CAPÍTULO III
Felices, tres veces felices fueron los meses, las semanas y las horas de ese año. La amistad, de la mano de la admiración, la ternura y el respeto construyeron una enramada de dicha en mi corazón, hasta entonces silvestre como un bosque no hollado de América, como un viento sin morada, como un mar desierto. Mi sed insaciable de conocimientos y mi afecto sin límites por Adrian se unían para mantener ocupado mi corazón y mi intelecto y, en consecuencia, era feliz. No hay felicidad más verdadera y diáfana que la alegría desbordante y habladora de los jóvenes. En nuestra barca, surcando el lago de mi tierra natal, junto a los arroyos y los pálidos álamos que los flanqueaban; en un valle, sobre una colina, ya sin mi cayado, pues ahora me ocupaba de un rebaño mucho más noble que el compuesto por unas tontas ovejas, un rebaño de ideas recién nacidas, leía o escuchaba hablar a Adrian; y su discurso me fascinaba por igual, ya se refiriera a su amor o a sus teorías sobre la mejora del hombre. A veces regresaba mi ánimo indomable, mi amor por el peligro, mi resistencia a la autoridad. Pero era siempre en su ausencia. Bajo el benévolo influjo de sus ojos, era obediente y bueno como un niño de cinco años, que hace lo que le ordena su madre.
Tras casi doce meses residiendo en Ullswater, Adrian se trasladó a Londres y regresó lleno de unos planes que habían de beneficiarnos. «Debes empezar a vivir -me dijo-: tienes diecisiete años, y retrasar más el momento sólo serviría para que el necesario aprendizaje te resultara más farragoso.» Anticipaba que su vida iba a ser una sucesión de luchas y deseaba que compartiera con él sus esfuerzos. A fin de prepararme mejor para la tarea, debíamos separarnos. Creía que mi nombre podría abrirme puertas, y me procuró el puesto de secretario del embajador en Viena, donde ingresaría en la carrera diplomática bajo los mejores auspicios. Transcurridos dos años, regresaría a mi país con un nombre labrado y una reputación sólida.
¿Y Perdita? Perdita se convertiría en pupila, amiga y hermana menor de Evadne. Con su tacto habitual, Adrian se había asegurado de que mi hermana mantuviera su independencia en tal situación. ¿Cómo rechazar los ofrecimientos de tan generoso amigo? Yo, al menos, no deseaba rechazarlos, y en mi corazón de corazones prometí dedicar mi vida, mis conocimientos y mi poder -si en algo valían, su valor era el que él les había concedido-, a él y sólo a él.
Eso me prometí a mí mismo mientras me dirigía a mi destino con grandes expectativas: las expectativas de cumplir todo lo que, sobre poder y diversión, nos prometemos a nosotros mismos, durante la infancia, alcanzar en la madurez. Yo creía que había llegado la hora de ingresar en la vida, una vez las ocupaciones infantiles habían quedado atrás. Incluso en los Campos Elíseos, Virgilio describe las almas de los dichosos ávidas de beber de la ola que había de devolverles a su círculo mortal. Los jóvenes apenas se hallan en el Elíseo, pues sus deseos, que desbordan lo posible, los vuelven más pobres que un acreedor arruinado. Los filósofos más sabios nos hablan de los peligros del mundo, de los engaños de los hombres y de las traiciones de nuestro propio corazón. Pero aun así, sin temor ninguno zarpamos del puerto a bordo de nuestra frágil barca, izamos la vela y remamos, para resistir las turbulentas corrientes del mar de la vida. Qué pocos son los que, en el vigor de la juventud, varan sus naves sobre las «doradas arenas» y se dedican a recoger las conchas de colores que las salpican. Casi todos, al morir el día, con brechas en el casco y las velas rasgadas, se dirigen a la costa y naufragan antes de alcanzarla o hallan una ensenada batida por las olas, alguna playa desierta sobre la que se tienden y mueren sin que nadie les llore.
