CAPÍTULO II

Yo vivía alejado de los tráfagos de los hombres, y el rumor de las guerras y los cambios políticos llegaba a nuestras moradas montañesas convertido en débil sonido. Inglaterra había sido escenario de importantes batallas durante mi primera infancia. En el año 2073, el último de sus reyes, el anciano amigo de mi padre, había abdicado en respuesta a la serena fuerza de las protestas expresadas por sus súbditos, y se había constituido una república. Al monarca destronado y a su familia se les aseguró la propiedad de grandes haciendas; recibió el título de conde de Windsor, y el castillo del mismo nombre, perteneciente desde antiguo a la realeza, con sus extensas tierras, siguió formando parte del patrimonio que conservó. Murió poco después, dejando hijo e hija.

La que fue reina, princesa de la casa de Austria, llevaba mucho tiempo persuadiendo a su esposo para que se opusiera a los designios de los tiempos. Se trataba de una mujer desdeñosa y valiente, apegada al poder y que sentía un desprecio amargo por el hombre que se había dejado desposeer de su reino. Sólo por el bien de sus hijos consintió en convertirse, desprovista de su rango real, en miembro de la república inglesa. Tras enviudar, dedicó todos sus esfuerzos a la educación de su hijo Adrian, segundo conde de Windsor, para que éste llevara a la práctica sus ambiciosos fines; la leche con que lo amamantó le transmitió ya el único propósito para el que fue educado: reconquistar la corona perdida. Adrian había cumplido ya los quince años. Vivía dedicado al estudio y demostraba unos conocimientos y un talento que excedían los propios de sus años. Se decía que ya había empezado a oponerse a las ideas de su madre y que compartía principios republicanos. Pero por más que así fuera, la altiva condesa no confiaba a nadie los secretos de su educación. Adrian se criaba en soledad, apartado de la compañía que es natural en los hombres de su edad y de su rango. Pero entonces alguna circunstancia desconocida indujo a su madre a apartarlo de su tutela directa; y hasta nuestros oídos llegó que se disponía a visitar Cumbria. Abundaban las historias en las que se daba cuenta de la conducta de la condesa de Windsor en relación con su hijo. Probablemente ninguna de ellas fuera cierta, pero con el paso de los días parecía claro que el noble vástago del último monarca inglés viviría entre nosotros.

En Ullswater se alzaba una mansión rodeada de terreno que pertenecía a su familia. Uno de sus anexos lo formaba un gran parque, diseñado con exquisito gusto y bien provisto de animales de caza. Yo había perpetrado con frecuencia en aquellos pagos mis actos de depredación; el estado de abandono del lugar facilitaba mis incursiones. Cuando se decidió que el conde de Windsor visitara Cumbria, acudieron obreros dispuestos a adecentar la casa y sus aledaños antes de su llegada. Devolvieron a los aposentos su esplendor original y, una vez reparados los desperfectos, el parque comenzó a ser objeto de cuidados anómalos.

Aquella noticia me turbó en grado sumo, despertando todos mis recuerdos durmientes, mis sentimientos de ultraje, que se hallaban en suspenso, y que, al avivarse, dieron origen a otros de venganza. No era capaz de hacerme cargo de mis ocupaciones; olvidé todos mis planes y estratagemas. Parecía a punto de iniciar un vida nueva, y no precisamente bajo los mejores auspicios. El embate de la guerra, pensaba yo, no tardaría en producirse. Él llegaría triunfante a la tierra a la que mi padre había huido con el corazón destrozado. Y en ella hallaría a sus infortunados hijos, confiados en vano a su real padre, pobres y miserables. Que llegara a saber de nuestra existencia, y que nos tratara de cerca con el mismo desdén que su padre había practicado desde la distancia y la ausencia, me parecía a mí la consecuencia cierta de todo lo que había sucedido antes. Así pues, yo conocería a ese joven de alta alcurnia, el hijo del amigo de mi padre. Llegaría rodeado de sirvientes; sus compañeros eran los nobles y los hijos de los nobles. Toda Inglaterra vibraba con su nombre y su llegada, como las tormentas, se oía desde muy lejos. Yo, por mi parte, iletrado ysin modales, si entraba en contacto con él, me convertiría en la prueba tangible, a ojos de sus cortesanos, de lo justificado de aquella ingratitud que me había convertido en el ser degradado que era.

