Capítulo 20
LA vida en la Citavita cada día comenzaba con un ahorcamiento. Uno a uno, los consejeros próximos al rey, los médicos, banqueros y cualquier otra persona que los señores de la calle encontraran escondida en los aposentos del rey, fueron arrastrados hasta la plaza del mercado, donde la muchedumbre se reunía alrededor de un cadalso improvisado. Los espectadores abucheaban, gritaban y aplaudían con tal desenfrenado regocijo que poco tenía que ver con el disfrute, sino más bien con la malevolencia. Había pasado una semana desde los acontecimientos de palacio y Froi todos los días aguantaba la respiración cada vez que se bajaba el puente levadizo, preguntándose quién sería la siguiente víctima.
Aquellos de la Citavita que no formaban parte de la despiadada multitud o de la interminable corriente de gente que salía de la capital, permanecían escondidos en sus viviendas, temiendo lo que todo aquello significaría.
—Muchacho —le susurraban cuando sus cabezas de pronto aparecían por los tejados—. Muchacho, ¿qué pasa en la plaza del mercado? ¿Vendrán luego a por los mercaderes?
Durante aquellos primeros días, Froi intercambió su jubón por unos pantalones sueltos, una camisa de franela y unos botines de cuero con cordones. Robó un gorro de lana que le tapaba el pelo y que casi le cubría los ojos. Aunque era un alivio dejar de ser Olivier de Sebastabol, en el fondo no podía evitar preguntarse cuánto se parecía al viejo Froi. El ladrón. La escoria de la calle.
La mayoría de los días veía a Lirah y Arjuro entre la multitud. Arjuro llevaba su túnica con capucha y le recordaba a Froi a los dibujos en los libros del sacerdote real que mostraban al espectro de la muerte cuando visitó una aldea lumaterana asolada por la plaga hacía cientos y cientos de años, donde no quedó nadie vivo. De Lancey y sus hombres mantenían la distancia cada día de Lirah y Arjuro. Froi había descubierto por los rumores en la Citavita que el oro había llegado sin problemas de las provincias y que el provincaro de Paladozza estaba esperando que soltaran a Gargarin antes de que él y sus hombres se despidieran.
Aparte de las mañanas en el cadalso, Froi pasaba el resto del día buscando a un hombre llamado Perabo, que una vez había intentado advertir a Froi del destino de Quintana. En su memoria. No dejaba de ver la escena. Quintana se había acercado a Perabo, pero el sentido del deber le habían hecho regresar con Froi al palacio. Froi hubiera preferido que Perabo se la hubiera arrancado de los brazos. Deseó que los últimos nacidos hubieran estado allí, que hubieran combinado fuerza y debilidad para retener a Froi y que Quintana hubiera podido escapar.
La segunda semana los señores de la calle comenzaron a colgar a la extensa familia del rey: primos, tíos y tías. Conforme pasaban los días, Froi contempló cómo desaparecía de la existencia toda una línea de sangre. Pero de momento, ni habían soltado a Gargarin, ni habían colgado a Quintana; y en un día particularmente horrible, cuando la soga casi le arranca la cabeza al primo tercero del rey, procedente de Jidia, Froi apartó la vista y Arjuro le alcanzó a ver. El novicio señaló hacia el camino que llevaba al puente antes de marcharse con Lirah.
Froi reprimió las ganas de seguirlos. A pesar de que se convencía a sí mismo cada día de no volver a la casa de los dioses, sentía una atracción hacia ellos. Tal vez había sentido aquella atracción desde el primer instante en que había clavado los ojos en aquella gente maldita.
Sin embargo, siguió a Lirah y Arjuro hasta la cueva donde vivía la adivina. Los dos se detuvieron fuera y Froi supo que le estaban esperando.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Lirah con voz áspera.
—No voy a contestarte ni a ti ni a nadie más de este reino —dijo con frialdad.
Arjuro entró en la cueva y Froi y Lirah le siguieron. Era pequeña, tan solo tenía una habitación, del techo colgaban tallos y plantones, y un olor que parecía estar impregnado en las paredes de la cueva, ahogándolas. En un rincón había un saco de dormir mugriento y en el centro del espacio, una gran olla de agua en la que la adivina removía una sustancia hedionda entre hojas y pétalos.
