Capítulo 15
FROI esperó en el patio del palacio para visitar la Citavita. Habían transcurrido diez días desde que había llegado al palacio. A veces, parecía que no podía respirar por el peso de los muros de piedra que le rodeaban. La Citavita, al menos, le otorgaba cierto respiro y auténtica fascinación. Se había acostumbrado a ir y venir aquellos últimos días y, aunque no había ninguna hora específica en la que levantaran el puente levadizo, pasaba la mayoría del tiempo ojo avizor. Ese día había advertido que Bestiano le observaba desde una de las pasarelas superiores. Froi le hizo una reverencia con respeto, pero Bestiano no respondió.
Por detrás oyó unos caballos que salían de los establos y, en cuanto el puente levadizo se alzó, más de una docena de jinetes reales pasaron junto a Froi hacia las puertas, seguidos de un carruaje tirado por caballos armados hasta los dientes. Se apartó, sintiendo curiosidad por saber quién iba dentro, y cuando el carruaje pasó por su lado, oyó que le llamaban con un gimoteo.
—¿Quintana? —dijo, siguiéndola hasta el puente mientras se alejaba—. ¿Vas ahí dentro? —gritó.
Continuó detrás del carruaje por la pared de la Citavita, pero era demasiado estrecho aquel tramo del camino como para meterse entre los jinetes y la gente de la ciudad. Froi se pegó a la roca para que no le arrollaran. Reconoció a Dorcas que cabalgaba cerca del carruaje y comenzó a correr para colocarse al lado de la Guardia.
—Dorcas —gritó—. ¿Adónde la llevas, Dorcas?
—A una adivina —respondió Dorcas—. Es una costumbre antes del día de llanto.
—¿Qué es una costumbre? —espetó Froi.
Dorcas estaba irritado como cada vez que oía hablar a Froi.
—Quitarle la maldición. Será mejor que vuelvas a palacio. Haces demasiadas preguntas.
—Porque tú preguntas poco, Dorcas, tonto. Está asustada.
—Son órdenes del rey.
Desde los tejados de las cuevas y el camino de encima, los ciudadanos se detuvieron a mirar. Sus expresiones eran amargas.
—¡Puta! —gritó uno y le tiró una manzana podrida al carruaje—. ¡Demonio!
Froi siguió al séquito por el camino, mirando cómo el carruaje se tambaleaba cerca del borde. Había muy poco espacio para que pasara por aquel estrecho sendero y se imaginaba que en cualquier momento los caballos y el carruaje caerían por el precipicio. Pero, a medio camino, se detuvieron en la entrada de la cueva de la adivina y llevaron a Quintana hasta allí bajo las pieles de fruta podrida y la furia de arriba.
Fuera de la cueva, los soldados de palacio hacían guardia, centrando su atención en los tejados de arriba. Froi observó a los mercaderes recoger sus productos, nerviosos, mientras otros apartaban la vista de los señores de la calle para mirar a los soldados y esperaban, en tensión.
—El carruaje está bloqueando el camino, amigo —dijo uno de los señores de la calle a los jinetes de palacio—. El ganado que tenéis detrás no lleva muy bien recibir órdenes.
Aunque los señores de la calle eran pocos, los jinetes de palacio eran lo bastante listos para parecer desconfiados. Al cabo de un rato, el carruaje salió dando tumbos hacia delante y el jinete no pudo ver qué estaba sucediendo en el estrecho camino abarrotado.
Froi oyó unos gritos en el interior de la cueva de la adivina y luego, silencio. Unos cánticos y de nuevo el silencio. Un gorjeo provocó que los caballos se movieran hacia delante y dentro de la cueva, otro grito fue seguido de silencio. Froi vio que los caballos estaban ansiosos y se acercó lo suficiente para ver los nudillos blancos del cochero. Pero los señores de la calle animaban al ganado a avanzar y comenzaron a empujar a los caballos y el carruaje hacia el borde del precipicio.
—¡Vas a tener que soltar los caballos! —le gritó Froi al cochero.
El hombre se puso de pie en el carruaje para mirar atrás y de nuevo salió dando tumbos. Froi dio un salto para colocarse a su lado, se volvió hacia el camino y vio que el ganado se abalanzaba sobre ellos.