Con la mente ocupada por entero en esas ideas, se diría que incluso fascinado por el proyecto de asaltar la morada escogida por el joven conde, observaba el avance de los preparativos y me acercaba a los carros de los que descargaban artículos de lujo traídos desde Londres, que entraban en la mansión. Rodear a su hijo de una magnificencia principesca formaba parte del plan de la que fue reina. Yo observaba mientras disponían las gruesas alfombras y las cortinas de seda, los ornamentos de oro, los metales profusamente cincelados, los muebles blasonados, todo acorde a su rango, de modo que nada que no se revistiera de esplendor regio llegara a alcanzar el ojo de un descendiente de reyes. Sí, lo observaba todo y luego volvía la mirada hacia mis raídas ropas. ¿De dónde nacía esa diferencia? ¿De dónde, sino de la ingratitud, de la falsedad, del abandono, por parte del padre del príncipe, de toda noble simpatía, de todo sentimiento de generosidad? Sin duda a él también, pues por sus venas circulaba asimismo la sangre de su orgullosa madre, a él, reconocido faro de la riqueza y la nobleza del reino, le habrían enseñado a repetir con desprecio el nombre de mi padre, y a desdeñar mis justas pretensiones de protección. Me esforzaba en pensar que toda esa grandeza no era sino una infamia indigna, y que, al plantar su bandera bordada en oro junto a mi gastado y deshilachado estandarte, no estaba proclamando su superioridad, sino su caída.

Y aun así lo envidiaba. Sus preciosos caballos, sus armas de intrincados relieves, los elogios que le precedían, la adoración, la prontitud en el servicio, el alto rango y la alta estima en que lo tenían, yo consideraba que de todo ello me habían despojado a mí por la fuerza, y lo envidiaba todo con renovada y atormentada amargura.

Para coronar la vejación de mi espíritu, Perdita, la visionaria Perdita, pareció despertar a la vida real cuando, transportada por la emoción, me informó de que el conde de Windsor estaba a punto de llegar.

-¿Y ello te complace? -le pregunté, ceñudo.

-Por supuesto que sí, Lionel -me respondió ella-. Ansío verle. Es el descendiente de nuestros reyes y el primer noble de nuestra tierra. Todos le admiran y le aman y se dice que su rango es el menor de sus méritos; que es generoso, valiente y afable.

-Has aprendido una lección, Perdita -le dije- y la repites tan al pie de la letra que olvidas por completo las pruebas de las virtudes del conde; su generosidad se manifiesta sin duda en nuestra abundancia, su valentía en la protección que nos brinda, y su afabilidad en el caso que nos dispensa. ¿Su rango es el menor de sus méritos, dices? Todas sus virtudes derivan sólo de su extracción; por ser rico lo llaman generoso; por ser poderoso, valiente; por hallarse bien servido se lo considera afable. Que así lo llamen, que toda Inglaterra crea que lo es. Nosotros lo conocemos. Es nuestro enemigo, nuestro penoso, traicionero y arrogante enemigo. Si hubiera sido agraciado con una sola partícula de todas las virtudes que le atribuyes, obraría justamente con nosotros, aunque sólo fuera para demostrar que, si ha de luchar, no ha de hacerlo contra un enemigo caído. Su padre hirió a mi padre; su padre, inalcanzable en su trono, osó despreciarlo, a él que sólo se inclinaba ante sí mismo, cuando se dignó asociarse con el ingrato monarca. Nosotros, descendientes de uno y de otro, debemos ser también enemigos. Él descubrirá que me duelen las heridas y aprenderá a temer mi venganza.

El conde llegó días más tarde. Los habitantes de las casas más miserables fueron a engrosar la muchedumbre que se agolpaba para verle. Incluso Perdita, a pesar de mi reciente filípica, se acercó al camino para ver con sus propios ojos al ídolo de todos los corazones. Yo, medio enloquecido al cruzarme con grupos y más grupos de campesinos que, con sus mejores galas, descendían por las colinas desde cumbres ocultas por las nubes, observando las rocas desiertas que me rodeaban, exclamé: «Ellas no gritan “¡Larga vida al Conde!”» Cuando llegó la noche, acompañada de frío y de llovizna, no regresé a casa. Pues sabía que en todas las moradas se elevarían loas a Adrian. Sentía mis miembros entumecidos y helados, pero el dolor servía de alimento a mi aversión insana; casi me regocijaba en él, pues parecía concederme motivo y excusa para odiar al enemigo que ignoraba que lo era. Todo se lo atribuía a él, ya que yo confundía hasta tal punto las nociones de padre e hijo que pasaba por alto que éste podía ignorar del todo el abandono en que nos había dejado su padre. Así, llevándome la mano a la cabeza, exclamé: «¡Pues ha de saberlo! ¡Me vengaré! ¡No pienso sufrir como un spaniel! ¡Ha de saber que yo, mendigo y sin amigos, no me someteré dócil al escarnio!»

