CAPÍTULO IV

PRIMERA PARTE

Un día después lord Raymond se detuvo en casa de Perdita camino del castillo de Windsor. El rubor en el rostro de mi hermana, y el brillo de sus ojos me revelaron a medias su secreto. Con gran contención y haciendo gala de una gran cortesía se dirigió a nosotros, y al momento pareció hacerse un sitio en nuestros sentimientos y fundirse con ella y conmigo. Me dediqué a observar su fisonomía, que variaba mientras hablaba y que, en todos sus cambios, se mostraba hermosa. La expresión habitual de sus ojos era dulce, aunque en ocasiones brillaban con fiereza. De piel muy pálida, todos sus rasgos hablaban de un gran dominio de sí mismo; su sonrisa agradable, exhibía sin embargo, con frecuencia, la curva del desdén en sus labios; labios que a ojos femeninos representaban el mismo trono de la belleza y el amor. Su voz, por lo general suave, sorprendía en ocasiones con una nota súbita y discordante, que indicaba que su tono grave habitual era más obra del estudio que de la naturaleza. Lleno de contradicciones, inflexible y altivo, amable pero fiero, tierno y a la vez desdeñoso, por algún extraño arte le resultaba fácil obtener la admiración de las mujeres, tratándolas con dulzura o tiranizándolas según su estado de ánimo, pero déspota en todos sus cambios.

En aquel instante, sin duda, Raymond deseaba mostrarse amigable. En su conversación se alternaban el ingenio con la hilaridad y la profunda observación, y pronunciaba todas sus frases con la rapidez de un destello de luz. No tardó en conquistar mi distante reticencia. Me propuse observarlos a él y a Perdita y tener presente todo lo que había oído en su contra. Pero todo parecía tan ingenioso, y tan fascinante, que me olvidé de todo excepto del placer que el contacto con él me proporcionaba. Con la idea de introducirme en los círculos políticos y sociales de Inglaterra, de los que pronto habría de formar parte, me relató algunas anécdotas y me describió a muchos personajes. Su conversación, rica y entretenida, impregnaba mis sentidos de placer. Habría triunfado en todo, menos en una sola cosa: se refirió a Adrian con el tono de absoluto desprecio que los sabios mundanos vinculan siempre al entusiasmo. Percibía que el nubarrón se aproximaba y trataba de disiparlo. La fuerza de mis sentimientos no me permitía pasar a la ligera sobre aquel tema sagrado, de modo que le hablé con gran aplomo.

-Permíteme declarar que me siento devotamente unido al conde de Windsor, que es mi mejor amigo y benefactor. Reverencio su bondad, coincido con sus opiniones y lamento amargamente su actual, y espero que pasajera, enfermedad. Lo peculiar de su dolencia hace que me resulte especialmente doloroso oír que se habla de él en términos que no son los del respeto y el afecto.

Raymond respondió, aunque en su respuesta no había nada conciliatorio. Comprendí que, en su corazón, despreciaba a quienes se entregaban a otros ídolos que los mundanos.

-Todo hombre -dijo- sueña con algo, con amor, honor y placer; tú sueñas con la amistad y te entregas a un loco; muy bien, si esa es tu vocación, sin duda estás en tu derecho de seguirla... -su pensamiento pareció azuzarlo, y el espasmo de dolor que por un momento atormentó su semblante, sirvió de freno a mi indignación-. ¡Felices los soñadores! -prosiguió-. ¡Que nadie los despierte! ¡Ojalá pudiera soñar yo! Pero el largo y luminoso día es el elemento en el que habito; el deslumbrante brillo de la realidad invierte, en mi caso, la escena. Incluso el fantasma de la amistad me ha abandonado, y el amor... -se le quebró la voz. Yo no sabía si el desdén que curvaba sus labios lo motivaba la pasión que sentía o si iba dirigido contra sí mismo, por ser su esclavo.

La narración de este encuentro puede tomarse como muestra de mi relación con lord Raymond. Nos hicimos íntimos, y los días que pasábamos juntos me permitían admirar más y más sus poderosos y versátiles talentos, que junto con su elocuencia, ingeniosa y sutil, y su fortuna, ahora inmensa, lo convertían en un ser más temido, amado y odiado que cualquier otro en suelo inglés.

Mi ascendencia, que despertaba interés, si no respeto, mi anterior vínculo con Adrian, el favor del embajador, de quien había sido secretario, y ahora mi intimidad con lord Raymond me facilitaron el acceso a los círculos sociales y políticos de Inglaterra. A causa de mi inexperiencia, al principio me pareció que nos hallábamos en vísperas de una guerra civil; las partes se mostraban violentas, vehementes e inflexibles. El Parlamento se hallaba dividido en tres facciones: los aristócratas, los demócratas y los realistas. Después de que Adrian declarara su preferencia por la república como forma de gobierno, esta formación estuvo a punto de desaparecer, pues se quedó sin jefe, sin guía. Pero cuando lord Raymond decidió encabezarla, revivió con fuerza. Algunos eran realistas por prejuicio y antiguo afecto, y muchos de sus partidarios más moderados temían por igual la caprichosa tiranía del partido del pueblo que el despotismo férreo de los aristócratas. Más de un tercio de los miembros se agrupaba con Raymond, y la cifra no dejaba de aumentar. Los aristócratas basaban su esperanza en el poder de sus riquezas y en su influencia, y los reformistas, en la fuerza de la nación misma. Los debates eran violentos, y más violentos aún eran los discursos pronunciados por unos políticos que se reunían para medir sus fuerzas. Se proferían epítetos oprobiosos, se amenazaba incluso con la muerte. Las concentraciones del populacho alteraban el orden del país. Si no a una guerra, ¿a qué otra cosa podía conducir todo aquello? Pero aunque las llamas de la destrucción estaban listas para prender, yo mismo las vi arredrarse, sofocadas por la ausencia de los militares, por la aversión de todos a cualquier forma de violencia que no fuera la del discurso y por la amabilidad cordial y hasta la amistad de los líderes cuando se reunían en privado. Por mil motivos me sentía atraído a presenciar atentamente el desarrollo de los acontecimientos, y observaba cada uno de ellos con extrema ansiedad.

No podía dejar de constatar que Perdita amaba a Raymond, y me parecía que él veía con admiración y ternura a la hija de Ver- ney. Y sin embargo sabía bien que seguía adelante con sus planes de casarse con la supuesta heredera al condado de Windsor, sabedor de las ventajas que el enlace le reportaría. Todos los amigos de la reina destronada eran amigos suyos, y no había semana en que no se reuniera con ella en su castillo.

Yo no había visto nunca a la hermana de Adrian. Había oído que se trataba de una joven encantadora, dulce y fascinante. ¿Cómo haría para verla? Hay momentos en los que nos asalta la sensación indefinible de que un cambio inminente, para mejor o para peor, va a surgir de un hecho. Y, para mejor o para peor, tememos ese cambio y evitamos el hecho. Ese era el motivo que me llevaba a mantenerme alejado de aquella damisela de alta cuna. Para mí ella lo era todo y no era nada. Su nombre, pronunciado por cualquier otro, me sobresaltaba y me hacía temblar. El interminable debate sobre su unión con lord Raymond era para mí una verdadera agonía. Me parecía que, ahora que Adrian vivía apartado de la vida activa, y de aquella hermosa Idris, víctima seguramente de las ambiciones de su madre, yo debía acudir en su protección, librarla de las malas influencias, impedir su infelicidad y garantizar su libertad de elección, derecho de todo ser humano. Pero, ¿cómo iba a hacerlo? Ella misma rechazaría mi intromisión. Si lo hacía, me convertiría en objeto de su indiferencia o su desprecio, por lo que mejor sería evitarla, no exponerme ante ella ni ante el mundo, representando el papel de un Ícaro loco y entregado.

Un día, varios meses después de mi regreso a Inglaterra, abandoné Londres para visitar a mi hermana. Su compañía era mi principal solaz y delicia. Y mi ánimo siempre se elevaba cuando pensaba en verla. Salpicaba siempre su conversación de comentarios agudos y razonados; en su agradable sala, que olía a flores y estaba adornada con magníficos bronces, jarrones antiguos y copias de las mejores pinturas de Rafael, Correggio y Claude pintadas por ella misma, yo me deleitaba en la lejanía fantástica de lugar, inaccesible a las ruidosas polémicas de los políticos y a los vaivenes frívolos de las modas. En aquella ocasión mi hermana no estaba sola. Reconocí al punto a su acompañante: se trataba de Idris, el objeto hasta entonces velado de mi loca idolatría.

