CAPÍTULO 21

La cara oculta de la luna

UNA COSA ERA DECIR que íbamos a Nueva Orleans a encontrar un viejo bar —y a un Íncubo aún más viejo— y otra muy distinta encontrarlo. Lo que se interponía entre ambas era convencer a tío Macon para que me dejara ir.

Intenté sacar el tema a mi tío durante la cena, inmediatamente después de que Cocina hubiera servido su plato favorito y antes de que los platos desaparecieran de la larga mesa.

Cocina, que no había sido nunca tan servicial como debiera ser cualquier cocina Caster que se precie, pareció darse cuenta de la importancia del tema e hizo todo lo que le pedí, e incluso más. Cuando bajé las escaleras, encontré parpadeantes candelabros distribuidos por todo el vestíbulo y el comedor, un suave aroma a jazmín impregnaba el aire. Con un chasquido de mis dedos, varios centros de flores con orquídeas y tigridias aparecieron a lo largo de la mesa. Volví a chasquearlos y mi viola surgió en un rincón del comedor.

Me quedé mirándola hasta que empezó a tocar a Paganini. Uno de los músicos preferidos de mi tío.

Perfecto.

Bajé la vista a mis ajados vaqueros y a la descolorida camiseta de Ethan. Cerré los ojos y mi pelo empezó a recogerse solo hasta formar una gruesa trenza francesa. Cuando volví abrirlos, estaba adecuadamente vestida para cenar.

Un sencillo traje negro de cóctel, el mismo que el tío Macon me había comprado el verano pasado en Roma. Toqué mi cuello y el collar de plata con la luna creciente que me regaló en invierno apareció en la base de mi garganta.

Lista.

—¡Tío Macon! La cena… —anuncié desde el vestíbulo, pero él ya estaba a mi lado, apareciendo tan sigilosamente como si aún continuara siendo un Íncubo y pudiera desgarrar el espacio y el tiempo siempre que quisiera. Los viejos hábitos son duros de enterrar.

—Qué guapa, Lena. Incluso los zapatos le dan un toque simpático. —Bajé la vista y observé mis desgastadas Converse negras aún en mis pies. Pues sí que me había lucido con mi atuendo para la cena.

Me encogí de hombros y le seguí hasta la mesa.

Había lomos de corvina con brotes de hinojo. Cola de langosta templada. Carpaccio de vieiras. Melocotones asados en salsa de oporto. No tenía demasiado apetito, especialmente de manjares que sólo podías encontrar en un restaurante de cinco estrellas en los Campos Elíseos de París —adonde mi tío Macon me llevaba a la menor oportunidad—, pero él devoró los platos con fruición durante casi una hora.

Una cosa hay que reconocer de los antiguos Íncubos: aprecian realmente la comida Mortal.

—¿Y bien? —dijo finalmente mi tío, metiéndose un tenedor lleno de langosta en la boca.

—¿Y bien qué? —Posé mi tenedor en el plato.

—¿Qué es todo esto? —Hizo un gesto al despliegue de vajilla de plata que había ante nosotros, levantando la tapa de una de las brillantes fuentes que contenía humeantes y especiadas ostras—. ¿Y esto? —Miró directamente a la viola que aún estaba tocando suavemente—. Paganini, por supuesto. ¿Acaso soy tan predecible?

Evité mirarle a los ojos.

—Se llama cena. Hay que comerla. Lo que por cierto, no parece que te esté costando demasiado. —Cogí una ridícula jarra de agua helada, siempre me había intrigado de donde sacaba Cocina la ornamentada vajilla, antes de que pudiera decir nada.

—Esto no es una cena. Esto es, como diría Marco Antonio, una tentadora mesa de felonía. O tal vez un auténtico acto de traición. —Tragó otro trozo de langosta—. O tal vez ambos, si es que Marco Antonio era admirador de la aliteración.

—No es ninguna traición. —Sonreí. Él me devolvió la sonrisa expectante. Mi tío podía ser muchas cosas, un esnob entre ellas, pero no era ningún estúpido—. Es una sencilla petición.

Dejó pesadamente su copa de vino sobre el mantel de lino. Yo agité un dedo y la copa se volvió a llenar.

Previsión, pensé.

—De ninguna manera —declaró el tío Macon.