El paso de los días, de las horas, no hacía sino incrementar los agravios. Las alabanzas que le dedicaban eran mordeduras de víbora en mi pecho vulnerable. Si lo veía a lo lejos, montando algún hermoso corcel, la sangre me hervía de rabia. El aire parecía emponzoñado con su sola presencia y mi lengua nativa se tornaba jerga vil, pues cada frase que oía contenía su nombre y su alabanza. Yo resoplaba para aliviar ese dolor en mi corazón, y ardía en deseos de perpetrar algún desmán que le hiciera percatarse de la enemistad que sentía. Era su mayor ofensa que, causándome esas sensaciones intolerables, no se dignara siquiera demostrar que sabía que yo vivía para sentirlas.

No tardó en conocerse que Adrian se complacía grandemente en su parque y sus cotos de caza, aunque nunca la practicaba, y se pasaba horas observando las manadas de animales casi domesticados que los poblaban, y ordenaba que se les dedicaran los mayores cuidados. Allí vi yo campo abonado para mi ofensiva, e hice uso de él con todo el ímpetu brutal derivado de mi modo de vida. Propuse a los escasos camaradas que me quedaban -los más decididos y malhechores del grupo- la empresa de cazar furtivamente en sus posesiones; pero todos ellos se arredraron ante el peligro, de modo que tendría que consumar la venganza en solitario. Al principio mis incursiones pasaron desapercibidas, por lo que empecé a mostrarme cada vez más osado: huellas en la hierba cuajada de rocío, ramas rotas y rastros de las piezas libradas acabaron delatándome ante los custodios de los animales, que incrementaron la vigilancia. Al fin me descubrieron y me llevaron a prisión. Entré en ella en un arrebato de éxtasis triunfal: «¡Ahora ya sabe de mí! -exclamé-. ¡Y así seguirá siendo una y otra vez!» Mi confinamiento duró apenas un día y me liberaron por la noche, según me dijeron, por orden expresa del mismísimo conde.

Aquella noticia me hizo caer desde el pináculo de honor que yo mismo había erigido. «Me desprecia -pensé-; pero ha de saber que yo lo desprecio a él, y que siento el mismo desprecio por sus castigos que por su clemencia.» Dos noches después de mi liberación volvieron a sorprenderme los custodios de los animales, que me encarcelaron de nuevo. Y de nuevo volvieron a soltarme. Tal era mi pertinacia que, transcurridas cuatro noches, me hallaron de nuevo en el parque. Aquella obstinación parecía enfurecer más a los guardianes que a su señor. Habían recibido órdenes de que, si volvían a sorprenderme, debían llevarme ante el conde, y su lenidad les hacía temer una conclusión que consideraban poco acorde con mi delito. Uno de ellos, que desde el principio se había destacado como jefe de quienes me habían apresado, resolvió dar satisfacción a su propio resentimiento antes de entregarme a su superior.

La luna se había ocultado tarde y la precaución extrema que me vi obligado a adoptar en mi tercera expedición me consumió tanto tiempo que, al constatar que la negra noche daba paso al alba, el temor se apoderó de mí. Me hinqué de rodillas y avancé a cuatro patas, en busca de los recodos más umbríos del sotobosque; los pájaros despertaban en las alturas y trinaban inoportunos, y la brisa fresca de la mañana, que jugaba con las ramas, me llevaba a sospechar pasos a cada vuelta del camino. Mi corazón latía más deprisa a medida que me aproximaba al cercado; ya tenía una mano apoyada en él, y me bastaba apenas un salto para hallarme del otro lado cuando dos guardianes emboscados se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos me abatió y empezó a azotarme con un látigo. Yo me incorporé sosteniendo un cuchillo, se lo clavé en el brazo derecho, que tenía levantado, y le infligí una herida ancha y profunda en la mano. Los gritos iracundos del herido, las imprecaciones de su camarada, que yo respondía con igual furia y descaro, resonaban en el claro del bosque. La mañana se acercaba más y más, incongruente, en su belleza, con nuestra batalla tosca y ruidosa. Mi enemigo y yo seguíamos peleando cuando aquél exclamó: «¡El conde!» De un salto me zafé del abrazo hercúleo del guardián, jadeando a causa del esfuerzo y dedicando miradas furiosas a mis captores, y me situé detrás del tronco de un árbol, resuelto a defenderme hasta el final. Llevaba las ropas hechas jirones y, lo mismo que las manos, manchadas de la sangre del hombre al que había herido. Con la izquierda sostenía las aves que había abatido -mis presas con tanto esfuerzo obtenidas- y con la derecha el cuchillo. Llevaba el pelo enmarañado y a mi rostro asomaba la expresión de una culpa que también goteaba, acusadora, desde el filo del arma a la que seguía aferrado; mi apariencia toda era desmañada y escuálida. Alto y fornido como era, debía parecerles -y no se equivocaban- el mayor rufián que hubiera hollado la tierra.