Pensó en lo que aquella espantosa mujer le habría hecho a Quintana año tras año, y se dio cuenta de que quería hacerle daño; podría matarla fácilmente con las manos. Pero el compromiso que tenía con Trevanion y Perri se lo impidió. «Solo matarás a aquellos que amenacen Lumatere, Froi».
Pero Lirah de Serker no tenía ese compromiso. Cogió a la mujer por el pelo y le metió la cabeza en la olla de agua. Froi vio cómo la adivina se retorcía para resistir el fuerte agarre de Lirah. Contempló la furia y el odio en el rostro de su madre.
—¿Te gusta cómo te sientes? —preguntó Lirah.
—Froi —dijo Arjuro, más calmado—. Detenla, por favor.
—¿Por qué iba a querer hacer eso, Arjuro? —dijo Froi mientras su corazón latía deprisa por la satisfacción de lo que estaba presenciando.
—Porque me gustaría saber un par de cosas y no lo conseguiré si Lirah mata a nuestra única fuente de información.
Froi suspiró y dio un paso adelante. Cogió a Lirah del brazo y la arrastró hacia atrás. Ella intentó resistirse y, aunque tenía fuerza, Froi la dominó sin problemas.
La adivina se derrumbó en el suelo, jadeando para recuperar el aliento, y Froi no pudo evitar imaginarse a la niña que era Quintana, esforzándose por no respirar aquel mismo aire sucio, año tras año.
Arjuro se acercó a la mujer y se agachó, con desprecio en su expresión. Cuando la adivina recuperó el aliento, se puso de rodillas como pudo y escupió al novicio a la cara.
—Oh, el bendecido por los dioses —se burló cruelmente—. ¿No son ahora poderosos los de la casa de los dioses, novicio?
Arjuro se limpió la saliva de la cara.
—Estos dos han venido a matarte y yo a por respuestas —dijo—. Así que ¿qué tal si hacemos un trato, anciana? Si me dices lo que necesito saber, puede que te deje vivir.
—Esa no es decisión tuya —espetó Lirah, retorciéndose para soltarse de las manos de Froi.
—Respuestas —repitió Arjuro—. ¿Por qué el rey ordenó el asesinato del niño nacido en palacio hace dieciocho años?
—En el palacio no nació ningún niño.
—La noche del nacimiento de Quintana.
—Solo nació un bebé aquella noche y la colgarán pronto.
Froi sabía que estaba mintiendo. La mujer apenas lo disimulaba. Miró a Froi a los ojos e inhaló profundamente, como si estuviera en éxtasis.
—Y si el rey ordenó la muerte de un niño —dijo con la voz somnolienta—, ¿qué te hace pensar que me lo contaría?
Lirah se soltó de los brazos de Froi y agarró a la mujer por el cuello.
—Tenía miedo hasta de ir a mear sin consultarte.
Froi colocó un brazo alrededor de Lirah y volvió a echarla hacia atrás. La adivina se inclinó hacia delante para poner la cara a un par de centímetros de la de Lirah.
—Como me escupas, te arrancaré la lengua —la amenazó Lirah.
—Oh, ahí tenemos a la salvaje serker —dijo la anciana, cerrando los ojos e inhalando. Estaba empezando a hartar a Froi—. Huelo a los de Serker. Esperar. Es lo que puedo hacer. Huele a muerte. Y tú hueles a muerte, Lirah de Serker. Porque has estado entre ellos.
Froi notó que Lirah se estremecía.
—¿Sabes qué ocurre cada año cuando llevo a nuestra abominación al lago de los medio muertos? Pues claro que lo sabes, puta serker. Los viste tú misma aquella vez que intentaste ahogar a la niña. La manera en que la muerte se arrastra a la orilla, gritando su dolor. Quieren irse a casa y a menos que oigan la canción que los lleve allí, nunca tendrán paz ni tampoco Charyn.
—¿De qué está hablando? —preguntó Froi.