¡Tregua a la filosofía! La vida se extiende ante mí, y yo me apresto a tomar posesión de ella. La esperanza, la gloria, el amor y una ambición sin culpa son mis guías, y mi alma no conoce temor alguno. Lo que ha sido, por más dulce que sea, ya no es; el presente sólo es bueno porque está a punto de cambiar, y lo que está por venir me pertenece por completo. ¿Temo acaso el latido de mi corazón? Altas aspiraciones hacen correr mi sangre; mis ojos parecen penetrar en la brumosa medianoche del tiempo y distinguir en las profundidades de su oscuridad el goce de todos los deseos de mi alma.
Pero, ¡detente! Durante mi viaje tal vez sueñe, y con ligeras alas alcance la cumbre del alto edificio de la vida. Ahora que he llegado a su base, con las alas plegadas, los macizos peldaños se alzan ante mí y, paso a paso, debo ascender por el imponente templo.
¡Hablad! ¿Qué puerta está abierta?6
Miradme a mí en mi nuevo puesto. Diplomático. Partícipe de una sociedad que va en busca del placer, residente en una ciudad alegre. Un joven con futuro, protegido del embajador. Todo era raro y admirable para el pastor de Cumbria. Con mudo asombro hice mi entrada en la alegre escena, cuyos actores eran
los lirios del campo, gloriosos como Salomón
que no tejen ni hilan.7
Tardé muy poco en incorporarme a la mareante rueda, olvidando mis horas de estudio y la amistad de Adrian. El deseo apasionado de compañía, la ardiente búsqueda de un objeto ansiado, seguían caracterizándome. La visión de la belleza me arrebataba, y las maneras atractivas de hombres y mujeres acaparaban mi entera confianza. Cuando una sonrisa hacía latir mi corazón yo lo llamaba rapto; y sentía que la sangre de la vida hormigueaba en mi cuerpo cuando me aproximaba al ídolo que transitoriamente veneraba. El mero correr de las emociones era el paraíso, y al caer la noche sólo deseaba que se reanudaran aquellos engaños embriagadores. La luz cegadora de los salones ornamentados; las esculturas encantadoras alineadas con sus espléndidos ropajes; los movimientos de una danza, los tonos voluptuosos de músicas exquisitas, acunaban mis sentidos, induciéndolos a un delicioso sueño.
¿Acaso no es eso, en sí mismo, la felicidad? Apelo a los moralistas y a los sabios. Les pregunto si en el sosiego de sus mesuradas ensoñaciones, si en las profundas meditaciones que llenan sus horas, sienten al joven lego de la escuela del placer. ¿Pueden los haces tranquilos de sus ojos, que buscan los cielos, igualar los destellos de las pasiones combinadas que les ciegan, o la influencia de la fría filosofía sumerge su alma en una dicha igual a la suya, inmersa
en esa amada obra de jovial ensoñación?8
Pero en realidad ni las solitarias meditaciones del eremita ni los raptos tumultuosos del soñador bastan para satisfacer el corazón del hombre. Pues de unas obtenemos turbadora especulación y de los otros hartazgo. La mente flaquea bajo el peso del pensamiento y se hunde en contacto con aquellos cuya sola meta es la diversión. No existe goce en su amabilidad hueca, y bajo las sonrientes ondas de esas aguas poco profundas acechan afiladas rocas.
Así me sentía yo cuando la decepción, el cansancio y la soledad me devolvían a mi corazón, para extraer de él la alegría de la que estaba privado. Mi fatigado corazón pedía que algo le hablara de afectos y, al no hallarlo, me derrumbaba. De ese modo, y a pesar de la delicia inconsciente que me aguardaba en los inicios, la impresión que conservo de mi vida en Viena es melancólica. Como dijo Goethe, en nuestra juventud no podemos ser felices a menos que amemos. Y yo no amaba. Pero me devoraba un deseo incesante de ser algo para los demás. Me convertí en víctima de la ingratitud y la coquetería fría, y entonces me desesperé e imaginé que mi descontento me daba derecho a odiar el mundo. Regresé a mi soledad. Me quedaban mis libros, y mi deseo renovado de gozar de la compañía de Adrian se convirtió en sed ardiente.
