CAPÍTULO 13
Donde el cuervo te lleve
AHORA QUE LENA ya sabía que estaba allí, me resultaba aún más difícil apartarme de ella. No obstante, lo importante era que por fin había conseguido averiguar la verdad. Amma y Lena. Dos de dos. Era un comienzo.
Me sentía exhausto.
Definitivamente, tenía que encontrar la forma de volver con ella para siempre. Tardé menos de diez segundos en cruzar al otro lado. Si el resto del camino fuera tan sencillo.
Sabía que debía pasar por casa y contarle a mi madre todo lo ocurrido, pero también sabía lo preocupada que se quedaría al saber que tenía que ir hasta el Custodio Lejano. A juzgar por lo que Genevieve, mi madre, tía Prue y Obidias Trueblood habían contado, el Custodio Lejano parecía el último lugar al que una persona elegiría ir voluntariamente.
Especialmente una persona con una madre.
Enumeré todas las cosas que necesitaba hacer, todos los lugares a los que tendría que ir. El río. El libro. Los ojos del río, dos lisas piedras negras. Eso es lo que Obidias Trueblood indicó que necesitaba. Mi mente no dejaba de volver sobre ello, una y otra vez.
¿Cuántas piedras negras lisas podría haber en el mundo? ¿Y cómo podía saber cuáles eran los ojos del río, o lo que quiera que eso significara?
Tal vez pudiera encontrarlas por el camino. O tal vez ya las había encontrado, y ni siquiera lo sabía.
Una piedra negra mágica, el ojo del río.
Me sonaba extrañamente familiar. ¿Acaso lo había oído antes?
Traté de pensar en Amma, en todos sus hechizos, en los pequeños huesos, en cada grano de polvo de tumba y de sal, en cada trozo de cuerda que me había dado para que llevara conmigo.
Entonces lo recordé.
No se trataba de uno de los amuletos de Amma. Estaba en la visión que tuve cuando abrí la botella de su habitación.
Había visto la piedra colgando del cuello de Sulla. Sulla, la Profetisa. En la visión, Amma la había llamado «el ojo».
El ojo del río.
Lo que significaba que sabía dónde encontrarla y cómo llegar hasta allí, siempre que pudiera averiguar el modo de encontrar el camino hacia Wader’s Creek desde este lado.
Ya no había forma de evitarlo, por intimidante que fuera. Era hora de hacer una visita a los Antepasados.
Desplegué el mapa de la tía Prue. Ahora que sabía cómo interpretarlo, no resultaba tan difícil distinguir dónde estaban marcadas las puertas. Descubrí una equis roja sobre la puerta que llevaba a la casa de Obidias —la que estaba detrás de la cripta de la familia Snow—, así que después de esa, empecé a buscar todas las marcas rojas que pude encontrar.
Había muchas equis rojas, ¿pero cuál de las puertas me llevaría hasta Wader’s Creek? Los destinos no estaban precisamente marcados como las salidas de una autopista, y no quería tropezarme con ninguna sorpresa que pudiera estar esperando a un chico detrás de la puerta número 3 del Más Allá.
Unas serpientes en vez de dedos tal vez fueran lo menos malo que me fuera a encontrar.
Tenía que haber algún tipo de lógica. Desconocía qué podía conectar la puerta de detrás de la sepultura de la familia Snow con el sendero rocoso que me había llevado hasta Obidias Trueblood, pero tenía que haber algo. En vista de que, por aquí, todos estábamos más o menos relacionados unos con los otros, ese algo probablemente podía ser la sangre.
¿Qué podría relacionar a una de esas sepulturas del Jardín de la Paz Perpetua con los Antepasados? De existir una tienda de licores en el cementerio —o un ataúd enterrado lleno del Wild Turkey del tío Abner, o quizá las ruinas de una pastelería encantada conocida por su pastel de merengue de limón—, no debería de estar muy lejos de donde me encontraba.
Pero Wader’s Creek tenía su propio cementerio. No había ninguna cripta ni sepulcro para Ivy, Abner, Sulla o Delilah en la Paz Perpetua.
Entonces encontré una equis roja detrás de lo que mi madre me había explicado era uno de los panteones más antiguos del cementerio, y supe que tenía que ser ese.
Así que volví a doblar el mapa y decidí echar un vistazo.
Unos minutos más tarde, me encontré escrutando un obelisco de mármol blanco.
