Capítulo 13
TRAS una semana en la Citavita, lo único que Froi había conseguido en su misión en Charyn era la sospecha de que el rey vivía en algún lugar entre la cuarta y la quinta torres. Sabía que debía actuar rápido. En menos de una semana, los provincari llegarían para el día de llanto y los guardias de palacio se doblegarían. Pero lo que más competía con la tarea entre manos era la fascinación de Froi por los dos hermanos separados por el bagranco, una princesa con dos personas viviendo en su interior y una mujer encerrada durante doce años, cuyo único contacto con su hija era a través de gritos dados por una ventana.
Los siguientes días comenzaron del mismo modo. Cada mañana Froi se ponía a prueba, se tumbaba en la cama de Quintana tras alegar cansancio o se inventaba una enfermedad atribuida a la parte del cuerpo importante en el arte de plantar semillas. Jugaría a intentar averiguar quién era en cuanto abriera los ojos. La princesa indignada siempre, siempre se despertaba asustada. Asentiría y mascullaría: «Hay un hombre muriendo en Turla». Por otro lado, Quintana la doncella de hielo siempre estaba fría y normalmente le llamaba tonto. Si su cuerpo estaba cerca o la tocaba, gruñía, y él daba por sentado que aparecería la salvaje en vez de la princesa indignada; se podía saber porque retraía el labio y se veía un atisbo de aquellos dientes torcidos. Pero siempre había algo que la calmaba. Froi lo veía con sus propios ojos. El cabeceo. Tanto si quería admitirlo como no, su corazón latía con fuerza por el entusiasmo cada vez que presenciaba la locura.
A la princesa indignada no le gustaba nada más que pasar el rato también en el balcón, contemplando el ritual entre los hermanos de Abroi, Gargarin y Arjuro.
—¿Bendito Arjuro? ¿Podemos ir a visitaros? —le preguntaba, intentando captar la atención de Arjuro con un gesto ridículo de la mano, por si acaso se había quedado sordo.
Arjuro la ignoraba.
—¿Crees que se volvió loco en las mazmorras? —preguntó ella.
—No en las mazmorras —respondió Gargarin en voz baja.
—¿Creéis que ama a Lirah más que a su vida?
Silencio. Froi le echó un vistazo a Gargarin y vio cómo el bulto en la garganta del hombre se movía al decir:
—No.
—Creo que os equivocáis, Sir Gargarin —dijo.
—Gargarin —la corrigió—. No «Sir».
—Cuando me desperté aquella vez después de que Lirah me llevara a buscar al Oráculo, Arjuro estaba allí.
—¿Al Oráculo? —preguntó Froi.
—La buscamos en el lago de los medio muertos. Pobre Lirah.
Y de nuevo tía Mawfa. «Oh, mis pobres huesos», había suspirado la mujer mientras se atiborraba de la parte más grasienta del cochinillo aquella mañana.
La princesa siguió cotorreando.
—Tenía seis años, Sir Gargarin. Estaban asustados porque los dioses hablaban a través de mí. Lo escribí en la pared, ya sabéis, con la sangre de mi muñeca. Mi padre estaba desesperado por que Arjuro lo descifrara y lo metieron a rastras en la habitación desde la prisión de la torre y no olvidaré su cara, Sir Gargarin, cuando vio a Lirah medio muerta en el suelo mojado. Cayó de rodillas y lloró, de verdad, cogiéndola en sus brazos. Como si Lirah fuera la mujer que más quería.
Froi vio que Gargarin apretaba los nudillos mientras se apoyaba en el balcón.
—¿Qué hacías con sangre en las muñecas? ¿Por qué estaba Lirah medio muerta? —preguntó Froi, alarmado.
Gargarin le dio un codazo a Froi para que se callara.
—Siempre he creído que el bendito Arjuro volvería con ella, Sir Gargarin. He rezado a los dioses por que lo hiciera. Más de lo que les he rezado por mí misma. Pero lo soltaron cuando cumplí ocho años y desapareció durante mucho tiempo.
—Tienes buen corazón, Reginita —dijo Gargarin con ternura antes de volver a la habitación.
La princesa se quedó mirándole mientras se marchaba, como si intentara determinar qué significaban sus palabras.
—Eso ha sido todo un cumplido —dijo Froi.
—¿Y lo que dijiste de mi vestido aquella mañana?
Froi no quería pensar en lo que había presenciado aquel día.
—No fue un cumplido —dijo, arrepentido—. Fui un maleducado. Tienes un gusto espantoso vistiéndote, así que no creas a nadie que intente decirte lo contrario. Pero eso —dijo, señalando al interior de su alcoba— ha sido de verdad.