—Pero si no te he pedido nada.

—Sea lo que sea, la respuesta es no. El vino es la prueba. La gota que hace rebosar el vaso. La última pluma de faisán de la proverbial cama de mullidas plumas.

—¿Y eras tú quién decía que Marco Antonio era el admirador de la aliteración? —pregunté.

—Suéltalo ya. Vamos.

Saqué la tapa de la caja de cerillas de mi bolsillo y la empujé a través de la mesa para que pudiera verla.

—¿Abraham?

Asentí.

—¿Y esto está en Nueva Orleans?

Asentí de nuevo. Volvió a pasarme la caja de cerillas, secándose la boca con su servilleta de lino.

—No. —Y tomó la copa de vino de nuevo.

—¿No? Tú eras el que estaba de acuerdo conmigo. Tú eras el que dijo que podíamos encontrarlo por nuestra cuenta.

—Lo dije. Y lo encontraré mientras tú permaneces a salvo encerrada en tu habitación, como la pequeña niña buena que solías ser. No vas a ir sola a Nueva Orleans.

—¿Nueva Orleans es el problema? —Estaba perpleja—. ¿No tu antiguo y letal antecesor Íncubo que trató de matarnos en más de una ocasión?

—Eso y Nueva Orleans. Tu abuela no querrá ni oírlo, incluso aunque te diera mi aprobación.

—¿Qué no querrá ni oírlo? ¿O no debería oírlo?

Él enarcó una ceja.

—¿Cómo dices?

—¿Y qué pasa si no llega a oírlo? De esa forma no será ningún problema. —Lancé mis brazos alrededor de mi tío. Por muy furiosa que me pusiera, y por muy molesto que fuera que sobornara a los bármanes del Inframundo para evitarme problemas y salvarme de variadas y peligrosas persecuciones, le quería, y aún le quería más por lo mucho que él me quería.

—¿Qué te parece un «no»?

—¿Y qué te parece que la abuela se quede con la tía Del y los demás en Barbados hasta la próxima semana y así todo esto no tendrá por qué ser un problema?

—¿Y qué te parece que mi respuesta siga siendo no?

Llegados a ese punto, me rendí. Era difícil permanecer enfadada con el tío Macon. Imposible, incluso. Conociendo mis sentimientos por él, podía entender lo duro que tenía que haber sido para Ethan vivir separado de su madre.

Lila Evers Wate. ¿Cuántas veces se habrían cruzado nuestros caminos?

Queremos lo que queremos y a quien

queremos a quien queremos y por qué

queremos porque, queremos,

y encontramos

unos cordones de zapato que caen

anudados y entrelazados

entre los dedos de extraños.

No quería pensar en ello, pero confié en que fuera verdad. Confié en que donde quiera que estuviera Ethan, se encontrara con ella.

Al menos que tuviera eso.

John y yo nos marchamos a primera hora de la mañana. Teníamos que salir temprano ya que nos esperaba una larga caminata por los Túneles en vez de Viajar, aunque de haber sido por John, podríamos haber estado allí fácilmente en un abrir y cerrar de ojos.

No me importaba. No pensaba permitírselo. No quería que me recordara a los viejos tiempos en los que accedí a que John me llevara… directamente hasta Sarafine.

Así que lo hicimos a mi manera. Realicé un hechizo Resonantia a mi viola y la puse a practicar en una esquina mientras me marchaba. Tarde o temprano acabaría parándose, pero ganaría un poco de tiempo.

No le dije a mi tío que me marchaba. Simplemente lo hice. El tío Macon aún dormía la mayor parte del día, los viejos hábitos seguían siendo los mismos. Supuse que tendría, como mínimo, seis horas por delante antes de que notara mi ausencia. O mejor dicho, antes de que se pusiera como loco y viniera a por mí.

Una de las cosas que había comprendido durante el año pasado era que había ocasiones en las que nadie te iba a dar permiso. Daba igual, eso no significaba que no pudieras o debieras hacerlas, especialmente cuando se trataba de asuntos importantes, como salvar al mundo o viajar hasta una costura sobrenatural entre realidades o traer a tu novio de vuelta del mundo de los muertos.