Como no podía ser menos, la palabra SAGRADO estaba esculpida en la deteriorada piedra veteada, justo por encima de una calavera de aspecto sombrío que te miraba fijamente con las cuencas vacías. Nunca entendí por qué una única y escalofriante calavera tenía que figurar en el puñado de tumbas más antiguas de Gatlin. Pero todos conocíamos ese panteón en particular, a pesar de que se hallaba apartado en el extremo más alejado de la Paz Perpetua, donde se ubicaba el corazón del viejo cementerio, mucho antes de que el nuevo fuera construido a su alrededor.
La Aguja Confederada, así es como lo llamaba la gente de Gatlin, no por su forma puntiaguda sino por las mujeres que habían sido enterradas allí. Katherine Cooper Sewell, fundadora de la sección local de las Hijas de la Revolución Americana —probablemente no mucho después de la misma Revolución—, se había asegurado personalmente antes de morir de que la institución recaudara suficiente dinero para el obelisco.
Ella se casó con Samuel Sewell.
Samuel Sewell construyó y dirigió la Destilería Palmetto, la primera destilería del condado de Gatlin. La Palmetto fabricaba una sola cosa.
Wild Turkey.
—Muy astuto —declaré, rodeando el obelisco, donde el retorcido hierro forjado de la reja se curvaba, cuarteándose en algunas partes. No sabía si hubiera sido capaz de encontrarla allí en casa, pero aquí, en el Más Allá, la trampilla de la puerta, recortada en la base de piedra, destacaba ostensiblemente. La silueta rectangular de la entrada estaba encajada entre filas de conchas y ángeles esculpidos.
Presioné mi mano contra la suave piedra y sentí cómo cedía bajo ella, pasando de la luz del sol a la sombra.
Tras bajar por una docena de irregulares peldaños de piedra, me encontré en lo que parecía un sendero de gravilla. Avancé por el recodo del pasadizo y vi una luz brillando en la distancia. A medida que me iba acercando, pude percibir el olor de hierba húmeda y de los pantanosos terrenos de palmeras. Un olor inconfundible.
Aquel era el lugar correcto.
Llegué hasta una abombada puerta de madera, que estaba entreabierta. Ahora nada podía impedir el paso de la luz, ni del cálido y pegajoso aire, que se hizo aún más caliente y pegajoso cuando ascendí por los escalones del otro lado de la puerta.
Wader’s Creek me estaba esperando. No podía ver más allá de la primera franja de altos cipreses, pero sabía que estaba allí. Si seguía el fangoso sendero que tenía delante, encontraría el camino a la casa de Amma lejos de mi hogar.
Aparté las hojas de palmera y distinguí una hilera de pequeñas casas justo al borde del agua.
Los Antepasados. Tenían que ser ellos.
Mientras recorría el sendero, escuché voces. En la terraza más cercana, tres mujeres estaban apiñadas alrededor de una mesa con una baraja de cartas. Discutían y se increpaban entre sí de la misma forma que hacían las Hermanas cuando jugaban al Scrabble.
Reconocí a Twyla desde lejos. Tenía la sospecha de que pensaba unirse a los Antepasados cuando murió, la noche de la Decimoséptima Luna. Aun así, resultaba raro verla aquí, pasando el rato en el porche y jugando a las cartas con ellos.
—Oye, no puedes tirar esa carta, Twyla, ya lo sabes. ¿Crees que no puedo ver que estás haciendo trampas? —Una mujer con un colorido pañuelo, empujó la carta de vuelta a Twyla.
—Oye, Sulla, tal vez seas una Vidente, querida. Pero ahí no hay nada que ver —replicó Twyla.
Sulla. O sea que era ella. Ahora la reconocí claramente de la visión: Sulla la Profetisa, la antepasada más famosa de Amma.
—Bueno, pues yo creo que ambas estáis haciendo trampas. —La tercera mujer lanzó las cartas sobre la mesa y se ajustó las gafas redondas. Su pañuelo era de un amarillo brillante—. Y no quiero jugar con ninguna de vosotras. —Traté de no reírme, pero la escena era demasiado familiar; podría haber tenido lugar en mi casa.
—No seas tan amargada, Delilah. —Sulla ladeó la cabeza.
Delilah. Ella era la que llevaba las gafas.
Una cuarta mujer estaba sentada en una mecedora al borde del porche, con un bastidor redondo en una mano y una aguja en la otra.
—¿Por qué no entráis y le cortáis a vuestra vieja tía Ivy un trozo de pastel? Estoy muy ocupada con mi costura.
Ivy. Se hacía extraño verla finalmente en persona, después de las visiones.
—¿Pastel? ¡Ajá! —Un hombre mayor se rio desde su mecedora, tenía una botella de Wild Turkey en una mano y una pipa en la otra.