—Los que asesinaron en Serker murieron sin voz —contestó Arjuro—. Sus nombres no se pronunciaron. Tan solo los bendecidos por los dioses que quedaron en tierra serker pueden cantarles para que vuelvan a casa y descansen en paz.
Froi notó que Lirah se estremecía de nuevo.
—Antes se decía que los jóvenes novicios más atrevidos viajaban a los pantanos en busca de la caña de la rectitud. La machacaban, la cocinaban a fuego lento e inhalaban el aroma para después, bajo la euforia que provocaba, ver a los dioses.
La mujer tenía la vista clavada en Arjuro.
—No es cierto —replicó el novicio. Hasta en el interior de la cueva llevaba puesta la capucha y la gorguera, cada centímetro de su cuerpo tapado salvo la cara—. Era un juego. Nos excitábamos con los vapores. Por eso llevábamos a nuestros amantes a los pantanos. ¿Para qué servía toda aquella excitación si no podías compartirla con quien querías?
—Pero ¿veíais a los dioses?
Arjuro se negó a contestar.
—Una novicia intentó explicármelo una vez —dijo la adivina—. Se desmayó tan solo con recordarlo.
Arjuro siguió sin hablar.
—Incluso con los placeres de la carne, novicio, ¿no estaba por encima de cualquier cosa que hubieras experimentado?
Tras un largo rato, Arjuro asintió.
—Cuando percibo a los muertos, siento el mismo placer —dijo—. Los muertos son mi caña de la rectitud y cuando esa chica entra en mi cueva, la muerte sacude este espacio con una fuerza incalculable.
De repente, la adivina cogió a Froi del brazo, que seguía agarrando a Lirah, y le pasó la lengua por la piel. Froi se estremeció y se apartó enseguida.
—Quintana de Charyn te sale por los poros. Llevarás ese olor durante el resto de tus días.
—Venid —les dijo en voz baja Arjuro a Lirah y Froi—. No nos sirve para nada.
Llegaron a la entrada de la cueva y Froi notó el cálido aliento de la adivina resollando en su cuello. Notó su mano en la nuca y se dio la vuelta para empujarla contra la roca desigual.
—Como me toques otra vez, te mato —dijo.
Se inclinó hacia delante para hablar y Froi se sintió sucio al estar tan cerca de ella.
Su aliento era nauseabundo, como si algo hubiera muerto dentro de su boca.
—Nueve meses antes de los nacimientos —comenzó a decir—, el rey soñó que nacerían dos niños en el palacio y que el nacido primero acabaría con su reinado. El niño nació primero y se arrojó al bagranco junto con el Oráculo. —Al discurso de la adivina le acompañaba un silbido—. Pero se equivocó. —Miró a Lirah—. El segundo en nacer, el fruto de sus entrañas, fue una abominación. Todos la temían en palacio mientras corría a cuatro patas como si fuera una especie de animal. ¿No era salvaje, Lirah de Serker?
Lirah apartó la mirada. La adivina asintió.
—Oh, sí, desde luego que lo era. Pero todo cambió cuando decidiste deshacerte de ella.
—Fue por piedad, desgraciada. Ella me lo suplicó.
—¿Y qué clase de piedad recibió, Lirah de Serker? ¿Fue la misma pequeña bestia la que se quedó dormida en tus brazos aquel día en la bañera la chica que regresó?
Froi se dio la vuelta y vio un atisbo de angustia en el rostro de Lirah.
—Su mente volvió en trozos —dijo Lirah.
—Porque una parte de ella no tenía aura —continuó la anciana—. Quintana de Charyn regresó con la otra. Un espíritu perdido recogido en el lago de los medio muertos.
La boca de la adivina formó una sonrisa malévola.
—En cuanto cuelguen a la chica, la muerta volverá con los suyos.
Los tres se abrieron camino entre la multitud acampada en la entrada a la casa de los dioses. Dentro, el número de los que allí se refugiaban se había triplicado y mirara donde mirase, Froi veía cuerpos por las escaleras o en cualquier rincón que encontraba. Hasta ahora los señores de la calle no se habían atrevido a entrar en el sagrado espacio, pero Froi conocía bien a aquellos tipos. La casa de los dioses no se salvaría.