Froi empujó al cochero para que se bajara del carruaje antes de que el tonto cayera al bagranco, con el carruaje y todo lo demás. Luego subió para soltar a los caballos mientras sacudían las crines con furia. El cochero se puso de pie delante de los caballos para soltar el segundo arnés. En un instante, los caballos estaban desatados y el carruaje se precipitó a un lado, chocando contra las rocas del abismo.
En el estrecho tramo de roca, Froi vio al ganado, los soldados, los señores de la calle y los caballos empujándose unos a otros en busca de espacio. Dentro de la cueva de la adivina, se oyeron gritos y un estrépito, y poco después Froi vio que salía corriendo una figura, con el pelo empapado y enredado. Pero Froi no fue el único que la vio. Desde el tejado plano de una cueva de arriba, un señor de la calle también advirtió su presencia. El hombre saltó a los pies de Froi. Sin pensarlo un segundo, Froi le dio con un puño en la sien y lo dejó sin sentido.
Mientras Froi corría por el camino serpenteante detrás de Quintana, alcanzaba a verle el cabello, pero desaparecía tras las curvas hasta que llegó a un tramo donde parecía haber desaparecido del todo. Se imaginó que se estaba dirigiendo hacia el puente de la Citavita o bien estaba dentro de una de las cuevas abarrotadas de los vendedores que se estaban refugiando. Pero entonces, en la entrada de una cueva a su lado, Froi oyó una fuerte respiración detrás de tres cestos llenos de hilos y telas.
—Quintana —susurró.
La respiración se detuvo un momento.
—¿Olivier?
Buscó detrás de los cestos de tela y la vio allí. Tenía el pelo pegado a la cara y la parte delantera de su repugnante vestido estaba mojada. Froi se agachó a su lado.
—¿No podías llevar algo más discreto? —masculló.
Pero estaba demasiado conmocionada y abatida para responder. La examinó con detenimiento, sin saber si estaba tratando con la princesa indignada o con Quintana la doncella de hielo.
—¿Qué te ha hecho? —preguntó.
Parecía cansada y sacudió la cabeza. Se colocó a su lado al oír el sonido de unos cascos de caballos golpeando con fuerza el suelo en el exterior de la cueva. Después de un rato, ella apoyó la cabeza en sus hombros y Froi sintió ternura por la chica.
—A veces… a veces mantenerme con vida es muy agotador —susurró, retorciéndose las manos.
Antes de que supiera lo que estaba haciendo, apretó los labios contra su frente.
—No vuelvas a decirlo. Nunca.
Miró con cautela hacia la entrada. Había una mujer removiendo una gran olla con una pala. Froi olió a azafrán. Vio cómo la mujer dejaba caer un trozo de tela al tinte y retiraba otro que debía de estar en remojo. Sobre unas piedras planas detrás de ella, vio un cesto con túnicas de calicó, que aguardaban su turno para entrar en la olla.
—Espera aquí —dijo.
Mientras la mujer le daba la espalda, Froi cogió una de las túnicas y un pañuelo, y volvió sigilosamente a donde estaba escondida Quintana. Le ayudó a quitarse aquel horrible vestido.
—Cierra los ojos —le dijo.
Froi se quedó mirándola, desconcertado. Era normal acostarse juntos, levantar su vestido hasta los muslos y bajarse los pantalones hasta los tobillos, pero allí estaba ella, avergonzada.
Cerró los ojos y, cuando se vistió, le envolvió la cabeza con el pañuelo y la cogió de la mano para meterla en la cueva.
—Es mejor que nos quedemos aquí un rato.
Quintana estaba muy intrigada por lo que le rodeaba como para quejarse y aceptó las circunstancias con su habitual aplomo. Si sus ojos no tendieran a entrecerrarse, los habría abierto mucho, fascinada. En un rincón había una mujer cantando una canción, tan pura que a Froi le dolió algo en su interior.
—¿Qué canta?
Quintana estaba paralizada, con la mano junto al oído, como si quisiera capturar el sonido en su puño.
—No reconozco el idioma —dijo Froi—, pero es una bonita melodía.
Se lo quedó mirando, sorprendida.
—¿Qué sabes de esas cosas? —preguntó.
—Bueno, si de verdad quieres saberlo, sé cantar una o dos bonitas canciones.