La emulación, que en su exceso casi adoptaba las propiedades de la envidia, espoleaba esos sentimientos. En aquel periodo, el nombre y las hazañas de uno de mis compatriotas causaban gran admiración en el mundo. Los relatos de sus éxitos, las conjeturas sobre sus acciones futuras, constituían los temas recurrentes del momento. No era por mí por quien me enfurecía, pero me parecía que las loas que aquel ídolo cosechaba eran hojas arrancadas de unos laureles destinados a Adrian. Pero he de dejar constancia aquí, ahora, de ese amante de la fama, de ese favorito de un mundo que busca asombrarse.
Lord Raymond era el único descendiente vivo de una familia noble pero venida a menos. Desde una edad muy temprana se había complacido en su linaje, y lamentaba amargamente sus estrecheces materiales. Su mayor deseo era enriquecerse, y los medios que pudieran llevarle a alcanzar ese fin no eran sino consideraciones secundarias. Altivo y a la vez ávido de cualquier demostración de respeto; ambicioso pero demasiado orgulloso para demostrar su ambición; dispuesto a alcanzar honores, y al tiempo devoto del placer; así hizo su entrada en la vida. Apenas en el umbral oyó un insulto proferido contra él, real o imaginario; alguna muestra de repulsa donde menos la esperaba; o cierta decepción, difícil de tolerar para su orgullo. Se retorcía bajo una herida que no podía vengar; y abandonó Inglaterra con la promesa de no volver hasta que, llegado el momento, su país reconociera en él un poder que ahora le negaba.
Se convirtió en aventurero de las guerras griegas. Su arrojo y su genio absoluto atrajeron la atención de muchos. Se convirtió en héroe amado por aquel pueblo alzado en armas. Sólo su origen extranjero y su negativa a renegar de los lazos con su país natal le impidieron alcanzar los puestos de mayor responsabilidad en el Estado. Pero, aunque tal vez otros figuraran más alto en título y ceremonia, lord Raymond había alcanzado un rango superior al de todos ellos. Condujo a los ejércitos griegos hasta la vic-toria y todos sus triunfos se debieron a él. Cuando aparecía, pueblos enteros salían a las calles a recibirlo; se escribían nuevas letras de los himnos nacionales para glosar su gloria, su valor y munificencia.
Entre turcos y griegos se firmó una tregua. Entre tanto, lord Raymond, gracias a un azar inesperado, heredó una inmensa fortuna en Inglaterra, a la que regresó, coronado de gloria, para recibir el mérito del honor y la distinción que antes le habían sido negados. Su orgulloso corazón se rebeló contra ese cambio. ¿En qué era distinto al despreciado Raymond? Si la adquisición de poder en forma de riqueza era la causante, ese poder habrían de sentirlo como un yugo de hierro. El poder era, al fin, la meta de todos sus actos; el enriquecimiento, el blanco contra el que siempre apuntaba. Tanto en la ambición claramente mostrada como en la velada intriga, su fin era el mismo: llegar a lo más alto en su propio país.
A mí, aquel relato me llenaba de curiosidad. Los acontecimientos que se sucedieron a su llegada a Inglaterra me sirvieron para aclarar más mis propios sentimientos. Entre sus otras virtudes, lord Raymond era extraordinariamente apuesto; todo el mundo lo admiraba. Era el ídolo de las mujeres. Se mostraba cortés, se expresaba con dulzura y era ducho en artes fascinantes. ¿Qué no había de lograr un hombre así en la ajetreada Inglaterra? A un cambio sucede otro cambio. La historia completa no me fue revelada, pues Adrian había dejado de escribir, y Perdita se mostraba lacónica en sus cartas. Se decía que Adrian se había vuelto -cómo escribir la palabra fatal- loco; que lord Raymond era el favorito de la reina, y el esposo escogido por ella para su hija. Y aún más: que aquel noble aspirante planteaba de nuevo la pretensión de los Windsor de ocupar el trono. De ese modo, si la enfermedad de Adrian se revelaba incurable y él se casaba con su hermana, la frente de Raymond podría ceñir la corona mágica de la realeza.
Aquel relato corría de boca en boca propagando su fama; aquel relato hacía intolerable mi permanencia en Viena, lejos del amigo de mi juventud. Ahora yo debía cumplir mi promesa, acudir en su ayuda y convertirme en su aliado y en su apoyo, hasta la muerte. Adiós al placer cortesano, a la intriga política, al laberinto de pasiones y locuras. ¡Salud, Inglaterra! ¡Inglaterra natal, recibe a tu hijo! Tú eres el escenario de todas mis esperanzas, el poderoso teatro donde se representa el acto del único drama que puede, con el corazón y el alma, llevarme con él en su avance. Una voz irresistible, un poder omnipotente, me llevaba hacia ella. Tras una ausencia de dos años, arribé a sus orillas sin atreverme a preguntar nada, temeroso de hacer cualquier comentario. Primero visitaría a mi hermana, que vivía en una pequeña casa de campo, parte del regalo de Adrian, y que lindaba con el bosque de Windsor. Por ella conocería la verdad sobre nuestro benefactor. Sabría por qué se había alejado de la protección de la princesa Evadne y me enteraría de la influencia que aquel Raymond, cada vez más poderoso, ejercía en los designios de mi amigo.
Nunca hasta entonces me había hallado en las inmediaciones de Windsor. La fertilidad y la belleza del campo que lo rodeaba me llenaron de una admiración que aumentaba a medida que me aproximaba al antiguo bosque. Las ruinas de los majestuosos robles que habían crecido, florecido y envejecido a lo largo de los siglos indicaban la extensión que había llegado a alcanzar, mientras que las vallas destartaladas y las malas hierbas demostraban que aquella zona había sido abandonada en favor de plantaciones más jóvenes que habían visto la luz a principios del siglo xix y que ahora se alzaban en todo el esplendor de su madurez. La humilde morada de Perdita se hallaba en los límites de aquel territorio más antiguo; ante ella se extendía Bishopgate Heath, que hacia el este parecía interminable, y por el oeste moría en Chapel Wood y el huerto de Virginia Water. Detrás sombreaban la casa los padres venerables de aquel bosque, bajo los cuales los ciervos se acercaban a pacer, y que, en su mayor parte huecos por dentro y resecos, formaban grupos fantasmales que contrastaban con la belleza regular de los árboles más jóvenes. Éstos, retoños de un periodo posterior, se alzaban erectos y parecían dispuestos para avanzar sin temor hacia los tiempos venideros. Aquéllos, rezagados y exhaustos, quebrados, se retorcían y se aferraban los unos a los otros, con sus débiles ramas suspirando ante el azote del viento, batallón golpeado por los elementos.
Una verja discreta cercaba el jardín de la casa de techo bajo, que parecía someterse a la majestad de la naturaleza y acobardarse ante los restos venerables de un tiempo olvidado. Las flores, hijas de la primavera, adornaban aquel jardín y los alféizares de las ventanas. En medio de aquella rusticidad se respiraba un aire de elegancia que revelaba el buen gusto de su ocupante. El corazón me latía con fuerza cuando franqueé la verja. Permanecí junto a la entrada y oí su voz, tan melodiosa como siempre, que antes de poder verla me permitió saber que se encontraba bien.
Al cabo de un momento Perdita apareció ante mí, lozana, con el frescor de su jovial feminidad, distinta y a la vez la misma muchacha montañesa a la que había dicho adiós. Sus ojos no podían ser más profundos de lo que habían sido en su infancia, ni su rostro más expresivo. Pero su gesto sí había cambiado, para mejorar. La inteligencia había hecho nido en su frente. Cuando sonreía, la sensibilidad más fina embellecía su semblante y su voz, grave y modulada, parecía hecha para el amor. Su cuerpo era un ejemplo de proporción femenina. No era alta, pero su vida en las montañas había conferido libertad a sus movimientos, por lo que apenas oí sus pasos ligeros cuando se acercó al vestíbulo para recibirme. Cuando nos separamos, la había estrechado contra mi pecho con gran afecto, y ahora que volvíamos a vernos se despertaron en mí nuevos sentimientos. Nos observamos mutuamente: la infancia había quedado atrás y éramos dos actores hechos y derechos de la cambiante escena. La pausa duró apenas un momento: el torrente de asociaciones y sentimientos naturales que se había detenido, retomó su pleno avance en nuestros corazones, y con la emoción más tierna nos entregamos al abrazo.
Una vez amansada la pasión del momento, nos sentamos juntos con la mente serena y conversamos sobre el pasado y el presente. Yo le pregunté por la frialdad de sus cartas, pero los escasos minutos que habíamos pasado juntos bastaron para explicar el origen de su reserva. En ella habían aflorado nuevos sentimientos, que no podía expresar por escrito a alguien a quien sólo había conocido en la infancia; pero ahora volvíamos a vernos, y nuestra intimidad se renovaba como si nada hubiera intervenido para detenerla. Yo le relaté los detalles de mi estancia en el extranjero, y a continuación le pregunté por los cambios que se habían producido en casa, por las causas de la ausencia de Adrian y por la vida retirada que llevaba.
Las lágrimas que asomaron a los ojos de mi hermana cuando mencioné a nuestro amigo, así como el rubor que tiñó su rostro, parecían avalar la verdad de las noticias que habían llegado hasta mí. Pero las implicaciones de ello eran tan terribles que no quise dar crédito instantáneo a mis sospechas. ¿Reinaba de veras la anarquía en el universo sublime de los pensamientos de Adrian? ¿Había dispersado la locura sus otrora bien formadas legiones, y ya no era dueño y señor de su propia alma? Querido amigo: este mundo enfermo no era clima propicio para tu espíritu amable. Entregaste su gobierno a la falsa humanidad, que lo despojó de sus hojas antes que el mismo invierno, y dejó desnuda su vida temblorosa al pairo maligno de los vientos más fuertes. ¿Han perdido aquellos ojos, aquellos «canales del alma» su sentido, o sólo a su luz aclararían el relato horrible de sus aberraciones? ¿Esa voz ya no «pronuncia música tan elocuente»?9 ¡Horrible, horribilísimo! Me cubro los ojos con las manos, aterrorizado ante el cambio, y mis lágrimas son testigos del dolor que me causa esa ruina inimaginable.
En respuesta a mi pregunta, Perdita me detalló las circunstancias melancólicas que condujeron a esos hechos.
La mente franca e inocente de Adrian, dotada como estaba de todas las gracias naturales, poseedora de los poderes trascendentes del intelecto, carente de la sombra de defecto alguno (a menos que su valiente independencia de ideas pudiera considerarse como tal), vivía entregado -incluso como víctima de sacrificio- a Evadne. Le confiaba los tesoros de su alma, sus aspiraciones una vez alcanzada la excelencia, sus planes para el mejoramiento de la humanidad. A medida que despertaba a la edad adulta, sus proyectos y teorías, lejos de modificarse en aras de la prudencia y los motivos personales, adquirían nueva fuerza otorgada por los poderes que sentía crecer en su interior. Y su amor por Evadne se consolidaba más y más, como si con el paso de los días adquiriera más certeza de que el sendero que perseguía estaba lleno de dificultades y que debía hallar su recompensa no en el aplauso o la gratitud de sus congéneres, ni en el éxito de sus planes, sino en la aprobación de su propio corazón y en el amor y la comprensión de su amada, que había de iluminar todos sus trabajos y recompensar todos sus sacrificios.
En soledad, lejos de los lugares más frecuentados, maduraba sus ideas para la reforma del gobierno inglés y la mejora del pueblo. Todo habría ido bien si hubiera mantenido ocultos sus sentimientos hasta que se hubiera visto en posesión del poder que aseguraría su desarrollo práctico. Pero era impaciente ante los años que debía esperar y sincero de corazón, y no conocía el miedo. No sólo se negó de plano a los planes de su madre, sino que dio a conocer su intención de usar su influencia para minimizar el poder de la aristocracia, alcanzar una mayor igualdad en riquezas y privilegios e introducir en Inglaterra un sistema perfecto de gobierno republicano. En un primer momento su madre consideró aquellas teorías como los sueños desbocados de la inexperiencia. Pero los exponía tan sistemáticamente y los argumentaba con tal coherencia que, aunque aún parecía mostrarse incrédula, empezó a temerle. Trató de razonar con él pero, al saberlo inflexible, aprendió a odiarlo.
Por raro que parezca, aquel sentimiento resultó ser contagioso. Su entusiasmo por un bien que no existía; su desprecio por lo sagrado de la autoridad; su ardor e imprudencia, se hallaban en los antípodas de la rutina habitual de la vida; los más mundanos lo temían; los jóvenes e inexpertos no comprendían la férrea severidad de sus opiniones morales, y desconfiaban de él por considerarlo distinto a ellos. Evadne participaba, aunque fríamente, de sus teorías. Creía que hacía bien en manifestar su voluntad, pero hubiera preferido que ésta resultara más inteligible a las multitudes. Ella carecía del espíritu del mártir y no le entusiasmaba la idea de tener que compartir la vergüenza y la derrota de un patriota caído. Conocía la pureza de sus motivos, la generosidad de su carácter, la verdad y el ardor de los sentimientos que le profesaba, y ella, a su vez, le tenía gran afecto. Él le devolvía aquella dulzura con la mayor de las gratitudes y la convertía en custodia del tesoro de sus esperanzas.
Fue entonces cuando lord Raymond regresó de Grecia. No podían existir dos personas más distintas que Adrian y él. A pesar de todas las incongruencias de su carácter, Raymond era, enfáticamente, un hombre de mundo. Sus pasiones eran violentas, y como solían dominarlo, no siempre lograba ajustar su conducta al cauce de su propio interés, aunque justificarse a sí mismo era, en su caso, su objetivo primordial. Veía en la estructura social parte del mecanismo en que se apoyaba la red sobre la que transcurría su vida. La tierra se extendía como ancho camino tendido para él: el cielo era su palio.
Adrian, por su parte, sentía que pertenecía a un gran todo. No sólo se sentía afín a la humanidad, sino a toda la naturaleza. Las montañas y el cielo eran sus amigos; los vientos y los vástagos de la tierra, sus compañeros de juegos; siendo apenas el foco de ese poderoso espejo, sentía que su vida se fundía con el universo de la existencia. Su alma era comprensión y se dedicaba a venerar la belleza y la excelencia. Adrian y Raymond entraron entonces en contacto y un espíritu de aversión mutua se alzó entre ellos. Adrian rechazaba las estrechas miras del político y Raymond sentía un profundo desprecio por las benévolas visiones del filántropo.
Con la aparición de Raymond se formó la tormenta que arrasó de un solo golpe los jardines de las delicias y los senderos protegidos que a Adrian tanto le gustaban y que se había asegurado como refugio contra la derrota y la ofensa. Raymond, el salvador de Grecia, el soldado dotado de todas las gracias, que en sus maneras exhibía rasgos de todo lo que, característico de su clima natal, Evadne más apreciaba; Raymond obtuvo el amor de Evadne. Desbordada por sus nuevas sensaciones, no se detuvo a examinarlas ni a modelar su conducta con más sentimientos que los del más tirano de todos ellos, que súbitamente usurpó el imperio de su corazón. Sucumbió a su poder, y la consecuencia natural para una mente poco acostumbrada a esas emociones fue que las atenciones de Adrian empezaron a desagradarle. Se volvió caprichosa. La amabilidad que le había demostrado hasta entonces se tornó aspereza y frialdad repulsiva. Cuando percibía la desbocada o patética súplica en su expresivo semblante, se apiadaba, y por un tiempo breve regresaba a su antigua amabilidad. Pero esas fluctuaciones hundían el alma de aquel joven sensible en las simas más profundas. Ya no le parecía que por poseer el amor de Evad- ne dominaba el mundo; ahora sentía en cada uno de sus nervios que las más funestas tormentas del universo mental estaban a punto de cernirse sobre su frágil ser, que temblaba ante la visión de su llegada.
Perdita, que por entonces residía con Evadne, era testigo de la tortura que soportaba Adrian. Ella lo amaba como a un hermano mayor, un familiar que la guiaba, protegía e instruía pero sin ejercer la tiranía tan frecuente de la autoridad paterna. Adoraba sus virtudes y, con una mezcla de desprecio e indignación, veía cómo Evadne le hacía sufrir por otro que apenas se fijaba en ella. En la desesperación de sus soledad, Adrian iba con frecuencia en busca de mi hermana y con circunloquios le hablaba de su tristeza, mientras la fortaleza y la agonía dividían el trono de su mente. ¡Una de las dos no tardaría en conquistarla! La ira no formaba parte de sus emociones. ¿Con quién iba a mostrarse airado? No con Raymond, que era inconsciente de la tristeza que le ocasionaba. Tampoco con Evadne, pues su alma lloraba lágrimas de sangre; pobre muchacha confundida, que era esclava y no tirana. Así, en su propia angustia, Adrian lloraba también por lo que el destino pudiera deparar a la princesa griega. En una ocasión, un escrito suyo cayó en manos de Perdita. Estaba húmedo de lágrimas y cualquiera hubiera añadido las suyas al leerlo.
«La vida -así empezaba- no es como la describen en las novelas; pasar por las medidas de una danza y, tras varias evoluciones llegar a una conclusión, tras lo cual los bailarines se sientan y reposan. Mientras existe vida existen la acción y el cambio. Seguimos adelante, y cada pensamiento se vincula al que le sirvió de padre, y cada acción se vincula a un acto previo. Ninguna alegría, ninguna tristeza muere sin descendencia, que siempre generada y generándose, teje la cadena que forma nuestra vida.
Un día llama a otro día
y así llama, y encadena
llanto a llanto, y pena a pena.10
»En verdad, la decepción es la deidad custodia de la vida humana; tiene su sede en el umbral de un tiempo no nacido y dirige los acontecimientos a medida que aparecen. En otro tiempo mi corazón reposaba, ligero, en mi pecho; toda la hermosura del mundo me era doblemente hermosa, pues irradiaba de la luz del sol que brotaba de mi propia alma. ¡Oh! ¿Por qué razón el amor y la ruina se unen eternamente en este nuestro sueño mortal? Pues cuando hacemos de nuestros corazones guarida para la bestia de aspecto amable, su compañera entra con ella y sin piedad destruye lo que podría haber sido un hogar y un refugio.»
Gradualmente su tristeza fue minando su salud, y después fue su inteligencia la que sucumbió a la misma tiranía. Sus modales se asilvestraron; en ocasiones se mostraba feroz y en ocasiones absorto en una melancolía muda. Sin previo aviso, Evadne abandonó Londres para trasladarse a París. Él fue tras ella y le dio alcance cuando su nave estaba a punto de zarpar. Nadie sabe qué sucedió entre ellos, pero Perdita ya no volvió a verlo. Adrian vivía en reclusión, nadie sabía dónde, servido por personas que su madre había contratado a tal efecto.