Algunas veces tienes que coger tú mismo las riendas. Los padres —o tíos, si eso es lo más cercano que tienes— no están preparados para enfrentarse con eso. Porque ningún padre que se precie en este mundo o en cualquier otro va a apartarse y decirte: «Adelante, arriesga tu vida. El destino del mundo está en juego».

¿Cómo podrían decir algo así?

Quiero verte de vuelta para cenar. Espero que no mueras.

No podrían. Y no se les puede culpar por ello. Pero eso no significaba que tú no puedas ir.

Tenía que hacerlo, sin importar lo que el tío Macon dijera. O eso es lo que me dije mientras John y yo nos dirigíamos hacia los Túneles por debajo de Ravenwood. Donde, sumidos en la oscuridad, podía ser cualquier hora, día o año, cualquier siglo incluso, de cualquier parte del mundo.

Los Túneles no eran la parte que me asustaba.

Ni siquiera pasar un tiempo a solas con John —algo que no había vuelto a hacer desde que me engañó y me arrastró a la Frontera en mi Decimoséptima Luna— era un problema.

La verdad era que el tío Macon tenía razón.

Lo que más me asustaba era la puerta que estaba delante de mí y lo que encontraría al otro lado. Esa vieja puerta por la que la luz se filtraba hasta los escalones de piedra del Túnel Caster, y ante la que ahora me había detenido. La que estaba marcada como Nueva Orleans. El lugar en donde Amma había acabado haciendo un pacto con la magia más Oscura del universo.

Me estremecí.

John me miró y ladeó la cabeza.

—¿Por qué te paras aquí?

—Por nada.

—¿Tienes miedo, Lena?

—No. ¿Por qué habría de tenerlo? No es más que una ciudad. —Traté de apartar los lúgubres pensamientos sobre magia negra, bokores y vudú de mi mente. Sólo porque Ethan hubiera seguido a Amma hasta allí en los malos tiempos, eso no significaba que fuera a encontrar la misma Oscuridad. Al menos no al mismo bokor.

¿Verdad?

—Si piensas que Nueva Orleans es solamente una ciudad, entonces tienes un problema. —John hablaba con voz queda, apenas podía ver su rostro en la penumbra de los Túneles. Sonaba tan asustado como yo.

—¿De qué estás hablando?

—Es la ciudad Caster más poderosa del país, la mayor convergencia de poder Oscuro y Luminoso de los tiempos modernos. Un lugar donde todo puede suceder, a cualquier hora del día.

—¿En un bar de cien años de antigüedad con unos Sobrenaturales de doscientos años? —¿Podría ser tan escalofriante? Eso es lo que me repetía a mí misma todo el tiempo.

Se encogió de hombros.

—Puede que todo empiece allí. Conociendo a Abraham, no será tan fácil encontrarlo como creemos.

Empezamos a subir las escaleras hasta la brillante luz del sol que nos llevaría a La Cara Oculta de la Luna.

La calle —una hilera de bares cutres empotrados entre bares más cutres todavía— estaba desierta, lo que tenía sentido, considerando que aún era muy temprano. Se parecía al resto de calles que habíamos visto desde que, al atravesar la puerta, desembocamos en el infame Barrio Francés de Nueva Orleans. Ornamentadas rejas de hierro se extendían por todos los balcones a lo largo de cada edificio, curvándose incluso en las esquinas de las calles. En la fría luz de la mañana, los colores de la pintura de las fachadas parecían desvaídos y desconchados. En el borde de la acera se alineaba un montón de basura tras otro, la única evidencia que quedaba de la noche anterior.

—Siempre odié el aspecto que tenía esto por la mañana después de Mardi Grass —dije, buscando un hueco por donde atravesar la montaña de desperdicios que se interponía entre la acera y yo—. Recuérdame que no vaya nunca a un bar.

—No sé qué decirte. Pasamos buenos ratos en el Exilio. Tú, Ridley y yo, armando jaleo en la pista de baile. —John sonrió y yo me sonrojé al recordarlo.

Brazos rodeándome

bailando, apresurada

la cara de Ethan

pálida y preocupada.

Sacudí mi cabeza, dejando que las palabras se desvanecieran.

—No me refería precisamente a un agujero en el Inframundo para Sobrenaturales marginados.