¿Qué términos de asombro y delicia serán los más adecuados, qué expresiones he de escoger, qué flujo suave del lenguaje me permitirá expresarme con más belleza, con más conocimiento, mejor? ¿Cómo, mediante la pobre unión de unas palabras, podré recrear el halo de gloria que la rodeaba, las mil gracias que perduraban intactas en ella? Lo primero que sorprendía al contemplar aquel encantador rostro era su bondad y sinceridad perfectas; el candor habitaba en su frente despejada, la simplicidad en sus ojos, la benignidad celestial en su sonrisa. Su figura alta y esbelta se combaba con gracia como un álamo a la brisa del oeste, y sus movimientos, divinos, eran los de un ángel alado iluminado desde lo alto de los cielos. La blancura perlada de su piel estaba salpicada de pureza; su voz parecía el grave y seductor tañido de una flauta. Tal vez sea más fácil describirla por contraste. He detallado ya las perfecciones de mi hermana. Y sin embargo ella era en todo distinta a Idris. Perdita, a pesar de amar, se mostraba reservada y tímida; Idris, en cambio era franca y confiada. Aquélla se retiraba a sus soledades para guarecerse de las decepciones y las heridas; ésta avanzaba en pleno día, segura de que nadie podía lastimarla. Wordsworth ha comparado a una mujer amada con dos bellos objetos de la naturaleza, pero sus versos siempre me han parecido más una expresión de contraste que de similitud.

Violeta junto a piedra

por el musgo cubierta

medio oculta a la vista,

radiante como una estrella

cuando sola en el cielo brilla.

Esa violeta era la dulce Perdita, que temblaba incluso al asomarse al aire, que se acobardaba ante la observación, y sin embargo, a su pesar, a la superficie asomaban todas sus excelencias, y pagaba con sus mil gracias el esfuerzo de quienes se acercaban a su jardín solitario. Idris era la estrella, esplendor único de la tenue guirnalda del anochecer balsámico; dispuesta a iluminar y deleitar al mundo sometido, protegida de toda mancha por su inimaginable distancia de todo lo que no sea como ella, celeste.

Y yo hallé esa visión de la belleza en la sala de Perdita, en animada conversación con su anfitriona. Cuando mi hermana me vio, se puso en pie al momento y, tomándome de la mano, dijo:

-Aquí está, solícito a nuestros deseos; este es Lionel, mi hermano.

Idris también se alzó y posó en mí sus ojos de un azul celeste.

-Apenas necesita presentación -dijo con peculiar gracia-. Contamos con un retrato, venerado por mi padre, que declara al momento cuál es su nombre. Verney, supongo que reconoce el vínculo, y en tanto que amigo de mi hermano, siento que puedo confiar en usted. -Entonces, con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, prosiguió-. Queridos amigos, no os parezca extraño que hoy que os visito por primera vez venga a solicitar vuestra ayuda y os confíe mis deseos y temores. Sólo a vosotros me atrevo a hablar. He oído hablar bien de vosotros a espectadores imparciales, y sois amigos de mi hermano, por lo que habéis de ser también amigos míos. ¿Qué puedo decir? Si os negáis a ayudarme, ¡estoy perdida! -Alzó la vista, mientras sus interlocutores permanecían mudos de asombro. Y entonces, como transportada por sus sentimientos, exclamó:

-¡Mi hermano, mi amado y desdichado Adrian! ¿Cómo hablaros de sus desgracias? Sin duda ya habréis oído contar lo que de él se dice, y tal vez habéis creído esos infundios. ¡Pero no está loco! Aunque un ángel descendiera desde los mismos pies del trono de Dios para revelármelo, ni así lo creería. Ha sido engañado, traicionado, encarcelado, ¡Salvadlo! Verney, debe hacerlo; dé con él allí donde se encuentre, en el rincón de la isla en que se halle preso; encuéntrelo, rescátelo de sus perseguidores, logre que vuelva a ser quien era, pues en todo el mundo no tengo a nadie más a quien amar.

Su sincera súplica, expresada con tal dulzura y vehemencia, me llenó de asombro y comprensión; y cuando añadió con voz arrebatada y mirada fija: «¿Consiente en asumir la empresa?», yo prometí, sincera y fervientemente, dedicar mi vida y mi muerte a restaurar el bienestar de Adrian. Entonces conversamos sobre el plan que habría de seguir, y abordamos cómo podríamos dar con su paradero. Mientras seguíamos hablando, lord Raymond entró sin que nadie lo anunciara y vi que Perdita temblaba y palidecía, y que el rubor se apoderaba de las mejillas de Idris. Lord Raymond debió de sentir gran asombro al presenciar nuestro cónclave, o gran turbación, mejor dicho. Pero no permitió que nada de ello aflorara a su gesto: saludó a mis acompañantes y se dirigió a mí con gran cordialidad. Idris pareció quedar suspendida unos instantes, y entonces, con suma dulzura, dijo:

-Lord Raymond, confío en su bondad y en su honor.

Esbozando una sonrisa altiva, él inclinó la cabeza.

-¿De veras confía en ellos, lady Idris? -preguntó.

Ella trató de leerle el pensamiento, antes de responderle con dignidad.

-Como guste. Sin duda siempre es mejor no comprometerse a ocultar nada.

-Discúlpeme -dijo él-, si la he ofendido. Tanto si confía en mí como si no, haré todo lo que esté en mi mano para cumplir sus deseos, sean cuales sean.

Idris le dio las gracias con una sonrisa, y se levantó para marcharse. Lord Raymond solicitó su permiso para acompañarla al castillo de Windsor, a lo que ella consintió. Salieron juntos de la casa. Mi hermana y yo nos quedamos allí como dos necios que imaginan que han encontrado un tesoro de oro hasta que la luz del día les convence de que no era sino plomo, dos moscas tontas y sin suerte que, jugando con los rayos del sol, se ven atrapadas en una telaraña. Me apoyé en el alféizar de la ventana y observé a aquellas criaturas gloriosas hasta que se perdieron en el bosque. Sólo entonces me volví. Perdita no se había movido. Los ojos clavados en el suelo, pálidas las mejillas, los labios muy blancos, rígida e inmóvil, seguía sentada, la zozobra impresa en todos sus gestos. Algo asustado, hice ademán de tomarle de la mano, pero ella, temblando, retiró la suya, esforzándose por componer el semblante. Traté de que me hablara.

-Ahora no -replicó-, y no me hables tú tampoco, querido Lionel. No puedes decir nada porque no sabes nada. Te veré mañana. Hasta entonces, adiós. -Se puso en pie para ausentarse, se dirigió a la puerta y al llegar a ella se detuvo y, apoyándose en el quicio, como si el peso de sus pensamientos le hubiera privado de la fuerza para sostenerse por sí misma, añadió-: Es probable que lord Raymond regrese. ¿Le dirás que me disculpe hoy, pues no me siento bien? Si lo desea, lo recibiré mañana, y también a ti. Será mejor que regreses a Londres con él. Allí podrás iniciar las averiguaciones sobre el conde de Windsor a las que te has comprometido, y mañana puedes volver a visitarme antes de proseguir tu viaje. Hasta entonces, me despido.

Le costaba hablar, y al terminar emitió un profundo suspiro. Con un movimiento de cabeza acepté lo que me proponía. Me sentía como si, desde el orden del mundo sistemático, hubiera descendido hasta el caos, oscuro, opuesto, ininteligible. Que Raymond pudiera casarse con Idris me resultaba más intolerable que nunca. Y aun así mi pasión, gigante desde el momento mismo de su nacimiento, era demasiado extraña, indómita e impracticable como para sentir al instante la tristeza que había percibido en Perdita. ¿Cómo debía actuar? Ella no me había confiado lo que sucedía; a Raymond no podía pedirle explicaciones sin arriesgarme a traicionar lo que tal vez fuera su secreto más preciado. Al día siguiente sabría la verdad. Y mientras me hallaba ocupado en aquellos pensamientos, lord Raymond regresó. Preguntó por mi hermana y yo le transmití su mensaje. Entonces me preguntó si me disponía a regresar a Londres y me invitó a acompañarle. Yo acepté. Parecía pensativo y permaneció en silencio durante gran parte del trayecto.

-Debes disculpar que me halle tan abstraído -dijo al fin-. Lo cierto es que la moción de Ryland se presenta hoy mismo y estoy considerando cuál ha de ser mi respuesta.

Ryland encabezaba el partido popular. Se trataba de un hombre muy obstinado y a su manera muy elocuente. Se había salido con la suya en su intento de presentar a votación una ley que convirtiera en traición cualquier plan para alterar el estado del gobierno inglés y las leyes vigentes de la república. Ese ataque iba dirigido contra Raymond y sus maquinaciones encaminadas a la restauración de la monarquía.

Raymond me pidió que le acompañara al Parlamento esa noche. Recordé que debía recabar información sobre Adrian y, consciente de que la misión me llevaría mucho tiempo, me disculpé.