Vio cómo se sonrojaba y por un instante se tocó las mejillas con las manos, como si le sorprendiera el rubor. Luego desapareció dentro y Froi se preguntó si se echaría a llorar.
Y entonces allí estaba Lirah. No era que Froi estuviera medio enamorado de ella, pero una fuerza entraba en juego cada vez que la veía. Un deseo que no podía comprender. Se convenció a sí mismo de que le gustaba su jardín más que ella y que algún día encontraría un modo más cómodo de visitar el tejado de su prisión. Froi echó a correr, volando por el aire, mientras las piernas salvaban el hueco que había entre ambas torres, con los brazos estirados como si se apoderaran del espacio y su gruñido quedó apagado por los gritos al otro lado, hasta que cayó en la almena de enfrente, casi, pero no del todo, sobre sus pies. Cuando se levantó, sacudiéndose los escombros de los pantalones, y examinó la magulladura de su brazo, se dio la vuelta y vio una mezcla de admiración y horror en las caras de Dorcas y los soldados del tejado de enfrente.
—¿Eres idiota o idiota? —dijo Gargarin entre dientes, observando cómo Froi volvía una vez a su balcón.
—Lo primero. La verdad es que me molesta que me llamen lo segundo.
Por suerte, el tonto de Dorcas no intentaba detenerle porque no existían órdenes que evitaran a los invitados saltar de una torre a otra para visitar a un prisionero de la torre de enfrente. Y cada vez que lo hacía, Froi se percataba de que las almenas de la cuarta y la quinta torres estaban vigiladas por el doble de soldados que había en cualquier otro lugar de palacio. Froi tenía que encontrar la manera de entrar.
Entretanto aprovechaba el tiempo que pasaba con Lirah, aunque ella no hablaba demasiado, y casi todo su trabajo en el jardín se realizaba en silencio.
—Dime la verdad —le pidió un día particularmente aburrido en palacio en el que la visitó tres veces—, durante los años que hace que tienes este jardín, ¿las petunias han sobrevivido al lado de los tulipanes?
A veces, sin mediar palabra, ella le ofrecía una planta y Froi elegía el mejor sitio para que floreciera.
No averiguó demasiado hablando con Lirah. Siempre le preguntaba por Quintana. Durante todos aquellos años, el rey tan solo les había permitido una vez estar en la misma habitación. Había sido siete años después del encarcelamiento de Lirah, cuando Quintana cumplió los trece y tuvo su primera menstruación.
—Allí fue cuando decidieron convertirla en una puta para Charyn —dijo la madre con amargura.
Desde entonces, Quintana y Lirah tan solo se habían visto por la ventana del calabozo. Las tres imágenes de la princesa en la mazmorra de Lirah ahora tenían sentido. Mostraban la primera vez que Lirah había visto a su bebé, la última vez antes de su encarcelamiento y la única vez que habían estado juntas en una habitación hasta entonces.
—¿Estabas enamorada de Arjuro? —preguntó Froi.
Como siempre, ella no dejó de hacer lo que estaba haciendo y se negó a mirar en su dirección.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque ambos sois… No sé. Salvajes. Crueles.
—¿Estás intentando halagarme?
Se rio. Era el primer intento de humor que Lirah había hecho. Se volvió hacia él, como si le hubiera sorprendido aquel sonido.
—Bueno, sois del tipo que se encontrarían en una habitación llena de gente —dijo. Su estudio fue intenso hasta que volvió a cavar—. Arjuro prefiere los hombres a las mujeres.
—Oh —exclamó, sorprendido un momento—. Bueno, tiene sentido, ahora que lo pienso. Ninguna mujer aguantaría ese hedor.
—Sí, bueno, siempre ha tenido aversión a bañarse.
—Pero eso no significa que no estuvieras enamorada de él.
Se secó la frente con el dorso de su mano y dejó una marca de tierra.
—Se puede decir que nos despreciamos mutuamente.
—¿Por qué?
Lirah no respondió y entonces Froi lo entendió.
—Ah. Amabais al mismo hombre.
—Podría decirse así —dijo en voz baja.
Froi supo que había hecho demasiadas preguntas y, si no paraba, volvería a callarse.
—Cuando vuelva a casa, encontraré el modo de enviarte semillas de lavanda —dijo cuando el cielo empezó a oscurecerse y sabía que tenía que volver de un salto.
—¿Lavanda? ¿En Charyn?
Froi esperó un momento.