Froi quería cortarse la lengua por haber dicho aquellas palabras. Salvo cuando trabajaba solo en las Llanuras, donde nadie podía oírle, no cantaba en voz alta desde que era pequeño en Sarnak, en la plaza del mercado.
La apartó. Seguían demasiado cerca de la entrada de la cueva y no muy alejados de la furia en el exterior. Pero Quintana no parecía más segura con los jinetes de palacio. ¿Estaba a salvo con Froi?
Más allá, un hombre hacía malabarismos con tres manzanas y las mordisqueaba a intervalos hasta que no quedó nada más que los corazones. Quintana lo estudió con una especie de asombro, que Froi nunca había visto en su cara.
Pero le llamaron la atención los gritos de una mujer en un recodo de la cueva. Froi la siguió hasta donde una pareja estaba abrazada, el cuerpo del hombre apretaba al de su amante contra la pared y sus manos se escondían bajo su vestido. Froi alargó la mano para apartar a Quintana, pero la oyó gruñir y de repente se abalanzó sobre la espalda del hombre, le agarró por el pelo y le golpeó una vez la cabeza contra el muro de piedra. La mujer gritó y el hombre se dio la vuelta para quitarse a Quintana de encima. Pero ella se aferró, y Froi vio su expresión y aquellos dientes ligeramente torcidos, de forma salvaje.
La cogió por la cintura y la obligó a separarse de la espalda del hombre, para recibir por parte de la mujer una patada en la espinilla.
Cogió a Quintana del brazo y escaparon por un laberinto, eligiendo el camino al azar.
Un túnel llevaba a un nivel inferior de las cuevas y Froi la arrastró hasta allí, bajando él primero, con las manos y los pies en las hendiduras del estrecho espacio, para mantener el equilibrio. Al llegar al suelo, alzó las manos, la cogió por las piernas y la colocó ante él.
—¿Estás loca, Quintana? —dijo entre dientes, después de que hubieran recuperado el aliento.
Ella señaló el túnel.
—¿No la oíste gritar?
Froi miró a su alrededor, con cautela. Unos hombres miraban desde los rincones fríos y húmedos, mientras la música sonaba a lo lejos, a través de los agujeros de la cueva. Se inclinó hacia delante para susurrar:
—Estaba gritando de placer.
Quintana negó con la cabeza, violentamente.
—Eso es mentira.
—No. Es la verdad. La gente disfruta tocándose. Agarrándose. Copulando. Desde la época de los Antiguos, los amantes han gozado.
Hasta en aquel espacio medio iluminado vio su expresión de disgusto.
—¿Eso es lo que te dices a ti mismo, Olivier? ¿Para sentirte mejor por lo que le haces a una mujer? ¿Te convences a ti mismo de que está disfrutando?
Froi contuvo su furia. Y su vergüenza.
—¿Y tú? —dijo con frialdad—. Te levantas el camisón en tu alcoba, convenciéndote a ti misma de que es un sacrificio que haces por Charyn cuando no es nada más que una necesidad de calmar tu soledad ¡porque a nadie en este reino abandonado por los dioses le importa si vives o mueres!
Se arrepintió de sus palabras en cuanto salieron de su boca. La princesa retrocedió y él intentó extender una mano contrita hacia ella, pero no la aceptó.
—¿Calmar mi soledad? —preguntó con amargura—. Si hubiera querido eso, Olivier, le habría pedido a mi padre un gatito y no convertirme en la puta de Charyn.
Se dio la vuelta y echó a correr. Él la cogió del vestido y oyó cómo se rasgaba.
—No llames la atención —dijo, pero la soltó.
La había perdido dos veces y luego alcanzaba a verla en un hueco o un rincón.
Por fin, cuando creía que no iba a volver a encontrarla, apareció entre un grupo de músicos.
La música que tocaban estaba acompañada de un sonido quejumbroso que parecía atraer a todo lo que estaba virgen y enterrado en las entrañas. Unos extraños instrumentos vibraban con cada punteo de las cuerdas, acompañado del movimiento de los dedos por un tambor de cuero. La voz del hombre era sonora y retumbaba en las paredes de la cueva. Froi sabía que contaba una historia triste. Pero entonces la música cambió de ritmo y una mujer de ojos salvajes empezó a dar vueltas, con los brazos levantados muy alto, y Froi se mareó por la velocidad, el ritmo, los gemidos y los gruñidos, hasta que la mujer se desplomó en el suelo, hecha una masa de sudor y respiraciones profundas.
