CAPÍTULO X
Desperté por la mañana, cuando en los pisos más altos de las casas nobles las ventanas recibían los primeros rayos del sol. Los pájaros cantaban apoyados en alféizares y dinteles. Desperté, y mi primer pensamiento fue: «Adrian y Clara están muertos». Ya no me darán los buenos días ni pasaré la larga jornada en su compañía. Jamás volveré a verlos. El mar me los ha robado, les ha arrancado del pecho los corazones amorosos y ha entregado a la corrupción aquello que yo adoraba más que la luz, la vida, la esperanza.
Yo era un muchacho, un pastor analfabeto cuando Adrian se dignó a concederme su amistad. Los mejores años de mi vida los pasé junto a él. Todo lo que poseí de los bienes del mundo, de la felicidad, del conocimiento y la virtud, se lo debía a él. Con su persona, su inteligencia y sus cualidades únicas había proporcionado gloria a mi existencia, una gloria que sin él jamás habría conocido. Más que nadie, él me enseñó que la bondad, pura y simple, puede ser un atributo del hombre. Los ángeles deberían haberse congregado para contemplarlo guiar, gobernar y consolar durante los últimos días de la raza humana.
También había perdido a mi adorada Clara, última de las hijas del hombre, que había mostrado todas las virtudes femeninas y juveniles que poetas, pintores y escultores han tratado de plasmar en sus distintos lenguajes. Y sin embargo, por ella misma, ¿podía lamentar acaso que con su muerte prematura hubiera evitado el advenimiento cierto de más desgracias? Ella era pura de alma y todos sus empeños eran sagrados. Pero su corazón era trono del amor, y la sensibilidad que su bello rostro expresaba era heraldo de muchas tristezas, no menos profundas y espantosas porque ella las hubiera ocultado siempre.
Aquellos dos seres de maravillosos dones se habían librado del desastre universal del último año de soledad y habían sido mis compañeros. Mientras vivieron conmigo sentí todo su valor. Era consciente de que todos los demás sentimientos, el reproche, la pasión, se habían fundido gradualmente en un anhelo, una añoranza creciente por ellos. No había olvidado a la dulce compañera de mi juventud, madre de mis hijos, a mi adorada Idris; pero al menos, en su hermano veía revivir parte de su espíritu; y después, cuando la muerte de Evelyn me privó del recuerdo más preciado que de ella tenía, convertí a la persona de Adrian en un santuario dedicado a la memoria de mi amada, tratando de fundir las dos ideas. Sondeo las profundidades de mi corazón e intento en vano recordar las expresiones que puedan definir mi amor por aquellos dos restos de mi raza. Si el lamento y la pena me acechaban, como sucedía a veces en nuestro estado solitario e incierto, los tonos claros de la voz de Adrian y su mirada ferviente disipaban mi tristeza. O me alegraba sin saberlo al ser testigo de la serenidad y la dulce resignación expresadas en la frente despejada de Clara. Lo eran todo para mí: los soles de mi alma tenebrosa, el reposo de mi cansancio, el sueño reparador contra mi triste insomnio. Precaria, pálidamente, con palabras torpes, desnudas y débiles he expresado los sentimientos con que me aferraba a ellos. Me hubiera enroscado a ellos como una hiedra para que el mismo golpe nos abatiera a la vez. Habría penetrado en ellos, habría sido parte de ellos, para que
si la anodina sustancia de mi carne fuera pensamiento,97
incluso así los habría acompañado yo hasta su nueva e inefable morada.
No volveré a verlos nunca. Me falta su conversación, no puedo verlos. Soy un árbol abatido por el rayo; la corteza jamás se cubrirá de fibras desnudas, y su vida temblorosa, rasgada por los vientos, no recibirá jamás el bálsamo de un solo momento de calma. Estoy solo en el mundo, pero esta expresión está menos preñada de miseria que esta otra: Adrian y Clara están muertos.
El vaivén de estas ideas y sentimientos sube y baja eternamente, sin cambio ninguno, aunque las orillas y las formas que me rodean y que gobiernan su curso, y los reflejos en las olas, sí varíen. Así, la sensación de pérdida inmediata decayó algo con el tiempo, mientras que la soledad absoluta e irremediable creció en mí con el paso de los días. Llevaba ya tres recorriendo Ravena, pensando sólo en mis seres amados, que dormían en las cuevas del océano o en el espacio en blanco que se extendía ante mí. Temblaba cada vez que debía dar un paso y me marchitaba ante cada cambio que marcaba el avance de las horas.
Tres días pasé recorriendo de un lado a otro la ciudad melancólica. Dedicaba horas enteras a ir de casa en casa, escuchando con atención por si detectaba alguna señal de existencia humana. En ocasiones llamaba a una campana, que resonaba en los salones abovedados. El silencio siempre sucedía a su tañido. Me consideraba a mí mismo desesperado, pero seguía albergando alguna esperanza y, por tanto, la decepción se colaba al cabo del tiempo y hundía de nuevo el acero frío y afilado que me había desgarrado antes en la herida abierta y dolorosa. Me alimentaba como una bestia salvaje que busca comida sólo cuando un hambre atroz la asalta. No me cambié de ropas ni busqué el refugio de un techo durante esos días, en los que me vi poseído por calores ardientes, irritación nerviosa, un flujo incesante pero confuso de ideas, noches en blanco y días imbuidos de enfermiza agitación.