El tío Abner.
Sentía como si le conociera personalmente, aunque nunca nos habíamos encontrado. Al fin y al cabo, había estado acompañando a Amma en la cocina durante años, mientras ella le cocinaba cientos de pasteles, tal vez miles.
Un cuervo gigante apareció volando y aterrizó sobre el hombro del tío Abner.
—No encontrarás ningún pastel ahí dentro, Delilah. Nos hemos quedado sin reservas.
Delilah se detuvo, con una mano en la puerta mosquitera.
—¿Por qué íbamos a quedarnos sin reservas, Abner?
Él hizo un gesto en mi dirección.
—Supongo que Amarie está ocupada haciéndolos para él. —Vació su pipa, arrojando el tabaco usado por encima de la barandilla del porche.
—¿Quién, yo? —No podía creer que el tío Abner estuviera dirigiéndose a mí. Di un paso para acercarme a ellos—. Quiero decir, hola, señor.
Me ignoró.
—Supongo que no volveré a probar otro pastel de merengue de limón, salvo que también sea el favorito del chico.
—¿Piensas quedarte ahí plantado o vas a acercarte hasta aquí? —Aunque Sulla me estaba dando la espalda, podía sentir mi presencia.
Twyla entornó los ojos hacia la luz del sol.
—¿Ethan? ¿Eres tú, querido?
Caminé hacia la casa, aunque hubiera deseado quedarme donde estaba. No sé por qué estaba tan nervioso. No esperaba que los Antepasados parecieran tan normales, como un grupo cualquiera de viejos camaradas pasando la tarde en un soleado porche. Excepto porque estaban todos muertos.
—Sí. Quiero decir, sí, señora. Soy yo.
El tío Abner se levantó acercándose a la barandilla para poder mirarme mejor. El enorme cuervo, todavía encaramado en su hombro, movió las alas sin que él pestañeara siquiera.
—Tal y como he dicho, no conseguiremos ningún pastel ni nada más, ahora que el chico está aquí arriba con nosotros.
Twyla me hizo un gesto para que me acercara.
—Tal vez quiera compartir un trozo del suyo contigo.
Ascendí los desgastados escalones de madera, las campanillas de la entrada entrechocaron unas con otras, aunque ni siquiera había brisa.
—Ya veo, es un espíritu —declaró Sulla. Había un pequeño pájaro marrón dando saltos por la mesa. Un gorrión.
—Pues claro que lo es —resopló Ivy—. De lo contrario no estaría aquí arriba.
Evité acercarme al tío Abner y a su ave carroñera.
Cuando estuve lo suficientemente cerca, Twyla se puso en pie de un salto y me rodeó con sus brazos.
—No puedo decir que me alegre de que estés aquí, pero sí que me alegro de verte.
Le devolví el abrazo.
—Sí, bueno, yo tampoco estoy muy contento que digamos por estar aquí.
El tío Abner dio un sorbo a su whisky.
—¿Entonces por qué tuviste que ir y saltar desde ese estúpido depósito?
No supe qué decir, pero Sulla respondió antes de que discurriera algo.
—Ya sabes la respuesta, Abner, casi tan bien como te sabes tu nombre. Ahora deja de incomodar al chico.
El cuervo volvió a aletear.
—Alguien tenía que hacerlo —declaró el tío Abner.
Sulla se volvió lanzando una mirada al tío Abner. Me pregunté si sería de ella de quien Amma la había aprendido.
—A menos que fueras lo suficientemente fuerte para detener la Rueda de la Fortuna tú mismo, ya sabes que el chico no tenía elección.
Delilah trajo una silla de mimbre para mí.
—Ahora ven y siéntate con nosotros.
Sulla aún estaba colocando cartas, pero estas eran cartas normales.
—¿Puede leer estas también? —No me hubiera extrañado lo más mínimo.
Se rio y el gorrión pio.
—No, sólo estábamos jugando al gin. —Sulla puso sonoramente sus cartas sobre la mesa—. Y hablando de eso… gin.
Delilah hizo un mohín.
—Tú siempre ganas.
—Bueno, pues he ganado de nuevo —declaró Sulla—. Ethan, ¿por qué no te sientas y nos dices qué te ha traído por aquí?
—No estoy seguro de lo que sabrá usted.
Ella alzó las cejas.
—Está bien, supongo que sabrá que fui a ver a Obidias Trueblood, el viejo…
—Mmm mmm —asintió.
—Y, si dice la verdad, existe una forma de volver a casa. —Estaba balbuceando las palabras—. Quiero decir a la casa de cuando estaba vivo.