Entonces vio a Quintana, con los ojos brillantes por el entusiasmo. Tal vez era la serker de su interior que le cantaba. La sangre serker de Lirah. Fuera lo que fuese, parecía despertar algo en Froi que no comprendía. Que no quería comprender. No con Quintana.
Y entonces la mujer del suelo se levantó y la música lo atrajo. Entre el pequeño público, vio a Quintana y levantó una mano, y entonces la princesa, Reginita o la salvaje, fuera quien fuera, se puso a bailar. Era como si conociera aquella danza en lo más profundo de su corazón y, cuando abrió los ojos, Froi vio a Quintana, que se sentó sobre el trozo de granito entre el palacio y la casa de los dioses aquel día que estaba con Arjuro. La salvaje que había dentro de ella era un faro para todo lo bruto y perverso en él. Sus caderas balanceándose, los ojos cerrados, las manos retorciéndose lentamente y girando sobre su cabeza. Era como Rafuel había dicho. Era una danza de seducción y, de algún modo, en aquella cueva fría y húmeda, la princesa medio loca del enemigo sedujo a Froi. Caminó entre los que bailaban, cogió su rostro entre sus manos para besarla y sus lenguas se rozaron un instante antes de que él oyera un gruñido escaparse de sus labios y sintiera un fuerte dolor. Se limpió la sangre de la boca donde le había mordido con fuerza. Dos seres en una chica y ninguna de las dos podía soportar que la tocara.
—Como vuelvas a hacerlo, me aseguraré de que sangres como un cerdo —dijo entre dientes.
Él apretó el puño.
«Recuerda tu compromiso, Froi», se dijo a sí mismo y contó hasta diez.
La música fue apagándose hasta desaparecer y se sintió afligido sin ella. Se dio cuenta de que a la princesa le sucedía lo mismo. Comenzó a temblarle el cuerpo al volver de dondequiera que hubiera estado en su mente. Froi le ofreció una mano con dulzura y la llevó hasta él hasta que sus frentes quedaron pegadas.
—En un mundo más agradable —susurró—, uno que te prometo que he visto, los hombres y las mujeres flirtean, bailan y se aman con tan solo el temor de lo que sería la vida el uno sin el otro.
Se quedó callada un momento, pero permaneció con la cabeza pegada a la de él.
—Lirah dice que es un deporte sangriento —comentó—. Un baile entre hombres y sus mujeres. ¡Qué mentiras más crueles cuentas, Olivier de Sebastabol!
La cogió de la mano y se adentraron más en el corazón de la cueva, siguiendo el sonido de los vítores que provenían de un pequeño espacio abarrotado.
Froi se sentó junto a un grupo de hombres que jugaban a cartas y tiró de Quintana para que se pusiera a su lado. Aquel juego lo conocía y había llegado a dominarlo en las calles de Sarnak.
—¿Juegas? —preguntó un hombre al que le faltaba la mitad de los dientes, lo que siempre era una advertencia para no participar.
Froi se señaló a sí mismo y luego se encogió de hombros, asintiendo.
El hombre con el pelo fino chascó los dedos y extendió una mano. Froi sacó un puñado de monedas de su bolsillo. Repartió las cartas y Froi estudió las que tenía en la mano.
—Señor —oyó que decía Quintana.
Froi se volvió hacia ella con un dedo en los labios, pero Quintana tenía la vista clavada en el que repartía mientras arrugaba la frente.
—Os habéis olvidado de vuestra carta, señor.
Era Quintana la indignada.
El resto de jugadores resoplaron, enfadados. Froi se puso tenso, pero se relajó cuando se dio cuenta de que Quintana no estaba en peligro. Los hombres miraban al que repartía.
—¡No sé de qué hablas! —soltó el repartidor.
—Ahí —dijo Quintana, confundida porque no fuera capaz de verlo.
Alargó la mano y tocó la manga del repartidor.