Siguió a Lirah y Arjuro más allá del piso que albergaba la Sala de Iluminación, hasta el tejado, donde a Froi le sorprendió ver un jardín. Lirah echó un vistazo hacia donde se veía la prisión de la torre. ¿Cuántas veces en los últimos dos años aquellos dos antiguos enemigos se habían visto ocupándose de sus jardines?
Nadie habló durante un rato. La escena con la adivina les había puesto nerviosos y había demasiadas preguntas sin responder.
Arjuro empezó a arrancar plantas y colocó las que tenían raíces en una botella de cristal para conservar la semilla. Froi reconoció una planta blanca del jardín del sacerdote real. La milenrama era muy amiga de los médicos, según el sacerdote real. Zabat había dicho que Arjuro era médico, y las hierbas y plantones habrían sido las herramientas de su profesión.
Froi se sentó junto a Lirah. Se estudiaron el uno al otro. Los ojos confundidos de la mujer estaban llenos de incredulidad, como si se preguntaran cómo alguien tan poco agraciado como Froi podía haber salido de sus entrañas y de la semilla de Gargarin. Le cogió la mano para ponerle una bolsa de monedas en la palma.
—Sal de la Citavita, Lirah —dijo en voz baja—. No tienen nada más que saquear y el siguiente lugar será este.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó con voz ronca.
—¿De dónde crees? Soy un ladrón.
Empujó la bolsa hacia sus manos.
—Pues úsalo para volver a casa, dondequiera que esté. Yo soy una puta, así que creo que puedo apañármelas.
Arjuro se levantó y suspiró.
—Cuando hayáis terminado de espantaros con las bajezas de vuestros pasados, ¿podríais ayudarme, por favor?
Froi y Lirah recogieron los cestos de botellas que llevaba a los hombros y los almácigos, y siguieron a Arjuro al interior.
—¿Os habéis enterado de algo? —preguntó Froi por encima del hombro mientras bajaba la escalera.
—¿Buenas o malas noticias? —preguntó Arjuro.
—Malas.
—De Lancey ha perdido el contacto con los cerdos de la calle.
—Son buenas noticias.
—No nos han devuelto un cadáver —dijo Arjuro.
Arjuro se detuvo y esperó a que Lirah no pudiera oírles. La vieron desaparecer en la Sala de Iluminación.
—El escribano los está contando a todos —dijo Arjuro—. Solo quedan unos pocos.
—¿Hay algo…?
Arjuro negó con la cabeza.
—Ninguno de los provincari arriesgará la vida de sus hombres por ella. Aunque uno o dos quisieran, les ganarían en número. Los cerdos de la calle tienen el control de la Citavita entera.
—Es su princesa —dijo Froi, enfadado.
—Pero no su heredera, Froi.
—Al menos si fuera la que rompiese la maldición, tendría algún poder, pero no vale nada. Los provincari necesitan asegurar el reino. La única manera de hacerlo es poner a Tariq de Lascow en el trono.
A Froi se le pusieron los pelos de punta al oír aquellas palabras. Había demasiadas vidas que no valían nada.
—También puedes arrojarte al bagranco si eres lo bastante tonto como para salvarla —dijo Arjuro.
—No me enviaron aquí para salvarla —dijo en voz baja—. No es parte de mi compromiso.
Durante el resto de la semana se quedó con Lirah y Arjuro para contemplar los ahorcamientos. Cuando estuvieron seguros de que Gargarin y Quintana seguirían vivos un día más, los tres volvían a entrar en la casa de los dioses, donde los rumores de que los señores de la calle terminarían entrando en el lugar sagrado ponían histéricos a los refugiados. Las calles estaban incluso más abarrotadas que antes, con muchos ciudadanos ahora desesperados por escapar de la violencia que se había extendido. Los saqueos habían comenzado. Habían matado a un alfarero por intentar proteger su puesto. Una estampida en el puente había causado la muerte de otros siete. Cada uno iba a la suya.