La mención al conde me sobresaltó, y toda la sangre indignada que encendía mi corazón fue a agolparse en mis mejillas. Era la primera vez que lo veía y supuse que se trataría de un joven altivo e inflexible que, si se dignaba dirigirme la palabra, zanjaría la cuestión con la arrogancia de la superioridad. Yo ya tenía lista la respuesta: un reproche que, según creía, se le clavaría en el corazón. Pero entonces se acercó a nosotros y su aspecto desterró al instante, como un soplo de brisa de poniente, mi sombría ira: ante mí se hallaba un muchacho alto, delgado, de tez muy blanca, que en sus rasgos expresaba un exceso de sensibilidad y refinamiento. Los rayos matutinos del sol teñían de oro sus sedosos cabellos, esparciendo luz y gloria sobre su rostro resplandeciente.

-¿Qué es esto? -gritó. Los hombres se aprestaron a iniciar sus defensas, pero él los apartó-. Dos a la vez contra un muchacho. ¡Qué vergüenza! -Se acercó a mí-. Verney -gritó-. Lionel Verney. ¿Es ésta la primera vez que nos vemos? Nacimos para ser amigos, y aunque la mala fortuna nos ha separado, ¿no reconoces el vínculo hereditario de amistad que confío en que, de ahora en adelante, nos lleve a unirnos?

A medida que hablaba, con sus ojos sinceros fijos en mí, parecía leerme el alma; mi corazón, mi corazón salvaje y sediento de venganza, sintió que el manto de una calma dulce se posaba sobre él. Mientras, su voz apasionada, como la más dulce de las melodías, despertaba un eco mudo en mi interior y confinaba a las profundidades toda la sangre de mi cuerpo. Hubiera querido responderle, reconocer su bondad, aceptar la amistad que me proponía; pero el rudo montañés carecía de palabras a la altura de las suyas; hubiera querido extenderle la mano, pero la sangre acusadora que las manchaba me lo impedía. Adrian se apiadó de mi menguante aplomo.

-Ven conmigo -me dijo-. Tengo mucho que contarte. Ven conmigo a casa. ¿Sabes quién soy?

-Sí -le respondí-. Ahora creo conocerte, y que perdonarás mis errores... mi delito.

Adrian sonrió amablemente y, después de transmitir algunas órdenes a los guardianes del coto, se acercó a mí, entrelazó su brazo al mío y partimos juntos hacia la mansión.

No fue su rango; tras todo lo que he dicho, no creo que nadie sospeche que fuera el rango de Adrian lo que, desde el primer momento, sedujo mi corazón de corazones y logró que todo mi espíritu se postrara ante él. Ni yo era el único en sentir con tal intensidad sus perfecciones, pues su sensibilidad y cortesía fascinaban a todos. Su vivacidad, inteligencia y espíritu benévolo culminaban la conquista. A pesar de su juventud era un hombre muy instruido e imbuido del espíritu de la más alta filosofía, que confería un tono de irresistible persuasión a su trato con los demás y lo asemejaba a un músico inspirado que tañera, con absoluta maestría, la «lira de la mente» y de ese modo causara una divina armonía. En persona apenas parecía ser de este mundo: a su delicada figura se imponía el alma que la habitaba; era todo mente: «Dirige sólo un junco»5contra su pecho y conquistarás su fuerza; pero el poder de su sonrisa hubiera bastado para amansar a un león hambriento o para lograr que una legión de hombres armados posara las armas a sus pies.

Pasé todo el día con él. Al principio no mencionó el pasado ni se refirió a ningún hecho personal. Tal vez deseara inspirarme confianza y darme tiempo para poner en orden mis pensamientos dispersos. Me habló de temas generales y expresó ideas que yo jamás había concebido. Nos hallábamos en su biblioteca y me contó cosas sobre los sabios de la antigua Grecia y el poder que habían llegado a ejercer sobre las mentes de los hombres gracias exclusivamente a la fuerza del amor y la sabiduría. La sala estaba decorada con los bustos de muchos de ellos, y fue describiéndome sus características. A medida que hablaba yo iba sometiéndome a él, y todo mi orgullo y mi fuerza quedaban subyugados por los dulces acentos de aquel muchacho de ojos azules. El ordenado y vallado coto de la civilización, que hasta entonces yo, desde mi densa jungla, había considerado inaccesible, me abría sus puertas por intercesión suya, y yo me adentré en él y sentí, al hacerlo, que hollaba mi suelo natal.

Avanzada la tarde se refirió al pasado.