Los otros jugadores se quedaron mirándola. ¿A qué jugaba aquella criatura, fingiendo inocencia y confusión ante el siniestro funcionamiento del mundo? Tiraron las cartas, indignados.
—Se acabó el juego para ti, Aesop. ¡Fuera! Alguien le dio las monedas a Quintana.
—Son vuestras, señorita.
Otro hombre comenzó a barajar y a repartir. Había conseguido una admiradora. Quintana le observaba con detenimiento y sonreía cada vez que el hombre bajaba la vista y le guiñaba un ojo.
—¿Has visto lo que hace con el ojo? —le susurró a Froi al oído.
—Le gustas —respondió Froi.
Cuando todos los hombres tuvieron sus cartas, Froi notó la presencia de la chica en el hombro, estudiando su mano. Intentó apartarla, pues no se fiaba de lo que pudiera revelar a los demás con su reacción.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó uno de los jugadores.
Vaciló al darse cuenta de que no podía usar el nombre de Olivier por si acaso alguien conocía su visita al palacio.
—Froi —contestó, pues sabía que era seguro usar aquel nombre allí.
—Bueno, Froi. Un buen juego es aquel que es rápido.
Los hombres gruñeron al estar de acuerdo.
—Eso significa que le gustaría que echaras pronto tu carta —le explicó Quintana. Froi la miró y luego se rio.
—¿Qué haría yo sin ti? —dijo.
Más tarde, Froi la llevó por las cuevas y aceleró el paso al darse cuenta de que alguien los seguía. Cuando empujó a Quintana hacia una grieta para darse la vuelta y comprobar quién era, vio a una mujer.
—Sé quién es.
Froi la ignoró.
—Eres tonto por haberla traído aquí —dijo—. Sabes que los hombres más viles pronto vendrán a por las últimas nacidas y las usarán como putas para crear al primero. Quintana se puso tensa junto a Froi.
Froi intentó volver a ponerla detrás de él. La mujer creía que Quintana era una última nacida, no la princesa.
—Va en contra de la ley —dijo Quintana, fríamente—. La profecía dice que solo la Reginita puede romper la maldición. Solo ella. No los inocentes.
La mujer chasqueó la lengua con arrepentimiento.
—¿Y qué pasará cuando su real inutilidad alcance la mayoría de edad dentro de tres días? —preguntó—. Yo te lo diré, vendrán a por las últimas nacidas. —Se volvió hacia Froi—. Será mejor que cuides de tu chica.
—Siempre —murmuró Froi, cogiendo a Quintana de la mano para marcharse.
De repente se encontraron con otra persona, un hombre más corpulento que cualquier charynita que hubiera visto Froi.
—Yo la sacaré de la Citavita —dijo el hombre bruscamente—. ¿A qué esperáis?
Froi notó que la respiración de Quintana se aceleraba. Se apartó de Froi, pero él tiró de ella, sin atreverse a apartar la mirada del hombre.
—¿Y quién sois vos, señor? —preguntó Quintana.
—Me llamo Perabo, el guardián de las cuevas.
El hombre le ofreció su mano a Quintana.
—Sabes que es seguro venir conmigo.
—No sabe nada de eso —soltó Froi—, y si no retrocedes, romperé esa mano por sitios en los que no pensarías que había hueso.
Quintana se quedó mirando a Froi, luego observó al hombre y, después, otra vez a Froi, y sus ojos reflejaron tristeza.
—No ha llegado la hora de marcharme, señor —le dijo al guardián de la cueva—. Aún no.
El hombre la miró y después sus ojos se clavaron en Froi.
—Hay quienes valoramos mucho a todos los últimos nacidos —dijo entre dientes el guardián de la cueva—. Si le ocurre algo por tu culpa, te meteré por la garganta todos los huesos que te rompa.
Era tarde cuando llegaron a la entrada de palacio y esta vez no hizo falta llamar. El puente levadizo estaba bajado y dos soldados se acercaron, llevándose consigo a Froi. El patio estaba iluminado con antorchas. Gargarin estaba junto a Bestiano y el resto de consejeros y jinetes. La cara de Dorcas estaba hinchada, ya fuera por un regalo de los señores de la calle o un castigo de palacio por perder a la princesa. Bestiano se acercó y le dio un revés a Froi.
