Los fueros vascos
Los Fueros definían el ordenamiento jurídico y político del País Vasco durante el Antiguo Régimen. Los fueros vascos compartían algunos principios comunes, pero eran diferentes en cada provincia, por rango y contenido. A veces, sus peculiaridades separaban hondamente las distintas foralidades, pues no hubo uniformidad institucional o normativa.
Aún así, durante la Edad Moderna se asentó la idea de que los fueros de las Vascongadas coincidían en aspectos esenciales, mientras se entendía a los fueros navarros como una realidad diferente. La distinción no era arbitraria. El rango de monarquía que tenía Navarra implicaba, además de un mayor desarrollo institucional, una legitimidad distinta. La organización política, por ejemplo, justifica tanto la distinción entre Navarra y las Vascongadas como la afirmación de la identidad foral de Bizkaia, Gipuzkoa y Álava. En estas tres provincias los organigramas forales (basados en el esquema de Juntas Generales-Diputaciones) presentaban similitudes. Diferían radicalmente del sistema navarro de Cortes, Diputación y Consejo Real, equiparable al de los Reinos nacidos en el Medievo.
Torturas de la Inquisición. La Inquisición persiguió durante siglos (hasta comienzos del XIX) las desviaciones de costumbres, así como las religiosas y políticas.
Este entramado legal se basaba en los Códigos Forales, que, sin embargo, no reglamentaban toda la organización político-administrativa. No siempre recogían por escrito aspectos fundamentales, sobre todo en las Vascongadas; a veces sólo mencionan instituciones tan básicas como el Corregidor o las Juntas Generales, sin detallar su papel o funcionamiento. Tales materias, y otras muchas, no las regulaba una concreta norma legal, sino la tradición.
Esta lógica reproducía el proceso por el que se creó el sistema: los fueros debían su rango de ley al reconocimiento real, pero tenían un origen consuetudinario. Sobrevivieron, por tanto, las concepciones pactistas bajomedievales. Su originalidad residía no en los principios que los animaban, sino en su pervivencia con la monarquía absoluta, basada en teorías diferentes. Con todo, la foralidad no cuestionaba al absolutismo, sino que especificaba, además de normas que regían la vida de la comunidad, la forma en que el soberano ejercía su poder supremo. Por eso, parte de los Fueros la compusieron diversas Cédulas y Ordenanzas promulgadas por el rey.
En el ejercicio del poder participaban representantes del rey y autoridades que designaban las entidades locales. Cada ámbito tenía sus funciones.
En Navarra encarnaban al poder real el virrey y el Consejo Real. Los delegados del rey en Gipuzkoa y Bizkaia eran los corregidores. En Álava no había una autoridad similar; según la práctica foral, el diputado general asumía la representación real, pero sin las atribuciones de los corregidores.
La participación de los delegados reales en la vida política y administrativa de las provincias vascas constituía una pieza básica del régimen foral, no una intromisión que alterase su contenido y significado.
Una de sus competencias fundamentales era la administración de justicia, impartida en nombre del rey. Se atenía al derecho civil foral donde estaba vigente. En casi toda Álava regía el Fuero Real y las autoridades judiciales eran similares a las de Castilla.
Por lo demás, en Navarra el virrey asumía la representación del monarca, a quien la foralidad adjudicaba el poder supremo. Ostentaba el gobierno de Navarra y era el eje de la vida política del Reino.
En Gipuzkoa y Bizkaia los corregidores tenían también atribuciones políticas y administrativas. Al participar en los órganos representativos intervenían en la toma de decisiones, con funciones de control, inspección o arbitraje. Presidían en Gipuzkoa y Bizkaia las Juntas Generales, cuyas decisiones debían avalar. En Bizkaia formaban parte, además, de la Diputación, con la que colaboraban en Gipuzkoa. De otro lado, controlaban la vida municipal, pues los Ayuntamientos tenían que rendirles cuentas; cualquier impuesto municipal requería su aquiescencia. En Álava el diputado general presidía las Juntas, pero el control de los Ayuntamientos correspondía al poder central. Esta función la ejercía en Navarra el Consejo Real, que fijaba, además, los requisitos para acceder a cargos municipales.
Completaban el organigrama foral las instituciones designadas localmente. En las Vascongadas las Juntas Generales ocupaban el lugar central de esta estructura administrativa, papel que en Navarra ejercían las Cortes. Componían las primeras junteros designados por los municipios. Las Cortes de Navarra las formaban tres brazos estamentales.