-Entiendo -dijo mi acompañante-, y yo mismo voy a liberarte de lo que te impide acompañarme. Sé que pretendes averiguar el paradero del conde de Windsor. De modo que yo mismo te diré que se encuentra en casa del duque de Athol, en Dunkeld. Durante las primeras fases de su trastorno se dedicó a viajar de un lugar a otro, hasta que, al llegar a aquel romántico refugio, se negó a abandonarlo. Nosotros lo dispusimos todo, de acuerdo con el duque, para que pudiera quedarse allí.

Me dolió el tono insensible con que me facilitó la información.

-Debo agradecerte el dato -le respondí fríamente-, que ha de serme de utilidad.

-Lo será, Verney -dijo él-, y si perseveras en tu empeño, yo mismo te facilitaré el camino. Pero antes te pido que presencies el combate de esta noche, y el triunfo que estoy a punto de obtener, si me permites que así lo exprese, aunque temo que esa victoria sea una derrota para mí. ¿Qué puedo hacer? Mis mayores esperanzas parecen estar a punto de materializarse. La reina me concede a Idris; Adrian es del todo incapaz de asumir el título de conde, y el condado, en mis manos, se convierte en reino. Por el Dios de los cielos que es cierto. El exiguo condado de Windsor no basta a quien heredará los derechos que pertenecerán para siempre a la persona que los posea. La condesa no olvidará nunca que fue reina, y no soporta dejar a sus hijos una herencia tan exigua. Con su poder y mi ingenio reconstruiremos el trono, y la corona real ceñirá esta frente. Puedo hacerlo, puedo casarme con Idris...

Calló súbitamente, el semblante oscurecido de pronto, y su gesto cambió, movido por su pasión interna.

-¿Y lady Idris te ama? -le pregunté.

-Qué pregunta -exclamó él entre risotadas-. Me amará, por supuesto, como yo la amaré a ella, cuando estemos casados.

-Pues empezarás tarde -observé yo, irónico-. Normalmente el matrimonio se considera la tumba del amor, no su cuna. ¿De modo que estás a punto de amarla, pero todavía no la amas?

-No me sermonees, Lionel. Cumpliré mi deber con ella, no lo dudes. ¡El amor! Contra él he de proteger mi corazón, sacarlo de su fortaleza, rodearlo con barricadas. La fuente del amor debe dejar de fluir, sus aguas han de secarse, y todas las ideas pasionales que dependen de él han de perecer. Me refiero al amor que me gobernaría a mí, no al que yo pueda gobernar. Idris es una joven amable, dulce y hermosa. Es imposible no sentir afecto por ella, y el que yo le tengo es sincero. Pero no me hables de amor, de ese tirano que somete al tirano; el amor, hasta ahora mi conquistador, es hoy mi esclavo. El fuego hambriento, la bestia indomable, la serpiente de afilados colmillos... No, no, no quiero saber nada de ese amor. Y dime, Lionel, ¿consientes tú que me case con la joven?

Posó sus ojos vivaces en mí, y mi corazón, incontrolable, dio un vuelco en mi pecho. Le respondí con voz sosegada, aunque la imagen que mis palabras conformaban careciera de todo sosiego.

-¡Nunca! Jamás consentiré que lady Idris se una a alguien que no la ama.

-Porque la amas tú.

-Puedes ahorrarte la burla. Yo no la amo, no me atrevo.

-Al menos -prosiguió él, altivo-, ella no te ama a ti. No me casaría con una soberana a menos que supiera sin duda que su corazón es libre. Pero, ¡Lionel! La palabra reino es poder, y los términos que componen el estilo de la realeza se presentan con sonidos amables. ¿Acaso no eran reyes los hombres más poderosos de la antigüedad? Alejandro lo era. Salomón, el más sabio entre los hombres, lo era también. Napoleón fue rey. César murió en su empeño de llegar a serlo, y Cromwell, el puritano y asesino de un monarca, aspiraba a la corona. El padre de Adrian ostentó el cetro de Inglaterra, ya roto. Pero yo devolveré a la vida el árbol caído, uniré sus piezas separadas y lo ensalzaré por sobre todas las flores del campo... No debe extrañarte que te haya revelado libremente el paradero de Adrian. No supongas que soy malvado o que estoy tan loco como para fundar mi soberanía sobre un fraude, y menos si la verdad o la falsedad sobre la locura del conde puede saberse tan fácilmente. Yo mismo acabo de estar con él. Antes de decidir mi matrimonio con Idris, he decidido ir a verle una vez más para dilucidar si su restablecimiento resulta probable. Pero su locura es irreversible.

Aspiré hondo.

-No te revelaré -prosiguió Raymond-, los detalles de su melancolía. Tú mismo los verás y juzgarás a partir de ellos. Aunque me temo que esa visita, que a él va a serle del todo inútil, ha de causarte a ti un sufrimiento insoportable. A mí me ha afectado grandemente. A pesar de que se muestra correcto y amable aun habiendo perdido la razón, yo no lo venero como lo veneras tú, y sin embargo renunciaría a toda esperanza de alcanzar la corona y a mi mano derecha por verlo a él en el trono.

Su voz expresaba una compasión profunda.

-Eres un ser enigmático -exclamé-. ¿Adónde te conducirán tus acciones, en todo ese laberinto de intenciones en el que pareces perdido?

-Ciertamente, adónde. A una corona, a una corona de oro y piedras preciosas, espero, y sin embargo no me atrevo a confiar en alcanzarla, y aunque sueño con una corona y despierto pensando en ella, una vocecilla diabólica no deja de susurrarme que lo que busco no es más que el sombrero de un loco, y que si fuera listo lo que haría sería pisotearla y tomar, en su lugar, lo que vale por todas las coronas de oriente y las presidencias de occidente.

-¿A qué te refieres?

-Si me decanto por ello, lo sabrás. Por el momento no me atrevo a hablar, ni siquiera a pensar en ello.

Permaneció de nuevo en silencio unos instantes y de nuevo, tras una pausa, volvió a hablarme entre risas. Cuando no era la burla la que inspiraba su regocijo, cuando era una alegría sincera la que iluminaba sus gestos con expresión feliz, su belleza divina se apoderaba de todo.

-Verney -prosiguió-, mi primera acción, cuando me convierta en rey de Inglaterra, será unirme a los griegos, tomar Constantinopla y someter toda Asia. Pretendo ser guerrero, conquistador; el nombre de Napoleón se inclinará ante el mío. Los más entusiastas, en lugar de visitar su tumba rocosa y exaltar los méritos de los caídos, adorarán mi majestad y magnificarán mis ilustres hazañas.

Yo escuchaba a Raymond con vivo interés. ¿Podía no hacerlo, ante alguien que parecía gobernar la tierra con su imaginación, y que sólo se arredraba cuando trataba de gobernarse a sí mismo? De su palabra y voluntad dependía mi felicidad, el destino de todo lo que me era querido. Me esforzaba por adivinar el significado oculto de sus palabras. No mencionó a Perdita, y sin embargo no me cabía duda de que el amor que sentía por ella era el causante de las dudas que mostraba. ¿Y quién era más digna de amor que mi hermana, aquella mujer de nobles pensamientos? ¿Quién merecía la mano de ese autoproclamado rey más que ella, cuya mirada pertenecía a una reina de naciones, que lo amaba como él la amaba? A pesar de ello, la decepción asfixiaba la pasión de Perdita, y la ambición libraba un duro combate con la de Raymond.

Acudimos juntos al Parlamento aquella noche. Raymond, a pesar de saber que sus planes e ideas se discutirían y decidirían durante el debate previsto, se mostraba alegre y despreocupado. Un rumor como el causado por diez mil panales de abejas zumbadoras nos sorprendió cuando entramos en el salón del café. Corrillos de políticos de expresión nerviosa conversaban con voz grave y profunda. Los miembros del Partido Aristocrático, formado por las personas más ricas e influyentes de Inglaterra, parecían menos alterados que los demás, pues la cuestión iba a discutirse sin su intervención. Junto a la chimenea se hallaban Ryland y sus partidarios. Ryland era un hombre de origen incierto e inmensa fortuna, heredada de su padre, que había sido fabricante. De joven había sido testigo de la abdicación del rey, así como de la unión de las dos cámaras, la Casa de los Lores y la de los Comunes. Había simpatizado con aquellos movimientos populares y había dedicado su vida y sus esfuerzos a consolidarlos y extenderlos. Desde entonces la influencia de los terratenientes había aumentado; en un primer momento Ryland no observaba con preocupación las maquinaciones de lord Raymond, que atraían a muchos de sus oponentes. Pero las cosas estaban llegando demasiado lejos. La nobleza empobrecida reclamaba el retorno de la monarquía, considerando que ello les devolvería su poder y sus derechos perdidos. El espíritu medio extinto de la realeza resurgía en las mentes de los hombres que, esclavos voluntarios, sujetos hechos y derechos, estaban dispuestos a dejarse uncir el yugo. Quedaban todavía algunos espíritus rectos y viriles, que eran los pilares del Estado. Pero la palabra «república» había perdido frescura al oído vulgar y muchos -el acto de esa noche demostraría si eran mayoría- añoraban el oropel y el boato de la realeza. Ryland se alzaba en resistencia y afirmaba que sólo su sufrimiento había permitido el crecimiento de su partido. Pero el tiempo de la indulgencia había pasado, y con un solo movimiento de su brazo apartaría las telarañas que cegaban a sus conciudadanos.