Gargarin se abrió paso entre los consejeros, uno de los jinetes le hizo retroceder de un empujón y Froi vio que hacía una mueca de dolor.
«Cuenta hasta diez, Froi. No has terminado tu misión. Ni siquiera has llegado a ver al rey».
—El palacio se arriesga a entrar en guerra con Sebastabol y Paladozza si algo le sucede al último nacido —dijo Gargarin y Froi detectó una advertencia en su voz.
—¿Qué te hace pensar que va a pasarle algo? —preguntó Bestiano en tono agradable antes de volverse hacia Dorcas.
—Creo que una noche en el calabozo le excitará lo suficiente para estar mañana al servicio de la princesa.
Más tarde, en el frío y duro suelo de la celda, cuando el mundo parecía tan silencioso que Froi casi podía oír los latidos de todos los hombres y mujeres de Charyn, oyó el dulce cantar que provenía de la torre de enfrente. No era la pureza aguda de la voz de Quintana, ni el hecho de que recordara cada palabra de una triste canción que había oído solo una vez aquel día en las cuevas de la Citavita, cantada en una lengua que no dominaba. Era que conocía aquella voz, había soñado con ella una y otra vez en una vida de podredumbre y sufrimiento, y a Froi le entraron ganas de llorar. Porque sabía que, si le daban la oportunidad, rompería su compromiso con la reina no solo con su cuerpo, sino con su corazón.
Cuando subió a la ventana de Lirah aquella noche, estaba tumbada en su camastro, leyendo. Le sorprendía que la puta de Serker supiera leer. Mientras la observaba enfrascada en las palabras de la página, reconoció, de la colección de Gargarin, el manuscrito que sujetaba. ¿Aquel tonto había sobornado al guardia para pasarle las obras de Cressido?
—¿No sientes nada por ella? —preguntó Froi, en tono acusatorio—. ¿Por eso intentaste matarla?
Levantó la vista un momento y luego volvió a concentrarse en su lectura.
—Te ha costado mucho averiguarlo —dijo con serenidad.
—¿No sientes nada por ella? —repitió.
—Siento lástima. ¿Satisfecho?
En aquel momento, Froi la odió más que cuando Arjuro había dicho aquellas palabras.
—¿Y tú? —preguntó, dejando el manuscrito—. ¿Qué sientes tú, salvaje serker?
Froi se esforzó por no reaccionar ante sus palabras.
—Tan solo estoy intrigado —dijo—. Me pregunto en qué eres buena. No se te da muy bien ahogar niños ni atacar a eruditos con una daga —añadió, cruelmente. Ella sonrió con amargura.
—Bueno, se me debe de dar bien algo. El rey me ha dejado vivir mucho tiempo.
—Quiero información sobre los hermanos de Abroi —exigió.
—Detesto a los hermanos de Abroi —dijo con frialdad—. Eso es todo lo que tienes que saber.
—No, tengo que saber más, Lirah.
De alguna manera, la pista de dónde se encontraba el rey estaba conectada con Lirah, Gargarin o Arjuro.
Los ojos de Froi se clavaron en los de Lirah. Trevanion se había referido a aquello como una guerra atormentadora, donde te quedabas sentado mirando a tu oponente como si le atormentaras el alma. Lirah no era de las que apartaban la mirada, pero Froi se dio cuenta de que quería que se marchara. Así que habló.
—Arjuro era un novicio. El mayor desviado que la casa de los dioses había conocido, pero era la única persona que tenía en la palma de la mano al Oráculo. Su hermano, Gargarin, era el valioso protegido del rey, frío y distante hacia todos salvo con su gemelo y…
Se calló. Froi esperó.
—¿Y tú? —preguntó.
Lirah ignoró la pregunta. Froi se acercó al camastro y cogió el manuscrito de sus manos. Caminó hasta la ventana y lo sostuvo en el aire, de forma amenazadora. Vio la cólera en sus ojos.
—Habla —espetó. Ella se negó.
Froi se arriesgó y arrancó una página, disculpándose mentalmente con Finnikin e Isaboe. A ellos les encantaban las palabras y los libros. Enviaban a mensajeros lejos para encontrar manuscritos para hacerse regalos.
Sin esperar un instante, tiró la página por la ventana.
—Perro —dijo, con un amargo gesto de la cabeza.
—Habla.