A medida que la fiebre se apoderaba de mi sangre me asaltaba el deseo irreprimible de caminar. Recuerdo que el sol se había puesto ya tras el quinto día de mi naufragio cuando, sin propósito ni destino, abandoné la ciudad de Ravena. Debía de hallarme muy enfermo. De haberme poseído más o menos delirios, tal vez ésa habría sido mi última noche, porque mientras seguía andando por las orillas del Mantone, cuyo curso ascendente yo seguía, observaba con anhelo el caudal del agua, pensando que sus ondas cristalinas podrían aliviar mis penas para siempre. No entendía que me hubiera demorado tanto en buscar en ellas protección contra las flechas envenenadas del pensamiento, que me desgarraban una y otra vez. Caminé sin detenerme gran parte de la noche, hasta que el cansancio excesivo venció mi repugnancia a entrar en los aposentos deshabitados de los de mi especie. La luna menguante, que acababa de salir, me mostró una casa de campo, cuya entrada pulcra y jardín bien cuidado me recordaron los de mi Inglaterra natal. Descorrí el cerrojo de la puerta y entré. Lo primero que encontré fue la cocina, donde guiado por los rayos de la luna, encontré los utensilios necesarios para encender una luz. Junto a la cocina había un dormitorio. La cama cubierta con sábanas de blancura nívea, la madera apilada en el hogar y la mesa dispuesta como si estuviera a punto de tener lugar una cena, casi me llevaron a creer que allí había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando: un superviviente, un compañero de soledades, un solaz a mi desesperación. Pero me resistí al engaño. El aposento en sí mismo estaba vacío, y me repetí que recorrer e inspeccionar el resto de la casa era sólo un acto de prudencia. Imaginaba que yo mismo era una prueba contra tal expectativa, pero de todos modos mi corazón latía con fuerza cada vez que acercaba la mano a un tirador, y se encogía de nuevo cuando hallaba las estancias vacías. Oscuras y silenciosas, eran como criptas. De modo que regresé a la primera cámara, preguntándome qué fantasma invisible lo habría dispuesto todo para mi cena y mi reposo. Acerqué la silla a la mesa y examiné las viandas que me disponía a comer. En realidad se trataba de un festín de la muerte. El pan se veía azul y mohoso, el queso se había convertido en un montículo de serrín. No me atreví a examinar el resto de los platos. Una tropa de hormigas avanzaban en formación doble sobre el mantel. Los utensilios estaban cubiertos por una pátina de polvo, con telarañas en las que colgaban miríadas de insectos muertos. Todos esos objetos demostraban lo falaz de mis expectativas. Las lágrimas asomaron a mis ojos. Sin duda esa era una muestra caprichosa del poder destructor. ¿Qué había hecho yo para que todos mis nervios sensibles fueran a diseccionarse de ese modo? sin embargo, ¿por qué quejarme más que antes? Esa casa vacía no mostraba ninguna desgracia nueva: el mundo estaba vacío. La humanidad estaba muerta, lo sabía bien; ¿por qué luchar entonces con una verdad sabida y rancia? Con todo, como he dicho, en el corazón mismo de mi desesperación había albergado esperanzas, de modo que toda nueva impresión de la realidad descarna-da atacaba mi alma con un nuevo zarpazo, recitándome una lección aún no estudiada, y ni el cambio de lugar o de tiempo bastaba para aliviar mi tristeza. Así, lo mismo que entonces, debería seguir yendo de un lugar a otro, día tras día, mes tras mes, año tras año, mientras viviera. Apenas me atrevía a imaginar durante cuánto tiempo más seguiría existiendo. Cierto era que ya no me encontraba en la primera flor de la vida, pero tampoco llevaba mucho tiempo descendiendo por el valle de los años. Se decía que mi edad era la mejor de la vida: acababa de cumplir los treinta y siete. Mis miembros se encontraban en tan buena forma, mis articulaciones tan engrasadas como cuando trabajaba de pastor en las colinas de Cumbria. Con esas ventajas me disponía a iniciar la marcha por el camino solitario de la vida. Aquellas eran las reflexiones que se colaron de noche en mi sueño.
La comodidad de mi refugio de esa noche, así como el mayor reposo que logré, me devolvieron a la mañana siguiente más salud y resistencia de la que había acumulado desde el naufragio fatal. En las despensas que en mi búsqueda de la noche anterior había recorrido hallé bastantes uvas pasas, que me refrescaron al empezar el día, mientras abandonaba mi alojamiento y avanzaba hacia la ciudad que había divisado a poca distancia. Por lo que suponía, debía de tratarse de Forli. Accedí con gusto a sus calles amplias y cubiertas de hierba. Todo, cierto es, mostraba un exceso de desolación, pero me gustaba encontrarme en aquellos lugares que habían sido morada de mis congéneres. Adoraba atravesar calle tras calle, contemplar las altas casas y repetirme a mí mismo que en otro tiempo albergaron a seres parecidos a mí. Yo no había sido siempre el infeliz que ahora soy. La amplia plaza de Forli, la arcada que la circundaba, su aspecto ligero y agradable me animaron. Me alegraba pensar que si la tierra volvía a poblarse, nosotros, la raza perdida, gracias a los vestigios conservados demostraríamos a los recién llegados que nuestros poderes no habían sido pocos.
Entré en uno de los palacios y abrí la puerta de una sala magnífica. La sorpresa se apoderó de mí al instante. Volví a mirar con asombro renovado. ¿Qué salvaje indómito y descuidado se hallaba frente a mí?
Pero la sorpresa fue momentánea. Percibí que era yo mismo, que me miraba desde un gran espejo situado al fondo del salón. No era raro que el amante de la principesca Idris no se reconociera a sí mismo en el triste objeto allí proyectado. Mis ropas desgarradas eran las mismas con las que había caído al agua, con las que había nadado por el mar tempestuoso. Largos mechones de pelo enredado caían sobre mi frente y mis ojos oscuros, ahora hundidos y desorientados, brillaban bajo las cejas. La ictericia que por efecto de la desgracia y el abandono blanqueaba mis mejillas, impregnaba mi piel, medio oculta por una barba de varios días.