Cuando Raymond entró en el salón del café su presencia fue saludada por sus amigos casi con un grito. Congregándose a su alrededor contaron cuántos eran, y cada uno expuso los motivos que les llevaban a pensar que su número aumentaría, pues éste o aquel miembro no había mostrado aún sus preferencias. Tras dar por concluidos ciertos asuntos menores en la cámara, los líderes tomaron asiento en sus respectivos puestos. El clamor de voces proseguía, hasta que, cuando Ryland se puso en pie para tomar la palabra, se hizo un silencio tan absoluto que podían oírse hasta los susurros. Todos los ojos se clavaron en él que, sin ser agraciado, resultaba imponente. Yo aparté la vista de su rostro severo y la posé en el de Raymond que, velado por una sonrisa, ocultaba su preocupación. Con todo, sus labios temblaban ligerísimamente y su mano se aferraba a intervalos con fuerza al banco en que se sentaba, lo que hacía que sus músculos se tensaran y destensaran.

Ryland inició su discurso ensalzando el estado del imperio británico. Refrescó la memoria de los asistentes sobre los años pasados; las tristes contiendas que, en tiempos de sus padres, habían llevado al país al borde de la guerra civil, la abdicación del difunto rey y la fundación de la república, que pasó a describir; expuso que Inglaterra era más poderosa, sus habitantes más valerosos y sabios, gracias a la libertad de que gozaban. Mientras hablaba, los corazones se henchían de orgullo y el rubor teñía las mejillas de quienes recordaban que allí todo el mundo era inglés, y que apoyaba y contribuía al feliz estado de las cosas que ahora se conmemoraba. El fervor de Ryland aumentó y, con ojos encendidos y voz apasionada, siguió relatando que había un hombre que deseaba alterar todo aquello y devolvernos a nuestros días de impotencia y contiendas, un hombre que osaba arrogarse el honor que correspondía a quien demostrara haber nacido en suelo inglés, y situar su nombre y su estilo por encima del nombre y el estilo de su país. En ese momento me fijé en que el rostro de Raymond mudaba de color. Apartó la vista del orador y la clavó en el suelo. Los asistentes dejaron de observar a Ryland para mirarlo a él, aunque sin dejar de oír la voz que atronaba su denuncia y llenaba sus sentidos. La gran franqueza de sus palabras le confería autoridad: todos sabían que decía la verdad, una verdad conocida, aunque no reconocida. Arrancó la máscara que ocultaba la realidad y los propósitos de Raymond, que habían avanzado hasta entonces agazapados en la penumbra, asomaron como un ciervo asustado, acorralado, evidente el cambio de su gesto para quienes lo miraban. Ryland acabó declarando que todo intento de restablecer el poder real debía ser declarado traición, y traidor a quien persiguiera el cambio de la forma de gobierno vigente. Al término de su intervención, los asistentes estallaron en vítores y aplausos.

Una vez defendida su moción, lord Raymond se puso en pie inexpresivo, la voz melodiosa, sus maneras delicadas, su gracia y su dulzura semejantes al tañer de una flauta que llegara tras la voz poderosa de su adversario, que atronaba como un órgano. Dijo alzarse para hablar a favor de la moción del honorable miembro, aunque deseando introducir una ligera enmienda. No dudó él también en recordar los viejos tiempos, en conmemorar las luchas de nuestros padres y la abdicación de nuestro rey. Con gran nobleza y generosidad, dijo, nuestro ilustre y último soberano de Inglaterra se había sacrificado por el bien aparente de su país y se había despojado de un poder que sólo podía mantener a costa de la sangre de sus súbditos. Y esos súbditos suyos que ya no lo eran, sus amigos e iguales, en señal de gratitud habían concedido ciertos favores y distinciones a él y a su familia a perpetuidad. Se les entregó una espaciosa finca y se les reconoció el rango más elevado entre los pares de Gran Bretaña. Sin embargo podía conjeturarse que no habían olvidado su antigua herencia.

Y era muy duro que su heredero sufriera del mismo modo que cualquier otro pretendiente si trataba de obtener de nuevo lo que por herencia le pertenecía. No es que él opinara que hubiera de favorecerse semejante intento. Lo que afirmaba era que un intento semejante resultaría venial, y que si el aspirante no llegaba a declarar la guerra ni a izar una bandera en el reino, su falta debía tomarse con cierta indulgencia. Por lo tanto, en su enmienda proponía que la ley contemplase una excepción a favor de cualquier persona que reclamara el poder soberano para los condes de Windsor.

Raymond no concluyó su intervención sin pintar con colores vivos y brillantes el esplendor de un reino en oposición al espíritu comercial del republicanismo. Afirmó que todo individuo, amparado bajo la monarquía inglesa, era, como lo era ahora, capaz de alcanzar alto rango y poder, con una única excepción, el cargo de máximo gobernante; un rango más alto y más noble del que podía ofrecer una comunidad timorata y dedicada al trueque. ¿Merecía la pena sacrificar tanto para evitar apenas aquella excepción? La naturaleza de la riqueza y la influencia reducía forzosamente la lista de candidatos a unos pocos entre los más ricos.

Y podía temerse que el mal humor y el descontento causados por esa lucha que se repetía cada tres años contrarrestaran las ventajas objetivas. No puedo dar constancia exacta de las palabras y los elegantes giros del lenguaje que daban vigor y convicción a su discurso, su ingenio y su gracia. Sus maneras, tímidas al principio, se tornaron firmes, y su rostro cambiante se iluminó con un brillo sobrenatural. Su voz, variada como la música, causaba, como ésta, el encantamiento de quienes lo escuchaban.

Sería inútil reproducir el debate que siguió a su arenga. Los partidos pronunciaron sus discursos, que revistieron la cuestión de jerga y ocultaron su simple significado tras un viento de palabras tejidas. La moción no fue aprobada. Ryland se retiró presa de una mezcla de cólera y desazón. Y Raymond, feliz y exultante, se retiró a soñar con su futuro reino.

SEGUNDA PARTE

¿Existe el amor a primera vista? Y, de existir, ¿en qué difiere del amor basado en la larga observación y el lento crecimiento? Tal vez sus efectos no sean tan permanentes, pero mientras duran resultan al menos igualmente violentos e intensos. Transitamos sin alegría por los laberintos sin senderos de la sociedad hasta que damos con esa pista que nos conduce al paraíso a través de esa maraña. Nuestra naturaleza se oscurece como bajo una antorcha apagada, duerme en la negrura informe hasta que el fuego la alcanza. Es vida de la vida, luz para la luna y gloria para el sol. ¿Qué importancia tiene que el fuego se encienda con sílex y acero, que se alimente con esmero hasta convertirlo en llama, en lenta comunicación con la mecha oscura, o que súbitamente el poder radiante de la luz y su calor se transmitan desde un poder afín y prendan al instante el faro y la esperanza? En la fuente más profunda de mi corazón, mi pulso se había agitado; a mi alrededor, por encima, por debajo, la Memoria se aferraba a mí como un manto que me envolviera. En ningún momento del tiempo venidero me sentiría como me había sentido en el pasado. El espíritu de Idris se hallaba suspendido en el aire que respiraba; sus ojos me miraban siempre; su sonrisa recordada cegaba mi vago mirar y me obligaba a caminar como si también yo fuera un espíritu, no por causa de un eclipse, de la oscuridad o el vacío, sino de una luz nueva y brillante, demasiado reciente, demasiado deslumbrante para mis sentidos humanos. En cada hoja, en cada pequeña división del universo (como sobre el jacinto en el que aparece grabado el «»),11el talismán de mi existencia aparecía impreso: ¡ELLA VIVE! ¡ELLA EXISTE! Todavía no tenía tiempo para analizar mi sentimiento, para ponerme manos a la obra y encadenar mi indómita pasión. Todo era una única idea, un único sentimiento, un único conocimiento: ¡era mi vida!