-He de relatarte algo -me dijo-, y debo darte muchas explicaciones sobre el pasado. Tal vez tú puedas ayudarme a acotarlo. ¿Te acuerdas de tu padre? Yo no gocé nunca de la dicha de verlo, pero su nombre es uno de mis primeros recuerdos; y permanece escrito en las tablillas de mi mente como representación de todo lo que, en un hombre, resulta galante, cordial y fascinador. Su ingenio no se hacía notar menos que la desbordante bondad de su corazón, y con tal prodigalidad la esparcía sobre sus amigos que, ¡ah!, bien poca le quedaba para sí mismo.

Alentado por su panegírico, procedí, en respuesta a su pregunta, a relatarle lo que recordaba de mi progenitor, y él me refirió el relato de las circunstancias que habían llevado al extravío de la misiva testamentaria de mi padre. Cuando, en momentos posteriores, el padre de Adrian, a la sazón rey de Inglaterra, sentía que su situación se tornaba más peligrosa y su línea de acción más comprometida, una y otra vez deseaba contar con la presencia de su amigo, que hubiera supuesto un parapeto contra las iras de su impetuosa reina y habría mediado entre él y el Parlamento. Desde el momento en que había abandonado Londres, en la noche fatal de su derrota en la mesa de juego, el rey no había recibido noticias de él. Y cuando, transcurridos los años, se empeñó en saber de su paradero, todo rastro se había borrado ya. Lamentándolo más que nunca, se aferró a su recuerdo y encomendó a su hijo que, si jamás daba con su apreciado amigo, le brindara en nombre suyo todo el auxilio que pudiera precisar y le asegurara que, hasta el último momento, su vínculo había sobrevivido a la separación y el silencio.

Poco antes de la visita de Adrian a Cumbria, el heredero del noble al que mi padre había confiado su última petición de ayuda dirigida a su real señor, puso en manos del joven conde aquella carta, con el lacre intacto. La había encontrado entre un montón de papeles viejos, y sólo el azar la había sacado a la luz. Adrian la leyó con profundo interés y en ella halló el espíritu viviente del genio y el ingenio de aquél de quien en tantas ocasiones había oído elogios. Descubrió el nombre del lugar en que mi padre se había retirado y donde había muerto. Supo de la existencia de sus huérfanos y, durante el breve intervalo que transcurrió entre su llegada a Ullswater y nuestro encuentro en el coto, se ocupó de realizar averiguaciones sobre nosotros, así como de poner en marcha planes que redundaran en nuestro beneficio, antes de presentarse ante nosotros.

El modo en que se refería a mi padre halagaba mi vanidad: el velo con que cubría su benevolencia, alegando el cumplimiento de un deber para con las últimas voluntades del monarca, constituía un alivio para mi orgullo. Otros sentimientos, menos ambiguos, los concitaban sus maneras conciliadoras y la generosa calidez de sus expresiones, un respeto rara vez demostrado por nadie hacia mí hasta ese momento, admiración y amor; había rozado mi pétreo corazón con su poder mágico y había hecho brotar de él un afecto imperecedero y puro. Nos despedimos al atardecer. Me estrechó la mano.

-Volveremos a vernos. Regresa mañana.

Yo apreté la suya y traté de responder, pero mi ferviente «Dios te bendiga» fue la única frase que mi ignorancia me permitió pronunciar, y me alejé a toda prisa, abrumado por mis nuevas emociones.

No hubiera podido descansar, de modo que vagué por las colinas, barridas por un viento del oeste. Las estrellas brillaban sobre ellas. Corrí, sin fijarme en las cosas que me rodeaban, con la esperanza de aplacar la inquietud de mi espíritu mediante la fatiga física.

«Ese es el verdadero poder -pensaba-. No ser fuerte de miembros, duro de corazón, feroz y osado, sino amable, compasivo y dulce.»

Me detuve en seco, entrelacé las manos y, con el fervor de un nuevo prosélito, grité:

-¡No dudes de mí, Adrian, yo también llegaré a ser sabio y bondadoso!

Y entonces, abrumado, lloré ruidosamente.

Una vez pasado ese arrebato de pasión me sentí más entero. Me tumbé en el suelo y, dando rienda suelta a mis pensamientos, repasé mentalmente mi vida pasada. Pliegue a pliegue, fui recorriendo los muchos errores de mi corazón y descubrí lo brutal, lo salvaje y lo insignificante que había sido hasta ese momento. Con todo, en ese instante no podía sentir remordimientos, pues me parecía que acaba de nacer de nuevo; mi alma expulsó la carga de sus pecados anteriores para iniciar un nuevo camino de inocencia y amor. No quedaba nada duro o áspero en ella que nublara los sentimientos dulces que las transacciones del día me habían inspirado; era como un niño balbuceando la devoción que siente por su madre, y mi alma maleable cambiaba por mano del maestro, sin desear ni poder resistirse a ello.