¿Por qué cambiar de aspecto?, pensaba yo. El mundo está muerto, y este atuendo escuálido es mejor luto que los excesos de un traje negro. Creo que así habría seguido si la esperanza, sin la que creo que el hombre no es capaz de existir, no me hubiera susurrado que con ese aspecto sería un objeto de temor y aversión para el ser que, a pesar de saber que no existía, esperaba en el fondo que se encontrara conmigo. ¿Se burlarán mis lectores de la vanidad que me llevó a vestirme con cierto decoro pensando en aquel ser imaginario? ¿O perdonarán los delirios de una imaginación medio enloquecida? A mí no me cuesta disculparme: la esperanza, por vaga que fuera, me resultaba extraordinariamente necesaria, y los sentimientos placenteros se habían convertido en bienes tan escasos, que me entregaba sin dudarlo a toda idea que me los procurara o que prometiera el regreso de la esperanza a mi doliente corazón.
Tras ocuparme de ello recorrí todas las calles y rincones de Forli. Aquellas ciudades italianas presentaban un aspecto de desolación mayor que las de Inglaterra y Francia. La peste había aparecido en ellas antes y en ellas había culminado su misión y su obra mucho antes que en las nuestras. Tal vez el verano anterior ya no hubiera conocido a ningún ser humano con vida en el espacio incluido entre las costas de Calabria y los Alpes, al norte. Mi búsqueda fue del todo infructuosa, y sin embargo no desistí. Creía que la razón estaba de mi parte y no debía ignorar ninguna posibilidad de que en alguna parte de Italia existiera algún superviviente como yo, en aquella Tierra baldía y despoblada. Mientras así vagaba por la ciudad vacía fui pergeñando un plan para mis operaciones futuras. Proseguiría viaje hasta Roma. Tras asegurarme, mediante una búsqueda exhaustiva, de que no dejaba atrás seres humanos en las ciudades por las que pasara, en todas ellas, en algún lugar visible, escribiría con pintura blanca y en tres idiomas: «Verney, el último de la raza inglesa, habita en Roma».
Para llevar a cabo mi plan entré en el taller de un pintor y me procuré pintura. Resulta curioso que una ocupación tan trivial me hubiera consolado hasta el punto de animarme. Pero la pena dota de fantasía la infantil desesperación. A esa inscripción simple sólo añadí: «Ven, amigo Te espero», Deh, vieni! ti aspetto!
A la mañana siguiente, con algo parecido a la esperanza por compañera, salí de Forli camino de Roma. Hasta ese momento los dolorosos recuerdos y las expectativas siniestras me atenazaban cuando despertaba y me acunaban en mi reposo. En muchas ocasiones me había rendido a la tiranía de la angustia; muchas veces había decidido poner fin a mis desgracias. La muerte infligida con mis propias manos era un remedio, un remedio práctico que me daba consuelo. ¿Qué podía temer en el otro mundo? Si existía el infierno y yo era condenado a él, me convertiría en adepto del sufrimiento de sus torturas. La acción sería fácil y constituiría el rápido y cierto fin de mi deplorable tragedia. Pero ahora esos pensamientos se desvanecían antes las nuevas expectativas. Proseguí mi camino pero no como antes, cuando sentía que cada hora, cada minuto, era una era llena de incalculable dolor.
Al avanzar por las llanuras, a los pies de los Apeninos, a través de sus valles, sobre sus cumbres desoladas, mi camino me llevaba por un país que había sido hollado por héroes, visitado y admirado por miles. Todos ello se habían retirado como una marea, dejándome a mí desnudo y solo en el centro. Pero, ¿por qué lamentarse? ¿Acaso no mantenía la esperanza? Así me aleccionaba, incluso después de que el ánimo me hubiera abandonado y me viera obligado a hacer acopio de toda la fortaleza posible, que no era mucha, para impedir el regreso de mi desesperación, caótica e intolerable, que había seguido al triste naufragio, en el que se consumó todo miedo, en el que se aniquiló toda alegría.
Me levantaba todos los días al alba y abandonaba mis aposentos desolados. Mientras mis pies recorrían el país deshabitado, mi mente vagaba a través del universo y me sentía menos desgraciado cuando podía, absorto en mis ensoñaciones, olvidar el paso de las horas. Al caer la noche, y a pesar del cansancio, detestaba encerrarme en cualquier casa para pasar la noche. Y así, hora tras hora, seguía sentado a la puerta de la residencia que hubiera escogido, incapaz de abrir la puerta y encontrarme cara a cara con el vacío de su interior. Muchas noches, aunque las neblinas otoñales cubrían el paisaje, las pasaba bajo un acebo; en numerosas ocasiones había cenado sólo bayas y castañas, encendía una fogata en el suelo, como los gitanos-, porque el paisaje silvestre me recordaba con menos intensidad mi lamentable soledad. Contaba los días; llevaba un bastón hecho con la rama pelada de un sauce en el que marcaba los días que habían transcurrido desde el naufragio. Cada noche añadía una hendidura más a la suma.
Había llegado a lo alto de un monte desde el que se divisaba Spoleto. Alrededor se extendía la llanura, flanqueada por unos Apeninos cubiertos de castaños. Una quebrada oscura descendía por un lado, vencida por un acueducto de altos arcos que se hundían en el claro, más abajo, lo que atestiguaba que el hombre en otro tiempo se había dignado dedicar sus esfuerzos y sus ideas a aquel lugar, a adornar y civilizar la naturaleza. Naturaleza salvaje e ingrata, que con sus actos violentos destruía sus vestigios, mostrando su renovación constante y frágil de flores silvestres y plantas parásitas alrededor de esos edificios eternos. Me senté sobre una roca a contemplar. El sol había bañado en oro el aire por poniente, y al este las nubes capturaban el brillo y lo convertían en belleza fugaz. Me hallaba en un mundo que me contenía a mí como único habitante. Cogí el bastón y conté las muescas. Veinticinco. Veinticinco días habían transcurrido sin que otra voz humana me alegrara los oídos, sin que mi mirada contemplara otro rostro. Veinticinco días largos, cansados, seguidos de noches oscuras, solitarias que, mezclándose con todos mis años pasados, se convertían en parte del pasado -esa nada que se recordaba-, una porción real e innegable de mi vida... Veinticinco largos, largos días.
