CAPÍTULO 32
Trono de huesos
SU OSCURA CAPA ONDEABA al viento como una sombra. La niebla se arremolinaba en torno a sus botas negras de hebilla, desapareciendo en la penumbra, como si pudiera atraerla hacia ella. Lo cual posiblemente podía hacer. Al fin y al cabo, era una Cataclyst, el Caster más poderoso en dos universos.
O el segundo más poderoso.
Sarafine echó su capa hacia atrás, dejando que cayera de sus hombros, alrededor de sus largos rizos negros. Sentí cómo mi piel parecía helarse.
—El Karma es perverso, ¿no lo crees así, Chico Mortal? —declaró desde el otro lado del foso, con voz confiada y fuerte. Llena de energía y maldad.
Se estiró perezosamente, aferrándose a los brazos de la silla con sus propias garras huesudas.
—Yo no creo nada, Sarafine. Y menos de ti. —Traté de mantener mi voz firme. Nunca deseé tener que encontrármela en toda una vida, y mucho menos en dos.
Sarafine me hizo una seña con el dedo para que me acercara.
—¿Por eso te estás escondiendo? ¿Todavía tienes miedo de mí?
Di un paso para aproximarme.
—No tengo miedo de ti.
Ella ladeó la cabeza.
—No puedo culparte. Después de todo, yo fui quien te maté. Hundiendo un cuchillo en tu pecho de cálida sangre mortal.
—Fue hace tanto tiempo que es difícil acordarse. Supongo que no eres tan memorable. —Me crucé de brazos obstinadamente, tratando de mantenerme firme.
Era inútil.
Lanzó una bola de niebla hacia mí, que rápidamente me envolvió, estrechando el espacio que había entre nosotros. Sentí, impotente, cómo me atraía hacia delante, como si tirara de mí con una cuerda.
De modo que aún aquí seguía teniendo sus poderes.
Era bueno saberlo.
Me tropecé con el borde de un esqueleto inhumano, unas dos veces más grande que yo, con el doble de brazos y piernas. Tragué saliva con fuerza. Criaturas más poderosas que un chico del condado de Gatlin habían encontrado su destino aquí. Confíe en que ella no fuera la razón.
—¿Qué estás haciendo aquí, Sarafine? —Traté de no sonar tan intimidado como me sentía, mientras clavaba mis pies en el barro.
Sarafine se recostó en su trono de huesos, examinando las uñas de una de sus garras.
—¿Yo? Últimamente he pasado la mayor parte del tiempo muerta, igual que tú. Oh, espera, tú estabas allí. Tú presenciaste cómo mi hija me dejó arder hasta morir. Un auténtico encanto, esa joven. Pobres ingenuos. ¿Qué es lo que pensáis hacer?
Sarafine no tenía derecho a mencionar a Lena. Había renunciado a ese derecho cuando se marchó de una casa ardiendo dejando a su bebé dentro. Cuando trató de matar a Lena igual que había matado a su padre. Y a mí.
Deseé abalanzarme sobre ella, pero todos los instintos que aún me quedaban me gritaban para que me estuviera quieto.
—No eres nada, Sarafine. Sólo un fantasma.
Sonrió cuando me escuchó decir la palabra «fantasma», mordiéndose la punta de una de sus largas uñas negras.
—Eso es algo que ahora tenemos en común.
—No tenemos nada en común. —Podía sentir mis manos cerrándose en un puño—. Me pones enfermo. ¿Por qué no desapareces de mi vista?
No sabía lo que decía. No estaba en posición de ordenar nada. Ni siquiera tenía un arma. Ni forma alguna de atacar. Tampoco había forma de evitarla.
Sentí que mi mente bullía a toda velocidad, pero no conseguía encontrar ninguna ventaja, y no podía dejar que Sarafine me tomara la delantera.
Mata o muere, ese era su lema. Incluso cuando parecía que habíamos dejado atrás algo tan Mortal como la muerte.
Su boca se curvó en un gruñido.
—¿Tu vista?
Soltó una carcajada, y su frío sonido recorrió mi columna vertebral.
