatismo, como si sufriera.
—¿Pobre Lirah? ¿Y qué hay del pobre Gargarin? —dijo Froi—. ¿Cómo ocurrió?
—Gargarin fue a ver a mi madre, Lirah, que está encarcelada justo ahí —dijo, señalando a la prisión de la torre junto a ellos—. Lirah consiguió cogerle la daga a su guardia y se la clavó a Gargarin en el pecho.
El tono de Quintana era tan flemático como el que había utilizado para enseñar a Froi a hacer marionetas con las sombras.
—Nunca pensé que fueras de los que levantan ese tipo de pasiones en las mujeres, Gargarin —dijo Froi.
Pero Gargarin no estaba escuchando y Froi siguió su mirada por el bagranco.
—¡Bendito Arjuro! —le llamó Quintana con un movimiento de la mano, como si saludara a un vecino—. Bendito Arjuro —volvió a llamarle, por si acaso no había oído su grito la primera vez. El bendito Arjuro estaba sordo o era un maleducado. La princesa suspiró, decepcionada.
—Le llamo todas las mañanas, Sir Gargarin, y me hace un gesto con el dedo pero no dice ni una palabra.
—¿Te hace un gesto?
Quintana imitó lo que había visto y Froi se rio.
—Eso no es un gesto —dijo Gargarin—. Ese es Arjuro haciendo de las suyas.
—Le encerraron ahí cuando yo era una niña —les explicó a ambos—. Cuando tenía seis años, le sacaron de las mazmorras y le encadenaron a una pata de la mesa de mi padre.
—¿Dónde está tu padre? —preguntó Froi con descaro—. No le he visto. Agradecería mucho que me lo presentaran.
—Algunos dicen que mi padre ni siquiera está en palacio —dijo, asintiendo ante su sorpresa—. Hay asesinos por todas partes —añadió en un susurro, pero su atención de nuevo se concentró en el novicio, Arjuro.
—Entonces, necesitaban a Arjuro para que tradujera las palabras de El Libro de los Antiguos. Mi padre y Bestiano creen que podría romper la maldición de los últimos nacidos. Iba a visitarle con frecuencia cuando me permitían ver a mi padre. —Volvió a saludar a Arjuro con la mano, pero la ignoró—. No creo que se acuerde de mí, Sir Gargarin.
—No me lo imagino olvidando, princesa —dijo Gargarin con dulzura.
Froi se quedó con la vista clavada al otro lado del bagranco. Si Arjuro de Abroi había estado encadenado al escritorio del estudio del rey, conocería la cámara al detalle. Podría ser la mejor opción de Froi para entrar. Debajo de donde estaban, Froi vio un trozo de granito, una extensión natural de pared de piedra, que sobresalía del palacio y se extendía casi medio camino a través del bagranco, como si una mano quisiera tocar la pared de la casa de los dioses. A pesar de lo peligroso que parecía, Froi sabía que no era imposible saltar desde el granito y agarrarse al enrejado de enfrente. Pero Froi también sabía que nunca se atrevería a dar tal salto en la oscuridad. Tendría que esperar a la mañana siguiente.
De vuelta en la alcoba de la princesa, Froi se tumbó junto a ella y apagó la vela de un soplo.
—No me apetece nada esta noche después de saber que tu madre apuñaló a Gargarin.
—Mi madre, Lirah —le corrigió.
—Sí, eso es lo que he dicho.
—Entonces será mejor que vuelvas a tu habitación. No estamos acostumbradas a despertarnos con alguien en la cama.
Froi pensó en Bestiano. ¿Estaba esperando a que Froi se marchara para poder entrar?
—Puedo quedarme aquí un rato.
Froi sabía que no cambiaría gran cosa. Bestiano entraría en su alcoba después de que Froi se marchara del palacio.
La princesa no discutió, él oyó su respiración superficial y entonces se dio cuenta de que se había quedado dormida.
Se despertó cuando una mano le dio en la cara y oyó un ronquido. Cogió la mano y la colocó de nuevo en su lado de la cama, solo para notar una línea blanca e irregular en su hombro. Acercó la mano para tocarla y ella se estremeció. Se despertó de repente y se apartó.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó, intentando ignorar el hecho de que se estaba enfrentando a Quintana la doncella de hielo y no a la princesa indignada.
Le lanzó una dura mirada y sus ojos dejaron de ser de ese extraño marrón para convertirse del color del basalto.
—Una daga —respondió.
Froi intentó no mostrar sorpresa.
—Es una herida bastante impresionante. ¿Quieres ver la mía?
Se empezó a subir la camisa.
La muchacha puso cara de irritación.