Así comenzó mi amistad con Adrian, y debo recordar ese día como el más afortunado de mi vida. Ahora empezaba a ser humano. Era admitido en el interior del círculo sagrado que separa la naturaleza intelectual y moral del hombre de aquello que caracteriza a los animales. Mis mejores sentimientos habían sido convocados para responder convenientemente a la generosidad, sabiduría y cordialidad de mi nuevo amigo. Él, poseedor de una noble bondad, se regocijaba infinitamente al esparcir, generoso, los tesoros de su mente y su fortuna sobre el largamente olvidado hijo del amigo de su padre, el vástago de aquel ser excepcional cuyas excelencias y talentos había oído ensalzar desde su infancia.

Desde su abdicación, el difunto rey se había retirado de la esfera política, aunque hallaba poco placer en su entorno familiar. La reina destronada carecía de virtudes para la vida doméstica, y el valor y la osadía que sí ostentaba no le servían de nada tras el derrocamiento de su esposo, al que despreciaba y a quien no se molestaba en ocultar sus sentimientos. El rey, para satisfacer sus exigencias, se había alejado de sus viejas amistades, pero bajo su guía no había adquirido otras nuevas. En aquella escasez de comprensión, había recurrido a su hijo de tierna edad. El temprano desarrollo de su talento y sensibilidad hizo de Adrian un depositario digno de la confianza de su padre. Nunca se cansaba de escuchar los relatos -con frecuencia reiterados- que éste refería sobre los viejos tiempos, en los que mi padre representaba un papel destacado; le repetía sus comentarios agudos, y el niño los retenía; su ingenio, su poder de seducción, incluso sus defectos, se magnificaban al calor del afecto perdido, una pérdida que lamentaba sentidamente. Ni siquiera la aversión que la reina sentía por su favorito bastaba para privarle de la admiración de su hijo: era amarga, sarcástica, despectiva, pero a pesar de verter su implacable censura tanto sobre sus virtudes como sobre sus errores, sobre su amistad devota y sobre sus amores extraviados, sobre su desinterés y su generosidad, sobre la atractiva gracia de sus maneras y sobre la facilidad con que cedía a las tentaciones, su doble disparo se revelaba pesado en exceso y no alcanzaba el blanco deseado. Aquel desdén iracundo de la reina tampoco había impedido a Adrian identificar a mi padre, como él mismo había dicho, con la personificación de todo lo que, en un hombre, resultaba galante, cordial y fascinador. Así, no era de extrañar que al saber de la existencia de los hijos de aquella personalidad célebre, hubiera ideado un plan para concederles todos los privilegios que su rango le permitiera. Y ni siquiera flaqueó su bondad cuando me halló vagabundeando por las colinas, pastor y cazador furtivo, salvaje iletrado. Además de considerar que su padre era, hasta cierto punto, culpable del abandono en que nos encontrábamos, y de que su intención era reparar la injusticia en la medida de lo posible, se complacía en afirmar que bajo toda mi rudeza brillaba una elevación de espíritu que no podía confundirse con el mero valor animal, y que había heredado la expresión de mi padre, lo que demostraba que sus virtudes y talentos no habían muerto con él. Fueran los que fuesen los que me habían sido dados, mi noble y joven amigo estaba empeñado en que no se perdieran por no cultivarlos.

Actuando según su plan, en nuestro siguiente encuentro logró que yo deseara participar de una cultura que revestía con gracia su propio intelecto. Mi mente activa, una vez subyugada por esa nueva idea, se dedicó al empeño con avidez extrema. Al principio la gran meta de mi ambición era rivalizar con los méritos de mi padre, para hacerme merecedor de la amistad de Adrian. Pero la curiosidad y un sincero deseo de aprender no tardaron en despertar en mí, y me llevaron a pasar días y noches dedicado a la lectura y el estudio. Yo ya estaba familiarizado con lo que podría denominar el panorama de la naturaleza, el cambio de las estaciones y los aspectos diversos de los cielos y la tierra. Pero no tardé en verme sorprendido y encantado ante la ampliación repentina de mis nociones, cuando se alzó el telón que me privaba del goce del mundo intelectual y contemplé el universo no sólo tal como se presentaba a mis sentidos externos, sino como aparecía ante los hombres más sabios. La poesía con sus creaciones, la filosofía con su investigación y sus clasificaciones, despertaban por igual las ideas que se hallaban dormidas en mi mente y desencadenaban otras nuevas.