—Oh, venga. No éramos exactamente marginados. Bueno, tú no lo eras. Ridley y yo probablemente sí —repuso John, y me empujó bromeando hacia la puerta.

Le aparté, no tan bromista.

—Déjalo. Eso fue hace un millón de años. O quizá dos millones. No quiero ni pensarlo.

—Vamos, Lena. Estoy contento. Tú eres…

Le lancé una mirada y se contuvo.

—Volverás a ser feliz, te lo prometo. Por eso estamos aquí, ¿no?

Le contemplé fijamente. Ahí estaba, plantado junto a mí, en medio de una desierta calleja del Barrio Francés a esa hora tan temprana de la mañana, ayudándome a buscar a un hombre que no era hombre y al que odiaba más que a nadie en el universo. Tenía muchas más razones que yo para odiar a Abraham Ravenwood. Y, sin embargo, no se había quejado en ningún momento sobre lo que le estaba obligando a hacer.

¿Quién hubiera dicho que John acabaría siendo uno de los mejores tíos que me había encontrado? ¿Y quién hubiera dicho que John acabaría ofreciéndose, aun a riesgo de su vida, para traer de vuelta a mi amor?

Le sonreí, aunque por dentro sentía ganas de llorar.

—¿John?

—¿Sí? —No estaba prestando atención. Estaba mirando los rótulos de los bares, probablemente pensando cómo iba a tener el valor de entrar en alguno de ellos. Todos parecían la guarida de un asesino en serie.

—Lo siento.

—¿Eh? —Ahora estaba escuchándome. Confuso, pero atento.

—Todo esto. Que tenga que implicarte. Y si no quieres… quiero decir, si no encontramos el libro…

—Lo encontraremos.

—Sólo digo que no te culparé si no quieres pasar por esto. Abraham y todo lo demás. —No podía soportar hacerle eso. Ni a él ni a Liv, por muchos roces que hubiera habido entre nosotros. Por mucho que ella hubiera creído que amaba a Ethan.

Antes.

—Encontraremos el libro. Vamos. Deja de decir tonterías. —John hizo de una patada un claro en el montón de basura, y nos abrimos paso a través de botellas vacías de cerveza y mugrientas servilletas hasta la acera.

Para cuando logramos recorrer media manzana, estábamos asomándonos a través de los portales abiertos para ver si había alguien dentro. Para mi sorpresa, había gente escondida entre el maderamen, literalmente. Desplomada en los oscuros umbrales. Barriendo la basura de los desiertos y sombríos callejones. Incluso perfilándose en algunos de los balcones vacíos.

Comprendí que el Barrio Francés no era tan diferente del mundo Caster. O del condado de Gatlin. Había un mundo dentro de cada mundo, bien oculto a la vista.

Sólo tenías que saber dónde mirar.

—Allí —señalé.

LA CARA OCULTA DE LA LUNA

Un rótulo de madera tallada con el nombre del local se balanceaba adelante y atrás, colgado de dos viejas cadenas, y emitiendo un chirrido al moverse con el viento.

A pesar de que no había viento.

Entorné los ojos en la brillante luz de la mañana, tratando de escrutar entre las sombras de la entrada.

Esta Cara Oculta no era muy diferente de los otros bares casi desiertos del vecindario. Incluso desde la calle podían escucharse voces resonando a través de la pesada puerta.

—¿Hay gente dentro tan temprano? —John hizo una mueca.

—Tal vez no sea tan temprano. Tal vez sea tarde para ellos. —Clavé los ojos en un hombre ceñudo que estaba apoyado contra el marco intentando encenderse un cigarrillo. Murmuró algo entre dientes y apartó la vista.

—Sí. Demasiado tarde.

John sacudió la cabeza.

—¿Estás segura de que este es el lugar correcto?

Por quinta vez le pasé la tapa de las cerillas. La sostuvo en alto, comparando el logo con el rótulo. Eran idénticos. Incluso la luna creciente tallada en el letrero de madera era una réplica exacta de la que estaba impresa en la etiqueta de la caja de cerillas que John tenía en la mano.

—Y yo que estaba deseando que la respuesta fuera no. —Me devolvió la caja.

—Pues sigue deseando —declaré, apartando de una patada un trozo de servilleta húmeda de mis Converse negras.

Me guiñó un ojo.

—Las damas primero.