—No estarás intentando enseñarme algo que no quiero ver, ¿no?
Le enseñó la cicatriz del pecho que había recibido el año anterior, cuando uno de los traidores le atacó. Ella se la quedó mirando, luego se encogió de hombros y le enseñó una cicatriz mucho más impresionante en su muslo superior.
—Qué chica más torpe —le reprochó y extendió la mano para tocarla, pero ella le agarró los dedos y se los retorció, casi rompiéndole uno.
—Suéltame o me obligarás a quejarme —dijo, calmado.
—No soy nada torpe —replicó, soltándole, y esta vez sonó insultada—. De los dieciséis intentos de asesinato, tan solo ocho dejaron cicatriz —añadió—. Aunque juro que mi oído no ha sido el mismo desde que el noveno asesino me gritó, «Larga vida a Charyn». Se supone que si alguien va a matarte, lo hará en silencio.
Esperó a reírse después de que le dijera que lo había dicho todo en broma, pero no fue así. La doncella de hielo no tenía sentido del humor.
—¿Dieciséis?
Le mostró rápidamente, de modo práctico, las cicatrices que le faltaban, y en el orden en el que se las habían hecho.
—¿Estabas asustada? —preguntó al cabo de un rato, tras un intento patético e inútil de intentar igualar sus cicatrices.
El cuerpo de Quintana de Charyn era un mapa de odio. Esta vez fue ella la que se le quedó mirando fijamente.
—¡Menuda pregunta! ¡Por supuesto que estábamos asustadas, tonto! ¿Cómo no se va a asustar alguien que se enfrenta a la muerte?
Froi vio angustia en su expresión.
—No somos valientes. No somos como la zorra de la reina de Lumatere, cuyo pueblo adora por su coraje. Pero te digo una cosa, Olivier. Si los dioses nos mantienen vivas hasta el nacimiento del que rompa la maldición, moriremos entonces sin vergüenza. ¿Cómo nos llamasteis en el balcón de Sir Gargarin? Inútil.
De repente se sintió incómodo al recordar sus crueles palabras, pero no tenía ni idea de cómo disculparse sin que le destrozara su mirada.
Se apoyó sobre el codo y la miró, sin estar muy seguro de qué decir a continuación.
—¿Cree… Bestiano que el último nacido tiene la semilla que hace falta?
No habló en voz alta, pero captó un murmullo amargo y sus labios se torcieron por el odio.
«Lo estoy intentando, lo estoy intentando», creyó oír que murmuraba. Era como si algo o alguien la controlara por dentro.
—¿O cree que cualquier hombre puede romper la maldición? —insistió Froi—. ¿Ya sea un último nacido o no?
Le asombró su determinación de no apartar la mirada y su corazón comenzó a golpear con fuerza su pecho porque había algo muy oscuro en su mirada. Froi siempre, siempre se veía atraído hacia la oscuridad.
—Bestiano es un hombre —dijo ella con un tono glacial— y ningún hombre con el que nos hayamos encontrado en este palacio cree que pueda superarle. Froi ignoró el «hayamos».
—Así que Bestiano cree… que tal vez él engendre al primer nacido si eres de verdad la…
Se encogió de hombros, sin saber qué palabra usar.
—El recipiente —contribuyó. Se le quedó estudiando—. Creíamos que os habían enviado aquí con un propósito —dijo—, pero ahora nos hemos dado cuenta de que os enviaron por otro motivo; como de costumbre, los dioses se niegan a avisarnos por adelantado de sus planes. Así que si me preguntas si creo que los últimos crearán al primero, mi respuesta es sí. Ahora más que nunca. Tú y yo somos los últimos. Lo tienes escrito por todas partes. Y sería mucho más fácil si hicieras lo que tienes que hacer.
—¿Y los otros chicos? —preguntó, incómodo—. Los que vinieron antes que yo.
—¿Qué?
—¿Fueron amables?
Se quedó reflexionando un momento.
—Bueno, los conoces a todos salvo al tercero de Nebia, pero no hablamos de él.
—¿Por qué?
Una extraña expresión le cruzó el rostro.
—Dicen que está en un manicomio, ¿sabes?
—¿Porque le daba miedo el palacio? —preguntó Froi.
Ella negó con la cabeza.
—El palacio no —dijo la chica en voz baja.
¿Acaso el insulso último nacido de Nebia temía la abominación de la princesa de Charyn? Froi lo supo todo por su expresión. No era autocompasión, sino aversión a sí misma. ¿Por eso creía ella que Froi era renuente?
—Yo no tengo miedo —dijo, sin apartar la mirada.