Pero la suerte ya estaba echada: Raymond se casaría con Idris. Las alegres campanadas de boda resonaban en mis oídos; oía ya las felicitaciones de la nación tras el enlace. El ambicioso noble se elevaba con veloz vuelo de águila desde el suelo raso hasta la supremacía real, hasta el amor de Idris. Y sin embargo, ¡no sería así! Ella no lo amaba. Me había llamado amigo. Me había sonreído. Y a mí había confiado la mayor esperanza de su corazón, el bienestar de Adrian. Ese recuerdo derretía mi sangre helada, y una vez más la marea de la vida y el amor fluían impetuosos en mi interior, para retirarse de nuevo a medida que mi atribulada mente vacilaba.

El debate terminó a las tres de la madrugada. Mi alma se hallaba en gran zozobra. Cruzaba las calles con grandes prisas. A decir verdad, aquella noche estaba loco. El amor, al que he declarado gigante desde su nacimiento, luchaba contra la desesperación. Mi corazón, su campo de batalla, recibía la herida del acero de uno, las lágrimas torrenciales de la otra. Amaneció el nuevo día, que me resultaba odioso. Me retiré a mis aposentos. Me eché sobre un sofá y me dormí; ¿dormí realmente?, pues mis pensamientos seguían vivos. El amor y la desesperación proseguían su combate y yo me consumía en un dolor insufrible.

Desperté medio aturdido. Sentía una fuerte opresión en mi ser, pero no sabía de dónde procedía. Accedí, por así decirlo, al cónclave de mi cerebro y pregunté a varios ministros del pensamiento allí reunidos: no tardé en recordarlo todo. Mis miembros no tardaron en temblar bajo el peso del poder que me atormentaba. Pronto, demasiado pronto, supe que ya era un esclavo.

De pronto, sin anunciarse, lord Raymond entró en mi estancia y, muy alegre, se puso a cantar el himno tirolés a la libertad. Me saludó con un elegante movimiento de cabeza y se desplomó sobre un sofá dispuesto junto a la reproducción de un busto del Apolo de Belvedere. Tras uno o dos comentarios intrascendentes, a los que respondí parcamente, exclamó, mirando la escultura:

-Me haré llamar como ese víctor. No es mala idea. Ese busto me servirá para acuñar nuevas monedas y será un anuncio de mi futuro éxito a todos mis sumisos súbditos. -Lo dijo en el tono más alegre y benévolo, y sonrió, no desdeñoso, sino como burlándose de sí mismo. Pero casi de inmediato su semblante se ensombreció, y con aquel tono agudo que le era característico, añadió-: Ayer noche libré una buena batalla, una conquista que las llanuras de Grecia no me vieron alcanzar. Ahora soy el hombre más importante del Estado, tema de todas las baladas, objeto de devoción de todas las ancianas. ¿En qué piensas? Tú, que te crees capaz de leer el alma humana, como vuestro lago natal lee todos y cada uno de los pliegues y las cavidades de las colinas circundantes, dime qué piensas de mí. ¿Aspirante a rey? ¿Ángel? ¿Demonio? ¿Cuál de las dos cosas?

Su tono irónico no convenía a mi corazón acelerado y en ebullición. Su insolencia me espoleó, y le respondí con amargura.

-Existe un espíritu que no es ni ángel ni demonio y que se ve meramente condenado al limbo. -Palideció al momento y sus labios sin color temblaron ligeramente. Su ira no logró sino encenderme más, y clavé con decisión mis ojos en los suyos, que me fulminaban. De pronto los retiró, bajo la vista y creí ver que una lágrima asomaba a sus oscuras pestañas. Aquella muestra de emoción involuntaria me aplacó-. No digo que el tuyo lo sea, mi querido señor.

Me interrumpí, algo sorprendido por la agitación que evidenciaba.

-Sí -dijo al fin, poniéndose en pie y mordiéndose el labio, en un intento de disimular su estado-: ¡Ése soy yo! Tú no me conoces, Verney; ni tú ni la audiencia de anoche, ni toda Inglaterra sabe nada de mí. Pareciera que aquí estoy, ya rey electo. Esta mano está a punto de aferrarse al cetro. Los nervios de esta frente se anticipan a la imposición de la corona. Parece que soy poseedor de la fuerza, el poder, la victoria. Erguido como se yergue una columna que soporta el peso de una cúpula. ¡Y no soy sino un junco! Tengo ambición, y la ambición persigue su meta; mis sueños nocturnos se hacen realidad, mis esperanzas de vigilia se cumplen. Un reino aguarda mi aceptación, mis enemigos son vencidos. Pero aquí dentro -y se golpeó el pecho con fuerza- habita el rebelde, el obstáculo; este corazón que me domina, y del que, por más que extraiga de él toda la sangre, mientras quede en él una débil pulsación, seré esclavo.

Habló con voz entrecortada. Al terminar bajó la cabeza y, ocultándola entre las manos, se echó a llorar. Yo aún estaba recuperándome de mi propia decepción, y sin embargo aquella escena me llenaba de terror y no me veía capaz de detener su arrebato de pasión que, de todos modos, acabó por remitir. Se echó de nuevo en el sofá y permaneció en silencio, inmóvil. Sólo los cambios de su expresión evidenciaban un profundo conflicto interior. Al cabo se puso en pie y me habló con su tono de voz habitual.

-El tiempo se nos echa encima, Verney, y debo irme. Pero no quiero olvidar la razón por la que he venido a verte. ¿Quieres acompañarme a Windsor mañana? Mi compañía no te va a deshonrar, y éste es seguramente el último servicio, o flaco favor, que puedes hacerme. ¿Me concederás lo que te pido?

Me tendió la mano con gesto casi tímido. Al momento pensé: «sí, seré testigo de la última escena del drama». Además su zozobra me conquistó, y un sentimiento de afecto hacia él volvió a apoderarse de mi corazón. Le pedí que me condujera hasta allí.

-Sí, eso haré -dijo él alegre-; ahora hablo yo. Reúnete conmigo mañana a las siete; sé discreto y leal. Y no tardarás en convertirte en ayuda de cámara.

Tras pronunciar aquellas palabras se ausentó apresuradamente, montó en su caballo y, extendiendo la mano como si pretendiera que se la besara, volvió a despedirse de mí entre risas. Una vez solo me esforcé por adivinar el motivo de su petición y prever los acontecimientos del día siguiente. Las horas pasaban lentamente. Me dolía la cabeza de tanto pensar y la zozobra me atenazaba los nervios. Me sujeté la frente, como si mi mano febril pudiera servir de alivio al dolor.

Llegué puntual a la cita al día siguiente, y hallé a lord Raymond esperándome. Subimos a su carruaje y nos dirigimos a Windsor. Yo me había aleccionado bien a mí mismo y estaba decidido a no mostrar ningún signo externo de la emoción que agitaba mi interior.

-¡Qué error cometió Ryland -dijo Raymond- al pensar que podía derrotarme la otra noche! Habló bien, muy bien, una arenga con la que habría logrado su propósito en mayor medida si me la hubiera dirigido sólo a mí, y no a los necios y mentirosos allí congregados. De haberme encontrado allí yo solo, le habría escuchado con el deseo de oír sus razones, pero al intentar desbancarme en mi propio territorio, con mis propias armas, me infundió valor, y el desenlace fue el que cualquiera hubiera esperado.

Sonreí incrédulo, antes de responder.

-Yo pienso lo mismo que Ryland y, si así lo deseas, te repetiré todos sus argumentos. Veremos hasta qué punto te convencen y cambias la visión monárquica por la patriótica.

-La repetición sería inútil -dijo Raymond-, pues recuerdo bien los argumentos, y cuento con muchos otros de mi propia cosecha, que hablarían con irrebatible persuasión.

No se explicó más ni yo apostillé nada.

Nuestro silencio se prolongó algunas millas, hasta que el paisaje, con sus campos abiertos, sus densos bosques, sus parques, se asomó, agradable, a nuestra vista. Tras varias observaciones sobre el paisaje y los lugares, Raymond dijo:

-Los filósofos han llamado al hombre «microcosmos de la naturaleza», y en la mente interior hallan un reflejo de toda esta maquinaria que vemos funcionar a nuestro alrededor. Esta teoría ha sido con frecuencia fuente de diversión para mí, y he pasado más de una hora ociosa ejercitando mi ingenio en la búsqueda de similitudes. ¿No dice lord Bacon12 que «el paso de la discordancia a la concordancia, que produce gran dulzura en la música, se da también en nuestras afecciones, que resultan mejores tras algún disgusto»? ¡Qué otra cosa sino un mar es la marea de pasión cuyas fuentes se hallan en nuestra propia naturaleza! Nuestras virtudes son arenas movedizas, que con las aguas sosegadas y bajas se muestran a sí mismas. Pero cuando las olas regresan y los vientos las abofetean, el pobre diablo que esperaba que fueran duraderas, descubre que se hunden bajo sus pies. Las modas del mundo, sus exigencias, educaciones y metas, son los vientos que manejan nuestra voluntad, como las nubes que avanzan todas en la misma dirección. Pero cuando surge una tormenta en forma de amor, odio o ambición, el engranaje gira en sentido contrario e impulsa triunfante el aire que lo empuja.