¡Ni siquiera era un mes! ¿Por qué hablar de días, o de semanas, o de meses? Si quería representarme cabalmente el futuro, debía empezar a contar en años. Tres, cinco, diez, veinte, cincuenta aniversarios de esa época real podían transcurrir; cada uno de ellos formado por doce meses, todos ellos con más días en su cómputo que los veinticinco que habían pasado. ¿Podrá ser? ¿Será? Antes veíamos la muerte con temor. ¿Por qué? ¿Porque su lugar era oscuro? Más terrible, y mucho más oscuro, era el curso revelado de mi solitario futuro. Partí en dos el bastón y lo eché lejos de mí. No me hacía falta ningún recordatorio del lento transcurrir de mi vida yerma, cuando mis pensamientos intranquilos se entregaban a otras divisiones, distintas a las que regían los planetas. Y al volver la vista atrás y ver los siglos que habían transcurrido desde que estaba solo, no quise dar el nombre de días y horas a los estertores de agonía que en realidad los habían conformado.
Oculté el rostro entre las manos. El trino de los pájaros que se iban a dormir, los crujidos que trasmitían a los árboles, alteraban el silencio del aire vespertino. Cantaban los grillos, el aziolo ululaba a intervalos. Había estado pensando en la muerte, pero esos sonidos me hablaban de la vida. Alcé los ojos. Pasó un murciélago. El sol se había puesto tras la línea desnuda de montes y la luna pálida, creciente, surgía blanca, plateada, entre el ocaso anaranjado, en compañía de una estrella brillante, prolongando así el anochecer. Un rebaño de vacas pasó por el prado, más abajo, sin pastor, hacia su abrevadero. La brisa amable mecía la hierba y el verde marino de los olivares, bañados por la luz de la luna, contrastaba con la oscuridad de los castaños. Sí, ésta es la tierra. No hay cambios en ella, no hay ruina ni herida infligida en su extensión verde. Sigue girando una y otra vez, alternando día y noche, a través del cielo, aunque el hombre ya no la adorne ni la habite. ¿Por qué no podré olvidar yo, como uno de esos animales, y dejar de sufrir las desgracias que soporto? Y sin embargo, qué mortífera brecha se abre entre su estado y el mío. ¿Acaso no tienen ellos compañeros? ¿Acaso no se emparejan ellos, y engendran crías, y habitan en un hogar que, aunque no nos lo expresen con palabras, no lo dudo, les resulta querido, y se enriquece con la compañía de los congéneres que la naturaleza les ha dado? Solamente yo vivo en soledad, yo, en lo alto de esta colina, observando la llanura y los pliegues de las montañas, el cielo y su población de estrellas, escuchando todos los sonidos de la tierra, el aire, las olas susurrantes.. Yo soy el único que no puede expresar sus muchos pensamientos a un compañero ni apoyar mi cabeza fatigada sobre un pecho amado, ni beber de otros ojos el rocío embriagador, más dulce que el néctar fabuloso de los dioses. ¿No he de lamentarme entonces? ¿No he de maldecir el mecanismo asesino que ha segado a los hijos de los hombres, mis hermanos? ¿No he de maldecir a los demás retoños de la naturaleza, que osan vivir gozando, mientras yo vivo sufriendo?
¡Ah, no! Acostumbraré mi corazón doliente a alegrarme de vuestra dicha, seré feliz porque vosotros lo sois. Vivid, vivid, inocentes, primores escogidos de la naturaleza. No soy tan distinto de vosotros. Nervios, pulso, cerebro, articulaciones y carne, de ello estoy compuesto y las mismas leyes rigen para vosotros. Yo poseo algo más, pero puede considerarse un defecto, no un don, si me lleva a la tristeza, cuando vosotros, en cambio, sois felices.
En ese momento, de entre unos matorrales surgieron dos cabras con su cría y empezaron a pacer entre la hierba. Me acerqué a ellas, que no se habían percatado de mi presencia. Arranqué un puñado de brotes tiernos y se lo ofrecí. La pequeña se apretujó más contra sus madre, que tímidamente inició la retirada. El macho dio unos pasos al frente, mirándome con fijeza. Me aproximé algo más alargando el alimento, mientras él, bajando la cabeza, me embistió con sus cuernos. Era necio por mi parte, lo sabía, pero aun así cedí a mi rabia y agarré una piedra de considerables dimensiones que habría bastado para aplastar a mi colérico enemigo. Levanté la piedra y apunté bien, pero me faltó valor. La arrojé lejos y, tras caer entre los arbustos, descendió rodando hasta el claro. Mis pequeños visitantes, espantados, buscaron refugio en el bosque mientras yo, con el corazón encogido, roto, me apresuraba a bajar de la colina, buscando escapar de mi propia tristeza mediante el ejercicio físico.
No, no. No viviré entre los paisajes silvestres de la naturaleza, enemiga de todo lo que vive. Iré en busca de las ciudades: Roma, la capital del mundo, corona de las hazañas del hombre. Entre sus calles historiadas, ruinas venerables y restos magníficos de los logros de la humanidad, no me sentiré, como aquí, rodeado de un paisaje que se olvida del hombre, que pisotea su recuerdo, destruye sus obras y proclama de colina en colina, de valle en valle -en los torrentes, libres ya de los límites que él le imponía, en la vegetación, ignorante de las leyes que él le dictaba, en las construcciones devoradas por las malas hierbas-, que su poder se ha perdido y su raza se ha extinguido para siempre.