—Ni tampoco Tariq. —Su expresión se suavizó—. Fue mi prometido y el primero. Se suponía que sería el único último nacido que compartiría mi cama. Su padre era el heredero de mi padre si no se tenía un niño, pero entonces el padre de Tariq murió de pronto cuando teníamos quince años y la gente de parte de su madre lo sacaron a escondidas del palacio. Sospechaban que alguien intentaba envenenarlo.
Le dedicó una sonrisa amarga.
—Así fue cómo nació una puta —dijo—. Sin Tariq que cumpliera la profecía, vosotros, los últimos nacidos de las provincias tuvisteis que hacerlo.
—Sé que los muchachos creen haberte defraudado —dijo, sin saber en realidad tal cosa.
Rafuel había mencionado que los últimos nacidos se conocían y mantenían correspondencia.
—Grijio escribe constantemente de eso —mintió Froi— y Satch sigue siempre con lo mismo cada vez que le veo a él y a Tariq…
—¿Has visto a Tariq? —preguntó, sorprendida.
Froi se dio una paliza mental. «Por supuesto que no has visto a Tariq, imbécil. Está escondido».
—Tan solo imagino lo que pensará Tariq por las cartas que ha escrito.
—¿A Grij?
Asintió.
—Grij me pasa todo lo que escribe Tariq. Ya sabes cómo es.
—Muy discreto, según recuerdo —replicó.
—Nadie es discreto conmigo —alardeó—. Podría sacarle la verdad a la diosa de los secretos.
—No hay una diosa de los secretos.
Rezó a la diosa de los tontos para que finalizara allí la conversación.
—Eres el último de los muchachos —dijo, con los ojos clavándose en los suyos—. Así que, sí, Olivier, sí sabe lo que piensan de ella en las provincias —añadió fríamente, repitiendo las palabras que le había dicho a Gargarin en el balcón.
—Escuchar a escondidas es de mala educación —dijo.
Ella le clavó la mirada y él continuó sin apartarla.
—Te haré una promesa, princesa, Reginita o quienquiera que hayas elegido ser hoy —dijo—. Llamémoslo un…compromiso. Cuando me invites a tu cama por otra razón distinta a una maldición o porque lo dicte otra persona, entonces tal vez, ¿cómo lo llamáis los charynitas?, plante la semilla.
—Tariq, Grij y Satch me avisaron sobre ti —dijo con amargura—. «Para Olivier todo es una broma», decían. Pero me habían prometido un muchacho de valía. «Puedes confiar en él con todas tus fuerzas, princesa», me dijeron.
Negó con la cabeza y Froi presenció su tristeza.
—Oh, no hay un día en mi vida que no mientan los dioses o mis supuestos amigos.
Cuando salió el sol, no perdió el tiempo. En el momento en que Gargarin y su hermano completaron su ritual matutino de mirarse el uno al otro por el bagranco, Froi salió de la cama de Quintana.
Se subió al balcón y se agarró al granito que sobresalía con una mano y después la otra sobre la antigua piedra, con las piernas colgando. Cuando llegó al final de la piedra, se tomó un instante para calcular la distancia entre él y Arturo de Abroi, que ahora estaba en el balcón de casa de los dioses, observando. Froi miró al abismo de abajo y se estremeció. Despacio, se levantó, esforzándose por controlar las piernas que le temblaban, hasta que se puso en pie sobre una fina base de granito. Antes de perder los nervios, saltó por el bagranco y se agarró en el saliente a los pies de Arjuro de Abroi.
El novicio le agarró por el pescuezo y tiró de él por el enrejado del balcón hasta que el muchacho se quedó allí tumbado un momento. Cuando levantó la vista, vio el rostro de Gargarin con una descuidada barba oscura. Le parecía incluso más extraño en contraste con la tez clara que ambos hermanos compartían.
—Nunca había visto a dos hombres con la misma cara.
El novicio cogió a Froi por el pelo y echó atrás la cabeza para mirarlo con más detenimiento. Le apestaba el aliento a cerveza y Froi advirtió que hacía tiempo que no se bañaba. Pero antes de que el otro hombre pudiera ocultarlo, Froi vio la misma expresión de horror que había contemplado en la cara de Gargarin.
—¿Dónde te encontraron? —bramó Arjuro de Abroi.
—Depende de quién creas que soy.
—Eres mierda de Abroi.
—¡Qué bonito! También me alegro de conocerte.
El intenso estudio al que Arjuro estaba sometiendo a Froi se hizo en silencio.
—¿Sabes lo que dicen sobre ti en palacio? —le preguntó Froi despacio, mientras se ponía en pie, aunque su corazón latía con fuerza por el salto.
—No podría importarme menos lo que digan de mí en palacio.
—Menuda tontería volver a la Citavita para colgarse delante del rey.