Se acercó a él, cogió el manuscrito y se lo pegó al cuerpo. Ambos sabían que podía arrebatárselo en un segundo, pero esperó.
—Durante demasiado tiempo la sabiduría e inteligencia de este reino procedía de las enseñanzas de aquellos que estaban en las casas de los dioses —dijo—. Algunos creían que el palacio podía ser progresista y que el rey recién coronado era el que traería el cambio. Uno en particular, un muchacho que se había criado en Paladozza y había viajado a la Citavita con su hermano. Tenía los planos y dibujos para demostrar que Charyn podía ser tan poderoso como Belegonia. Él y su hermano habían pasado años descifrando los libros de los Antiguos, descubriendo métodos de agricultura y técnicas quirúrgicas que demostraban que los hermanos eran unos genios.
»El rey estaba impresionado con el muchacho, pero también quería que el hermano novicio, bendecido por los dioses, le sirviera porque tenía la reputación de ser el mejor médico que la Citavita había conocido. Pero a pesar de la riqueza que el rey había prometido, al novicio no le interesaba estar exclusivamente a su servicio. Lo que era más importante, el Oráculo de la casa de los dioses no iba a entregarle al palacio a su novicio de más talento.
Lirah miró a Froi un momento, pero parecía muy distante.
—Todos creen que la caída de Charyn comenzó con la matanza en la casa de los dioses y el saqueo de Serker, pero sé que empezó con la batalla entre el Oráculo y el rey por Arjuro de Abroi.
Froi no podía comprenderlo. Arjuro era un borracho sin esperanza. ¿Cómo iba a ofrecerle nada a Charyn?
—A pesar de la tensión que se estaba creando entre la casa de los dioses y el palacio, los hermanos de Abroi se negaban a implicarse. Comenzaban y terminaban el día saludándose por el bagranco. Cuando caminaban juntos por la Citavita, la gente se detenía, asombrada. Era hermoso contemplarlos, con sus rizos oscuros y aquellos fieros ojos azules. Puede que hubieran salido de la nada, pero levantaban fascinación a su alrededor. El rey intentó hacer todo lo posible por usarlos para su propio beneficio. Creía que si Gargarin hablaba con su hermano, y su hermano se convertía en el médico de palacio, entonces Arjuro convencería al Oráculo para que apoyara los planes que el rey tenía para las provincias más pequeñas de Charyn. Pero los hermanos pactaron no permitir jamás que la casa de los dioses ni el palacio se interpusieran entre ellos.
—¿Cómo conociste a los hermanos?
—La primera vez que vi a Gargarin fue en el palacio.
A Lirah parecía costarle pronunciar el nombre de Gargarin.
—Pasamos mucho tiempo en una cueva que los hermanos decían que era suya, en la base del bagranco.
—La conozco —dijo Froi al pensar en la primera vez que vio a Gargarin.
—De Lancey de Paladozza también estaba allí. Todo era bastante primitivo por aquella época —dijo en voz baja—. Eran muy brutos en su juventud.
—¿Y entonces?
—Y entonces la casa de los dioses fue atacada, supuestamente por los serker. Una masacre. Cuarenta novicios fueron asesinados. Un día después, los jinetes de palacio encontraron al Oráculo con Arjuro de Abroi en la cueva de la que te he hablado. Aseguraba que no había estado presente en la casa de los dioses la noche de la masacre y, al volver, se había encontrado con aquella carnicería. Había encontrado al Oráculo mutilada, violada y al borde de la muerte, y había jurado hacer cualquier cosa por protegerla.
—¿Cómo supo el palacio dónde encontrarlo?
—Fue traicionado. De Lancey lo hizo sin darse cuenta.
—¿De Lancey de Paladozza? —preguntó Froi, sorprendido. Era el hermano del provincaro que había acogido a los hermanos en su casa.
—Eran amantes. Fuera lo fuera lo que hizo De Lancey, estoy segura de que se arrepintió. Tras su captura, el palacio dejó a Arjuro solo en la casa de los dioses. Dijeron que era demasiado castigo mantenerlo encadenado dentro de la Sala de Iluminación, donde tuvo lugar la mayor parte de la matanza. Durante los siguientes nueve meses, se le permitió a Gargarin visitarlo. Nunca creyó que su hermano fuera el responsable y trabajó sin descanso para que lo liberaran. Lirah miró a Froi llena de angustia.
