CAPÍTULO II

A mi llegada, descubrí que el ejército ya había recibido órdenes de avanzar de inmediato hacia Constantinopla, y que las tropas que menos habían sufrido en la batalla ya se habían puesto en marcha. La ciudad era un hervidero de actividad. Las heridas de Argyropylo, que lo incapacitaban para el mando, convertían a Raymond en comandante de todos los ejércitos. Recorría la ciudad a caballo visitando a los heridos, dando las órdenes necesarias para iniciar el asedio tal como lo había planeado. A primera hora de la mañana, todo el ejército estaba ya en marcha. Con las prisas del momento, apenas tuve tiempo de celebrar los últimos oficios de Evadne. Ayudado sólo por mi asistente, cavé una tumba profunda junto al árbol y, sin despojarla de sus ropas de soldado, la deposité en ella y cubrí el sepulcro con un montículo de piedras. El sol cegador y la intensa luz del día privaron a la escena de toda solemnidad. Desde la tumba de Evadne me uní a Raymond y a su destacamento, que ya se dirigían a la Ciudad Dorada.

Constantinopla ya había sido sitiada, se habían excavado trincheras y se habían realizado incursiones. Toda la flota griega la bloqueaba por mar. En tierra, dese el río Kyat Kbanah, cerca de las Aguas Dulces, hasta la Torre de Mármara, a orillas del Helesponto, siguiendo todo el trazado de las antiguas murallas, se habían dispuesto las zanjas del asedio. Pera ya estaba en nuestro poder; el Cuerno de Oro mismo, la ciudad, cuyo bastión era el mar, y los muros de los emperadores griegos, cubiertos de hiedra, eran toda la Europa que los mahometanos podían reclamar como suya. Nuestro ejército veía en la capital una presa segura. Calcularon el número de soldados que permanecían en la guarnición; no era posible su relevo, y cada ruptura de las defensas era una victoria. Aunque los turcos se mostraban triunfantes, la pérdida de hombres que habían sufrido constituía una herida irreparable.

En compañía de Raymond, subí a caballo una mañana hasta la alta colina de Top Kapou (la puerta del cañón), en la que Mehmet había plantado su estandarte, y desde allí contemplé la ciudad por primera vez. Las mismas cúpulas y alminares se alzaban entre los muros tapizados de verdor, allí donde Constantinopla había muerto cuando el Turco había entrado en la ciudad. La llanura que la rodeaba estaba salpicada de cementerios otomanos, griegos y armenios en los que crecían los cipreses. Además, otros bosques de aspecto menos lúgubre conferían variedad al paisaje. Entre ellos había acampado el ejército turco y sus escuadrones se movían por todas partes, ya en ordenada formación, ya en rápida carrera.

Los ojos de Raymond seguían clavados en la ciudad.

-He contado las horas de su vida -dijo-. Un mes más y caerá. Quédate conmigo hasta entonces. Aguarda hasta ver la cruz sobre Santa Sofía. Después podrás volver a tu apacible campiña.

-¿Y tú? -le pregunté-. ¿Te quedarás en Grecia?

-Sin duda -respondió-. Y sin embargo, Lionel, aunque te digo esto, ten por seguro que pienso con nostalgia en la vida tranquila que llevábamos en Windsor. Yo sólo soy soldado a medias. Adoro el prestigio de la guerra, pero no sus prácticas. Antes de la batalla de Rodosto, albergaba grandes esperanzas y mantenía el ánimo. Conquistar la ciudad, y después tomar Constantinopla, era la esperanza, la meta, el colmo de mis ambiciones. Ahora he perdido el entusiasmo, no sé por qué. Tengo la sensación de estar adentrándome en un abismo oscuro. El espíritu ardoroso del ejército me irrita, y el éxtasis del triunfo no me dice nada.

Se detuvo, perdido en sus pensamientos. La seriedad de su semblante me devolvió a la mente, por asociación, a la medio olvidada Evadne, y aproveché la ocasión para averiguar algo más sobre su extraño destino. Le pregunté si, entre la tropa, había visto alguna vez a alguien que se pareciera a ella; si, desde su regreso a Grecia, había sabido algo de aquella mujer.

Se sobresaltó al oír su nombre y me miró, incómodo.

-Sabía que me hablarías de ella. La tenía olvidada desde hacía mucho, mucho tiempo. Pero desde que hemos acampado aquí visita mis pensamientos todos los días, hora tras hora. Cuando alguien me habla, es su nombre el que espero oír; pienso que formará parte de todas las conversaciones. Finalmente tú has roto el encantamiento. Dime qué sabes de ella.

Le relaté nuestro último encuentro. Tuve que repetirle una y otra vez la historia de su muerte. Con interés sincero y doliente me preguntó por las profecías que había vertido respecto de él. Yo traté de exponerlas como los delirios de una loca.

-No, no -me dijo-, no te engañes. A mí no puedes ocultármelo. No dijo nada que yo no supiera ya, aunque ésta es la confirmación. ¡El fuego, la espada y la peste! Las tres cosas puedo hallarlas en esta ciudad. Y las tres recaerán sólo sobre mi ser.

Desde ese día la melancolía se apoderó de Raymond. Se mantenía solo siempre que las obligaciones de su cargo se lo permitían. Cuando se hallaba en compañía, y a pesar de sus esfuerzos, la tristeza asomaba a su rostro, y se sentaba, ausente y mudo, entre la ajetreada multitud que lo rodeaba. Perdita se acercaba a él, y en su presencia se obligaba a mostrarse alegre pues ella, como un espejo, reflejaba todos sus cambios, y si se mostraba nervioso y callado, ella se preocupaba y le preguntaba qué le sucedía, y trataba de eliminar la causa de sus cuitas. Perdita estaba instalada en el palacio de las Dulces Aguas, un serrallo de verano del sultán. La belleza del paisaje circundante, a salvo de la guerra, y el frescor del río, hacían doblemente agradable el lugar. Raymond no sentía alivio alguno, no obtenía el menor placer del espectáculo de los cielos y la tierra. Con frecuencia se despedía de mi hermana y caminaba solo por las inmediaciones. O, en una chalupa ligera, se dejaba llevar, ocioso, por las aguas puras, mientras se entregaba a profundas meditaciones. Yo me unía a él a veces. Siempre se mostraba taciturno y abatido. Parecía aliviarle algo mi compañía y conversaba con cierto interés sobre los asuntos de la jornada. Se hubiera dicho que algo le rondaba por la mente. Y sin embargo, cuando estaba a punto de hablar de lo que más afligía su corazón, se volvía de pronto y, con un suspiro, trataba de ahuyentar aquella idea dolorosa.

Había sucedido en más de una ocasión que cuando, como ya he dicho, Raymond se ausentaba del salón que ocupaba Perdita, Clara venía a verme y, llevándome discretamente aparte, me decía:

-Papá se ha ido. ¿Vamos con él? Diría que se alegrará de verte.

Según me lo permitieran las circunstancias, yo aceptaba o declinaba su propuesta.

Una noche se congregó en el palacio un gran numero de oficiales griegos. Palli el intrigante, Karazza el expeditivo, Ypsilanti el guerrero, se contaban entre los principales. Conversaron de los acontecimientos del día, de las escaramuzas, de las bajas de los infieles, de su derrota y huida. Y transcurrido un tiempo abordaron la posibilidad de tomar la Ciudad Dorada. Trataban de imaginar lo que sucedería a continuación y hablaban en términos grandilocuentes de la prosperidad que bendeciría Grecia si Cons- tantinopla se convertía en su capital. La conversación se centró entonces en las noticias que llegaban desde Asia, en los estragos que la peste causaba en sus principales ciudades. Se conjeturaba si la enfermedad podía haber llegado ya a la ciudad sitiada.

Raymond se había sumado a la primera parte de la conversación. Con vehemencia había demostrado el lamentable estado a que había quedado reducida Constantinopla; el agotamiento y precario estado de las tropas, a pesar de su aspecto feroz, presas del hambre y la peste que se abría paso entre ellas, y que pronto obligaría a los infieles a buscar refugio en su única esperanza: la rendición. De pronto, en medio de su arenga, se detuvo, como asaltado por una idea dolorosa. Se puso en pie con dificultad y abandonó el salón, buscando algo de aire fresco en el largo pasillo. Ya no regresó. Clara se acercó discretamente a mí para proponerme su acostumbrada invitación. Consentí al punto y, tomándola de la mano, fuimos tras de Raymond. Lo encontramos a punto subirse al bote y aceptó de buen grado que lo acompañáramos. Tras los calores del día, la brisa fresca rizaba las aguas del río y henchía nuestra pequeña vela. La ciudad, por el sur, ya se veía oscura, mientras las numerosas luces encendidas en las costas cercanas y el hermoso aspecto de las orillas, sumidas en la placidez de la noche, con el reflejo de las luces celestes en el agua, conferían al precioso caudal un manto de belleza que bien pudiera identificarse con el paraíso. Nuestro barquero se ocupaba de la vela. Raymond iba al timón. Clara se sentó a sus pies, rodeándose las rodillas con los brazos, apoyando en ellas la cabeza. Fue Raymond quien inició la conversación de modo algo brusco.

-Amigo mío, esta es probablemente la última vez en que tendremos ocasión de conversar libremente. Mis planes ya se han iniciado, y cada vez dispondré de menos tiempo. Además, deseo transmitirte de inmediato mis deseos y expectativas, para no volver a abordar jamás un tema que me resulta tan doloroso. En primer lugar quiero agradecerte, Lionel, que hayas permanecido aquí a petición mía. Fue la vanidad la que al principio me llevó a solicitártelo. La llamo vanidad, aunque en ella veo la mano del destino. Tu presencia no tardará en resultar necesaria. Serás el último recurso para Perdita, su protector, su consuelo. Tú la llevarás de vuelta a Windsor.

-No sin ti -observé yo-. ¿No pretenderás separarte de ella otra vez?

-No te engañes -respondió-. Esta vez no está en mi mano impedir la separación que ha de producirse. Mis días están contados. ¿Puedo confiar en ti? Durante muchos días he deseado compartir los misteriosos presentimientos que me acechan, aunque temo que tú te burles de ellos. Mas no lo hagas, mi querido amigo, pues aunque son infantiles, irracionales, se han convertido en parte de mí y no creo poder librarme de ellos.

»Con todo, ¿cómo voy a pretender que me comprendas? Tú eres de este mundo, yo no. Extiendes tu mano, que es una parte de ti mismo. Y aun así no separas el sentimiento de identidad de la forma mortal que modela a Lionel. ¿Cómo, entonces, vas a comprenderme? La tierra para mí es una tumba, el firmamento, un cripta que envuelve mera corrupción. El tiempo ya no es, pues he traspasado el umbral de la eternidad. Cada hombre que veo me parece un cadáver, que pronto se verá despojado de la chispa que lo anima, en la vigilia de la descomposición y la podredumbre.

Cada piedra un pirámide levanta

y cada flor construye un monumento

cada edificio es un sepulcro altivo,

cada soldado un esqueleto vivo. 33

Pronunciaba sus palabras en tono fúnebre. Suspiró profundamente.

-Hace unos meses -prosiguió- creía que iba a morir. Pero la vida se hizo fuerte en mí. Mis afecciones eran humanas. La esperanza y el amor eran las estrellas que guiaban mi vida. Ahora... sueñan que la frente del conquistador de los infieles está a punto de ser coronada de laureles triunfantes; hablan de recompensas honoríficas, de títulos, poder y riqueza; y todo lo que yo le pido a Grecia es una tumba. Que levanten un túmulo sobre mi cuerpo inerte, que se mantenga en pie cuando la cúpula de Santa Sofía se haya derrumbado.

»¿De dónde proceden estos sentimientos? En Rodosto estaba lleno de esperanza. Pero cuando vi Constantinopla por primera vez, ese sentimiento me abandonó, acompañado de todas mis otras alegrías. Las últimas palabras de Evadne han sido el lacre que sentencia mi muerte segura. Y sin embargo no pretendo achacar mi estado de ánimo a ningún suceso concreto. Todo lo que puedo decirte es que así me siento. La peste que, según dicen, ha llegado a Constantinopla... Tal vez haya aspirado sus efluvios, tal vez la enfermedad sea la verdadera causa de mis pronósticos. Importa poco por qué o de qué modo me vea afectado, pues ningún poder puede evitar el mazazo, y la sombra de la mano alzada del destino ya me ensombrece.

»A ti, Lionel, te confío a tu hermana y a su hija. Nunca menciones ante ella el nombre fatal de Evadne. Ella se lamentaría doblemente por el extraño eslabón que me encadena a ella y obliga a mi espíritu a obedecer su voz agónica, a seguirla, como está a punto de hacer, hasta el país desconocido.

Le escuché asombrado. Pero su aspecto triste y lo solemne de sus palabras me convencieron de la verdad e intensidad de sus sentimientos. Debía, con chanzas y burlas cariñosas, tratar de disipar sus temores. Pero, fuera lo que fuese lo que estaba a punto de responder, las poderosas emociones de Clara me lo impidieron. Raymond había hablado sin reparar en su presencia y ella, pobre niña, escuchó, crédula y horrorizada, la profecía de su muerte. El violento desconsuelo de la pequeña conmovió a su padre, que la estrechó en sus brazos, consolándola, aunque con palabras solemnes y temerosas.

-No llores, dulce niña -le dijo-, la próxima muerte de aquél a quien apenas has conocido. Tal vez muera, pero ni en la muerte olvidaré ni abandonaré jamás a mi Clara. En tus penas y en tus alegrías, piensa que el espíritu de tu padre andará cerca, para salvarte o comprenderte. Enorgullécete de mí y atesora tu recuerdo infantil de mi persona. Así, querida, parecerá que no habré muerto. Una cosa debes prometerme: no hablar con nadie, más que con tu tío, de la conversación que acabas de oír. Cuando me haya ido, consolarás a tu madre, y le dirás que mi muerte me fue amarga sólo porque me separó de ella; que mis últimos pensamientos se los dedicaré a ella. Pero mientras viva, prométeme que no me traicionarás, prométemelo, mi querida hija.

Con voz quebrada Clara pronunció su promesa, sin separarse de su lado, y presa de dolor. Regresamos pronto a la orilla. Yo trataba de obviar la impresión causada en la mente de la pequeña tomándome a la ligera los temores de Raymond. Y ya no volvimos a hablar de ellos pues, como él mismo había asegurado, el asedio, que llegaba a su final, se convirtió en centro de su interés y ocupaba todo su tiempo y atenciones.

El imperio de los mahometanos en Europa tocaba a su fin. La flota griega, que bloqueaba todos los puertos de Estambul, impedía la llegada de refuerzos desde Asia. Todas las salidas por tierra eran impracticables, y los intentos desesperados de traspasar las murallas sólo lograban reducir los efectivos de nuestros enemigos, sin causar la menor pérdida en nuestras filas. La guarnición turca había menguado tanto que parecía evidente que la ciudad habría sucumbido a un ataque violento. Sin embargo, la humanidad y la política dictaban un proceder más lento. No había apenas duda de que, si la incursión se llevaba al extremo, los palacios de la ciudad, sus templos y todos sus tesoros serían destruidos al calor del triunfo y la derrota. Los ciudadanos, indefensos, ya habían padecido bastante la barbarie de los jenízaros y, en caso de ataque, tumulto y masacre, la belleza, la infancia y la decrepitud se verían sacrificadas por igual a manos de la ferocidad brutal de los soldados. El hambre y el bloqueo eran medios ciertos de conquista, y en ellos basábamos nuestras esperanzas de victoria.

Todos los días los soldados de la guarnición asaltaban nuestros puestos de avance y nos impedían completar los trabajos. Desde los diversos puertos se lanzaban barcos incendiados, mientras nuestras tropas, en ocasiones, debían retirarse ante las muestras de valor absoluto desplegadas por hombres que no perseguían seguir viviendo, sino vender caras sus vidas. Aquellas escaramuzas se veían agravadas por la estación del año en que nos encontrábamos. Era verano, y los vientos del sur, procedentes de Asia, llegaban cargados de un calor insufrible. Los arroyos se secaban en sus lechos poco profundos y el mar parecía abrasarse bajo los rayos implacables del astro del solsticio. La noche no acudía para refrescar la tierra, nos negaba el rocío; no crecían hierbas ni flores, hasta los árboles languidecían; y el verano adoptaba la apariencia marchita del invierno, mientras avanzaba silencioso y abrasador, escamoteando los medios de subsistencia de los hombres. En vano se esforzaba el ojo por avistar una nube solitaria que llegara desde el norte, náufraga en el empíreo inmaculado, que avivara las esperanzas de un cambio y aportara humedad a la atmósfera opresiva y sin viento. Todo se mantenía sereno, ardiente, aniquilador. Nosotros, los que asediábamos, sufríamos comparativamente pocos males. Los bosques que rodeaban la ciudad nos daban sombra, el río nos aseguraba el suministro constante de agua. Además, algunos destacamentos se ocupaban de proveer al ejército de hielo, del que habían hecho acopio en los montes Haemus, en el monte Athos y en las cumbres de Macedonia. Con él se refrescaban frutas y alimentos básicos, que renovaban la fuerza de los trabajadores y nos permitían sobrellevar con menor impaciencia la carga del aire asfixiante. Pero en la ciudad las cosas eran muy distintas. Los rayos del sol se reflejaban en pavimentos y edificios. Las fuentes públicas habían sido cerradas y la mala calidad de los alimentos, así como su escasez, producían un estado de sufrimiento agravado por el azote de la enfermedad. Además, los soldados de la guarnición se arrogaban el derecho a cualquier capricho, añadiendo el despilfarro y los desórdenes a los males inevitables del momento. Pero, a pesar de todo, la capitulación no llegaba.

De pronto se produjo un cambio en la táctica bélica del enemigo. Los asaltos cesaron y pudimos proseguir con nuestros planes sin interrupción alguna, ni de día ni de noche. Más extraño aún resultaba que cuando nuestras tropas se aproximaban a la ciudad, hallaban las murallas desprotegidas, vacías, y constataban que los cañones no apuntaban contra los intrusos. Cuando Raymond tuvo noticia de tales circunstancias, ordenó que se realizaran observaciones minuciosas de lo que sucedía intramuros, y cuando los enviados regresaron, informando sólo del silencio prolongado y la desolación de la ciudad, ordenó que el ejército se congregara ante las puertas. Nadie apareció en las murallas. Los portales, aunque cerrados con rastrillos, no parecían custodiados. Más arriba, las numerosas cúpulas y las doradas lunas crecientes rasgaban el cielo. Los viejos muros, supervivientes de siglos, con torres coronadas de enredaderas y contrafuertes cubiertos de malas hierbas, se alzaban como peñascos en una tierra baldía. Del interior de la ciudad no llegaba grito alguno, ni nada más que el ladrido de algún perro, que rompía la quietud del mediodía. Incluso a nuestros soldados les asombraba tal quietud. La música de las bandas cesaba y el chasquido de las armas iba acallándose. Todos preguntaban en susurros a sus camaradas por el motivo de una paz tan repentina. Mientras, Raymond, desde un lugar elevado trataba, con su catalejo, de descubrir y observar la estrategia del enemigo. Sobre las terrazas de las casas no se divisaba a nadie; en las partes más altas de la ciudad no se distinguía una sola sombra que revelara la presencia de algún ser vivo. Ni los árboles se movían, y parecían imitar, burlones, la quietud de los edificios.

Al fin se oyó el galopar de unos caballos. Se trataba de una tropa enviada por Karazza, el almirante, que traía despachos del general. El contenido de los documentos era de gran importancia. La noche anterior, el vigía de uno de los buques más pequeños anclados cerca del muro del Serrallo, oyó el chapoteo sordo de unos remos. Dio la voz de alarma. Doce barcas pequeñas, con tres jenízaros montados en cada una de ellas, fueron avistadas mientras intentaban abrirse paso a través de la flota, en dirección a la orilla opuesta de Scutari. Al saberse descubiertos, dispararon sus mosquetones, y algunas de las barcas se avanzaron para cubrir a los demás, cuyas tripulaciones, haciendo acopio de todas sus fuerzas, trataban de escapar con sus ligeras embarcaciones entre los cascos oscuros que les rodeaban. Al cabo todos se hundieron y, con excepción de dos o tres prisioneros, los jenízaros se ahogaron. Poco pudo sonsacarse a los supervivientes, pero sus cautas respuestas llevaron a sospechar que varias incursiones habían precedido a la suya, y que varios turcos de alto rango habían llegado a la costa asiática. Los hombres, altivos, negaron que los suyos hubieran desertado de la defensa de su ciudad, y uno de ellos, el más joven, en respuesta a la provocación de un marinero, exclamó:

-¡Tomadlos, perro cristiano! Tomad los palacios, los jardines, las mezquitas, las moradas de nuestros padres! Y tomad la peste con ellos. La pestilencia es el mal del que huimos. Si es vuestra amiga, abrazadla y lleváosla al pecho. La maldición de Alá ha caído sobre Estambul, compartid con ella su destino.

Aquella era la relación de los hechos que envió Karazza a Raymond. Pero un relato lleno de exageraciones monstruosas, aunque basado en ella, empezó a circular entre la tropa. Se alzó un murmullo: la ciudad era presa de la plaga. Un poderoso mal había sometido ya a sus habitantes. La Muerte se había convertido en Señora de Constantinopla.

He oído describir una pintura en la que todos los habitantes de la tierra aparecen dibujados de pie, temerosos, aguardando la llegada de la muerte. Los débiles y decrépitos escapan; los guerreros se retiran, aunque amenazantes incluso en su huida; los lobos, los leones y otros monstruos del desierto rugen al verla; mientras, la siniestra Irrealidad acecha desde lo alto moviendo su dardo espectral, asaltante solitario pero invencible. Pues bien, lo mismo sucedía con el ejército griego. Estoy convencido de que si las miríadas de soldados esparcidos por Asia hubieran cruzado el Helesponto y hubieran defendido la Ciudad Dorada, todos y cada uno de los griegos habrían atacado a un ejército muy superior en número y se habrían entregado a la causa con furia patriótica. Pero allí no había muralla de bayonetas, ni mortífera artillería, ni formidable hilera de bravos soldados. Las murallas, sin custodia, permitían la entrada: palacios vacíos, lujosas moradas. Y sin embargo, sobre la cúpula de Santa Sofía, los griegos supersticiosos veían la Pestilencia, y se arredraban ante ella.

A Raymond, por el contrario, le movían sentimientos muy distintos. Descendió colina abajo con rostro triunfante, y señalando las puertas con la espada, ordenó a sus tropas que abatieran aquellas barricadas, los únicos obstáculos que los separaban de la victoria más completa. Los soldados respondieron titubeantes y con ojos temerosos a sus entusiastas palabras. Instintivamente se echaron hacia atrás, y Raymond cabalgó hasta las filas de vanguardia.

-Juro por mi espada -dijo- que no os aguarda emboscada ni estratagema alguna. El enemigo ya ha sido derrotado. Los lugares agradables, las moradas nobles y el botín de la ciudad ya son vuestros. ¡Forzad la puerta, entrad y tomad posesión de la sede de vuestros antepasados, de vuestra propia herencia!

Un escalofrío universal, un murmullo temeroso recorrió las filas, y ni un solo soldado se movió.

-¡Cobardes! -exclamó el general, exasperado-. ¡Dadme un hacha! ¡Entraré yo solo! Yo plantaré vuestra bandera. Cuando la veáis ondear en el más alto de los alminares, tal vez recuperéis el coraje y os congreguéis en torno a ella.

Uno de los oficiales se acercó a él.

-General -dijo-, nosotros no tememos el coraje, ni las armas, ni el ataque abierto, ni la emboscada secreta de los musulmanes. Estamos dispuestos a exponer nuestros pechos, a exponerlos diez mil veces ante las balas y las cimitarras de los infieles, y a caer por Grecia cubiertos de gloria. Pero no moriremos a montones, como perros envenenados en verano, por el aire pestilente de la ciudad. ¡No nos atrevemos a luchar contra la Peste!

Si a un grupo de hombres débiles y sin energía, sin voz, sin cabecilla, se les da un jefe, recuperan la fuerza que les confiere su número. Así, ahora, mil voces inundaron el aire, y el grito de aplauso se hizo unánime. Raymond captó el peligro. Estaba dispuesto a salvar a sus tropas del delito de desobediencia, pues sabía que, una vez iniciadas las disputas entre el comandante y su ejército, cada palabra y cada acto debilitaba a aquél y fortalecía a éste. Así, ordenó la retirada, y los regimientos retrocedieron, ordenadamente, hasta el campamento.

Yo me apresuré a informar a Perdita de lo sucedido, y Raymond no tardó en unirse a nosotros, abatido y ensimismado. Mi relato impresionó a mi hermana.

-Los dictados del cielo, asombrosos, inexplicables -observó-, superan en mucho la imaginación del hombre.

-No seas necia -exclamó Raymond airadamente-. ¿Tú también te dejas invadir por el pánico, como mis valientes soldados? Dime, te lo ruego, qué tiene de inexplicable algo que no es sino un hecho natural. ¿Acaso no visita la peste todos los años la ciudad de Estambul? ¿Qué asombro puede causar que en esta ocasión, cuando, según se nos dice, se ha producido con una virulencia sin precedentes en Asia, haya ocasionado estragos redoblados en la ciudad? ¿Qué asombro puede causar que, en tiempos de asedio, escasez, calor extremo y sequía, se haya cebado especialmente en la población? Y menos asombro aún despierta que la guarnición, sin poder resistir más, se haya aprovechado de la negligencia de nuestra flota para huir prontamente de nuestro asedio y captura. ¡No es la peste! ¡Por Dios que no lo es! No es la plaga ni el peligro inminente lo que nos lleva a abstenernos de hacernos con una presa fácil, como las aves que, en tiempo de cosecha, se asustan ante la presencia de un espantapájaros. Es vil superstición. Y así, la meta de los valientes se convierte en vaivén de necios; la noble ambición de personas elevadas, en juguete de esas liebres domesticadas. ¡Pero Estambul será nuestra! Por mis empeños pasados, por la tortura y la cárcel que por ellos sufrí, por mis victorias, por mi espada, juro -por mi esperanza de fama, por mis antiguas renuncias que ahora esperan recompensa-, juro solemnemente que estas manos plantarán la cruz en esa mezquita.

-Pero Raymond, querido -le interrumpió Perdita en tono de súplica.

Él no dejaba de caminar de un lado a otro por aquel salón del palacio revestido de mármol. Sus labios, pálidos de ira, temblaban y daban forma a sus coléricas palabras; echaba fuego por los ojos, y sus gestos parecían moderados por la vehemencia de aquéllas.

-Perdita -prosiguió, impaciente-. Ya sé qué vas a decirme. Sé que me amas, que eres buena y dulce. Pero esto no es cosa de mujeres. Ningún corazón femenino adivinaría nunca el huracán que me desgarra por dentro.

Parecía algo asustado de su propia violencia, y súbitamente abandonó el salón. La expresión de Perdita revelaba su zozobra, y decidí ir tras él. Lo hallé caminando por el jardín. Sus pasiones habían alcanzado un estado de extrema turbulencia.

-¿Debo ser siempre -exclamaba- el capricho de la fortuna? ¿Debe el hombre, escalador de cielos, ser víctima eterna de los ejemplares rastreros de su especie? Si fuera como tú, Lionel, y anhelara vivir muchos años, encadenar una sucesión de días iluminados por el amor, gozar de placeres refinados y renovadas esperanzas, tal vez cediera y, rompiendo mi vara de mando, buscara reposo en los prados de Windsor. Pero voy a morir. No, no me interrumpas. Voy a morir pronto. Estoy a punto de abandonar esta tierra tan poblada, la comprensión de los hombres, los escenarios más queridos de mi juventud, la bondad de mis amigos, el afecto de mi único amor, Perdita. Así lo quiere el destino. Tal es el decreto dictado por el Altísimo, para el que no hay apelación posible, y al que me someto. Pero perderlo todo... Perder la vida y el amor, y además la gloria... ¡No ha de ser así!

»Yo, y en pocos años todos vosotros -este ejército atenazado por el pánico y toda la población de la noble Grecia-, dejaremos de existir. Pero nacerán otras generaciones, y nuestras acciones presentes les harán más felices, y nuestro valor les dará mayor gloria. Durante mi juventud rezaba para hallarme entre quienes escriben pasajes de esplendor en las páginas de la historia, quienes exaltan la raza humana y convierten este pequeño orbe en morada de los poderosos. Y ¡ah! Para Raymond, esa plegaria de juventud queda desatendida, y las esperanzas de su edad adulta anuladas.

»Desde mis mazmorras, en esta misma ciudad, exclamaba: «¡Pronto seré tu señor!» Cuando Evadne pronunció mi muerte, pensé que el título de Conquistador de Constantinopla se escribiría sobre mi tumba. ¡Y no ha de ser así! ¿No saltó Alejandro las murallas de la ciudad de los oxidracae34para indicar a sus cobardes tropas el camino a la victoria, encontrándose solo con las espadas de sus defensores? También yo desafiaré a la peste, y aunque nadie me siga, plantaré la bandera griega en lo alto de Santa Sofía.

Nada podía la razón contra sentimientos tan elevados. En vano traté de convencerle de que, cuando llegara el invierno, el frío disiparía el aire pestilente y devolvería el coraje a los griegos.

-¡No hables de otra estación que de ésta! -exclamó-. Yo ya he vivido mi último invierno, y la fecha de este año, 2092, quedará grabada sobre mi sepulcro. Ya veo -prosiguió, alzando la vista, lúgubre- la meta y el precipicio de mi existencia desde donde me arrojaré al tenebroso misterio de la vida futura. Estoy preparado, y dejaré tras de mí una estela de luz tan radiante que ni mis peores enemigos podrán ensombrecerla. Se lo debo a Grecia, a ti, a Perdita, que ha de sobrevivirme, y a mí mismo, víctima de la ambición.

Nos interrumpió un criado, que anunció que el estado mayor de Raymond se hallaba reunido en la cámara del consejo. Mi amigo me pidió que saliera a cabalgar por el campamento, que observara cuál era el ánimo de los soldados y le informara de él a mi regreso. Acto seguido se ausentó. Los acontecimientos del día me habían causado gran excitación, incrementada ahora por el discurso apasionado de Raymond. ¡Ah! ¡Razón Humana! Acusaba a los griegos de superstición. ¿Qué nombre daba entonces a la fe que depositaba en las profecías de Evadne? Abandoné el palacio de las Dulces Aguas y, tras dirigirme a la llanura en que se había levantado el campamento, hallé a sus ocupantes en estado de gran conmoción. La llegada de varios integrantes de la flota cargados de historias maravillosas; las exageraciones vertidas sobre lo que ya se conocía; los relatos de antiguas profecías, cuentos temibles sobre regiones enteras engullidas aquel mismo año por la pestilencia, alarmaban y ocupaban a las tropas. Todo atisbo de disciplina había desaparecido. El ejército huía en desbandada y las personas, antes integradas en un gran todo que avanzaba al unísono, recobraban la individualidad que la naturaleza les había concedido y pensaban sólo en ellas mismas. Al principio escapaban solos o en parejas, a las que paulatinamente se sumaban otros hasta formar grupos más numerosos, batallones enteros que, sin que los oficiales trataran de impedirlo, buscaban el camino que conducía a Macedonia.

Hacia medianoche regresé al palacio para reunirme con Raymond. Lo encontré solo y aparentemente compuesto, con esa compostura de quien trata de mantener unas mínimas pautas de conducta. Escuchó con calma las noticias sobre la disolución del ejército y me dijo:

-Ya conoces, Verney, mi firme determinación de no abandonar este lugar hasta que, a la luz del día, Estambul se declare nuestra. Si los hombres que van conmmigo no se atreven a acompañarme, encontraré a otros más valerosos. Ve tú antes de que amanezca, lleva estos despachos a Karazza y ruégale que me envíe a sus marinos y fuerza naval. Si logro que me secunde un solo regimiento, el resto seguirá. Haz que me envíe un regimiento. Espero tu regreso en el mediodía de mañana.

No me parecía una buena idea, pero le aseguré mi celo y obediencia. Me retiré a descansar unas horas. Con las primeras luces del alba me vestí para partir a caballo. Aguardé unos instantes, deseoso de despedirme de Perdita, y desde mi ventana observé que el sol estaba a punto de salir. Surgía un esplendor dorado y la fatigada naturaleza despertaba para sufrir otro día de calor y sed. No había flores que, cargadas de rocío, alzaran los pétalos al encuentro de la mañana. La hierba seca se había agostado en las llanuras. En los ardientes campos del aire no volaban los pájaros, y sólo las cigarras, hijas del sol, entonaban su atronador sonsonete entre cipreses y olivos. Me fijé en que el caballo albardón de Raymond, negro como el azabache, era conducido a las puertas del palacio. Poco después llegó una pequeña compañía de oficiales, con el miedo y la aprensión dibujados en sus rostros, en los ojos soñolientos. Vi entonces que Raymond y Perdita estaban juntos. Él admiraba la salida del sol mientras rodeaba con un brazo la cintura de su amada. Ella contemplaba el sol de su vida con una expresión que era mezcla de ansiedad y ternura. Raymond se sobresaltó al verme.

-¿Todavía estás aquí? -me preguntó colérico-. ¿Es éste el celo que prometes?

-Perdóname, ahora mismo me iba.

-No, perdóname tú -replicó él-. No tengo derecho a ordenarte ni a reprocharte nada. Pero mi vida depende de tu partida y de tu raudo regreso. ¡Adiós!

Su voz había recobrado el tono amable, pero una nube negra todavía se cernía sobre su semblante. Hubiera querido demorarme un poco más, recomendar precaución a Perdita, pero la presencia de Raymond me coartaba. Mi retraso carecía de justificación, por lo que, despidiéndome de él, le estreché la mano, fría y sudorosa.

-Cuídate mucho, mi señor -le dije.

-No -intervino Perdita-. De esa tarea me ocuparé yo. Regresa pronto, Lionel.

Con aire ausente, Raymond jugaba con los mechones castaños del cabello de Perdita, mientras ella se abrazaba a él. En dos ocasiones me volví a mirarlos, y en las dos los hallé así unidos. Al fin, con pasos lentos y vacilantes, abandoné el palacio y de un salto me subí al caballo. En ese instante apareció Clara, y se vino corriendo hacia mí.

-¡Regresa pronto, tío! -exclamó, aferrada a mi rodilla-. Querido tío, tengo unos sueños espantosos. No me atrevo a contárselos a mi madre. No te demores.

Le aseguré que volvería lo antes posible, y entonces, acompañado de mi pequeña escolta, cabalgué por la llanura hacia la torre de Mármara.

Cumplí con mi misión. Vi a Karazza, al que sorprendió algo mi petición. Vería qué podía hacer, dijo, aunque le llevaría un tiempo. Raymond me había pedido que regresara a mediodía. Era imposible concretar nada en tan corto intervalo. Debía permanecer allí hasta el día siguiente. O regresar tras haber informado del estado de las cosas al general. No me costó decidirme. La inquietud, el miedo por lo que estaba a punto de suceder, la duda sobre las intenciones de Raymond, me instaban a regresar sin demora a su cuartel general. Abandoné las Siete Torres y me dirigí al este, hacia las Dulces Aguas. Me desvié al llegar al monte antes mencionado, para divisar la ciudad desde lo alto. Llevaba conmigo el catalejo. La ciudad recibía el azote del sol del mediodía y las viejas murallas delimitaban su pintoresco perfil. Frente a mí, en la distancia, se alzaba Top Kapou, la puerta junto a la que Mehmet abrió la brecha que le permitió entrar en al ciudad. Cerca crecían unos árboles gigantescos y centenarios. Ante la puerta distinguí a varias figuras humanas en movimiento, y con gran curiosidad miré por el anteojo. Vi a lord Raymond montado a su caballo albardón. A su alrededor se había congregado una pequeña compañía de oficiales y tras él se distinguía un variopinto grupo de soldados y subalternos sin la menor disciplina y en posición de descanso. No sonaba ninguna música ni ondeaban estandartes. La única bandera la portaba Raymond, y con ella señalaba la puerta de la ciudad. El círculo congregado a su alrededor se retiró. Con gestos airados Raymond bajó del caballo y, tomando un hacha que colgaba de la silla, se dirigió a la puerta con aparente intención de derribarla. Unos pocos hombres acudieron en su ayuda, y progresivamente su número aumentó. La unión de sus esfuerzos logró vencer el obstáculo, y la puerta, el peine y la reja fueron demolidas. Iluminado por el sol, el camino que conducía a la ciudad quedaba expedito frente a ellos. Los hombres retrocedieron. Parecían asustados por lo que habían hecho, como si temieran que un Fantasma Poderoso se alzara, ofendido, majestuoso, ante la entrada. Raymond montó de un salto en su caballo, agarró el estandarte y, con palabras que yo no oía (aunque los gestos que las acompañaban eran enérgicos, apasionados), pareció invocar su ayuda y compañía. Pero a pesar de sus palabras, los hombres seguían retrocediendo. Presa de la indignación, y con expresiones que yo suponía airadas y desdeñosas, apartó la vista de sus cobardes seguidores y se dispuso a entrar solo en la ciudad. Incluso su caballo parecía querer alejarse de la siniestra puerta. Su perro, su perro fiel, se plantó frente a él, aullando e impidiéndole el paso. Pero al punto él clavó las estrellas de sus espuelas en los costados de la montura, que inició la marcha y, una vez franqueada la puerta, avanzó al galope por la calle ancha y desierta.

Hasta ese instante toda el alma se me había agolpado en los ojos. Había observado la escena con un asombro mezcla de temor y entusiasmo, un entusiasmo que por momentos se imponía en mí.

-¡Me voy contigo, Raymond! -Exclamé. Pero una vez aparté el ojo del catalejo, apenas distinguía las formas diminutas de la multitud que, a una milla de donde me encontraba, rodeaba la puerta. La figura de Raymond se había perdido. Azuzado por la impaciencia, espoleé a mi caballo y sacudí las riendas mientras ascendía por la ladera, pues deseaba hallarme junto a mi noble y divino amigo antes de que surgiera algún peligro. Varios edificios y árboles me impedían, ya en la llanura, ver la ciudad. Y fue entonces cuando oí un estruendo. Como un rayo, reverberaba en el cielo, mientras el aire se ensombrecía. Al cabo de un instante las viejas murallas de la ciudad volvieron a aparecer ante mis ojos y vi que sobre ellas ascendía una nube negra. Fragmentos de edificios se arremolinaban en el aire, medio ocultos por el humo, y más abajo empezaban a alzarse llamaradas, mientras continuas explosiones llenaban el aire de terroríficos rugidos. Surgiendo de entre las ruinas que se elevaban sobre las altas murallas y abatían sus torreones cubiertos de hiedra, un grupo de soldado se abría paso en dirección al camino por el que yo avanzaba. Me rodearon, me acorralaron y ya no pude seguir. Mi impaciencia crecía por momentos. Extendí las manos hacia ellos, les supliqué que regresaran a salvar a su general, el conquistador de Estambul, el libertador de Grecia. Mis ojos se llenaban de lágrimas, tal era la destrucción. Y todo lo que oscurecía el aire parecía llevar un pedazo de Raymond martirizado. Entre la densa nube que cubría la ciudad surgían ante mí escenas horribles, y mi único consuelo consistía en tratar por todos los medios de acercarme a la puerta. Pero cuando al fin logré mi propósito, descubrí que, intramuros, la ciudad se hallaba envuelta en llamas. La vía abierta por la que Raymond había entrado a caballo desaparecía tras el humo y el fuego. Transcurrido un intervalo, las explosiones cesaron, pero los incendios seguían ardiendo en distintas zonas. La cúpula de Santa Sofía había desaparecido. Y, extrañamente (tal vez como resultado de la presión ejercida en el aire por las explosiones), unas inmensas nubes blancas de tormenta aparecieron en el horizonte, por el sur, y avanzaron hasta situarse sobre nosotros. Eran las primeras que veía en meses, y en medio de tanta desolación y desesperanza su visión resultaba consoladora. El firmamento se oscureció y los nubarrones empezaron a iluminarse con relámpagos, seguidos al instante por ensordecedores truenos. Cayó entonces una lluvia intensa, y las llamas que asolaban la ciudad se plegaron bajo su azote, y el humo y el polvo que se elevaban sobre las ruinas se disiparon.

Apenas hube constatado que las llamas menguaban, movido por un impulso irrefrenable, traté de penetrar en la ciudad. Sólo podía hacerlo a pie, pues las ruinas imposibilitaban el avance de los caballos. No conocía el lugar y sus caminos me eran nuevos. Las calles estaban bloqueadas, los edificios derruidos humeaban. Subí a lo alto de un montículo, que me permitió ver una sucesión de otros más. Nada me indicaba dónde podía hallarse el centro de la ciudad ni hacia qué punto podía haberse dirigido Raymond. La lluvia cesó. Las nubes se hundieron en el horizonte. Atardecía ya, y el sol descendía velozmente por poniente. Avancé un poco más, hasta que di con una calle en la que se alineaban casas de madera a medio incendiar, pues la lluvia había sofocado las llamas, pero que afortunadamente se habían librado de la pólvora. Ascendí por ella. Hasta ese momento no había encontrado el menor atisbo de presencia humana. Pero ninguna de las deformes figuras humanas que aparecían ahora ante mí podía pertenecer a Raymond. De modo que apartaba los ojos de ellas, profundamente turbado. Llegué a un espacio abierto con una inmensa montaña de cascotes en su centro, que indicaba que alguna gran mezquita había ocupado parte de su espacio. Esparcidos aquí y allá descubrí objetos de gran valor y lujo calcinados, destruidos, pero que en ciertas partes mostraban lo que habían sido: joyas, ristras de perlas, ropajes bordados, pieles raras, tapices brillantes, ornamentos orientales, que parecían haberse dispuesto en forma de pira para su destrucción, una destrucción que la lluvia había interrumpido.

Pasé horas vagando por aquel escenario desolado en busca de Raymond. En ocasiones topaba con tal acumulación de escombros que debía retroceder. Los fuegos que todavía ardían me asfixiaban. El sol se puso y el aire adquirió un aspecto turbio. La estrella vespertina ya no brillaba en soledad. El resplandor de las llamas atestiguaba el avance de la destrucción, y en aquel interregno de luz y oscuridad, las ruinas que me rodeaban adquirían proporciones gigantescas y formas temibles. Me abandoné unos instantes a la fuerza creativa de la imaginación, y ésta, transitoriamente, me alivió con las ficciones sublimes que me presentaba. Los latidos de mi corazón me devolvieron a la cruda realidad. «¿Dónde, en este desierto de muerte, te encuentras, Raymond, ornamento de Inglaterra, libertador de Grecia, héroe de una historia no escrita”?35¿Dónde, en este caos en llamas, se esparcen tus nobles reliquias?» Pronuncié su nombre a voces; a través de la oscuridad de la noche, sobre las ruinas humeantes de la Constantinopla conquistada, se escuchó su nombre. Pero nadie me respondió, pues hasta el eco había enmudecido.

El cansancio se apoderó de mí. La soledad abatía mi espíritu. El aire denso, impregnado de polvo, el calor y el humo de los palacios incendiados, entumecían mis miembros. De pronto sentí hambre. La excitación que hasta entonces me había mantenido en alerta desapareció. Como un edificio que pierde sus apoyos y cuyos cimientos oscilan, y se tambalea y cae, así, cuando el entusiasmo me abandonó, también lo hizo mi fuerza. Me senté sobre el único peldaño en pie de un edificio que, a pesar de hallarse en ruinas, seguía mostrándose enorme y magnífico. Algunas paredes caídas pero íntegras, que habían escapado a la destrucción de la pólvora, componían combinaciones fantásticas, y una llama brillaba en lo alto de la pila. Durante largo rato el hambre y el sueño libraron su batalla, hasta que las constelaciones aparecieron ante mis ojos un momento y luego se esfumaron. Traté de incorporarme, pero mis párpados se cerraron y mis miembros, exhaustos, clamaron reposo. Apoyé la cabeza sobre la piedra entregándome a la agradable sensación de abandono. Y en aquel escenario de desolación, en aquella noche desesperada, me dormí.

El último hombre
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