Una siniestra sonrisa se dibujó en los labios de Arjuro.
—Sabía que iba a pasar algo y no quería perdérmelo por nada del mundo.
Volvió a pegarle un repaso a Froi de arriba abajo antes de dirigirse al interior del edificio.
La habitación era grande y rectangular. En el otro extremo había una ventana por la que entraba mucha luz. Froi había oído que se llamaba la Sala de Iluminación y entendía por qué. Gracias a aquella brillante luz vio que las paredes estaban cubiertas de extrañas escrituras que no se parecían a ninguno de los caracteres que Froi conocía. La tinta negra contrastaba con la blancura de las paredes.
En el centro de la habitación había un altar pero, aparte del largo banco cerca de la ventana que daba al palacio, no había nada en la sala. Froi se imaginó que antes habría habido muchos bancos largos, llenos de novicios escribiendo, sobrecogidos por las maravillas de los libros de los Antiguos. En aquella estancia Arjuro quedaba como una figura solitaria.
Arjuro se sentó, pinchó un trozo de queso con su daga y tomó un sorbo de cerveza de una jarra.
—¿Qué quieres?
La pregunta fue seguida de un eructo.
—Quintana habla de ti con cariño y tan solo quería conocerte.
—No la he visto en mi vida.
—Bueno, ella piensa que sí.
—Y por lo visto es la más loca de Charyn, así que ¿por qué vas a creerla? En eso era en lo que más se diferenciaban los dos hombres de Abroi. En la manera de hablar. La de Gargarin era cortada, fría y tranquila. Arjuro gruñía, gritaba y bramaba. Froi terminó comprendiendo a Arjuro mejor que a su hermano.
Examinó su rostro, fascinado. Era Gargarin, pero no era Gargarin.
—Es de mala educación mirar fijamente —dijo Arjuro.
—También lo es hablar con la boca llena y no compartir tu comida —respondió Froi. Arjuro le ofreció un poco de pan y le pasó la botella.
—¿A esta hora de la mañana? —preguntó Froi—. A cualquier hora del día, diría yo. Froi continuó mirando al novicio.
—Donde me crié aplastaban los cráneos de los bebés nacidos en las mismas entrañas el mismo día. Decían que estaban malditos por los dioses. Arjuro alzó la vista, entrecerrando los ojos.
—Tan solo hacen eso en el reino de Sranak.
De pronto, a Froi se le metió una idea en la cabeza tan extraña que casi se sintió como un idiota al decirla en voz alta.
—Son dos, ¿verdad?
Esa podía ser la única respuesta. Que, como Gargarin y Arjuro, hubiera dos Quintanas.
—Son más de dos, diría yo —contestó Arjuro, mirando hacia la ventana, por encima del hombro de Froi—. Allí arriba —dijo, señalando a su cabeza—. He contado tres.
—Hay dos —replicó Froi—. La que te llamó el otro día, «bendito Arjuro, bendito Arjuro».
Arjuro se estremeció ante aquel sonido.
—Esa es la que más me molesta. Las otras hablan con voz fría, «Novicio, la Reginita solicita una invitación a la casa de los dioses cuando os venga bien». —Arjuro negó con la cabeza y masculló—. Cuando me venga bien.
—¿Qué es una reginita? —preguntó Froi, mojando el pan en el aceite y las hierbas secas que tenía delante.
—Una reina pequeña. —Arjuro volvió a quedarse mirando por encima del hombro de Froi y señaló—. Esa es la que más me gusta.
Froi se dio la vuelta y se atragantó con el pan. Saltó de la silla, pero Arjuro le cogió del brazo e hizo que se quedara quieto.
—No te muevas. No queremos que nuestra princesa loca vaya al bagranco todavía. No le quites esa oportunidad a otro.
Froi se quedó mirando por la ventana donde vio a Quintana sentada a horcajadas sobre el granito que él había pisado antes. Supo al instante que estaba furiosa. Enseñó los dientes. Una expresión desdeñosa. Un gruñido. Podría haber jurado que en parte era un animal.
—Despacio —le advirtió Arjuro, mientras Froi caminaba con calma hacia el balcón. La mirada que les dirigió a ambos era de pura furia.
—Esa es una parte de ella de la que solo he visto retazos —susurró Froi, intrigado.
—Oh, esa no es una parte —dijo Arjuro—. Eso es una persona entera. Se pone ahí arriba de vez en cuando. Si es la hija de Lirah de Serker, entonces ahí está todo su salvajismo, atado en una bola de odio hacia los hombres. Al parecer, ya formas parte de la lista, Olivier de Sebastabol.