Me sentía como el marinero que, desde el palo mayor de su carabela, fue el primero en descubrir las costas de América; y, como él, me apresuré a hablar a mis compañeros de mis descubrimientos en las regiones ignotas. Con todo, no logré excitar en otros pechos el mismo apetito desbocado por el conocimiento que existía en el mío. Ni siquiera Perdita era capaz de comprenderme. Yo había vivido en lo que generalmente se llama mundo de la realidad, y despertaba en un nuevo país para descubrir que existía un significado más profundo en todo lo que percibía, más allá de lo que mis ojos me mostraban. La visionaria Perdita veía en todo aquello sólo un nuevo barniz para una lectura vieja, y su mundo era lo bastante inextinguible como para contentarla. Me escuchaba como había hecho cuando le narraba mis aventuras, y en ocasiones se mostraba interesada por la información que le proporcionaba; pero, a diferencia de lo que me sucedía a mí, no lo veía como parte integral de su ser, como algo que, una vez obtenido, no podía ignorarse más de lo que podía ignorarse, por ejemplo, el sentido del tacto.

Los dos conveníamos, eso sí, en adorar a Adrian, aunque como ella no había salido de la infancia no podía apreciar, como yo, el alcance de sus méritos ni sentir la misma comprensión por sus metas y opiniones. Yo frecuentaba siempre su compañía. Había una sensibilidad y una dulzura en su disposición que proporcionaban un tono tierno y elevado a nuestras conversaciones. También era alegre como una alondra que cantara desde su alta torre, y se elevaba sobre los pensamientos como un águila, y era inocente como una tórtola de ojos mansos. Era capaz de conjurar la seriedad de Perdita y de extraer el aguijón que torturaba mi naturaleza activa en exceso. Yo volvía la vista atrás y veía mis deseos inquietos y mis dolorosas luchas con mis antiguos compañeros como quien recuerda un mal sueño, y me sentía tan cambiado como si hubiera transmigrado a otra forma cuyo sensorio y mecanismo nervioso hubiesen alterado el reflejo de un universo aparente en el espejo de la mente. Pero no era así. Seguía siendo el mismo en fortaleza, en la búsqueda sincera de la comprensión de los demás, en mi anhelo de un ejercicio activo. No me habían abandonado mis virtudes masculinas, por las que Urania había cortado su larga cabellera a Sansón mientras éste reposaba a sus pies; pero todo se veía aplacado y humanizado. Adrian no me instruía sólo en las frías verdades de la historia y la filosofía. A través de ellas me enseñaba a dominar mi espíritu despreocupado e inculto, plantaba ante mi visión la página viviente de su propio corazón y me dejaba sentir y comprender su maravilloso carácter.

La reina de Inglaterra, ya desde la más tierna infancia de su hijo, había perseguido la implantación de planes arriesgados y ambiciosos en su mente. Veía que poseía genio y un talento desbordante, y se había dedicado a cultivarlos para poder usarlos luego en beneficio de sus propias visiones. Lo alentaba a adquirir conocimientos y a propiciar su impetuoso valor; incluso toleraba su indomable amor a la libertad, con la esperanza de que éste, como sucede en tantas ocasiones, le condujera a una ambición de poder. Perseguía inculcarle un resentimiento hacia quienes habían propiciado la abdicación de su padre, así como un deseo de venganza. Pero en ambas cosas fracasó. Aunque distorsionadas, al joven le llegaban noticias de una nación grande y sabia que ejercía su derecho a gobernarse a sí misma, y aquello excitaba su admiración. Ya a temprana edad se convirtió en republicano por principio. Con todo, su madre no desesperaba. Al ansia de poder y al altivo orgullo de cuna añadía perseverancia en la ambición, paciencia y autocontrol. Se entregó al estudio de la naturaleza de su hijo. Mediante la aplicación del elogio, la censura y la exhortación, trataba de hallar y pulsar las cuerdas adecuadas; y aunque la melodía que obtenía le parecía discordante, construía sus esperanzas sobre la base de los talentos de su hijo y se mostraba convencida de que al fin lograría sus propósitos. El ostracismo que ahora experimentaba él nacía de otras causas.

La reina tenía también una hija, de doce años de edad. Su hermana hada, como a Adrian le gustaba llamarla, era una criatura encantadora, animada y diminuta, toda sensibilidad y verdad. Con sus dos hijos, la noble viuda residía en Windsor y no recibía visitas, salvo las de sus propios partidarios, viajeros llegados de su Alemania natal y algunos ministros extranjeros. Entre ellos, y altamente distinguido por ella, se encontraba el príncipe Zaimi, embajador en Inglaterra de los Estados Libres de Grecia. Su hija, la joven princesa Evadne, pasaba largas temporadas en el castillo de Windsor. En compañía de aquella vivaz e inteligente muchacha griega, la condesa se relajaba y abandonaba su tensión habitual. La visión que tenía de sus propios hijos la llevaba a controlar todas sus palabras y las acciones relativas a ellos, pero Evadne era un juguete al que no temía en modo alguno, y los talentos y alegría de la niña constituían no poco alivio en la monótona vida de la condesa.