—En cuanto a Quintana… —empezó a decir, pero ella le interrumpió.
—No respondo preguntas sobre Quintana a los desconocidos.
—Me obligan a acostarme con la princesa —dijo—. ¿Cómo voy a ser un desconocido para ella?
—¿Eso se le pregunta a una puta?
Sus ojos transmitieron ira, pero Froi también vio dolor.
—¿Es cierto que hay más de una persona viviendo en su cabeza?
—¿Me estás preguntando si está loca?
No respondió.
—¿Sabes lo que dicen en palacio? —dijo Lirah—. Que el rey tenía que haberse deshecho de ella en cuanto nació.
Lirah se estremeció ante el sonido de sus propias palabras.
—¿Ha sido siempre tan rara? —preguntó Froi.
—¿La encuentras rara? —dijo con dureza—. ¿Cuando de niña consiguió separar partes de ella y convertirlas en seres completos? Cada situación requiere una Quintana distinta. Pero sobrevivió. En este horrible lugar. Eso no es ser rara ni estar loca. —Lirah le lanzó una de sus miradas feroces—. Es puro genio. ¿Crees que era como tú o el resto de los últimos nacidos? Puede que no hayas nacido rico, Olivier de Sebastabol, pero te ha mimado tu provincia, tu madre y tu padre toda tu vida.
—Te has equivocado de persona —dijo en voz baja—. De todas formas, ¿no estás convencida de que soy de Serker?
Lo miró con detenimiento.
—¿Eres huérfano?
Froi no respondió.
—Sea como sea, Quintana no era huérfana, así que no tenía que haber sido tan malo para ella. Tenía al rey y te tenía a ti, su madre. Lirah se rio con amargura.
—¿Al rey? ¿Has conocido al rey? No existe un hombre más degenerado en Charyn o en toda la nación de Skuldenore. Lo único que hicieron bien los dioses fue infundirle miedo hacia su propia hija porque si no lo hubieran hecho, su maldad habría destrozado su mente y su cuerpo.
A Froi se le heló la sangre. En la cabeza de Lirah, Quintana había escapado a la depravación de su padre, pero sabía que no había logrado esconderse de Bestiano.
—Los dioses te la dieron —dijo—. Eso debe de significar algo.
Lirah soltó una carcajada de amarga incredulidad.
—¿Sabes por qué estoy aquí? ¿En esta prisión?
—Intentaste matar a alguien. Aparte de Gargarin. ¿Fue a un hombre con el que te obligaron acostarte? —Y entonces se le ocurrió una idea—. ¡Dioses! ¿Intentaste matar al rey?
Ella negó con la cabeza.
—No hay muchos sitios donde esconder un puñal cuando te llevan a la cámara del rey como su puta.
Froi se la quedó mirando. Quería decirle que lo comprendía. Quería confesarle la depravación que había presenciado en su vida, en las calles de la capital de Sarnak cuando era niño. Pero sentía demasiada vergüenza. Las niñas eran pequeñas e indefensas. Los chicos debían de ser capaces de defenderse ellos solos, sin importar si eran pequeños o de constitución menuda.
Lirah se levantó y se sacudió la tierra de su vestido suelto.
—¿Qué opinas de la fría? ¿La que parece estar al mando? —preguntó.
Froi se encogió de hombros.
—Prefiero que no esté cerca de mí.
Lirah recogió las macetas y la cuerda, y regresó a su prisión.
—A esa es a la que debes temer. Te hará hacer cosas que te partirán el corazón.
Cuando llegó el momento de volver a visitar a Arjuro en la casa de los dioses, Froi no tuvo el valor de saltar por el bagranco. Con la primera vez había tenido bastante. La mayoría de días, Arjuro dejaba cerrada la ventana que daba al balcón y corría la cortina, pero Froi fue paciente y una mañana se inmiscuyó en el ritual fraternal.
—¡Arjuro! Llamaré a la puerta a mediodía —gritó—. Asegúrate de abrirme.
Gargarin se le quedó mirando sin dar crédito.
—¿Los señores de la calle no significan nada para ti? —preguntó.
—No son más que cuatro palabras. Señores-de-la-calle. ¿Quieres acompañarme? —preguntó Froi—. Ellos creen que soy el mensajero del novicio.
Arjuro, por supuesto, no jugaba según las normas y Froi se vio obligado a aporrear la puerta durante lo que parecieron horas.
—No creía que fueras a volver —masculló el novicio con cara de sueño.