Froi vio cómo Quintana se ponía de pie y los pelos del brazo se le pusieron de punta.
—Sagrami —maldijo, acercándose más—. Baja de ahí, tonta.
Arjuro estaba justo detrás de él.
—Esa quiere morir. Lo que quiera que sea que esté allá abajo le está haciendo señas para que salte.
Pero Quintana, o la que estuviera haciendo equilibrios sobre el granito, no miraba hacia el abismo. Sus ojos estaban clavados en Froi.
—Entra —le ordenó el novicio—. Se irá.
—¿Y si se cae? —preguntó Froi, incapaz de quitarle la vista de encima.
—Bueno, hasta ahora no ha pasado nada sin tu ayuda y no puede saltar hasta aquí como has hecho tú. Así que o bien salta al bagranco o vuelve por donde ha venido. Supongo que las otras que viven en su cabeza la convencerán para que regrese. Siempre ocurre lo mismo. A veces quiero gritar: «¡Salta, pequeña abominación!».
Froi se quedó mirando a Arjuro.
—No eres como los otros hombres santos que conozco.
—¿Y cuántos hombres santos conoce un último nacido de Sebastabol cuando ya no quedan sacerdotes en el interior de los muros de su provincia?
Froi no respondió. Se volvió para mirar fuera y, al ver que Quintana estaba en su balcón, se sintió aliviado.
—¿Qué tal lleva mi hermano toda esta locura? —preguntó Arjuro en voz baja.
Froi se encogió de hombros.
—No se confía demasiado.
—¿Por qué le costaba caminar esta mañana?
—Lirah de Serker le clavó un puñal.
Arjuro hizo una mueca. Froi reconoció aquella expresión, la había visto en la cara de Gargarin.
—¿Qué tiene mi hermano que decir sobre el hecho de que la profecía de la chica no se cumpla? —preguntó Arjuro, al cabo de unos momentos de silencio.
—¿Por qué no se lo preguntas tú mismo? —le sugirió Froi—. Tal vez podrías gritarle al balcón esta noche.
Arjuro se lo quedó mirando.
—Te vendría muy bien para darle color a tus mejillas —continuó Froi.
La mirada de Arjuro le sugirió que estaba bromeando con la persona equivocada.
—Dice que los dioses han abandonado Charyn —dijo Froi.
Arjuro soltó una breve carcajada de incredulidad.
—Los dioses no han abandonado Charyn. A los dioses les encanta Charyn. ¿En qué otro lugar podrían cagarse si no es aquí? Es la función de este reino, ser el lugar donde se cagan los dioses.
Froi se sorprendió al oír aquellas palabras.
—Has perdido la esperanza en los dioses.
—No. Los dioses han perdido la esperanza en mí. Hace mucho tiempo.
Froi suspiró. Si Arjuro no iba a ser una fuente de información, tal vez sería una fuente de entretenimiento.
—Tengo que irme. ¿Puedo usar tu entrada a la Citavita? Venir hasta aquí ha sido mucho más fácil de lo que será volver por el mismo camino.
—Ahí fuera tendrás que enfrentarte con los cerdos de la calle —dijo Arjuro.
—No he visto a ningún cerdo ahí fuera.
—No he visto ningún cerdo ahí fuera —le imitó Arjuro—. ¿A quién intentas engañar con esa forma de hablar, mierdecilla? Sin duda no al último novicio de la Citavita.
Arjuro salió a un oscuro pasillo y Froi le siguió por una escalera de caracol que parecía interminable.
—Se llaman a sí mismos los señores de la calle —dijo Arjuro—. Cuanto menos ven los citavitanos al rey, más poderosos se vuelven los señores de la calle. Es la naturaleza de los humanos —añadió con amargura—. La necesidad de que los gobiernen los tiranos.
—¿Los de la Citavita tienen fe en que la princesa les dé un heredero? —preguntó Froi.
—La princesa no va a darles un heredero —contestó Arjuro—. La princesa está loca, aunque tal vez es una loca inteligente puesto que sus ideas delirantes han conseguido mantenerla viva todos estos años.
Pasaron por una de las ventanas y Froi vio los edificios de piedra de la Citavita.
—La matarán, ¿sabes? —dijo Arjuro en voz baja.
Froi oyó arrepentimiento en su voz.
—¿A Quintana?
Arjuro asintió.
—¿Los cerdos de la calle?
Arjuro negó con la cabeza.
—Alcanzará la mayoría de edad este mes y, recuerda mis palabras, se tirará por ese balcón. «Ha sido un accidente», gritará Bestiano. «Se ha arrojado ella misma», asegurará. ¿Por qué mantenerla viva si está claro que no será ella la que rompa la maldición? Al principio, la gente se quedará atónita. Luego, se sentirán aliviados. Quintana, la de la maldición, estará muerta y tal vez signifique el fin de la era estéril de Charyn.