Evadne tenía dieciocho años. Aunque pasaban mucho tiempo juntos en Windsor, la extrema juventud de Adrian impedía cualquier sospecha sobre la naturaleza de su relación. Pero él mostraba una pasión y una ternura de corazón que excedían en mucho las comunes del hombre, y ya había aprendido a amar. La hermosa griega, por su parte, dedicaba al muchacho sonrisas bondadosas. A mí, que aunque mayor que Adrian jamás había amado, me resultaba extraño presenciar el sacrificio del corazón de mi amigo. No había celos, inquietud ni desconfianza en sus sentimientos. Era todo devoción y fe. Su vida se consumía en la existencia de su amada y su corazón sólo palpitaba al unísono con los latidos que vivificaban el corazón de ella. Aquella era la ley secreta que regía su vida: amaba y era amado. El universo, para él, era la morada en la que habitaba con ella, y ningún ardid de la sociedad, ningún encadenamiento de hechos, era capaz de causarle felicidad o infligirle desgracia. ¡Qué jungla infestada de tigres era la vida, aunque ésta y el sistema de relaciones sociales fuera un erial! A través de sus errores, en las profundidades de sus inhóspitas simas, existía un camino despejado y lleno de flores, a través del cual podrían viajar seguros y felices. Su camino sería como el paso del mar Rojo, que cruzarían sin mojarse los pies, aunque un muro de destrucción se alzara amenazante a ambos lados.

¡Ah! ¿Por qué he de recordar el triste engaño de ese inigualable espécimen de la humanidad? ¿Qué, en nuestra naturaleza, nos lleva siempre hacia el dolor y la desgracia? No estamos hechos para el goce, y por más que nos abramos a la recepción de emociones placenteras, la decepción es el piloto eterno de la barca de nuestra vida, y nos conduce implacable hacia los bajíos. ¿Quién podía estar mejor dotado para amar y ser amado que ese joven de talento, para cosechar la dicha inalienable de una pasión pura? Si su corazón hubiera seguido adormilado unos años más, tal vez se habría salvado; pero despertó durante su infancia; tenía poder, pero no conocimiento; y quedó arrasado como el la flor que brota prematura y se la lleva la escarcha asesina.

No acuso a Evadne de hipocresía ni de deseo de engañar a su amante, pero la primera carta que leí de ella me llevó al convencimiento de que no lo amaba. Estaba escrita con gracia y, considerando que era extranjera, con un gran dominio del lenguaje. La letra era exquisita, hermosa; había algo en el papel y en sus pliegues que incluso a mí, que no amaba y era del todo lego en aquellos asuntos, me parecía elegante. Había mucha amabilidad, gratitud y dulzura en su expresión, pero no amor. Evadne era dos años mayor que Adrian; ¿quién, a los dieciocho, amaba a alguien mucho más joven? Comparé sus serenas misivas con las cartas pasionales que le había escrito él. El alma de Adrian parecía destilada en las palabras que escribía, palabras que respiraban sobre el papel, llevando consigo una porción de la vida del amor, que era su vida. Su mera escritura lo dejaba exhausto y lloraba sobre ellas, por el exceso de las emociones que despertaban en su corazón.

Adrian llevaba el alma pintada en el semblante, y el ocultamiento y el engaño se hallaban en los antípodas de la atrevida franqueza de su disposición. Evadne le pidió que no revelara a su madre el relato de sus amores y, tras cierta discusión, él se lo concedió. Mas la concesión fue en vano, pues su modo de proceder reveló el secreto a ojos de la reina. Con la cautela que la caracterizaba, no comentó nada sobre su descubrimiento, pero se apresuró a apartar a su hijo de la esfera de la bella griega. Lo envió a Cumbria. Con todo, lo que sí lograron ocultarle fue la intención, promovida por Evadne, de intercambiar correspondencia. Así, la ausencia de Adrian, concebida con la idea de separarlos, sirvió para estrechar más sus lazos. A mí me hablaba sin cesar de su amada jonia. Su país, sus antiguas hazañas, sus recientes luchas memorables, todo participaba de su gloria y excelencia. Él había aceptado separarse de ella, pues ella le había ordenado tal aceptación pero bajo su influencia del mismo modo hubiera proclamado su unión ante toda Inglaterra y hubiera resistido, con constancia inquebrantable, la oposición de su madre. La prudencia femenina de Evadne percibía la inutilidad de cualquier decisión que pudiera tomar Adrian, al menos hasta que algunos años más añadieran peso a su poder. Tal vez la acechara también cierto desagrado ante la idea de comprometerse con alguien a quien no amaba; a quien no amaba, al menos, con el entusiasmo apasionado que su corazón le decía que tal vez llegara a sentir por otro hombre. Él acató sus restricciones y aceptó pasar un año exiliado en Cumbria.

El último hombre
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