A finales de aquella semana, le tocó a la tía Mawfa, y su ahorcamiento fue atroz. Froi pensó en los hombres que había matado en aquellos tres últimos años. Si daba gracias por algo, era que la mayoría de las veces no veía su miedo. Pero aquí, en la Citavita, el miedo hacía suplicar a las personas. El miedo hacía que la orina les bajara por las piernas a aquellos que fueron pedantes y orgullosos. El miedo arrancaba gritos aterradores que sonaban en los oídos de todos los días siguientes. Lo que recordaría del ahorcamiento de Lady Mawfa serían sus piernecillas regordetas colgando y que, de todas aquellas muertes, esa habría sido la que habría hecho llorar a Quintana.
Pero volvía un día tras otro, esperando que apareciera. «No vale nada», había dicho Arjuro. Si Froi sabía algo, era que en este mundo lo que valía uno lo decidían los otros. Él no valía nada hasta que se cruzó en su camino la novicia Evanjalin y Finnikin. Así, se encontró escribiendo su promesa a Quintana de Charyn. Él le daría valor, y Lirah, y los idiotas de los últimos nacidos. No moriría sola. Aquella era su promesa.
Y entonces llegó el momento que más temían, cuando ya no quedaban más que Quintana y Gargarin. Cuando los señores de la calle los sacaron a rastras, a Froi se le ocurrió la absurda idea de que tal vez podía rescatarlos, pero estaba desarmado y le rodeaban demasiados charynitas desesperados, que pedían más sangre. Se recordó, como hacía todos los días desde que el rey había muerto, que no le habían enviado a aquel reino para rescatar a la princesa. Le habían enviado para deshacerse de la semilla real de Charyn, pero había demasiados hombres en aquel reino que estaban dispuestos a hacerlo por él.
Apenas pudo reconocer a Quintana con aquel vestido feo, manchado de sangre, la cara sucia y el pelo lleno de enredos. La muchedumbre clamaba sangre. La suya. Froi rezó a quien estuviera escuchando que Quintana la doncella de hielo estuviera en su cabeza aquel día. Pero supo al instante que se trataba de la princesa indignada. Fue por su manera de llorar y de caer de rodillas suplicando, gritando las palabras «¡Llevo al primero! ¡Llevo al primero!» hasta que los cerdos de la calle la pusieron de pie, estirándola del pelo.
Gargarin estaba atado y había recibido una brutal paliza a manos de los rebeldes la semana anterior. Pero Froi sabía que Gargarin sería liberado. De Lancey había pagado solo la mitad del oro y los cerdos de la calle obtendrían la otra mitad cuando Gargarin estuviera a salvo. Aquel era el día en que Quintana moriría.
Sin el bastón, Gargarin se cayó por enésima vez sobre el suelo levantado delante de ellos. Froi oyó el susurro quebrado de su hermano, «No te levantes, hermano. No te levantes», y a Froi le dieron ganas de consolarle de algún modo. En las últimas semanas, se había dado cuenta de que Arjuro de Abroi era de su misma sangre. Sin pensarlo, Froi se abrió camino entre la multitud hasta que llegó a la tarima, con la cabeza a la altura de la de Gargarin, que estaba tumbado boca abajo mientras le salía sangre de la nariz.
—¿Habéis acabado con él? —le preguntó Froi a los señores de la calle.
El hombre que vigilaba a Gargarin le dio una patada brutal para tirarlo de la tarima y cayó a los pies de Froi. Inmediatamente, llegaron De Lancey y sus guardias y pusieron a Gargarin en pie.
—Haz algo —le suplicó Froi al provincaro—. Haz algo por ella.
—Nos han prometido que podemos marcharnos, muchacho —susurró—. Lo mejor que puedo hacer es irme y alzar un ejército para recuperar la Citavita.
Froi vio cómo dos señores de la calle arrastraban a Quintana hacia la tarima y. ¡cómo se retorcía! Hasta el último momento luchó y cuando el verdugo le colocó la soga alrededor del cuello, Froi supo que fue Lirah la que gritó de un modo que le partió el alma. Era como si Lirah fuera medio animal. Froi al final comprendió lo que había intentado hacer aquella mujer hacía tanto tiempo, en la bañera llena de agua. Había intentado llevar a aquella desgraciada criatura a un lugar mejor. Para evitar aquel momento de horror.