—Mmm mmm.
—Tengo que conseguir mi página de…
—Las Crónicas Caster —concluyó por mí—. Todo eso ya lo sé. Entonces por qué no lo haces y nos dices lo que necesitas de nosotros.
Estaba seguro de que lo sabía, pero de todas formas quería oírmelo decir. Parecía justo.
—Necesito una piedra. —Medité sobre la mejor manera de describirla—. Esto probablemente suene extraño, pero se la vi llevándola una vez, en una especie de sueño. Es brillante y negra…
—¿Es esta? —Sulla abrió la palma de su mano. Allí estaba. La piedra negra que había visto en mi visión.
Asentí, aliviado.
—Vaya si tienes razón. —Presionó la piedra contra mi mano, cerrando mis dedos alrededor. Palpitaba con una especie de extraña calidez que parecía provenir de su interior.
Delilah me miró.
—¿Sabes lo que es?
Asentí.
—Obidias dijo que se llamaba el ojo del río, y necesito dos de ellas para cruzar al otro lado.
—Entonces deduzco que te falta una —observó el tío Abner. No se había movido de la barandilla y continuaba ocupado cargando su pipa con una hoja de tabaco seca.
—Oh, hay una más. —Sulla sonrió con complicidad—. ¿No sabes dónde está?
Sacudí la cabeza.
Twyla estiró el brazo para coger mi mano. Una sonrisa asomó en su rostro, sus largas trenzas se deslizaban sobre su hombro mientras asentía.
—Un cadeau. Un regalo. Recuerdo cuando se lo di a Lena —dijo con su fuerte acento francés criollo—. El ojo del río es una piedra poderosa. Trae suerte y un viaje seguro. —Mientras hablaba, recordé el amuleto en el collar de Lena. La suave piedra negra que siempre llevaba colgando de su cadena.
Por supuesto.
Lena tenía la segunda piedra que necesitaba.
—¿Ya sabes cómo llegar al río y seguir el camino? —preguntó Twyla, dejando caer mi mano.
Saqué el mapa de la tía Prue de mi bolsillo trasero.
—Tengo un mapa. Me lo ha dado mi tía.
—Los mapas no están mal —declaró Sulla, mirándolo por encima—. Pero los pájaros son aún mejores. —Emitió un chasquido con la lengua, y el gorrión aleteó hasta su hombro—. Un mapa puede llevarte por el mal camino si no lo interpretas bien. Un pájaro siempre conoce el camino.
—No querría llevarme su pájaro. —Ya me había prestado su piedra. Sentía como si la estuviera despojando de demasiadas cosas. Además, los pájaros me ponían nervioso. Eran como viejas señoras parlanchinas pero con el pico más afilado.
El tío Abner dio una buena calada a su pipa y se acercó hasta nosotros. Aunque esta vez no se cernía sobre mí desde el cielo, seguía siendo más alto que yo. Tenía una leve cojera, y no pude evitar preguntarme qué se la habría provocado.
Enganchó un dedo en uno de los tirantes que sujetaban sus holgados pantalones marrones.
—Entonces llévate el mío.
—¿Cómo dice, señor?
—Mi pájaro. —Golpeó su hombro y las enormes alas del cuervo se ahuecaron—. Si no quieres llevarte el pájaro de Sulla, cosa que entiendo, ya que no es más grande que un ratón de campo, entonces llévate el mío.
Ya me asustaba bastante estar cerca de ese cuervo con tamaño de buitre, como para encima tener que llevarlo conmigo. Pero tenía que ser cuidadoso porque me estaba ofreciendo algo que valoraba, y no quería ofenderle.
Sobre todo no quería ofenderle.
—Se lo agradezco mucho, señor. Pero tampoco quiero llevarme su pájaro. Se le ve… —el cuervo graznó con fuerza— muy apegado a usted.
El anciano hizo un gesto con la mano ignorando mi preocupación.
—Tonterías. Exu es listo, y lleva el nombre del dios de las encrucijadas. Observa las puertas entre los mundos y conoce el camino. ¿No es así, chico?
El pájaro se movió orgulloso sobre el hombro del anciano como si supiera que el tío Abner estaba cantando sus alabanzas.
Delilah caminó hasta él y extendió su brazo. Exu movió las alas una vez, dejándose caer para aterrizar sobre ella.
—El cuervo es también el único pájaro que puede cruzar entre los mundos, los velos entre la vida y la muerte, y por lugares aún peores. Este viejo montón de plumas es un poderoso aliado, y un inigualable maestro, Ethan.
—¿Está diciendo que puede cruzar al reino Mortal?
¿Era eso realmente posible?
El tío Abner soltó en mi cara una densa nube de humo de la pipa mientras hablaba.
—Por supuesto que puede. Ida y vuelta, ida y vuelta otra vez. El único lugar por el que no puede viajar es bajo el agua. Y eso es sólo porque nunca le he enseñado a nadar.
—¿Así que puede mostrarme el camino hasta el río?
—Puede mostrarte mucho más que eso, si prestas atención. —El tío Abner hizo un gesto hacia el pájaro, que salió volando hacia el cielo y empezó a dar vueltas sobre nuestras cabezas—. Se porta mejor si le das un premio de vez en cuando, igual que el dios cuyo nombre lleva.
No tenía ni idea qué clase de premios podían ofrecerse a un cuervo, a un dios vudú, o a un cuervo llamado en su honor.
Presentía que un poco de alpiste no iba a ser suficiente.
Pero no tenía de qué preocuparme porque el tío Abner se aseguró de hacérmelo saber.
—Llévate un poco de esto. —Vertió un poco de whisky en una petaca abollada y me entregó una pequeña lata. Era la misma que había abierto para llenar su pipa.
—¿Su pájaro bebe whisky y toma tabaco?
El anciano frunció el ceño.
—Tú alégrate de que no le guste comer escuálidos chicos que no saben moverse por el Más Allá.
—Sí, señor —asentí.
—Ahora lárgate y llévate mi pájaro y esa piedra —dijo el tío Abner empujándome—. No conseguiré ninguno de los pasteles de Amarie mientras sigas rondando por aquí.
—Sí, señor. —Metí la lata de tabaco y la petaca en mi bolsillo junto con el mapa—. Y gracias.
Empecé a bajar las escaleras alejándome del porche, volviéndome una última vez para echar una mirada a los Antepasados allí reunidos alrededor de una mesa de cartas, cosiendo y peleándose, frunciendo el ceño y bebiendo whisky, dependiendo de cuál de ellos estuviera hablando. Quería recordarlos así, como personas normales que eran grandes por razones que no tenían nada que ver con leer el futuro o meter el miedo en el cuerpo a los Caster Oscuros.
Me recordaban a Amma y a todo lo que adoraba de ella. La forma en que siempre tenía las respuestas me obligaba a salir de casa con alguno de sus extraños saquitos en el bolsillo. La forma en que me miraba cuando estaba preocupada, recordándome todas las cosas que aún no sabía.
Sulla se levantó inclinándose sobre la barandilla del porche.
—Cuando veas al Maestro del Río, asegúrate de decirle que te he mandado yo, ¿has entendido?
Lo dijo como si tuviera que saber de qué estaba hablando.
—¿El Maestro del Río? ¿Quién es ese, señora?
—Lo sabrás cuando lo veas —declaró.
—Sí, señora. —Empecé a darme la vuelta.
—Ethan —me llamó el tío Abner—, cuando vuelvas a casa dile a Amarie que estoy esperando una tarta de merengue de limón y una cesta con pollo frito. Dos enormes y apetitosos muslos… mejor que sean cuatro.
—Lo haré. —Sonreí.
—Y no te olvides de enviarme al pájaro de vuelta. Se pone un poco pesado después de un tiempo.
El cuervo voló en círculos por encima de mí mientras bajaba las escaleras. No tenía ni idea adónde iba, ni siquiera con un mapa y un pájaro que mascaba tabaco y que podía cruzar a los otros mundos.
De nada serviría tener a mi madre, la tía Prue, o a un Caster Oscuro que había escapado del mismo lugar al que yo estaba intentando entrar, y a todos los Antepasados, con Twyla incluida, para completar el lote.
Ya tenía una piedra, y cuanto más pensaba en Lena, más comprendía que siempre había sabido dónde encontrar la otra. Ella nunca se quitaba su collar de amuletos. Tal vez por eso se la hubiera regalado Twyla cuando era pequeña, para algún tipo de protección. O para mí.
Después de todo, Twyla era una poderosa Necromancer, capaz de comunicarse con los muertos. Tal vez supiera que yo la necesitaría.
Ya voy, L, tan pronto como pueda.
Sabía que no podía escuchar mi kelting, pero aun así esperé a oír su voz de vuelta en mi mente. Como si el recuerdo pudiera reemplazar el oírla.
Te quiero.
Imaginé su pelo negro y sus ojos, uno verde y otro dorado, sus desgastadas Converse, y su mordisqueada laca de uñas negra.
Sólo me quedaba una cosa por hacer, y había llegado el momento de hacerla.