—Pero la ambición es mala y, la noche del último nacido, el rey le pidió a Gargarin de Abroi la lealtad que siempre había deseado recibir por parte de su valiosa mascota.
—¿Qué clase de lealtad? —preguntó Froi, cuya sangre comenzaba a enfriarse.
Lirah se apartó, le dio la espalda y Froi la vio tambalearse. Si hubiera sido otra persona, le habría ofrecido su mano, pero Lirah no parecía la clase de mujer que aceptaba la ayuda de un hombre. Cuando vio que se había serenado, se dio la vuelta para mirarla a la cara.
—¿Qué hizo, Lirah?
—A espaldas del pueblo de Charyn, el rey le ordenó a Gargarin que matara al Oráculo y al niño que llevaba en su vientre. Que los tirara por la ventana de palacio al bagranco como si fueran basura.
—¿Qué?
—Y los guardas del rey arrastraron a Arjuro hasta el balcón de la casa de los dioses, lo encadenaron allí y le obligaron a verlo. Por eso Arjuro no ha vuelto a hablar con Gargarin. Por eso, y por el hecho de que Arjuro pasara más de ocho años en la celda debajo de esta, supuestamente por conspirar con los serker.
—¿Es eso lo que crees? —preguntó Froi—. ¿Sobre los serker?
Ella negó con la cabeza.
—Jamás. Si alguien conoce los defectos y los vicios de los serker, esa soy yo. Pero apostaría la vida de este reino a que ningún serker entraría en la casa de los dioses para profanarla. Puede que les molestara el Oráculo todos aquellos años por decirles cómo debían vivir sus vidas, pero nunca habrían saqueado la casa de los dioses. Los serker fueron engendrados por los Antiguos. Ninguna provincia era más devota a los dioses.
—Gargarin no pudo… no te creo, Lirah.
Le estudió con detenimiento y una cruel sonrisa cruzó sus labios.
—Oh, ya veo —dijo con amargura—. Gargarin de Abroi te ha embrujado, ¿no? No te preocupes. Nos ha pasado a los mejores.
—No estoy embrujado por ningún hombre —dijo Froi, furioso.
—Entonces, ¿por qué estás aquí haciendo preguntas?
—Porque necesitaba saber si merecía la pena salvarlo.
Lirah se quedó mirándolo. Froi notó que algo estallaba en sus ojos.
—¿Salvarlo? ¿No estás aquí tan solo para plantar la poderosa semilla de Charyn?
—No he venido a plantar ninguna semilla, Lirah, y si alguien puede decirme dónde se halla la cámara del rey, esa eres tú.
De repente Lirah le agarró la cara con brutalidad.
—¿Quién eres tú?
Froi se quedó callado un momento.
—Encontraré la manera de liberarte —dijo en voz baja—. Hay un claustro en el reino de Sendecane. Al final de la nación. La llevarás allí —le ordenó—. Podrá vivir en paz y este reino la olvidará. Esta tierra puede olvidarse de ella.
—¿Y qué te hace pensar que yo la protegeré? Intenté ahogarla de pequeña, ¿recuerdas? Soy la escoria de esta tierra en tus ojos.
—Es tu hija. No existe un vínculo más grande que el de una madre y su hijo.
Lirah de Serker se rio sin ganas.
—Déjame que te diga una verdad, salvaje serker —dijo—, y luego quiero que te marches y no vuelvas. Di a luz aquella noche fatídica, pero fue un niño, que saqué de mis entrañas y le di a Gargarin de Abroi para que lo tirara por la ventana del palacio al bagranco de abajo. Me desperté con la bastarda del Oráculo en mis brazos. Quintana, la desgraciada. Quintana, la de la maldición. Quintana, la puta. —Los ojos de aquella mujer se llenaron de lágrimas de rabia—. Y comía de mis pechos día tras día, gritando por su madre porque aquel bebé salvaje conocía la verdad. Que lloraría por mi hijo hasta que no quedara nada en mi interior que darle. Así que cuando le rebanes el cuello a Gargarin, díselo. Dile que aquella noche maldita no mató al hijo del Oráculo, sino que mató al mío.