—¿Por qué no iba a venir con toda la diversión que hay en la Citavita? —dijo Froi—. ¿Esto es lo que estabas buscando? —preguntó, levantando una caja que había robado de la bodega.
El novicio estaba borracho, tenía los ojos inyectados en sangre e hinchados. Estudiaron a Froi despiadadamente.
Froi le siguió por la oscuridad. Había perdido la cuenta de los escalones y casi entendía la renuencia de Arjuro a abrir la puerta. Cuando llegaron a la Sala de Iluminación, Froi caminó hasta el balcón donde vio a Gargarin observándoles al otro lado del bagranco. Gargarin no acostumbraba a salir al balcón a aquella hora del día, pero el muchacho sospechaba que estaría allí para ver qué tramaba Froi.
—Ayer por la noche soñé con los tres —dijo Arjuro por encima de su hombro—. ¿Y él?
—No entiendo.
—Gargarin, yo y un tercero que no vivió. A lo largo de mi vida, el tercero ha vuelto a mí en sueños, y ha estado conmigo estas últimas siete noches. Me apuesto cualquier cosa a que si le preguntas a mi hermano, te dirá lo mismo.
—¿Es porque tenéis la misma cara? ¿Por eso soñáis lo mismo? ¿Os sentís?
—Es por el tercero. Nos ronda cuando lo necesita. Nació muerto.
—No entiendo —dijo Froi.
Arjuro se quedó callado un momento, como si lamentara haber hablado.
—Cuéntame más sobre el tercero —insistió Froi.
—Nuestra pobre madre era una chica de catorce años. Se negaba a creer que el tercero estuviera muerto y lo dejó en la cama con Gargarin y conmigo. Lo ponía contra su pecho como si estuviera vivo y pudiera beber de ella. Hasta que las moscas y los gusanos nos rodearon. Es lo que nuestro padre solía decir: «Os deberíais haber ahogado por los gusanos y las moscas que estaban en vuestra cama».
—Parecía un hombre encantador —dijo Froi, asqueado.
—Parece —le corrigió Arjuro—. Aún está vivo. Es un loco al que le asusta todo lo extraño y tres bebés con la misma cara era demasiado raro para él. Así que le dijo a todo Abroi que solo había uno.
—¿Cómo lo hacía si los dos vivíais?
—Nos escondía en un tugurio bajo la casa. A los cuatro años, cuando tuvimos edad suficiente para trabajar en la granja, nos sacaba un día a cada uno.
Froi no comprendía lo que Arjuro le estaba contando. Tapó su taza para que el novicio no le sirviera más bebida. Arjuro le miró y se estremeció.
—Tienes la cara de un hombre cruel, Olivier de Sebastabol.
—Pero yo soy amable —dijo Froi—. Habla.
Arjuro señaló la taza y Froi quitó la mano.
—Teníamos un solo nombre. La palabra que usan en el dialecto abroín para «nada». Dafar. Nada. Un día yo era Dafar y mi hermano se quedaba en el agujero. Al día siguiente él era Dafar y yo me quedaba en el agujero.
Froi estaba atónito.
—Qué locura —susurró.
Arjuro asintió.
—Nosotros nos pusimos los nombres. Gargarin no es un hombre charynita. A mí me gustaba Arjuro. Gar y Ari. —Arjuro sonrió un instante—. Eran dos aventureros del primer siglo, que escribían historias que hablaban de sus viajes más allá del océano de Skuldenore.
Arjuro tragó una copa entera de vino y se empapó la barba, pero Froi no podía apartar la vista de sus ojos.
—Mi hermano nunca dejaba de cuidarme. Era Gar el que tenía los planes para protegernos de nuestro padre. Recibí el don de la lengua de los dioses a los seis años, y Gar y yo nos abrazamos fuerte aquel día lleno de júbilo. Las paredes de nuestro tugurio estaban llenas de palabras maravillosas. Bendiciones de los dioses, sabiduría de los Antiguos. Nos decíamos que a Gargarin le llegaría pronto el momento. No nos imaginábamos que un don fuera otorgado a uno y no al otro. Lo que algunos tardaban meses en aprender, yo lo hacía en un momento. Leer. Escribir. Traducir de los dioses. Yo escribía los símbolos y se los enseñaba a Gargarin, puesto que solo los tocados por los dioses pueden leer las palabras puras escritas por los mismos dioses, y en Abroi teníamos las cuevas más antiguas del reino. Y esperamos y esperamos por su don, con la esperanza de que escaparíamos del pantano de Abroi en cuanto apareciera. Pero no fue así. Gargarin no había sido elegido.