—¿Qué espera ganar Bestiano con su muerte? —preguntó Froi.
—Un reino tranquilo para el rey. Bestiano tiene todo el poder que quiera mientras el rey viva. Recorrerá el reino en busca de las últimas nacidas y las traerá a palacio por si acaso alguna de ellas da a luz al primero. Te puedes imaginar el resto.
Froi seguía dándole vueltas a la amenaza de Quintana.
—¿Así que Bestiano tomará el mando algún día?
Arjuro negó con la cabeza.
—Los provincari no permitirán nunca que gobierne un plebeyo. Bestiano hará lo que haga falta para asegurar un heredero, pero tan solo uno sobre el que él tenga el control para poder continuar disfrutando de su poder. Desgraciadamente para él, el heredero Tariq nunca se lo ofrecerá.
—Entonces, ¿a quién elegiría Tariq como Primer Consejero si alguna vez llegara al poder?
Arjuro le miró a los ojos, pero luego apartó la mirada y de pronto Froi lo entendió.
—¿A Gargarin?
Arjuro se negó a responder y continuaron bajando las oscuras escaleras en silencio. Al final, el novicio descorrió el pestillo de la puerta de hierro y se sacó una llave de la manga para meterla en la cerradura.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —preguntó Froi.
—No puedo prometer que responda —dijo el novicio.
Froi vaciló. ¿Aquella pregunta le haría parecer débil?
—Cuando Gargarin me vio por primera vez, reaccionó de forma muy similar a ti —dijo Froi—. Nadie más lo hizo. ¿A quién os recuerdo?
—A alguien a quien despreciamos sobremanera —contestó Arjuro rotundamente, sin dudarlo. No dijo mucho más y Froi supo que la discusión se había terminado. Arjuro empujó la puerta para abrirla y ambos entrecerraron los ojos cuando entró la luz.
—Mi hermano… él es el hombre al que tienes que preguntar —dijo Arjuro.
—¿Preguntarle el qué?
—Supongo que un muchacho con unos ojos como los tuyos podría haber sido enviado por los serker escondidos para matar al rey. Así que habla con mi hermano.
Froi no respondió en ese momento. «Recuerda tu promesa. No confíes en nadie».
—No sé de qué estás hablando. Y, en caso contrario, ¿por qué iba a preguntarle a Gargarin?
Arjuro miró más allá de Froi, hacia un grupo de cuevas que había debajo.
—Hace veinticinco años, un joven muchacho de Abroi sin nada más que un hermano tocado por los dioses, impresionó al rey con sus dibujos y planos.
Arjuro le miró, buscando una reacción.
—Tenía dieciséis años por aquel entonces y era la envidia de cualquier consejero ambicioso que trabajaba para el rey.
—¿Gargarin trabajó en la construcción del palacio? —preguntó Froi. Arjuro negó con la cabeza.
—No. Gargarin fue el arquitecto. Conoce todos los túneles ocultos, todas las ratoneras. Lo único que no sabe es cómo salir de una prisión irrompible.
Froi se quedó mirando a Arjuro y luego soltó una carcajada de incredulidad.
—¿Quiénes sois vosotros?
Era una bajada empinada por los tejados de las cuevas desde la casa de los dioses a la Citavita. En ocasiones, Froi miraba hacia las casas bajo sus pies, donde las entradas estaban cavadas en los tejados y el olor a pan de los hornos flotaba en el aire. Aun así, era una zona de la capital aislada y bajo las miradas penetrantes de los que se hacían llamar los señores de la calle, Froi no se sentía nada seguro al no tener con qué protegerse.
Advirtió que los señores de la calle pasaban la mayoría del tiempo sentados, observando. Los hombres estaban sentados en los tejados irregulares de aquellas cuevas, estudiando el palacio abajo y la casa de los dioses arriba. A diferencia de los granjeros, que arrastraban los bueyes por el agotador sendero o las mujeres, que avanzaban a trompicones con los brazos llenos de ropa de cama, los señores de la calle no hacían mucho más que estar sentados con aspecto amenazante.
—Amigo —le llamó uno de ellos al pasar y Froi echó de menos el puñal que había enterrado en la cueva, en la base del bagranco—. Tú —volvió a llamarle el hombre—, te estoy hablando.
Le hizo la zancadilla y Froi tropezó. Contó hasta diez.
—Has salido de la casa de los dioses, pero no te hemos visto entrar —dijo el más bajo.