Saludé al Tíber, que era como una posesión inalienable de la humanidad. Saludé a la silvestre Campania, pues en toda su extensión había sido hollada por el hombre, y su estado salvaje, sin cultivos, que no era reciente, no hacía sino proclamar con mayor claridad el poder de aquél, pues aquél le había dado un nombre honorable y un título sagrado a lo que de otro modo hubiera sido un terreno baldío y sin valor. Entré en la Roma eterna por la Porta del Popolo y con inmenso respeto saludé aquel espacio honrado por el tiempo. La amplia plaza, las iglesias cercanas, la larga extensión del Corso, la destacada Trinita dei Monti, todo parecía producto de la fantasía, tan silencioso, tan sereno, tan hermoso. Caía la noche y la población animal que seguía existiendo en la ciudad poderosa se había retirado a procurarse el descanso. No se oía el más leve sonido, salvo el murmullo de sus muchas fuentes, cuya cadencia monótona sonaba a armonía en mis oídos. Saber que me encontraba en Roma me aliviaba. Aquella ciudad de las maravillas, apenas más ilustre por sus héroes y sus sabios que por el poder que ejercía sobre la imaginación de los hombres. Me acosté esa noche y sentí que el fuego que ardía en mi corazón se aplacaba y que mis sentidos se serenaban.
Inicié impaciente mis paseos a la mañana siguiente, en busca de distracción. Ascendí las muchas terrazas del jardín que adornaba el Palacio de Colonna, bajo cuyo techo me había cobijado para pasar la noche. Y al salir de él por su parte más elevada me hallé en el monte Cavallo. La fuente chispeaba al sol y el obelisco, más arriba, se clavaba en el cielo límpido, de un azul intenso. Las estatuas a ambos lados, las obras de Fidias y Praxíteles -según rezaban las inscripciones-, se alzaban en toda su grandeza, representaciones de Cástor y Pólux, que con poder mayestático aplacaban al animal que, a su lado, retrocedía. Si aquellos ilustres artistas habían cincelado en realidad aquellas formas, ¡a cuántas generaciones sucesivas habían sobrevivido aquellas gigantescas formas! Ahora las contemplaba el último individuo de una especie para cuya representación y deificación habían sido esculpidas. Yo, a mis propios ojos, menguaba hasta la insignificancia al pensar en la cantidad de seres a los que aquellos semidioses de piedra habían sobrevivido, aunque esa misma idea fue la que me devolvió la dignidad: la visión de la poesía eternizada en aquellas esculturas me quitó la espina del pensamiento y lo redujo sólo a su idealidad poética.
Me repetía una y otra vez: «¡Estoy en Roma!» Contemplo y en cierto modo converso con la maravilla del mundo, señora soberana de la imaginación, superviviente majestuosa y eterna de millones de generaciones de hombres extintos. Trataba de aplacar las penas de mi corazón doliente interesándome, incluso entonces, en lo que durante mi juventud tanto había anhelado ver. Todos los rincones de Roma rebosan de reliquias de tiempos pasados. Las calles más sencillas se ven salpicadas de fragmentos de columnas, capiteles rotos -jónicos y corintios-, así como de brillantes bloques de granito y pórfido. Los muros de las residencias más ruinosas encerraban un pilar esbelto, una piedra maciza, que en otro tiempo habían formado parte del palacio de los césares.
Y la voz de un tiempo muerto, con vibraciones acalladas, respiraba por aquellos objetos mudos, a los que el hombre había infundido vida y había glorificado.
Abracé las vastas columnas del templo de Júpiter Stator, que sobreviven en el espacio abierto que fue el Foro, y apoyando mi mejilla encendida contra su longevidad fría, traté de perder la sensación de desgracia presente y presente deserción, invocando en lo más hondo de mi mente los recuerdos de tiempos remotos. Me regocijé al lograrlo, pues imaginé a Camilo, a los Gracos, a Catón, y por último a los héroes de Tácito, que brillaron como meteoros de inigualable esplendor en la noche oscura del imperio. Mientras los versos de Horacio y Virgilio o los espléndidos periodos de Cicerón desfilaban por las puertas abiertas de mi mente, me sentía invadido por un entusiasmo largamente olvidado. Me alegraba saber que miraba el mismo paisaje que habían contemplado ellos, el paisaje que sus madres y esposas, así como multitud de personas anónimas, habían conocido, mientras, coetáneas suyas honraban, aplaudían o lloraban por aquellos especímenes inigualables de la humanidad. Así, al fin había hallado consuelo. No había buscado en vano los edificios historiados de Roma; había hallado una medicina para mis muchas y profundas heridas.
Me senté a los pies de esas vastas columnas. El Coliseo, cuya ruina desnuda la naturaleza recubre del velo radiante del verdor, se alzaba a mi derecha, bañado por el sol. No lejos de él, a la izquierda, se hallaba la Torre del Capitolio. Arcos triunfales y muros derruidos de muchos templos cubrían el suelo a mis pies. Traté de imaginar a las multitudes de plebeyos y a los patricios congregados a su alrededor. Y a medida que el diorama de los tiempos pasaba ante mi imaginación rendida, los iba reemplazando por romanos modernos. El papa, con su estola blanca, repartiendo bendiciones a los fieles arrodillados; el fraile con su hábito y su capucha; la niña de ojos negros, tocada con su mezzera; el campesino escandaloso, curtido por el sol, que conducía su manada de búfalos y bueyes al Campo Vaccino. El romanticismo con que, sumergiendo los pinceles en el arco iris del cielo y la naturaleza trascendente, nosotros, hasta cierto punto, pintábamos gratuitamente a los italianos, sustituía a la solemne grandeza de la antigüedad. Recordé al monje oscuro, las figuras levíticas de El italiano,98y cómo mi corazón joven había latido con su descripción. Recordé a Corina99ascendiendo por el Capitolio para ser coronada y, pasando de la heroína a su autora, pensé que el Encantador Espíritu de Roma había gobernado, soberano, las mentes de los imaginativos, hasta reposar en mí, único espectador vivo de sus maravillas.