Froi vio lágrimas en los ojos de Arjuro, como si el momento que recordaba hubiera sucedido el día anterior.
—A nuestro padre, como era un hombre ignorante, le asustaba la inteligencia y la razón. Y aún le asustaba más lo que no podía explicar. Creía que podía deshacerse de mí, del don que tenía asombrados a otros. —Un atisbo de dolor cruzó el rostro de Arjuro—. Gargarin siempre tenía una solución. «Si podemos turnarnos para ser Dafar, podemos turnarnos para ser tú», dijo. Y así compartimos los golpes.
Los ojos de Arjuro estaban llenos de autorrechazo.
—Yo se lo permití.
Durante toda su vida, Froi había rezado por encontrar a alguien que compartiera su dolor. Si alguien entendía a Arjuro, ese era él.
—Un día, cuando teníamos diez años —continuó Arjuro—, Gar preparó una alforja. Me cogió de la mano y caminamos durante cuatro días hasta Paladozza. La gente se moría de curiosidad a ambos lados del camino puesto que nunca habían visto nuestras dos caras juntas. Pero Paladozza era un sueño. La llamaban la segunda capital. La casa de los dioses estaba llena de mujeres y hombres sabios, y Gar pidió una reunión con la sacerdotisa. «Mi hermano está tocado por los dioses», dijo, «cuidadlo». Y luego se marchó de vuelta a Abroi.
—¿Vivisteis separados?
Arjuro asintió.
—Todas las noches que pasé lejos de casa, soñaba con tres bebés. Sabía que soñaba con mis hermanos, uno muerto y otro vivo, hasta que ya no soporté más estar lejos de Gar. Caminé durante cuatro días para volver con él a Abroi. Le conté el sueño y él había soñado lo mismo.
»Al final, el provincaro de Paladozza vino a Abroi y se nos llevó a los dos. Los sacerdotes estaban desesperados por tenerme en la escuela de la casa de los dioses. A pesar de que nuestro padre intentaba de vez en cuando llevarnos a rastras a casa, encontramos la paz en aquella ciudad. Gar era el sirviente del provincaro y yo iba a la escuela, pero aún nos las arreglábamos para vernos todos los días. Nos trataban con el mismo respeto que al hijo del provincaro, De Lancey. Todo lo que aprendía se lo enseñaba a Gargarin. A los dieciséis años, me enviaron a la Citavita para comenzar mi noviciado en la casa de los dioses. Gargarin rechazó la oferta del provincaro de tierra y prosperidad por estar cerca de mí y se encontró trabajando en el palacio que una vez se hallaba en la entrada de la Citavita, donde termina el puente. Gar era el chico de los recados del rey.
—¿Cómo acaba un chico de los recados convirtiéndose en uno de los pocos en los que confía el rey? —preguntó Froi.
—Porque ya se tratara del provincaro de Paladozza o del rey de Charyn, no podían ignorar con facilidad a Gargarin. En un año en palacio, había dibujado diseños ante los que cualquiera se maravillaba. Decían que un día aquel muchacho se convertiría en el Primer Consejero del rey. —Arjuro comenzó a arrastrar las palabras—. Comenzaron la construcción del palacio por la roca, la morada real más segura en toda la nación. Años más tarde, cuando estuvo terminado, el palacio hizo que el rey se sintiera como un dios hasta que creyó que su condición era tal. Y entonces esta casa de los dioses fue violada.
Froi se inclinó hacia delante para mirar al hombre a los ojos.
—No pienso ni por un momento que Gargarin crea que traicionaste a los novicios, Arjuro —dijo Froi—. No es posible que creas algo así.
—No te gustaría haber visto lo que yo presencié —dijo el novicio con voz ronca.
—¿Te refieres a la matanza? —preguntó Froi.
Arjuro negó con la cabeza, se puso de pie con dificultad y apartó a Froi de un empujón.
—Si pudiera arrancarme los ojos para impedir ver lo que vi el día del último nacido, lo haría una y otra vez.
—¿El nacimiento de Quintana? —preguntó Froi, confundido—. Pero tú estabas encerrado, Arjuro. No pudiste ver nada.
—Lo vi todo —respondió Arjuro con voz ronca—. Pero no me preguntes nada de aquella noche.
Froi le siguió por el largo pasillo.
—Entonces te pregunto por qué Lirah está encarcelada.
El novicio dejó caer los hombros. Froi sabía que no quería contestar tampoco a aquella pregunta.
—Por intento de asesinato —dijo Arjuro en voz baja.
—¿De quién? —quiso saber Froi.
—De su hija.