Y entonces se oyó un bramido. ¿Un grito de guerra? Froi se dio la vuelta buscando algo. Una señal. Le pareció ver algo, pero no podía creérselo. ¿Los últimos nacidos? Tres de los luchadores más inútiles del mundo. Había visto a Trevanion enseñar a Vestie de las Llanuras a usar el arco y hasta ella podía darle al objetivo, a pesar de la distancia. Uno de ellos, Grijio de Paladozza tal vez, cayó de una rama que daba a la tarima. Entre la muchedumbre, Olivier de Sebastabol soltó otro grito de guerra, mientras Satch de Desantos intentaba dar a las piernas de los señores de la guerra en el podio.
Las flechas volaban en la dirección equivocada. El idiota de Olivier estaba tratando de alcanzar la soga, pero en su lugar le dio a la pared del palacio a lo lejos. Desde donde Froi intentaba verlo mejor, parecía como si se estuvieran atacando entre ellos. La gente de la Citavita comenzó a reírse. A pesar del fracaso de la situación, los señores de la calle reaccionaron, saltaron del podio y se abrieron camino a empujones entre la multitud para ir a por Satch, que estaba más cerca.
Y de repente, en medio de todo aquel absurdo, Froi se olvidó de las órdenes de la reina. Se olvidó de si lo que le habían dicho estaba bien o mal. Olvidó toda razón. Perri el Salvaje una vez le había dicho que los momentos en los que surgía la oportunidad eran pura suerte, mientras que el sacerdote real aseguraba que eran los dioses enviando mensajes. Pero ambos coincidían en que había que aprovecharlas sin vacilación. Fuera lo que fuese, Froi no preguntó, y aprovechó su oportunidad. Salió corriendo hacia el árbol por el que Grijio estaba intentando trepar, mientras uno de los señores de la calle le cogía el tobillo. Froi golpeó la cabeza del señor de la calle contra la rama antes de apartarlo de un empujón.
—Sígueme —le ordenó a Grijio.
Con el último nacido a la zaga, Froi se sentó a horcajadas encima de la rama y cogió el arco de la mano de Grijio. Abajo, en la multitud, vio que Olivier de Sebastabol se había quedado mirándoles.
—¡Flecha! —ordenó Froi. Grijio le puso una en la palma y Froi apuntó y disparó—. ¡Flecha! —ordenó otra vez.
—¡Flecha!
—¡Flecha!
—¡Flecha!
Froi disparó rápidamente cinco flechas, una tras otra, hacia el podio. Pero, aunque los cuatro señores de la calle se retorcían de dolor sobre la tarima, el verdugo le dio una patada al bloque bajo los pies de Quintana y su cuerpo comenzó a balancearse al tiempo que sus manos agarraban la cuerda alrededor de su cuello. Froi gritó, un rugido de angustia que procedía de un lugar en su interior que no sabía que existía.
—¡Olivier! —llamó al último nacido en la multitud—. ¡La espada!
Froi saltó de la rama y, volando por el aire, agarró el cuerpo de Quintana y ambos se balancearon por encima de la multitud. Alargó la mano para coger la espada que Olivier había levantado por encima de su cabeza y con ella cortó la soga que ataba a Quintana. Un momento después, se estrellaron con los que miraban abajo.
Satch ya estaba allí y ayudó a Froi y a Quintana a ponerse de pie.
—Corre —gritó—. Co… co…corre.
El muchacho tartamudo se colocó a la cabeza y Froi le siguió, de la mano de Quintana, arrastrándola a veces, cuando parecía que ya no le quedaba nada dentro. Grijio les alcanzó mientras las flechas zumbaban. Los cuatro se metieron en una de las cuevas, subieron al tejado y cruzaron la Citavita, saltando de una cueva plana a otra. Froi no tenía ni idea de adónde se dirigían pero, a pesar de la incapacidad de los últimos nacidos para luchar como guerreros, aquellos chicos parecían tener un propósito. Así que Froi les siguió.