-Y sin embargo -repliqué- la naturaleza siempre aparece ante nuestros ojos con un aspecto pasivo, mientras que en el hombre se da un principio activo capaz de gobernar la fortuna y, al menos, de resistir la galerna, hasta que de algún modo logra vencerla.

-Hay más de plausible que de cierto en tu distinción -observó mi acompañante-. ¿Acaso nos formamos a nosotros mismos, escogiendo nuestras disposiciones y nuestros poderes? Yo, por ejemplo, me siento como un instrumento, con sus cuerdas y sus trastes, pero sin el poder de girar las clavijas o de adaptar mis pensamientos a una clave más alta o más baja.

-Tal vez otros hombres -apunté- sean mejores músicos.

-No hablo de los demás, sino de mí, y soy tan buen ejemplo como cualquier otro. No puedo acoplar mi corazón a una melodía determinada ni aplicar cambios deliberados a mi voluntad. Nacemos. No escogemos a nuestros padres ni nuestra posición social. Nos educan otras personas o las circunstancias del mundo, y esa formación, al combinarse con nuestra disposición innata, es el suelo en el que crecen nuestros deseos, pasiones y motivos.

-Hay mucha razón en lo que dices -admití-. Y sin embargo nadie actúa según esa teoría. ¿Quién, al tomar una decisión, dice: «Así lo escojo porque lo necesito»? ¿Acaso, por el contrario, no siente en su interior un libre albedrío que, aunque pueda considerarse falaz, lo mueve a actuar mientras toma la decisión?

-Exacto -dijo Raymond-, otro eslabón de la cadena. Si yo fuera ahora a cometer un acto que aniquilara mis esperanzas, que apartara el manto real de mis miembros mortales para vestirlo con las fibras más vulgares, ¿crees tú que actuaría movido por mi libre albedrío?

Mientras así conversábamos, percibí que no nos dirigíamos a Windsor por el camino habitual, sino a través de Englefield Green, en dirección a Bishopgate Heath. Empecé a sospechar que Idris no era el objeto de nuestro viaje, sino que me llevaba a presenciar la escena que decidiría el destino de Raymond y Perdita. Sin duda Raymond había vacilado durante el trayecto, y la duda seguía marcada en todos y cada uno de sus gestos cuando nos acercamos a la casa de mi hermana. Yo lo observaba con curiosidad, decidido, si su vacilación se prolongaba, a ayudar a Perdita a sobreponerse, a enseñarle a desdeñar el poderoso amor que sentía por alguien que dudaba entre poseer una corona y poseerla a ella, cuya excelencia y afecto trascendía el valor de todo un reino.

La hallamos en su saloncito salpicado de flores. Leía en el periódico la noticia sobre el debate parlamentario, y al parecer el resultado la había sumido en la desesperanza. El sentimiento se dibujaba en sus ojos hundidos y en su apatía. Una nube ocultaba su belleza y sus frecuentes suspiros eran señal de su inquietud. Aquella visión tuvo en Raymond un efecto inmediato: la ternura iluminó sus ojos y el remordimiento revistió sus maneras de franqueza y verdad. Se sentó junto a ella y, quitándole el periódico de las manos, le dijo:

-Mi dulce Perdita no debe leer ni una palabra más de esa contienda de necios y de locos. No permitiré que se informe del alcance de mi engaño, no fuera a despreciarme; aunque, créame, el deseo de aparecer ante usted no derrotado, sin victorioso, me inspiró durante mi guerra de palabras.

Perdita lo miró asombrada. La expresión de su semblante brilló con dulzura un instante. Pero un pensamiento amargo nubló su alegría; clavó la vista en el suelo, tratando de controlar las lágrimas que amenazaban con desbordarla. Raymond seguía hablándole.

-No pienso representar un papel con usted, querida niña, ni pretendo aparecer más que como lo que soy, un ser débil e indigno que sirve para despertar más su desprecio que su amor. Y sin embargo usted me ama. Siento y sé que es así, y por tanto mantengo mis más nobles esperanzas. Si la guiara el orgullo, o incluso la razón, debería rechazarme. Hágalo, si su corazón puro, incapaz de soportar mi inconstancia, rechaza someterse a la bajeza del mío. Aléjese de mí si quiere, si puede. Si su alma entera no la empuja a perdonarme, si todo su corazón no abre de par en par sus puertas para admitirme hasta lo más profundo de él, abandóneme, no vuelva a hablar nunca más conmigo. Yo, aunque he pecado contra usted sin remisión, también soy orgulloso. No debe haber reserva en su perdón ni reticencia en el regalo de su afecto.

Perdita bajó la vista, confusa pero complacida. Mi presencia la incomodaba tanto que no se atrevía a girarse para mirar a los ojos de su amado ni a confirmar con palabras el afecto que le tenía. El rubor cubría sus mejillas y su aire desconsolado se convirtió en una expresiva y profunda dicha. Raymond le rodeó la cintura con el brazo y prosiguió.

-No niego que he dudado entre usted y la más alta esperanza que los mortales pueden albergar. Pero ya no dudo más. Tómeme, moldéeme a su antojo, posea mi corazón y mi alma para la eternidad. Si se niega a contribuir a mi felicidad, abandono Inglaterra esta misma noche y jamás volveré a pisarla.

-Lionel, también usted lo ha oído. Sea mi testigo. Persuada a su hermana para que perdone la herida que le he infligido. Persuádala para que sea mía.

-No me hace falta más persuasión -pronunció Perdita, ruborizada- que la de sus queridas promesas y la de mi corazón, más que predispuesto, que me susurra que son verdaderas.

Aquella misma tarde los tres paseamos juntos por el bosque y, con la locuacidad que la alegría inspira, me relataron con detalles la historia de su amor. Me divertía ver al altivo Raymond y a la reservada Perdita convertidos, por obra del amor, en niños parlanchines y contentos, perdida en ambos casos su característica prudencia gracias a la plenitud de su dicha. Hacía una o dos noches, lord Raymond, con el gesto compungido y el corazón oprimido por los pensamientos, había dedicado todas sus energías a silenciar o persuadir a los legisladores de Inglaterra de que el cetro no era una carga demasiado pesada para sostenerla él entre sus manos, mientras visiones de dominio, guerra y triunfo flotaban ante él. Ahora, juguetón como el niño travieso que se mueve ante la mirada comprensiva de su madre, las esperanzas de su ambición se completaban cuando acercaba a sus labios la mano blanca y diminuta de Perdita. Ella, por su parte, radiante de felicidad, contemplaba el estanque inmóvil no para ver en él su reflejo, sino para recrearse con delicia en la visión de su amado junto a ella, unidos por primera vez en hermosa conjunción.

Me alejé de ellos. Si el rapto de una unión confirmada les pertenecía a los dos, yo disfrutaba de una esperanza restaurada. Pensaba en los torreones regios de Windsor: «Altos son los muros y fuertes las barreras que me separan de mi Estrella de Belleza. Pero no impasibles. Ella no será de él. Mora unos años más en tu jardín nativo, dulce flor, hasta que yo, con el tiempo y el esfuerzo, adquiera el derecho de reunirme contigo. ¡No desesperes ni me hundas a mí en la desesperación! ¿Qué debo hacer? En primer lugar, ir en busca de Adrian y lograr que se reúna con ella. La paciencia, la dulzura y un afecto constante lo sacarán de su locura, si es cierto que la sufre, tal como afirma Raymond. Y si su confinamiento es injusto, la energía y el valor lo rescatarán.»

Una vez los enamorados acudieron a mi encuentro, cenamos juntos en el salón. En verdad se trató de una cena de cuento de hadas, pues aunque en el aire flotaban los perfumes del vino y las frutas, ninguno de nosotros probó bocado ni bebió, e incluso la belleza de la noche pasó inadvertida. Su éxtasis no podían aumentarlo objetos externos, y yo me veía envuelto en mis ensoñaciones. Hacia la medianoche, Raymond y yo nos despedimos de mi hermana para regresar a la ciudad. Él era todo alegría. De sus labios brotaban fragmentos de canciones, y todos los pensamientos de su mente, todos los objetos que nos rodeaban, brillaban bajo el sol de su dicha. A mí me acusó de melancólico, malhumorado y envidioso.

-En absoluto -le respondí-, aunque confieso que mis pensamientos no me resultan tan gratos como a ti los tuyos. Me prometiste facilitar mi visita a Adrian. Ahora te insto a cumplir con tu promesa. No puedo demorarme aquí. Ansío aliviar, tal vez curar, la dolencia de mi primer y mejor amigo. Debo partir de inmediato para Dunkeld.