Grabado que ilustra el libro de Pierre de Lancre Tableau de l'inconstance, París, 1612, del polaco Jane Ziamko. Pierre de Lancre, de ascendencia vasca (su apellido era Rosteguy) fue uno de los jueces más drásticos en sus veredictos sobre supuestos casos de brujería. Para Julio Caro Baroja sus libros sobre el tema merecen el siguiente comentario: «… saqué la impresión de que debía ser un espíritu vulgar y adocenado con bastante cultura humanística y una falta absoluta de criterio…».
Las Juntas se reunían periódicamente. Resolvían conflictos entre entidades locales, establecían las directrices de la administración provincial, planificaban la construcción de caminos (que ejecutaban los municipios, encargados también del orden publico, bajo la dirección de los órganos forales), definían los impuestos provinciales, votaban los donativos al rey y nombraban diversas autoridades (diputados, regidores, escribanos, secretarios, síndicos), que desarrollaban sus decisiones o ejercían algunas competencias forales. Decidir sobre el pago de impuestos era, también, una atribución fundamental de las Cortes navarras; puesto que no se reunían con periodicidad, sino a convocatoria del rey, éste solía congregarlas cuando apretaban las necesidades de la Hacienda; podían, además, elaborar pedimentos de ley, esto es, propuestas legislativas que entraban en vigor si recibían la sanción real.
Las Cortes de Navarra eran estamentales. En el brazo eclesiástico figuraban el obispo de Pamplona y las autoridades de diversos monasterios; en el militar, representaban a la nobleza los caballeros a los que el rey concedía este privilegio, anejo a veces al título; el popular lo componían delegados de las localidades que tenían tal autorización (pasaron de 27 a 38 a lo largo de la Edad Moderna); los designaban los ayuntamientos.
Por contra, en las Juntas Generales de las Vascongadas todas las localidades tenían alguna representación. Por lo común, en los pueblos pequeños a los junteros los elegían entre todos o gran parte de los vecinos, mientras que en los de población numerosa sólo intervenían el Ayuntamiento o algunos vecinos. Esto favorecía la aristocratización de las Juntas, consagrada por los requisitos que debían cumplir los junteros, pues se les exigía un determinado nivel de bienes raíces o de rentas, así como saber leer y escribir en castellano, lo que reservaba el cargo a una élite local.
El sistema foral definía un régimen de autogobierno limitado. Correspondían al rey las principales decisiones, pero los órganos provinciales tenían importantes atribuciones. Eran autónomas en lo administrativo, aunque sus disposiciones requerían la sanción real. Tenían incluso cierta participación en el poder legislativo, en Navarra por la capacidad de las Cortes de pedir leyes, y en las Vascongadas en virtud del pase foral, un mecanismo que quería garantizar que las órdenes reales se ajustasen al fuero. Si los órganos locales estimaban que una orden no respetaba la foralidad, podían devolverla mediante la fórmula se obedece pero no se cumple.
Enrique IV juró el Fuero de Bizkaia en Guernica el 2 de marzo de 1457, bajo amenaza de «no recibir ni obedecer sus cartas».
El mecanismo del pase foral no era cortapisa definitiva a las decisiones del poder central. Devuelta la orden considerada desafuero, si el órgano que la promulgara estimaba que no vulneraba la foralidad, se aplicaba, tras el segundo mandamiento: así se especificaba en 1703, cuando el pase foral se extendió a Álava, en una Real Cédula que describía similar mecanismo para Gipuzkoa. El Fuero de Bizkaia de 1526 preveía, por contra, que la orden que fuese contrafuero sea obedecida y no cumplida ni en primera ni segunda ni tercera fusión (mandamiento), si bien en la práctica del siglo XVIII el pase funcionaba en Bizkaia como en las otras dos provincias.
Similar institución existía en Navarra, con el nombre de derecho de sobrecarta: dificultaba la transgresión del fuero, pero no coartaba la soberanía del rey, pues lo ejercía el Consejo Real, un órgano cuyos miembros designaba el monarca.
De esta forma, el régimen de autogobierno limitado que existía en las provincias vascas quedaba definido en los siguientes términos:
- Plena autonomía administrativa, sin más límites que la supervisión de los representantes del poder central, su control de las economías municipales y la necesaria sanción real a las decisiones de los órganos provinciales.
- Un poder judicial en manos de los órganos delegados del rey, ajustado al derecho foral donde regía.
- Una participación local en el poder legislativo, en las Vascongadas de carácter negativo (capacidad de oponerse a una disposición que afectaba a materias previstas por el fuero, pero no la de elaborar leyes), por el veto suspensivo que suponía el pase foral, y positivo en Navarra, por la iniciativa legislativa a que equivalía el pedimento de ley.
- Un poder ejecutivo en las Diputaciones para el desarrollo de las decisiones de Cortes o Juntas Generales.
- La aplicación de la legislación promulgada por el poder central en las cuestiones no afectadas por la foralidad.