De repente, una mano salió entre sus pies y tiró de Froi por un agujero del tejado de una de las cuevas. Se estrelló contra el suelo de la casa junto a Satch. En cuestión de segundos, Quintana cayó detrás de ellos; y un poco después, Grijio.
—Silencio —susurró alguien, y Froi se dio cuenta de que su respiración era entrecortada.
Cerró los ojos para recuperar el aliento y, cuando los abrió, tan solo pudo ver la parte inferior de quienquiera que les hubiera arrastrado a aquella habitación. El resto del hombre estaba asomado por el agujero del tejado.
—¿T… te has vuelto lo… loco? —preguntó Satch.
La trampilla estaba asegurada y la habitación, a oscuras. Les acercaron una vela y Froi se encontró cara a cara con el guardián de las cuevas.
—Seguidme —ordenó Perabo.
Froi se sorprendió al ver un río subterráneo en las entrañas de la ciudad. Perabo los condujo hasta una de las dos balsas pequeñas y ayudó a Quintana a subir primero. Luego puso una mano encima de Froi, pero no fue para ayudarle. Lo agarró con fuerza hasta que Froi sintió dolor.
—¿No te dije que la sacaras de Charyn? —gruñó el hombre.
—No e… es Olivier —dijo Satch.
—No conocía el plan de Tariq para sacarla de la Citavita —añadió Grijio.
—Entonces, ¿quién es? —preguntó el guardián.
Grijio vaciló al responder.
—Es un extranjero. No sabemos cómo se llama.
—Froi —oyeron que una voz ronca decía detrás de ellos.
Froi se acercó a trompicones a Quintana, al darse cuenta con horror de que parte de la soga seguía alrededor de su cuello. Se la quitó y, bajo la tenue luz, vio que tenía la piel quemada por la cuerda. Estaba temblando y él se quitó su abrigo para ponérselo encima.
Perabo le dio a Froi el remo.
—Escucha mis instrucciones. Seguiréis este río hasta que se divida en dos. Gira la balsa a la izquierda y avanza un rato. Cuando lleguéis a una curva, os oirán. Así que espera a dos golpes de roca en cinco tiempos. Como respuesta, golpea el remo en el techo de la cueva. Tres golpes en cinco tiempos. Pregunta por Tariq de Lascow, el heredero del trono de Charyn. Diles que Perabo te ha enviado.
Grijio ayudó a Quintana a subir a la balsa y Froi la agarró mientras se balanceaban de un lado a otro. Miró a los muchachos que estaban junto a Perabo.
—Estaríais más seguros con nosotros —dijo.
—Te…tenemos que regresar para comprobar que Olivier ha escapado.
Froi frunció el entrecejo.
—No tienes que estar nervioso, Satch. ¡No voy a hacerte daño!
Vio un atisbo de irritación en el rostro del último nacido.
—Es tar… ta… tamudeo, idiota. No mi… miedo.
Fue un trayecto extraño hasta el complejo oculto de Lascow. El techo de la cueva no estaba a más de un palmo por encima de sus cabezas y los laterales de la balsa a veces rozaban contra la pared hasta que Froi se vio obligado a dejar los remos y abrirse camino por el río empujando con las manos. No se oía nada, salvo el movimiento del agua y los ruidos ásperos de Quintana. Al llegar a una parte donde la corriente del río se llevaba la balsa, Froi se acercó a Quintana, se sentó y la cogió en sus brazos.
—Shhh—susurró—. Estás a salvo, te lo prometo.
Las instrucciones de Perabo eran precisas. En la curva, Froi oyó el sonido y esperó, y a pesar de que Quintana estaba agarrada firmemente a su brazo, consiguió recuperar el remo y golpear el techo de la cueva tres veces. Al cabo de unos instantes, el espacio negro como boca de lobo se iluminó por un farol. Froi sostuvo la cara de Quintana contra su pecho, con los ojos cegados por la luz.
—Hemos venido por Tariq de Lascow, el heredero al trono de Charyn —dijo—. Perabo nos envía.
El farol bajó y reveló la cara de un hombre. Miró a Froi, luego a Quintana y asintió.