-Tú, ave nocturna -replicó Raymond-, qué eclipse arrojas sobre mis alegres pensamientos que me obliga a recordar esa ruina melancólica que se alza en medio de la desolación mental, más irreparable que un fragmento de columna labrada que yace sobre un campo, cubierta por la hierba. ¿Sueñas con curarlo? Dédalo nunca tejió un error más inextricable alrededor del Minotauro que el que la locura ha tejido alrededor de su razón encarcelada. Ni tú ni ningún otro Teseo puede salir del laberinto del que tal vez alguna Ariadna cruel tenga la clave.

-Ha aludido a Evadne Zaimi. ¡Pero no se encuentra en Inglaterra!

-Y aunque aquí se hallara -dijo Raymond-, no le recomendaría que lo viera. Es mejor marchitarse en el delirio absoluto que ser víctima de la sinrazón metódica de un amor no correspondido. Tal vez la duración de su enfermedad haya borrado de su mente todo vestigio de la griega. Y es muy posible que no vuelva a grabarse en ella. Lo hallarás en Dunkeld. Amable y tratable, vaga por las colinas y los bosques o se sienta a escuchar junto a alguna cascada. Tal vez lo veas -el pelo adornado con flores silvestres-, los ojos llenos de significados incomprensibles, la voz rota, su persona malgastada y convertida en sombra. Recoge flores y plantas y teje con ellas guirnaldas, o hace navegar hojas secas y ramas por los arroyos, y se alegra cuando flotan, y llora cuando naufragan. El mero recuerdo de todo ello casi me enerva. ¡Por los cielos! Las primeras lágrimas que he derramado desde que era niño brotaron a mis ojos cuando lo vi.

Este último relato no hizo sino espolear mi deseo de visitarlo. Mi única duda era si debía tratar de ver a Idris antes de mi partida. Y mi duda se resolvió al día siguiente. A primera hora de la mañana Raymond vino a verme. Le habían llegado noticias de que Adrian se encontraba gravemente enfermo, y parecía imposible que sus mermadas fuerzas fueran a permitirle la recuperación.

-Mañana -me dijo- su madre y hermana viajarán a Escocia para verle una vez más.

-Y yo parto hoy mismo -exclamé-. Ahora mismo contrataré un globo y estaré allí en cuarenta y ocho horas a más tardar, tal vez menos si el viento es favorable. Adiós, Raymond. Alégrate de haber escogido la mejor parte de la vida. Este vuelco de la fortuna me resucita. Yo temía la locura, no la enfermedad. Presiento que Adrian no va a morir, tal vez su dolencia sea una crisis y se recupere.

Todo se alió a mi favor durante el viaje. El globo se elevó una media milla por encima de la tierra e, impulsado por el viento, navegó por el aire, sus aspas recubiertas de plumas surcando la atmósfera propicia. A pesar del motivo melancólico de mi viaje, me sentía elevado por una creciente esperanza, por el avance veloz del vehículo aéreo, por la balsámica visita del sol. El piloto apenas movía el timón plumado, y el fino mecanismo de las alas, del todo desplegadas, emitía un murmullo suave y sedante. Abajo se distinguían llanuras y colinas mientras nosotros, sin resistencias, avanzábamos seguros y rápidos, como el cisne silvestre en su migración primaveral. La máquina obedecía el menor movimiento del timón y, con el viento constante, no había impedimento ninguno a nuestro avance. Tal es el poder del hombre sobre los elementos; un poder largamente perseguido y al fin alcanzado; y sin embargo ya anticipado en tiempos remotos por el príncipe de los poetas, cuyos versos citaba yo para asombro de mi piloto cuando le revelé los siglos que llevaban escritos:

Oh, ingenio humano, capaz de muchos males inventar.

Buscas extrañas artes: quién había de pensar

que harías como a un ave ligera

a un hombre pesado volar

y su camino por cielos despejados encontrar.13

Aterricé en Perth. Y aunque me sentía muy fatigado por la exposición continuada al aire, no quise descansar, sino que cambié un medio de transporte por otro. Seguí por tierra lo que había iniciado por el aire y me dirigí a Dunkeld. Amanecía cuando llegué al pie de las colinas. Tras la revolución de las eras, la colina de Birnam volvía a estar cubierta de vegetación joven, mientras que algunos pinos más viejos, plantados a principios del siglo xix por el duque de Athol, conferían solemnidad y belleza al paisaje. El sol naciente tiñó primero las copas de los árboles. Y mi mente, que mi infancia transcurrida en las montañas había vuelto sensible a las gracias de la naturaleza, y ahora a punto de reunirse con mi amado y tal vez agonizante amigo, se conmovió al momento con la visión de aquellos rayos distantes: sin duda eran un buen presagio, y como tal los contemplaba; buenos presagios para Adrian, de cuya vida dependía mi felicidad.

¡Pobre compañero mío! Tendido en el lecho de su enfermedad, las mejillas encendidas por el rubor de la fiebre, los ojos entrecerrados, la respiración inconstante y difícil. Y sin embargo se me hizo menos difícil verlo así que hallarlo satisfaciendo ininterrumpidamente las funciones animales, con la mente enferma. Me instalé junto a su cama y ya no lo abandoné ni de día ni de noche. Tarea amarga la de contemplar como su espíritu se debatía entre la vida y la muerte; sentir sus mejillas ardientes y saber que el fuego que las abrasaba con fiereza era el mismo que consumía su fuerza vital; oír los lamentos de su voz, que tal vez no volviera a articular palabras de amor y sabiduría; ser testigo de los movimientos inútiles de sus miembros, que tal vez pronto acabaran envueltos en su mortaja. Y así, durante tres días y tres noches fue consumiéndome la fatiga que el destino había puesto en mi camino, y de tanto sufrir y tanto observar mi aspecto empeoró, y yo mismo parecía un espectro. Al fin, transcurrido ese tiempo, Adrian entreabrió los ojos y miró como si volviera a la vida. Pálido y muy débil, la inminente convalecencia suavizaba la rigidez de sus facciones. Supo quién era yo. ¡Qué copa rebosante de dichosa agonía fue contemplar su rostro iluminado por aquel destello de reconocimiento, sentir que se aferraba a mi mano, ahora más febril que la suya, oír que pronunciaba mi nombre! En él no quedaba ni rastro de locura para teñir de pesar mi alegría.

Esa misma tarde llegaron su madre y su hermana. La condesa de Windsor era por naturaleza una mujer llena de sentimientos y energía, pero a lo largo de su vida apenas había permitido que las emociones concentradas de su corazón asomaran a su rostro. La estudiada inmovilidad de su semblante, sus maneras lentas e inmutables, su voz suave pero poco melodiosa, eran una máscara que ocultaba sus pasiones desbocadas y la impaciencia de su carácter. No se parecía en nada a sus dos hijos. Sus ojos negros y centelleantes, iluminados por el orgullo, diferían en todo de los de Adrian e Idris, que eran azules, de expresión franca y benévola. Había algo aristocrático y majestuoso en su porte, pero nada persuasivo, nada amigable. Alta, delgada y severa, su rostro aún elegante, su pelo negro azabache apenas salpicado de gris, su frente arqueada y hermosa, las cejas algo despobladas, era imposible no sentirse impresionado por ella, temerla casi. Idris parecía el único ser capaz de resistir a su madre, a pesar de la extrema dulzura de su disposición. Pero había en ella cierto arrojo y franqueza que revelaba que no arrebataría la libertad de nadie y que defendería la suya propia como algo sagrado e inexpugnable.

La condesa no contempló con indulgencia mi cuerpo fatigado, aunque más tarde agradeció fríamente mis atenciones. No así Idris, cuya primera mirada fue para su hermano. Le tomó la mano, le besó los párpados y permaneció junto a él mirándolo con compasión y amor. Sus ojos se bañaron de lágrimas cuando me dio las gracias, y la hermosura de su gesto, lejos de disminuir, aumentó con su fervor, que la llevaba casi a tartamudear mientras hablaba. Su madre, toda ojos y oídos, no tardó en interrumpirnos. Y yo vi que deseaba echarme discretamente, como a alguien cuyos servicios, ahora que los familiares habían llegado, ya no eran de utilidad a su hijo. Me sentía exhausto y enfermo, pero decidido a no abandonar mi puesto, aunque dudaba sobre cómo mantenerme en él. Y entonces Adrian pronunció mi nombre y, cogiéndome de la mano, me rogó que no me ausentara. Su madre, en apariencia distraída, comprendió al instante lo que pretendía, y viendo el poder que teníamos sobre ella, nos concedió el punto.