Las previsiones económicas de los Fueros respondían a la debilidad agrícola y a la necesidad de importar subsistencias, y protegían los sectores secundario y terciario, esenciales en este modelo económico. Se buscaba el abastecimiento con la libre importación de consumos, la prohibición de su reexportación y la exigencia de que desembarcaran parte de su carga los buques que recalasen con vituallas. Para proteger las ferrerías, que jugaban un decisivo papel, se prohibía exportar mineral de hierro y carbón vegetal.
Con estos límites los Fueros establecían la plena libertad económica, eliminando trabas para el comercio e impidiendo los monopolios.
Diversas normas establecían la exención fiscal. Sobrevivían principios impositivos de la Edad Media, cuando el rey tenía dos tipos de ingresos, los ordinarios y los extraordinarios. Los primeros eran ya casi irrelevantes: sólo alcanzaban alguna entidad los derechos de ferrerías en Bizkaia, la alcabala en Álava y el impuesto de tablas, sobre la exportación, en Navarra. Las principales contribuciones a la Hacienda Real se realizaban, así, por vía extraordinaria, esto es, en régimen de donativo voluntario, a conceder previa solicitud del rey.
La exención fiscal imposibilitaba que se generalizase en el País Vasco el régimen impositivo común. El pago de donativos y la financiación de la administración local generaron cuadros fiscales propios y diferentes en cada provincia, determinados por las instituciones locales.
La libertad económica y el principio de exención fiscal hicieron del País Vasco una zona de libre comercio y baja presión impositiva, que contribuyeron al desarrollo mercantil. Colaboraba a ello la ubicación de las aduanas que no estaban en la costa, sino en el interior.
Los Fueros de las Vascongadas preveían la exención del servicio militar, que los de Navarra sólo disponían para la nobleza (aún así, no hubo levas en el Reino). No era un principio absoluto: cada provincia debía prestar el servicio militar en tiempo de guerra, cuando afectara a su territorio; para prestarlo fuera de la provincia se necesitaba el acuerdo de las Juntas. De otro lado, las localidades portuarias participaban en el servicio militar marítimo aun en tiempo de paz.
La legislación foral incluía, también, un derecho civil. No regía en todo el territorio: en casi toda Álava (excepto en el valle de Ayala) y en las villas y ciudades que habían recibido en su carta-puebla un fuero específico, la legislación civil era similar a la de Castilla, construida a partir del derecho romano. El derecho foral, vigente en zonas rurales, buscaba la conservación del caserío como la base económica de la sociedad. El individuo no tenía plena capacidad de disponer sobre sus bienes, pues no podían salir de la familia a la que pertenecían. Se quería, así, evitar la enajenación y la división de la heredad, y asegurar el mantenimiento de unos niveles de producción suficiente.
Las instituciones más características de este derecho civil eran la troncalidad (dificultaba que los bienes pasaran a otras personas), la libertad de testar (heredaba el hijo al que se considerase más adecuado, quedando apartados los demás) y la comunicación de bienes entre marido y mujer (los bienes que aportasen eran comunes a ambos si tenían hijos).
La negociación de los Conciertos Económicos llevaba a la colaboración de las diputaciones de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia. En la fotografía, los miembros de la Comisión que nombraron las tres diputaciones para negociar el Concierto de 1906. Madrid. Fot. Antonio Cánovas del Castillo y Vallejo, «Kaulak».
En las Vascongadas el sistema político consagraba la hegemonía rural, con la preeminencia de los jauntxos, pero la burguesía mercantil tenía una participación significativa en el poder. Así lo muestran los organigramas forales de cada provincia.
Las Juntas Generales de Bizkaia se reunían en Gernika cada dos años, además de las convocatorias extraordinarias si lo exigían las circunstancias. A fines del siglo XVIII las formaban 101 representantes: 72, de las anteiglesias de la tierra llana, es decir, de los pueblos de la Bizkaia nuclear (todo el Señorío menos las Encartaciones y el Duranguesado) que no tenían el estatus de villa; 21, de las villas y ciudad; 1, de las Encartaciones (que tenían su propia forma de organización en las Juntas de Avellaneda); 1, del Duranguesado (en el mismo caso, celebraba sus juntas en Gerediaga); 6, de los concejos encartados que obtuvieron el privilegio de enviar junteros. La representación era abrumadoramente rural. El principal enclave urbano, Bilbao, con el 10% de la población, tenía sólo un voto de los 101.