Permanecí largo rato imbuido de aquellas ideas, pero la mente se cansa de volar sin descanso y, deteniendo su incesante giro alrededor del mismo punto, cayó de pronto a diez mil brazas de profundidad, en el abismo del presente, en el conocimiento de sí misma, en una tristeza diez veces mayor. Abandoné mis ensoñaciones y desperté. Y yo, que hacía un instante casi había oído los gritos de las multitudes romanas y había sido zarandeado por incontables multitudes, ahora contemplaba las ruinas desiertas de Roma durmiendo bajo su cielo azul. Las sombras se alargaban, tranquilas, en el suelo; las ovejas pacían sobre el Palatino, y un búfalo avanzaba por la Vía Sacra, camino del Capitolio. Estaba solo en el Foro, solo en Roma, solo en el Mundo. ¿Ni un solo hombre vivo -compañero de mi fatigosa soledad- era digno de toda la gloria y el poder de aquella ciudad venerable? Un pesar doble, una tristeza engendrada en cavernas cimerias, revestía mi alma de ropas fúnebres. Las generaciones que había invocado en mi imaginación contrastaban más intensamente con el final de todo, con la punta afilada en la que, como en una pirámide, el poderoso tejido de la sociedad había concluido mientras yo, sobre su vertiginosa altura, contemplaba el espacio vacío a mi alrededor.
De esos lamentos vagos pasé a la contemplación de los pormenores de mi situación. Por el momento no había logrado alcanzar el objeto de mis deseos, que era encontrar a alguien que me acompañara en mi desolación. Aun así, no desesperaba. Era cierto que mi búsqueda se había limitado en gran parte a ciudades pequeñas y aldeas. Pero era posible que la persona que, como yo, pudiera encontrarse sola sobre una tierra despoblada, se hubiera dirigido a Roma. Cuanto más frágiles eran mis esperanzas, más me empeñaba en aferrarme a ellas y en orientar mis actos hacia la verificación de tales posibilidades, por remotas que fueran.
Así, debería instalarme en Roma cierto tiempo y mirar cara a cara mi desastre, sin entregarme al juego infantil de la obediencia sin sumisión, soportando la vida pero rebelándome contra las leyes por las que vivía.
Y sin embargo, ¿cómo iba a resignarme? Sin amor, sin comprensión, sin comunión con nadie, ¿cómo iba a recibir al sol de la mañana, y con él reseguir el tantas veces repetido viaje hasta las sombras del ocaso? ¿Por qué seguía viviendo, por qué no me libraba de la pesada carga del tiempo, y con mis propias manos liberaba al preso que se agitaba en mi pecho? No era la cobardía lo que me frenaba, pues la verdadera valentía consistía en resistir. Y la muerte se acompañaba de un sonido lenitivo, y no le costaría convencerme para que me internara en sus dominios. Pero no iba a hacerlo. En el momento mismo de reflexionar sobre el tema, me erigí en súbdito del destino y en siervo de la necesidad, de las leyes visibles del Dios invisible. Creía que mi obediencia era resultado de un razonamiento sensato, de un sentimiento puro, de una sensación exaltada que nacía de la verdadera excelencia y nobleza de mi naturaleza. De haber visto en esa tierra desierta, en las estaciones y su devenir, sólo la mano de un poder ciego, de buena gana me habría echado sobre la tierra y habría cerrado los ojos para siempre a su hermosura. Pero el destino me había dado la vida cuando la peste ya se había apoderado de su presa y, arrastrándome por los pelos, me había arrancado de sus fauces. Mediante aquellos milagros me había recobrado para sí. Yo admitía su autoridad y me plegaba a sus decretos. Si tras maduras consideraciones aquella era mi decisión, resultaba doblemente necesario que no perdiera de vista la meta de mi vida, la mejora de mis facultades, y envenenara su flujo con lamentos incesantes. Mas ¿cómo no lamentarme, si no había mano cercana que extrajera de mi corazón de corazones la espina que llevaba clavada? Extendía mi mano y no tocaba a nadie cuyas sensaciones respondieran a las mías. Estaba atado, emparedado, enterrado bajo siete barreras de tristeza. Sólo alguna ocupación, si lograba entregarme a ella, sería la adormidera de mi pesar insomne. Habiendo decidido hacer de Roma mi morada al menos durante algunos meses, busqué una casa. El palacio Colonna se adaptaba bien a mi propósito. Su grandeza, su tesoro pictórico, sus salones magníficos, me aliviaban e incluso lograban emocionarme.
Hallé los graneros de Roma bien provistos de cereal, especialmente de maíz. Como aquel producto requería menos elaboración para convertirlo en alimento, lo escogí como mi sustento habitual. Y descubrí que podía sacar provecho de las penurias y la vida desordenada de mi juventud. Un hombre no puede olvidarse de hábitos que ha mantenido durante dieciséis años. Era cierto que desde esa edad había vivido rodeado de lujos, o al menos de las comodidades que la civilización permitía. Pero antes de eso había sido «tan indómito y salvaje como aquel fundador de Roma alimentado por una loba»,100 y ahora, hallándome en Roma, mis tendencias de ladrón y pastor, semejantes, por cierto, a las de su fundador, resultaban una ventaja para su único habitante. Pasaba la mañana cabalgando y cazando en la Campania y dedicaba largas horas a visitar las diversas galerías. Admiraba todas las estatuas y me perdía en ensoñaciones ante muchas madonas bellas como ninfas. Recorría el Vaticano y me veía rodeado de figuras de mármol de belleza divina. Las deidades de piedra se revestían de una dicha sagrada, del goce eterno del amor. Me observaban con complacencia fría, y yo a menudo, con voz áspera, les reprochaba su indiferencia suprema, pues eran formas humanas y la divinidad de sus formas humanas se manifestaba en los miembros perfectos, en los rostros. La perfección de los perfiles traía consigo la idea del color y el movimiento. A menudo, en parte por burlarme amargamente y en parte por engañarme a mí mismo, acariciaba sus proporciones gélidas y, colocándome entre los labios de Cupido y Psique, presionaba su estéril mármol.
Trataba de leer y visitaba las bibliotecas de Roma. Escogía un volumen y, tras encontrar algún rincón apartado y umbrío a la orilla del Tíber o frente a un hermoso templo, en los Jardines de Vila Borghese o bajo la antigua pirámide de Cestio, intentaba alejarme de mí mismo y sumergirme en el tema tratado en las páginas que tenía delante. Como cuando en un mismo suelo se planta belladona y mirto y ambas plantas se apropian del terreno, la humedad y el aire disponibles para desarrollar sus diversas propiedades, así también mi dolor hallaba el sustento, la fuerza para existir y el crecimiento, en lo que había sido maná divino, y con él alimentaba meditaciones radiantes. ¡Ah! Ahora que mancho este papel con el relato de lo que eran mis por mí llamadas ocupaciones -mientras recreo el esqueleto de mis días-, me tiemblan las manos, jadea mi corazón y mi cerebro se niega a dar con la expresión, la frase o la idea que permitan imaginar el velo de tristeza impronunciable que cubría esas realidades desnudas. ¡Oh, corazón cansado y palpitante! ¿He de diseccionar tus fibras y contar que en cada una de ellas existía un infortunio inextinguible, una desgracia extrema, lamentos y desesperación? ¿He de anotar tus muchos disparates, las maldiciones crueles que pronunciaba contra una naturaleza implacable, los días enteros que pasaba alejado de la luz y el alimento, alejado de todo excepto del infierno que quemaba en mi propio pecho?
Entretanto se me presentó otra ocupación, que era la que mejor me venía para disciplinar mis pensamientos melancólicos, que andaban hacia atrás para alcanzar muchas ruinas, muchos prados en flor e incluso muchos paisajes de montaña, que fueron los que me vieron nacer.
Durante una de mis incursiones por los edificios romanos hallé los manuscritos de un autor esparcidos sobre la mesa de un estudio. Contenían una disquisición erudita sobre la lengua italiana. Y en una página, una dedicatoria inconclusa a la posteridad, para cuyo bien el escritor había escogido los más bellos recursos de su armoniosa lengua, y a cuyos beneficios duraderos había entregado sus esfuerzos.
«¡Yo también escribiré un libro! -exclamé-. ¿Para que lo lea quién? ¿A quién estará dedicado?» Y entonces, con necia floritura (¿qué hay más caprichoso e infantil que la desesperación?), escribí:
DEDICATORIA
A LOS ILUSTRES MUERTOS.
SOMBRAS, ¡DESPERTAD Y LEED SOBRE VUESTRA CAÍDA!
CONTEMPLAD LA HISTORIA
DEL ÚLTIMO HOMBRE
Y sin embargo, ¿acaso no se repoblará el mundo, y los hijos de un par de amantes salvados en algún refugio por mí desconocido y para mí inalcanzable, tras vagar hasta estas prodigiosas reliquias de una raza anterior a la peste, desearán saber cómo unos seres tan asombrosos en sus logros, dotados de una imaginación infinita, partieron de su casa en pos de otro país desconocido?
Escribiré un relato de estas cosas y lo dejaré en esta ciudad antiquísima, en este «único monumento del mundo».101Dejaré un monumento a la vida de Verney, el último hombre. En un principio pensé en hablar sólo de la peste, de la muerte, y por último de la deserción. Pero me entretuve con deleite en mis años primeros y dejé constancia con celo sagrado de las virtudes de mis compañeros. Ellos me han acompañado en la consecución de mi tarea. Ya la concluyo. Alzo la vista del papel y vuelven a perderse. Y vuelvo a sentir que estoy solo.
Ha transcurrido un año desde que dejé de ocuparme de ello. Las estaciones se han sucedido, como es su costumbre, y han cubierto esta ciudad eterna con ropajes cambiantes de extraordinaria belleza. Ha transcurrido un año y yo ya no «imagino» cuál ha de ser mi estado, mis perspectivas. La soledad me es familiar, la pena, mi inseparable compañera. He tratado de resistir la tempestad, he tratado de enseñarme a ser fuerte, he buscado imbuirme de las lecciones de la sabiduría. Pero no lo he logrado. He encanecido casi por completo. Mi voz, desacostumbrada a emitir sonidos, suena extraña a mis oídos. Mi persona, con sus poderes y facultades humanos, me parece una excrecencia monstruosa de la naturaleza. ¿Cómo expresar con un lenguaje humano una aflicción que, hasta ahora, ningún ser humano había conocido? ¿Cómo dotar de expresión inteligible a un dolor que sólo yo comprendería? Nadie ha llegado a Roma. Nadie lo hará. Sonrío amargamente al pensar en el engaño que he mantenido durante tanto tiempo, y sigo sonriendo al pensar que lo he sustituido por otro tan engañoso como aquél, tan falso, pero al que ahora me aferro con la misma esperanza.
El invierno ha regresado. Los jardines de Roma han perdido sus hojas. El aire frío que sopla desde la Campania ha obligado a los animales a buscar refugio en las muchas estancias de la ciudad desierta. El hielo ha interrumpido el brotar de las fuentes y Trevi ha detenido su canto eterno. Mediante la observación de las estrellas realicé un cálculo aproximado por el que pretendía determinar cuál sería el primer día del nuevo año. En la edad antigua y desgastada, el Sumo Pontífice se dirigía, revestido de gran pompa, al templo de Jano, y hundiendo un clavo en su puerta señalaba el inicio del nuevo año. Así, yo, ese día ascendí hasta San Pedro y grabé en su piedra más alta el año 2100, el último del mundo.
Mi único compañero era un perro, un perro peludo, mezcla de pastor y de aguas, al que había hallado cuidando de un rebaño de ovejas en la Campania. Su amo había muerto, pero él seguía cumpliendo con su deber a la espera de su regreso. Si alguna oveja se apartaba del resto, él la obligaba a volver al rebaño, y con gran celo ahuyentaba a cualquier intruso. Cabalgando por la Campania di con su corral y durante un tiempo me dediqué a observar su repetición de lecciones aprendidas del hombre que, aunque ya inútiles, no había olvidado. Su alegría al verme fue exagerada. Me saltó a las rodillas y se puso a dar vueltas sin cesar, mientras meneaba la cola y emitía unos ladridos breves, complacidos. Abandonó el corral para seguirme y desde ese día no ha dejado de velar por mí, demostrándome su gratitud ruidosamente cada vez que lo acaricio o le hablo. Y así, sólo sus pasos y los míos resonaron en la inmensa nave de San Pedro. Ascendimos los muchos peldaños juntos, y en lo alto de ellos cumplí con mi propósito, y con números toscos anoté la fecha del último año. Acto seguido me volví para contemplar la ciudad, dispuesto a abandonarla. Llevaba tiempo decidido a hacerlo, y en ese momento esbocé el plan que adoptaría en mi vida, una vez hubiera dejado atrás aquella morada de magnificencia.
Un ser solitario es errante por naturaleza, y en eso me convertiría yo. Con los cambios de lugar siempre se persigue una mejora, incluso un alivio de la carga de la vida. Me había equivocado permaneciendo en Roma tanto tiempo. En Roma, conocida por su malaria, célebre proveedora de muerte. Pero seguía siendo posible que, si llegaba a recorrer toda la extensión de la tierra, encontrara en algún confín a un superviviente. Y creía que la costa era el lugar más probable que escogería. Aunque se hubiera visto solo en una región interior, no habría permanecido en el mismo lugar que había presenciado la extinción de sus esperanzas: proseguiría el viaje, como yo, en busca de un compañero de su soledad, hasta que la barrera del mar detuviera su avance.
Y a ese mar -pues de mis pesares tal vez fuera la cura- me dirigiría. ¡Adiós, Italia! Adiós, ornamento del mundo, Roma sin par, retiro del solitario durante largos meses. Adiós a la vida civilizada, al hogar fijo y a la sucesión de días monótonos. A partir de ahora me arrojo en brazos del peligro y lo saludo como a un amigo. La muerte se cruzará constantemente en mi camino y yo saldré a su encuentro y la consideraré mi benefactora. Los percances, el tiempo inclemente y las tempestades serán mis camaradas. ¡Espíritus de la tormenta, recibidme! ¡Poderes de la destrucción, abrid bien vuestros brazos y estrechadme para siempre!, si una fuerza más benévola no ha decretado otro final, para que tras el prolongado esfuerzo coseche mi recompensa y vuelva a sentir que mi corazón late junto al de otro ser afín.
El Tíber, vía trazada por la mano de la naturaleza, se extendía a mis pies, y en sus orillas hallaría numerosas barcas. Embarcaría en una de ellas con algunos libros, provisiones y mi perro, y navegaría río abajo hasta llegar al mar. Entonces, sin alejarme nunca de la tierra, bordearía las hermosas costas y los promontorios soleados del Mediterráneo azul, pasaría por Nápoles y Calabria y desafiaría los peligros de Escila y Caribdis. Luego, con decisión, sin miedo (pues, ¿qué podía perder?), surcaría la superficie del mar en dirección a Malta y las lejanas Cícladas. Evitaría Constantinopla, la visión de cuyas recordadas torres y ensenadas pertenecía a un estado de la existencia distinto de mi presente. Bordearía Asia Menor y Siria y, dejando atrás el Nilo de siete brazos, pondría rumbo al norte una vez más hasta que, perdiendo de vista la olvidada Cartago y la desierta Libia, alcanzara los pilares de Hércules. Y entonces, no importaba dónde, las cuevas húmedas y las profundidades silenciosas serían tal vez mi morada antes de proseguir mi postergado viaje o de que la flecha de la enfermedad encontrara mi corazón mientras yo flotaba en el Mediterráneo revuelto; o, en algún lugar al que arribara encontrase lo que busco, un compañero. Si no es así, hasta el fin de los tiempos, decrépito y canoso -la juventud ya enterrada junto la tumba de los seres que amé-, el solitario errante seguirá izando velas, agarrando el timón y entregándose a las brisas del cielo, rodeará uno y otro promontorio, anclará en una y otra bahía, seguirá surcando el mar, dejará tras de sí la tierra reverdecida de Europa, más abajo la costa bronceada de África, capeará las aguas bravías del Cabo de Buena Esperanza y tal vez vare su bote en un arroyo, sombreado por arbustos de especias, en las fragantes islas del Índico lejano.
Todo son sueños desbocados. Y sin embargo, desde que se apoderaron de mí, hace una semana, en la escalinata de San Pedro, han gobernado mi imaginación. He escogido una barca y he metido en ella mis escasas posesiones. He seleccionado algunos libros, Homero y obras de Shakespeare en su mayoría. Pero las bibliotecas del mundo se abren para mí. Ni la esperanza ni la dicha me guían; mis pilotos son la incansable desesperación y un inmenso deseo de cambio. Anhelo enfrentarme al peligro, excitarme con el miedo, tener algo que hacer, por poco que sea, por voluntario que sea, que me ayude a pasar los días. Seré testigo de toda la variedad de apariencias que los elementos son capaces de adoptar. Leeré el augurio en el arco iris, la amenaza en la nube, y todo me enseñará alguna lección que yo atesoraré en mi pecho. Así, recorriendo las costas de la tierra desierta, mientras el sol esté en lo alto y la luna crezca o mengüe, los ángeles, espíritus de los muertos, y el ojo siempre abierto del Altísimo, observarán la diminuta barca que lleva a bordo a Verney, el último hombre.
Este libro se terminó
de imprimir en Barcelona
en diciembre del 2007