—Quizá tu novia debió pensarlo mejor antes de matarme. Ella es la razón de que esté aquí. De no ser por esa pequeña bruja desagradecida, aún seguiría en el mundo Mortal, en lugar de estar atrapada en la oscuridad, peleándome con los fantasmas de patéticos y perdidos chicos mortales.
Ahora se encontraba lo suficientemente cerca como para que pudiera ver su rostro. No tenía muy buen aspecto, ni siquiera para ser Sarafine. Su vestido negro estaba ajado y ennegrecido, el corpiño chamuscado y hecho jirones. Tenía la cara manchada de hollín y su cabello olía a humo.
Sarafine se volvió hacia mí, con sus ojos brillando con un tono blanco lechoso y una luz opaca que nunca antes le había visto.
—¿Sarafine?
Di un paso atrás, justo cuando me alcanzó con una descarga eléctrica, el olor a carne quemada viajó más rápido que su cuerpo.
Escuché un grito neurótico y vislumbré su rostro, contorsionado en una máscara de muerte inhumana. Los afilados dientes parecían a juego con la daga que sostenía en su mano, a sólo pocos centímetros de mi garganta.
Me estremecí, apartándome de la hoja, pero sabía que era demasiado tarde. No iba a conseguirlo.
¡Lena!
Sarafine se detuvo en seco, como si una corriente invisible la hubiera hecho retroceder violentamente. Sus brazos se estiraron hacia mí, su cuchillo tembló de rabia.
Algo no cuadraba en ella.
Escuché el sonido de cadenas mientras caía, tropezando hacia atrás contra su trono. Soltó el cuchillo, y su larga falda se abrió, dejando a la vista los grilletes alrededor de sus tobillos. Las cadenas la sujetaban al suelo, atándola a su trono.
No era la Reina del Mundo de las Sombras. Era un perro furioso atrapado en su caseta. Sarafine gritó, golpeando sus puños contra los huesos. Me moví hacia un lado, pero ni siquiera me miró.
Ahora lo entendía.
Cogí un hueso y se lo lancé. No reaccionó hasta que golpeó el trono, cayendo inofensivamente en la pila de restos a sus pies.
—¡Loco! —me espetó, temblando de rabia.
Pero ahora sabía la verdad.
Sus ojos blancos no veían nada.
Sus pupilas estaban fijas.
Estaba ciega.
Quizá fuera por el fuego que la había matado en el mundo Mortal. Todo volvió a mi mente, el terrible final de su terrible vida. Estaba tan destrozada aquí como lo estaba cuando ardió hasta morir. Pero eso no era todo. Algo más había sucedido. Ni siquiera el fuego podía explicar las cadenas.
—¿Qué le ha pasado a tus ojos? —Advertí cómo retrocedía cuando lo mencioné. Sarafine no era de las que les gustaba mostrar su debilidad. Se le daba mejor buscarla en los demás y explotarla.
—Es mi nuevo aspecto. Una vieja mujer ciega, como las Parcas o las Furias. ¿Qué te parece? —Sus labios se curvaron por encima de sus dientes en un gruñido.
Era imposible sentir pena por Sarafine, así que no lo hice. Sin embargo, se la veía amargada y rota.
—La correa le da un bonito toque —declaré.
Se rio, pero sonaba más como el siseo de un animal. Se había convertido en algo que no se parecía en nada a una Caster Oscura, ya no. Era otra cosa, una criatura, puede que incluso peor que Xavier o el Maestro del Río, y estaba perdiendo toda aquella parte de nuestro mundo que había conocido.
Insistí de nuevo.
—¿Qué ha pasado con tu vista? ¿Fue el fuego?
Sus ojos blancos parecieron arder cuando contestó.
—El Custodio Lejano quiso divertirse a mi costa. Angelus es un cerdo pervertido. Creyó que si me hacía luchar sin poder ver a mis oponentes igualaría las oportunidades. Quería que supiera lo que era sentirse impotente. —Suspiró, cogiendo un hueso—. Pero eso aún no me ha detenido.
No pensaba que lo hubiera hecho.
Miré al círculo de huesos que la rodeaba, las manchas de sangre en la tierra a sus pies.
—¿A quién le importa? ¿Para qué luchar? Tú estás muerta. Yo estoy muerto. ¿Qué es lo que nos queda por luchar? Dile a ese Angelus que se tire de un…
—¿Depósito de agua? —Se rio.
Pero, pensándolo bien, yo tenía razón. Entre nosotros aquello empezaba a parecerse a una de esas viejas películas de Terminator. Si la mataba ahora, podía imaginar su esqueleto arrastrándose por el foso con resplandecientes ojos rojos hasta que pudiera matarme mil veces más.
Dejó de reír.
—¿Por qué estás aquí? Piénsalo, Ethan. —Alzó una mano, y sentí que mi garganta empezaba a cerrarse. Jadeé tratando de coger aire.
Intenté retroceder, pero era inútil. Incluso con su cadena de perro, seguía teniendo la suficiente fuerza como para hacer de mi casi no-vida una miseria.
—Estoy intentando llegar al Gran Custodio —farfullé. Intenté inhalar, pero no conseguí respirar a fondo.
¿Estoy respirando o sólo lo estoy imaginando?
Como ella misma había dicho, ya me había matado una vez. ¿Qué quedaba entonces?
—Lo único que quiero es llevarme mi página. ¿Acaso crees que quiero quedarme aquí atrapado para siempre, deambulando a través de un laberinto de huesos?
—Nunca conseguirás pasar por encima de Angelus. Antes morirá que dejar que te acerques a Las Crónicas Caster. —Sonrió, retorciendo sus dedos, y yo jadeé de nuevo. Ahora sentía como si tuviera su mano presionando sobre mis pulmones.
—Entonces le mataré. —Me agarré el cuello con ambas manos. Sentía como si mi rostro estuviera ardiendo.
—Los Guardianes ya saben que estás aquí. Enviaron un oficial para guiarte hasta el laberinto. No querían perderse la diversión. —Sarafine se retorció ante la mención de los Guardianes, como si estuviera mirando por encima de su hombro, lo cual ambos sabíamos que era imposible. Un viejo hábito, supongo.
—Aun así, tengo que intentarlo. Es el único modo de volver a casa.
—¿A mi hija? —Sarafine sacudió las cadenas, con aire disgustado—. ¿Es que nunca te rindes?
—No.
—Es como una enfermedad. —Se levantó de su trono, acuclillándose sobre sus talones como una perversa niña prematuramente madura, mientras dejaba caer la mano que me estaba estrangulando. Me desplomé sobre una pila de huesos.
—¿De verdad crees que puedes hacer daño a Angelus?
—Puedo hacer lo que sea si con ello vuelvo con Lena. —Miré directamente a sus ojos ciegos—. Como he dicho, le mataré. Por lo menos a su parte Mortal. Puedo hacerlo.
No sé por qué lo dije de esa forma. Supongo que quería hacérselo saber por si aún existía una pequeña parte de ella que se preocupara por Lena. Una minúscula parte que necesitara escuchar que haría cualquier cosa bajo el sol para encontrar el camino de vuelta a su hija.
Lo que era cierto.
Durante un segundo, Sarafine no se movió.
—En serio te crees eso, ¿no? Es conmovedor. Una pena que tengas que morir de nuevo, Chico Mortal. Realmente me diviertes.
La luz fluyó dentro del foso, como si realmente fuéramos dos gladiadores combatiendo por sus vidas.
—No quiero pelear. No contigo, Sarafine.
Me mostró una sonrisa oscura.
—Verdaderamente no sabes cómo funciona esto, ¿no? El perdedor tiene que enfrentarse a la Oscuridad Eterna. Es así de simple. —Parecía casi aburrida.
—¿Es que hay algo más Oscuro que esto?
—Mucho más.
—Por favor. Sólo necesito volver con Lena. Tu hija. Quiero hacerla feliz. Sé que eso no significa nada para ti, y sé que nunca has querido hacer feliz a nadie más que a ti misma, pero es lo único que deseo.
—Yo también deseo algo. —Retorció la niebla que la rodeaba con sus manos hasta que esta desapareció dando paso a algo brillante y vivo, una bola de fuego. Me miró directamente, a pesar de que sabía que no podía ver—. Mata a Angelus.
Sarafine empezó a formular un hechizo, pero no pude entender lo que estaba diciendo. El fuego surgió desde la base de su trono, extendiéndose en todas las direcciones y acercándose cada vez más. Las llamas pasaron del naranja al azul y al púrpura mientras incendiaban un hueso tras otro.