Froi nunca entendería la uniformidad del mundo. Los matones, los señores de la calle o los ladrones eran todos iguales, fueran de Charyn, Sarnak o incluso Lumatere. Algunos de los huérfanos salvajes, como llamaban a ese tipo de personas en Lumatere, habían regresado los últimos años para armar líos después de pasar tantos años solos. Trevanion los metió en el ejército y los entrenó hasta que quedaron agotados. «Si van a odiar, será mejor que sea por el bien de Lumatere», decía.
—El novicio apenas recibe visitas, así que explícate —dijo el primer hombre.
Froi sabía que le verían bajar hasta donde el puente levadizo se unía a la Citavita. Sabía que no podía mentir respecto al lugar a donde se dirigía.
—Mensajero —masculló para hacerlo más simple, al recordar que todo el mundo parecía decir que su charynita era demasiado perfecto.
Dio un paso más, pero alguien extendió la mano para cogerle del brazo.
—Te lo preguntaré otra vez, amigo. Has salido de la casa de los dioses, pero no te hemos visto entrar.
—Bueno, ahí está el asunto —dijo Froi con educación—, en realidad no estáis haciendo una pregunta. Es más bien una afirmación. —Miró al hombre y luego se quedó con la vista fija en la mano que le sujetaba el brazo—. Así que, ¿qué quieres saber?
El compañero del hombre se rio.
—¿Cómo has llegado a la casa de los dioses? —preguntó el señor de la calle, sacando una daga de la vaina que llevaba en la cintura de los pantalones y pasándola por la mejilla de Froi.
Froi se dio la vuelta y señaló al espacio que se podía ver entre la punta de la casa de los dioses por el bagranco hasta el palacio.
—Salté. No os aconsejo que lo hagáis. No es bueno para las tripas.
El señor de la calle le cogió del cuello de la camisa para acercárselo, echando su fétido aliento en la cara de Froi.
Pero, de repente, una mano se interpuso entre ellos.
—¿Así que ahora te dedicas a atacar a novicios, Donashe? —oyó Froi que mascullaba Arjuro. Iba vestido de pies a cabeza con una capa negra con capucha, con los ojos y su cara pálida apenas visibles.
El señor de la calle retrocedió y Froi vio el miedo reflejado en sus ojos.
—Dijo que era un mensajero de palacio —respondió el hombre llamado Donashe, apartando la mirada de Arjuro como si en cualquier momento fuera a echarle una maldición.
—El mensajero —le corrigió Arjuro— que yo he enviado a palacio.
Froi notó los ojos de los señores de la calle clavados en él. Arjuro le dio a Froi en el brazo y le fulminó con la mirada.
—¿No te he ordenado que te dieras prisa y repitieras mis palabras exactas a los del palacio? —le preguntó Arjuro a Froi—. Que antes me tiraría a una cabra que volver a poner un pie en ese montón de estiércol.
—¿Estáis seguro, bendito Arjuro? —preguntó Froi lastimosamente—. Porque los de la casa de los dioses somos famosos por fornicar con cabras y preferiría no darles motivos para que se rieran de mí.
Arjuro negó con la cabeza.
—Idiota —farfulló mientras regresaba al sendero que llevaba a la casa de los dioses. Pero Froi había visto aflorar una sonrisa en su rostro.
El muchacho se despidió de los señores de la calle con un gesto de la mano y se dispuso a marcharse.
—Nunca olvido una cara —le advirtió Donashe.
—Oh, ni yo tampoco, amigo —dijo Froi—. Y eso es una promesa.
Volver a entrar al palacio no fue tan sencillo como salir.
—Soy un invitado del rey —dijo Froi donde vio a dos soldados detrás del puente levadizo—. Un último nacido. Olivier de Sebastabol.
Nada. Los soldados siguieron con la mirada fija entre la rejilla y se negaron a hablar.
—Llegué con Gargarin de Abroi hace cuatro días. Llamad a Dorcas, si no me creéis, porque os digo que si algo me pasa, lo pagaréis con creces. Reconoced una amenaza si tenéis sesos en vuestra cabeza.
Aunque la orden de Trevanion habría sido que Froi entrara de nuevo en el palacio de cualquier manera posible, sabía que terminar en la prisión de la torre no era una de esas maneras.
—Os sentiréis unos tontos cuando el consejero del rey se entere de esto —dijo mientras abrían la puerta y lo arrojaban dentro.
Fue una caída de unos cuantos pies hasta que tocó el suelo. Si Gargarin era de verdad el arquitecto, Froi tendría que darle las gracias por planificar una celda construida de aquel modo.