En los órganos ejecutivos nombrados por las Juntas Generales se atenuaba la distorsión que primaba a los municipios rurales. En ellos Bilbao tenía mayor influencia que en las Juntas. Eran fundamentalmente dos instituciones: el Regimiento y la Diputación General. El primero, compuesto por el corregidor, doce regidores, dos letrados, dos escribanos y dos síndicos, asumía las funciones de la Junta cuando no estaban reunidas. En cuanto a la Diputación, formada en el XVIII por el corregidor y seis diputados, desarrollaba los acuerdos junteros. En la práctica, la Diputación tomaba las principales decisiones cotidianas y dirigía la administración de la provincia. En ella la burguesía urbana tenían un peso decisivo. Residía en Bilbao, como el corregidor, y su propio origen traducía la preeminencia bilbaína. Nació por las dificultades de reunir a los 19 miembros del Regimiento: se decidió que asumiesen sus funciones los regidores que viviesen en Bilbao, lo que fue el germen de la Diputación.
En Gipuzkoa los junteros procedían también mayoritariamente del campo, pero la votación fogueral atenuaba el desequilibrio entre la importancia de una localidad y su peso político. En sus Juntas Generales (que con carácter ordinario se reunían una vez al año en una de las 18 villas que rotaban en un orden fijado a fines del siglo XV) no correspondía un voto a cada juntero, sino tantos como vecinos tenía la localidad que representaba, según un cómputo establecido por la tradición:10 de los 63 junteros alcanzaban la mayoría.
Por otra parte, la composición del gobierno provincial privilegiaba a San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y Azcoitia, las cabezas de los partidos judiciales en las que alternativamente, por trimestres, residía el corregidor. Conforme rotaba éste, lo hacía la Diputación General Ordinaria, cuya composición cambiaba. Las Juntas sólo designaban a dos de sus miembros, al diputado general y su adjunto, que debían ser vecinos de las cuatro villas mencionadas y que ejercían el cargo mientras el corregidor residía en su localidad, formando la Diputación junto a los dos principales cargos municipales. También existía desde 1748 la Diputación Extraordinaria, que se reunía dos veces al año, si había cuestiones graves. La componían once personas: los cuatro de la Diputación General en ejercicio, los otros tres diputados generales que la presidían por turno y cuatro diputados elegidos por los pueblos de la provincia, uno por partido.
El pretendiente Carlos VII en Gernika.
Las Juntas Generales de las Hermandades de Álava se reunían dos veces al año, en Vitoria y en Arriaga. Eran mayoritariamente rurales, como las Juntas Particulares (compuestas por el diputado general y seis representantes de las cuadrillas en que se agrupaban las hermandades), pero este hecho tenía menos relevancia que en las provincias costeras, por el menor desarrollo urbano. En todo caso, la importancia de Vitoria, el principal centro mercantil, se reflejó políticamente, al ser la residencia del diputado general o maestre de campo que, elegido por las Juntas, dirigía la administración provincial.
El organigrama político de Navarra era radicalmente diferente al de las Vascongadas. De principios similares a los de los demás reinos españoles nacidos en la Edad Media, sus principales instituciones se crearon en el Medievo, de forma que desde fechas muy tempranas quedaron definidas sus competencias y la forma en que habían de designarse.
Las características más destacadas del régimen político navarro eran las siguientes: el amplio desenvolvimiento político e institucional de la legitimidad proveniente del poder real; el carácter estamental de las instituciones representativas; la decisiva intervención del rey en el nombramiento de quienes podían estar presentes en las Cortes; y el mermado papel que jugaban en el proceso político las instituciones provenientes del ámbito político local, circunscritas a lo administrativo, al pedimento de ley y a la decisión sobre los donativos y la forma de recaudarlos.
Para paliar el absentismo real se institucionalizó desde el siglo XVI la figura del virrey, que asumía las funciones del monarca: ostentaba el mando militar, convocaba las Cortes, presidía el Consejo Real y designaba a los alcaldes, entre otras atribuciones.
El Consejo Real de Navarra —el único Consejo de la monarquía que no residía en Madrid— lo formaban siete personas designadas por el rey: un regente (el virrey) y seis consejeros, de los que al menos tres tenían que ser navarros.
Las Cortes se reunían a convocatoria del rey, que podía ponerles un plazo fijo para sus debates, o incluso cerrarlas, lo que no sucedió hasta 1801. Deliberaban los tres brazos reunidos, pero cada estamento votaba por separado. Cualquier decisión requería la unanimidad de los tres brazos.
El órgano ejecutivo delegado de las Cortes era la Diputación. Desde 1678 contaba con siete miembros: dos los nombraba el brazo militar, dos el popular y los otros dos la ciudad de Pamplona. Al votar, tenían peso diferente: los dos del brazo popular contaban con un sólo voto, lo mismo que los designados por Pamplona.
Las competencias de la Diputación navarra se limitaban a la ejecución de lo que expresamente les encargaban las Cortes. Por ello, el cobro de los impuestos para pagar el donativo constituía el núcleo de su actuación.