Di un paso atrás para alejarme de ella.
Algo iba mal. El fuego estaba creciendo, expandiéndose más rápido de lo que mis piernas podían correr. Y ella no intentaba detener las llamas.
Era ella la que las hacía aumentar.
—¿Qué estás haciendo? —dije—. ¿Estás loca?
Estaba en el mismo centro de las llamas.
—Es una batalla a los muertos. La destrucción absoluta. Sólo uno de nosotros puede sobrevivir. Y por mucho que te odie, odio todavía más a Angelus. —Sarafine alzó los brazos sobre su cabeza y el fuego creció, como si estuviera tirando de las llamas.
—Házselo pagar.
Su capa se incendió, y su cabello empezó a arder.
—¡No puedes renunciar! —grité, aunque no sabía si podría oírme. Ya no alcanzaba a verla.
Me lancé hacia el fuego sin pensar, cayendo sobre ella a través de las llamas. No estaba seguro de poder detenerlo, aunque quisiera. Pero no quería.
Era Sarafine o yo.
Lena o la Oscuridad Eterna.
Pero eso no importaba. No iba a quedarme allí sentado contemplando cómo alguien moría atado como un perro. Aunque fuera Sarafine.
No lo hacía por ella. Lo hacía por mí.
Estiré la mano para buscar los grilletes de sus tobillos, golpeando el hierro con un hueso de la base del trono.
—Tenemos que salir de aquí.
El fuego me rodeaba completamente cuando escuché el alarido. El sonido desgarró el árido suelo, elevándose en el aire por encima del foso. Sonaba como el aullido de un animal salvaje al morir. Durante un segundo, creí ver centellear las lejanas agujas doradas del Gran Custodio mientras me llegaba el sonido de su voz a través de las llamas.
El cuerpo ardiendo de Sarafine se arqueó hacia atrás, retorciéndose de dolor, hasta que empezó a deshacerse en pequeños trozos de piel quemada y hueso. No había nada que yo pudiera hacer a la velocidad que las llamas la consumían. Quise cerrar los ojos o darme la vuelta. Pero pensé que alguien debería ser testigo de sus últimos momentos. Tal vez no quería que muriera sola.
Después de unos minutos que parecieron horas, contemplé cómo los últimos fragmentos de la Caster Oscura de los dos mundos se volatilizaban en fría ceniza blanca.
Era demasiado tarde para salir de allí.
Sentí cómo el fuego trepaba por mis brazos.
Yo sería el siguiente.
Traté de imaginar a Lena por última vez, pero ni siquiera podía pensar. El dolor era insoportable. Sabía que iba a desmayarme. Este era el final.
Cerré los ojos…
Cuando volví a abrirlos, el foso había desaparecido, y me encontré frente a la silenciosa entrada de un edificio que parecía un castillo.
No había dolor.
Ni Sarafine.
Ni fuego.
Agotado, retiré la ceniza de mis ojos y me desplomé hecho un ovillo a los pies de las puertas de madera. Se había acabado. Ya no había más huesos bajo mis pies, sólo baldosas de mármol.
Traté de concentrarme en las puertas. Me resultaban tan familiares.
Ya había visto todo esto antes. La sensación era aún más familiar que la que tuve cuando vi a Sarafine venir hacia mí.
Sarafine.
¿Dónde estará ahora? ¿Dónde estará su alma?
No quería pensar en ello, así que cerré los ojos y dejé que las lágrimas cayeran. Llorar por ella parecía imposible. Era un monstruo perverso. Nunca nadie sintió pena por ella.
Así que eso no podía ser.
Eso es lo que me dije, hasta que dejé de temblar y pude volver a levantarme.
Los senderos de mi vida volvían a repetirse conmigo, como si el universo me obligara a elegir entre ellos una vez más. Me encontraba delante de una puerta inconfundible entre todas las puertas, entre todos los lugares y tiempos.
No sabía si tendría fuerzas para seguir adelante, pero sabía que no tenía valor para renunciar. Extendí un brazo y toqué la madera tallada de la vieja puerta Caster.
La Temporis Porta.