La estancia tenía el mismo largo que ancho y medía la altura de Froi. Aparte de la puerta en lo alto, había una ventana donde él estaba, con el tamaño suficiente para atravesarla, pero la amenaza de salir y caer al bagranco de abajo era el elemento disuasorio perfecto para cualquiera que quisiera escapar.
Más tarde oyó una llave en la cerradura y alzó la vista para ver a un guardia y luego a Quintana asomando por encima de su hombro.
—Fekra y yo somos amigos —dijo la princesa mientras el guardia la bajaba con un brazo.
—Diez minutos, princesa —masculló Fekra.
La soltó y Quintana cayó sobre Froi con muy poco refinamiento.
—¿Quieres conocer a mi madre, Lirah? —le preguntó con total naturalidad.
—No exactamente. Quiero que vayas a buscar a Gargarin y me saques de este agujero.
—Gargarin no toma las decisiones. —Miró por la ventana—. Pobre Lirah, lleva encerrada al menos doce años, ¿sabes?
—Sí, sí, pobre Lirah.
—Aunque estoy segura de que la llevan a la cámara de mi padre de vez en cuando. Pobre, pobre Lirah. La sigue considerando su puta. Lirah dice que se trata de poder y que el rey nunca se ha sentido más poderoso que cuando se tira a una serker.
Quintana señaló al bajo techo.
—Está ahí arriba. Por eso mi amigo Fekra me deja usar esta mazmorra cuando está vacía. Para poder ver a mi madre, Lirah.
Froi sabía que Fekra no era amigo de Quintana, pues aceptaba sobornos de comida y cerveza, y hacía la vista gorda solo porque no había forma de entrar o salir del palacio desde aquella torre. Pero también significaba que Quintana y su madre habían encontrado una manera de comunicarse cuando la mazmorra estaba vacía.
—¡Lirah! ¡Lirah!
La cabeza de Froi retumbaba por la indignación de Quintana.
—A veces —le explicó a Froi como si le hubiera preguntado—, tengo que llamarla más de una vez porque está en el tejado. Tiene un jardincito allí arriba, ¿sabes? No hay forma de bajar, por supuesto, salvo que se enfrente a la muerte.
—¿Por qué está encarcelada? —preguntó Froi.
—Intentó matar a alguien, pobre Lirah.
Sí, pobre Lirah. Iba por ahí intentando matar gente y, por lo visto, nunca lo lograba.
—Lirah. Lirah.
Quintana sacó el cuerpo por la ventana y los pies patalearon en el aire. Froi la cogió por la cintura.
—Vas a caerte y a matarte, idiota.
Al cabo de un rato, Froi oyó una voz.
—¿Quién está ahí contigo?
—¡Es un último nacido, Lirah! Pensábamos que había venido para otro propósito, pero él es el elegido. Lo lleva escrito por todas partes.
Quintana se volvió y le hizo señas. Froi suspiró. Se apartó y él sacó la cabeza por la ventana al tiempo que se esforzaba por mirar hacia arriba.
La cara que le miró desde la ventana no era lo que se esperaba y se quedó como un imbécil mirando fijamente. Boquiabierto. Era hermosa, pero cuando quería dejar helado a un hombre con su mirada mortal, Lirah de Serker ganaba a Gargarin y Quintana la doncella de hielo en un abrir y cerrar de ojos.
—No te fíes de él —oyó decir a Lirah de Serker—. Es de los más salvajes que he visto.
A Froi se le pusieron los pelos de punta, y después la hija tuvo una absurda conversación con su madre sobre que la tía Mawfa le ponía ojitos tiernos a Gargarin. De repente, Fekra estaba en la puerta sobre sus cabezas, bajando una cuerda, con Dorcas a su lado.
—Solo la princesa.
—¿Puedes llamar a Gargarin, entonces? —le pidió Froi mientras observaba cómo subía Dorcas a Quintana.
—El consejero del rey dice que debes quedarte aquí de momento. Para enseñarte una lección.
—No sabía que era un crimen abandonar el palacio, Dorcas.
—Y no lo es —replicó Dorcas—. Lo que sí es un crimen es amenazar al rey y tus palabras «¿Qué crees que voy a hacer? ¿Entrar en la cámara del rey y rajarle de oreja a oreja?» fueron una provocación.
—Dorcas, lo mío es bromear.
—Olivier, lo mío es acatar órdenes.
El rostro de Quintana reapareció por encima del hombro de Dorcas.
—Oh, sigue las normas a rajatabla, Olivier. En ese sentido nunca ha defraudado a mi padre ni a Bestiano.
—Bien por ti, Dorcas. Ruego a los dioses que pueda seguir tu ejemplo fácilmente.
La puerta se cerró y Froi tuvo la impresión de que se quedaría en aquella mazmorra un tiempo.