Los días que siguieron estuvieron llenos de dolor para mí, tanto que en ocasiones lamenté no haber cedido de inmediato a las pretensiones de la altiva dama, que escrutaba todos mis movimientos y convertía la dulce tarea de cuidar de mi amigo en una irritante agonía. Jamás he visto a una mujer tan determinada como la condesa de Windsor. Sus pasiones habían sometido a sus apetitos e incluso a sus necesidades naturales. Dormía poco y apenas comía. Era evidente que contemplaba su propio cuerpo como una mera máquina cuya salud requería para el cumplimiento de sus planes, pero cuyos sentidos no participaban de su diversión. Hay algo temible en quien conquista de ese modo la parte animal de su naturaleza cuando la victoria no es resultado de una virtud consumada. No sin algo de ese temor contemplaba yo la figura de la condesa, despierta cuando los demás dormían, ayunando cuando yo, frugal en condiciones normales, atacado por la fiebre que se cebaba en mí, me veía obligado a ingerir alimentos. Ella se mostraba decidida a impedir o dificultar en todo momento mi influencia sobre sus hijos y obstaculizaba mis planes con una determinación callada, seca y testaruda que no parecía propia de un ser de carne y hueso. Al fin parecía haberse declarado la guerra entre nosotros. Libramos muchas batallas soterradas en las que no mediaban palabras y apenas nos mirábamos, pero en las que los dos pretendíamos someter al otro. La condesa contaba con la ventaja de su posición, de modo que yo era derrotado, aunque no sometido.

Mi corazón enfermó. Mi rostro se teñía con los tonos de mi malestar y mi vejación. Adrian e Idris se percataban de ello. Me instaban a reposar y a cuidarme, pero yo les respondía con toda sinceridad que mi mejor medicina eran sus buenos deseos, así como la feliz convalecencia de mi amigo, que mejoraba día a día. El color regresaba tímidamente a sus mejillas. La palidez cenicienta que amenazaba con matarlo abandonaba su frente y sus labios. Tales eran las recompensas de mis infatigables atenciones, y el cielo, pródigo, añadía un premio más si me concedía también las gracias y las sonrisas de Idris.

Tras un lapso de varias semanas abandonamos Dunkeld. Idris y su madre regresaron directamente a Windsor, mientras que Adrian y yo emprendimos el viaje con más calma, realizando frecuentes paradas debido a la debilidad de su estado. Mientras recorríamos los distintos condados de la fértil Inglaterra, todo adoptaba un aspecto novedoso a ojos de mi acompañante, tras tanto tiempo apartado, por causa de su enfermedad, de los placeres del clima y el paisaje. Atrás quedaban pueblos bulliciosos y llanuras cultivadas. Los granjeros recogían sus cosechas y las mujeres y los niños, ocupados en tareas rústicas más livianas, formaban grupos de personas felices y saludables, cuya mera visión llenaba de alegría nuestros corazones. Un atardecer, tras abandonar nuestra posada, paseamos por un camino umbrío y ascendimos una loma cubierta por la hierba, hasta alcanzar la cima, desde la que se divisaba una vista de valles y colinas, ríos sinuosos, densos bosques y aldeas iluminadas. El sol se ponía y las nubes, que surcaban el cielo como ovejas recién esquiladas, recibían el tono dorado de los rayos del ocaso. Las tierras altas, más lejanas, captaban aún la luz, y el rumor ajetreado de la noche llegaba hasta nuestros oídos, unificado por la distancia. Adrian, que sentía que el nuevo frescor de su salud recobrada inundaba su espíritu, unió las manos, dichoso, y exclamó con arrobo:

-¡Oh, tierra feliz! ¡Oh, habitantes felices de la tierra! ¡Un gran palacio ha construido Dios para vosotros! ¡Oh, hombre! ¡Digno eres de tu morada! Contempla el verdor de la alfombra que se extiende a tus pies y el palio azul sobre tu cabeza. Los campos de la tierra que crean y nutren las cosas, el sendero de cielo que lo contiene y lo engarza todo. Y ahora, en esta hora del crepúsculo, en este momento propicio para el reposo y la reflexión, parece que todos los corazones respiran un himno de amor y agradecimiento, y nosotros, como sacerdotes antiguos en lo alto de las colinas, damos voz a su sentimiento.

»Sin duda el poder más bondadoso erigió la majestuosa construcción que habitamos y redactó las leyes por las que se rige. Si la mera existencia, y no la felicidad, hubiera sido el fin último de nuestro ser, ¿qué necesidad habría habido de crear los profusos lujos de que gozamos? ¿Por qué nuestra morada habría de ser tan encantadora, y por qué los instintos naturales habrían de depararnos sensaciones placenteras? El mero sostén de nuestra maquinaria animal se nos hace agradable. Y nuestro sustento, las frutas de los campos, se pintan de tonalidades trascendentes, se impregnan de olores gratos y resultan deliciosas a nuestro gusto. ¿Por qué habría de ser así si él no fuera bueno? Necesitamos casas para guarecernos de los elementos, y ahí están los materiales que se nos proporcionan; la gran cantidad de árboles con el adorno de sus hojas. Y las rocas que se apilan sobre las llanuras confieren variedad a la tarea con su agradable irregularidad.

»Nosotros no somos meramente objetos, receptáculos del Espíritu del Bien. Fijémonos en la mente del hombre, donde la sabiduría reina en su trono; donde la imaginación, pintora, toma asiento, con su pincel impregnado de unos colores más hermosos que los del atardecer, adornando la vida que le es conocida con tonos brillantes. ¡Qué noble es la imaginación, digna de quien nos la entrega! Extrae de la realidad los tonos más oscuros. Envuelve todo pensamiento y sensación en un velo radiante, y con una mano de belleza nos conduce desde los mares estériles de la vida hasta sus jardines, sus pérgolas y sus prados de dicha. ¿Y no es acaso el amor un regalo divino? El amor y su hija, la Esperanza, que puede infundir riqueza a la pobreza, fuerza a la debilidad y felicidad al sufrimiento.

»Mi sino no ha sido afortunado. He departido largamente con la tristeza, me he internado en el laberinto tenebroso de la locura y he resurgido, aunque sólo medio vivo. Y aun así doy gracias a Dios por haber vivido; le doy las gracias por haber visto los cambios de su día; por poder contemplar su trono, que es el cielo, y la tierra, que es su sede; por poder contemplar el sol, fuente de luz, y la dulce luna viajera; por haber visto el fuego que mana de las flores del cielo y las estrellas floreadas de la tierra; por haber presenciado la siembra y la cosecha; me alegro de haber amado y de haber conocido la comprensión de mis congéneres en la alegría y en la pena; me alegro de sentir ahora el torrente de ideas que recorren mi mente como la sangre recorre las articulaciones de mi cuerpo. La mera existencia es un placer y yo le doy gracias a Dios por estar vivo.

»Y vosotras, criaturas todas de la madre tierra, ¿no repetís mis palabras? Vosotras que vivís unidas por los lazos afectivos de la naturaleza; ¡compañeros, amigos, amantes! Padres que trabajáis alegres para vuestros retoños; mujeres que al contemplar las formas vivas de vuestros hijos olvidáis los dolores de la maternidad; niños que no trabajáis ni os esforzáis, sino que amáis y sois amados.

»Oh, que la muerte y el odio sean desterrados de nuestro hogar en la tierra. Que el odio, la tiranía y el miedo no hallen refugio en el corazón humano. Que todos los hombres encuentren un hermano en su prójimo y un nido de reposo en las vastas llanuras de su herencia. Que se seque la fuente de las lágrimas y que los labios no vuelvan a formar expresiones de dolor. Así dormidos bajo el ojo benevolente de los cielos, ¿puede el mal visitarte, oh, tierra? ¿O el dolor mecer en sus tumbas a tus desdichados hijos? Susurremos que no, y que los demonios lo oigan y se regocijen. La decisión es nuestra. Si lo deseamos, nuestra morada se convertirá en paraíso. Pues la voluntad del hombre es omnipotente, esquiva las flechas de la muerte, alivia el lecho de la enfermedad, seca las lágrimas de la agonía. ¿Y qué vale cada ser humano, si no aporta sus fuerzas para ayudar a su prójimo? Mi alma es una chispa menguante, mi naturaleza frágil como una ola tras romper. Pero dedico todo mi intelecto y la fuerza que me queda a una única misión y asumo la tarea, mientras pueda, de llenar de bendiciones a mis congéneres.

Con voz temblorosa, mirando al cielo, las manos entrelazadas, algo encorvado como por el peso excesivo de su emoción, el espíritu de la vida parecía pervivir en su persona, como una llama moribunda, en un altar, parpadea en las brasas de un sacrificio aceptado.

El último hombre
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml