CAPÍTULO VIII
¿Qué hacía entretanto Perdita?
Durante los primeros meses de Protectorado, Raymond y ella habían sido inseparables. Él le pedía opinión sobre todos los proyectos y todos los planes debían ser aprobados por ella. Jamás vi a nadie más feliz que mi dulce hermana. Sus ojos expresivos eran dos estrellas, y su amor, los destellos que emitían. La esperanza y la despreocupación se dibujaban en su frente despejada. A veces incluso se le saltaban lágrimas de alegría al ensalzar la gloria de su señor. Su existencia toda era un sacrificio en su honor, y si en la humildad de su corazón sentía cierta auto- complacencia, ésta nacía de pensar que había hecho suyo al héroe absoluto de su tiempo, y que lo había conservado durante años, incluso después de que el tiempo hubiera apartado del amor su alimento más común. Ella, por su parte, seguía sintiendo exactamente lo mismo que al principio. Cinco años no habían bastado para destruir la deslumbrante irrealidad de su pasión. La mayoría de los hombres rasgaban despiadadamente el velo sagrado de que se reviste el corazón femenino para adornar el ídolo de sus afectos. No así Raymond. Él era un ser encantador, y su reinado jamás menguaba; un rey cuyo poder nunca se suspendía. Aunque se le siguiera por los senderos de la vida cotidiana, el mismo encanto de su gracia y su majestad los adornaba. Tampoco se despojaba jamás de la deificación innata con que la naturaleza lo había investido. Perdita ganaba en belleza y excelencia bajo su mirada. Yo apenas reconocía ya a la hermana abstraída y reservada en la fascinante y abierta esposa de Raymond. Al genio que iluminaba su rostro se sumaba ahora una expresión de benevolencia que confería una perfección divina a su hermosura.
La felicidad es, en su grado máximo, hermana de la bondad. El sufrimiento y la amabilidad pueden ir de la mano, y a los escritores les encanta representar tal conjunción; existe una armonía enternecedora y humana en esa representación. Pero la felicidad perfecta es un atributo de los ángeles. Y quien la posee parece un ser angelical. Se ha dicho que el miedo es pariente de la religión, e incluso que la religión es su generadora, la que conduce a sus fieles a sacrificar víctimas humanas en sus altares. Pero la religión que nace de la felicidad es de una clase mejor: la religión que nos hace exclamar fervorosos agradecimientos y nos hace derramar el excedente del alma ante el creador de nuestro ser; la que es progenitora de la imaginación y alimento de su poesía; la que otorga una inteligencia benévola a los mecanismos visibles del mundo y convierte la tierra en un templo cuyo pináculo es el cielo; esa felicidad, esa bondad y esa religión habitaban en la mente de Perdita.
Durante los cinco años que habíamos pasado juntos, en la comunión de nuestra dicha, la suerte que había tenido en la vida era tema recurrente de conversación para mi hermana. La costumbre y el afecto natural la llevaban a preferirme a mí, más que a Adrian o a Idris, como interlocutor en aquellas muestras desbordantes de alegría. Tal vez, aunque en apariencia fuéramos tan distintos, algún punto secreto de similitud, consecuencia de la consanguinidad, inducía su preferencia. Con frecuencia, cuando anochecía, paseaba con ella por los senderos umbríos del bosque, y la escuchaba alegre y comprensivo. La seguridad confería dignidad a sus pasiones, la certeza de una correspondencia plena no dejaba lugar en ella para deseos insatisfechos. El nacimiento de su hija, reproducción exacta de Raymond, supuso el colmo de su dicha y creó un vínculo sagrado e indisoluble entre ellos. A veces se sentía orgullosa de que la hubiera preferido a ella a las esperanzas de una corona. En ocasiones recordaba que había experimentado gran angustia cuando él se mostró vacilante en su elección. Pero el recuerdo de aquella desazón no hacía sino subrayar su alegría presente. Lo que había obtenido con esfuerzo le resultaba, una vez alcanzado, doblemente encomiable. Lo observaba desde lejos con el mismo arrobamiento («Oh, no, con un arrobamiento mucho más intenso») que podría sentir alguien que, vencidos los peligros de una tempestad, se viera frente al puerto deseado. Avanzaba a toda prisa hacia él para sentir con más certidumbre, entre sus brazos, la realidad de su dicha. La calidez del afecto de Raymond, sumada a lo profundo de la comprensión de Perdita y a la brillantez de su imaginación la convertían, más allá de la palabras, en un ser adorado por su esposo.
Si alguna insatisfacción la visitaba alguna vez, ésta nacía de la idea de que él pudiera no ser feliz del todo. No en vano la característica de su juventud había sido el deseo de fama y la ambición presuntuosa. Aquélla la había adquirido en Grecia, y ésta la había sacrificado en aras del amor. Su intelecto hallaba suficiente campo para ejercitarse en su círculo doméstico, cuyos miembros, todos ellos adornados por el refinamiento y la literatura, también se distinguían, o al menos muchos de ellos, por su genio. Con todo, la vida activa era el abono para sus virtudes, y en ocasiones sufría el tedio de la monotonía con que se sucedían los hechos en nuestro retiro. El orgullo le impedía quejarse, y la gratitud y el afecto que sentía por Perdita solían actuar como adormidera contra todos sus deseos salvo el de ser digno de su amor. Todos nos percatábamos de que le asaltaban aquellos sentimientos, y nadie los lamentaba más que Perdita. Su vida, que consagraba a él, era un sacrificio menor comparado con la decisión que él había tomado, pero aquello no era suficiente. ¿Acaso necesitaba él alguna gratificación que ella no podía darle? Ésa era la única nube en el cielo azul de su felicidad.
Su acceso al poder estuvo lleno de dolor para ambos, aunque, él, al menos, satisfacía así sus deseos, cumplía con aquello para lo que la naturaleza parecía haberlo moldeado. Su actividad se veía colmada por completo, sin que se produjeran cansancio ni saciedad. Su gusto y su genio hallaban expresión plena en todos y cada uno de los modos que los seres humanos han inventado para captar y manifestar el espíritu de la belleza. La bondad de su corazón nunca se cansaba de procurar el bienestar de su prójimo. Su alma generosa y sus aspiraciones de conseguir el respeto y el amor de la humanidad daban al fin sus frutos. Cierto; su exaltación era temporal. Tal vez fuera mejor así. El hábito no adormecería su disfrute del poder, y las luchas, decepciones y derrotas no le aguardarían al final de todo lo que expirase al alcanzar su madurez. Estaba decidido a extraer y condensar toda la gloria, todo el poder, todos los logros que pudieran conseguirse en un reinado largo, y ejecutarlos en los tres años que durara su Protectorado.
Raymond era un ser eminentemente social. Todo aquello de lo que ahora disfrutaba habría estado exento de placer para él si no hubiera podido compartirlo con otros. Pero en Perdita poseía todo lo que su corazón deseaba. Del amor que ella le profesaba nacía la comprensión; la inteligencia que demostraba la llevaba a entenderlo sin necesidad de que entre ellos mediaran las palabras. Durante los primeros años de su unión, sus cambios de humor, matizados por la contención que aplacaba su carácter, habían supuesto en Raymond cierto freno a la plenitud de sus sentimientos. Pero ahora que su serenidad inalterable y su conformismo tranquilo se sumaban a sus demás cualidades, el respeto que sentía por ella era tanto como su amor. Los años transcurridos favorecían la solidez de su unión. Ya no debían adivinar, avanzar a tientas tratando de intuir el mejor modo de complacer al otro, esperando que su dicha se prolongara, y a la vez temiendo que terminara. Cinco años aportaban sobria certeza a sus emociones sin privarlos por ello de lo etéreo de su emoción. Habían tenido un hijo, lo que no había hecho menguar en absoluto el atractivo personal de mi hermana. Su timidez, que en ella casi había equivalido a incomodidad, se convirtió en aplomo sutil, y la franqueza sustituyó a la reserva como característica destacada de su fisonomía. Su voz iba adquiriendo un tono suave, interesante. Acababa de cumplir los veintitrés, y el orgullo de su feminidad llenaba sus preciosos deberes de esposa y madre y le otorgaba todo lo que su corazón siempre había deseado. Raymond era diez años mayor. A su belleza, dignidad y aspecto noble, añadía ahora gentil benevolencia, irresistible ternura y una atención delicada y franca a los deseos de los demás.
El primer secreto que existió entre ellos fueron las visitas de Raymond a Evadne. La fortaleza y la hermosura de la infortunada griega le habían causado asombro. Al descubrir que ella demostraba por él un aprecio inquebrantable, él le preguntó, sorprendido, por cuál de sus actos merecía ser objeto de su amor apasionado y no correspondido. Así, Evadne se convirtió, durante un tiempo, en el objeto único de sus ensoñaciones. Y Perdita se dio cuenta de que los pensamientos y el tiempo de su amado se ocupaban en asuntos de los que ella no participaba. Mi hermana era por naturaleza ajena a los celos angustiados e infundados. El tesoro que poseía en el afecto de Raymond le era más necesario que la sangre que corría por sus venas, y con más motivo que Otelo podría haber afirmado:
Estar dudoso una vez
es decidirse una vez. 20
En aquella ocasión no sospechó ninguna alienación de sus afectos, y más bien creía que el misterio se debía a alguna circunstancia relacionada con el alto cargo que ocupaba. Se sentía desconcertada y dolida. Empezó a contar los largos días, y los meses, y los años que habrían de transcurrir hasta que él regresara a la esfera de lo privado y se entregara de nuevo a ella sin reservas. Pero no se acostumbraba a que él le ocultara nada, y con frecuencia se lamentaba. Con todo, mantenía inalterada la convicción de que era la única que ocupaba un lugar en sus afectos.
Y cuando estaban juntos, libre de temores, abría su corazón a la más completa dicha.
El tiempo pasaba. Raymond, en plena carrera, se detuvo a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Y, contemplando así el futuro, ante él aparecieron dos conclusiones: que debía mantener en secreto su relación con Evadne, y que si no lo hacía así Perdita acabaría por enterarse. La precaria situación de su amiga le impedía plantearse la posibilidad de alejarse de ella. Desde el primer momento había renunciado a mantener una conversación franca con la compañera de su vida, franqueza con que habría podido ganarse su complicidad. Ahora, el velo debía ser más grueso que el inventado por los celos turcos, y el muro más alto que el del torreón inexpugnable de Vathek,21para ocultarle las cuitas de su corazón y los secretos de sus acciones. Pero la idea le resultaba dolorosa hasta lo intolerable. La franqueza y la participación de lo social constituían la esencia de la naturaleza de Raymond. Sin ellas, sus cualidades desaparecían y, sin sus cualidades, la gloria que prodigaba en su relación con Perdita se esfumaría, y su decisión de renunciar a un trono por su amor se convertiría en algo tan débil y vacío como los colores del arco iris, que desaparecen cuando se oculta el sol. Sin embargo, no había remedio. Ni el genio, ni la devoción ni el coraje, que eran los adornos de su mente, ejercidos al unísono y con el mayor de sus esfuerzos, bastarían para hacer retroceder un ápice las ruedas del carro del tiempo. Lo que había sido estaba escrito con la pluma diamantina de la realidad en el volumen eterno del pasado. Y no había agonía ni lágrimas suficientes para borrar una sola coma del acto consumado.
Pero ése era el mejor aspecto de la cuestión. ¿Qué sucedería si las circunstancias llevaran a Perdita a sospechar, y a zanjar la sospecha? Todas las fibras de su cuerpo cedieron y un sudor frío le cubrió la frente al pensarlo. Muchos hombres se burlarían de ese temor. Pero él leía el futuro, y la paz de Perdita le importaba demasiado, aunque la agonía muda resultara demasiado cierta, demasiado temible como para no alterarlo. No tardó en decidirse: si sucedía lo peor, si ella descubría la verdad, no soportaría sus reproches ni sería testigo de su expresión de dolor. La abandonaría, dejaría atrás Inglaterra, a sus amigos, los escenarios de su juventud, las esperanzas del porvenir, e iría en busca de otro país, y en otros escenarios empezaría a vivir de nuevo. Cuando lo hubo decidido, se sintió más sosegado. Pensaba conducir con prudencia los corceles del destino por la senda tortuosa que había escogido, y pondría todo su empeño en ocultar lo que no era capaz de alterar.
La confianza absoluta que seguía existiendo entre Perdita y él hacía que lo compartieran todo. Uno abría las cartas de la otra pues, incluso entonces, sus corazones no se ocultaban mutua-mente ni sus pliegues más recónditos. Así, un día llegó una carta inesperada y Perdita la abrió. De haber contenido la confirmación, ella habría quedado aniquilada. Pero la misiva no era tan explícita y ella, temblorosa, fría y pálida, fue en busca de Raymond, que se encontraba solo, estudiando unas peticiones presentadas últimamente al gobierno. Entró sin hacer ruido, se sentó en un sofá, frente a él, y lo observó con tal expresión de desesperación que los gritos más estridentes y los lamentos más descarnados habrían sido desvaídas demostraciones de dolor comparadas con la encarnación viva de éste que mostraba ella.
En un primer momento, él no levantó la vista de los documentos. Pero cuando lo hizo, le asustó la zozobra dibujada en sus mejillas y, olvidando por un instante sus propios actos y temores, le preguntó, consternado:
-¿Qué ocurre, querida? ¿Qué te sucede?
-Nada -respondió ella al momento-. Aunque en realidad sí... -Pronunciaba sus palabras cada vez más atropelladamente-. Tienes secretos, Raymond. ¿Dónde has estado últimamente? ¿A quién has visto, qué me ocultas? ¿Por qué ya no gozo de tu confianza? Pero no es esto lo que... No pretendo acorralarte con preguntas. Una me basta... ¿Tan mala soy?
Con mano temblorosa le alargó la carta y volvió a sentarse, pálida e inmóvil, observándolo mientras él la leía. Raymond reconoció al instante la letra de Evadne y se ruborizó. A gran velocidad imaginó el contenido de la carta. Ahora todo pendía de un hilo. La falsedad y el artificio eran minucias comparadas con su inminente ruina. Debía disipar de un plumazo las sospechas de Perdita o abandonarla para siempre.
-Querida niña -dijo-, soy culpable, pero debes perdonarme. No debí iniciar este engaño, pero lo hice para ahorrarte sufrimientos, y cada día se me hacía más difícil alterar mi plan. Además, la infortunada autora de estas pocas líneas me inspiraba discreción.
Perdita ahogó un grito.
-¡Continúa! -exclamó-. ¡Continúa!
-Eso es todo... esta carta lo dice todo. Me encuentro en la más difícil de las circunstancias. He obrado lo mejor que he sabido, y aun así tal vez he obrado mal. Mi amor por ti se mantiene inviolado.
Perdita negó con la cabeza, vacilante.
-No puede ser -dijo-. Sé que no es así. Tú quieres engañarme, pero yo no me dejaré engañar. Te he perdido, me he perdido, he perdido mi vida.
-¿No me crees? -le preguntó Raymond, altivo.
-Para creerte -exclamó ella-, renunciaría a todo y moriría feliz, para sentir, después de muerta, que lo que dices es cierto. Pero no puede ser.
-Perdita -prosiguió Raymond-. No ves el precipicio frente al que te hallas. Tal vez creas que no accedí a la línea de conducta que he seguido recientemente sin vacilaciones ni dolor. Sabía que era posible que despertara tus sospechas. Pero confiaba en que mi sola palabra bastara para disiparlas. Construí mi esperanza sobre tu confianza. ¿Crees que aceptaré ser interrogado y que mis respuestas se rechacen sin más? ¿Crees que aceptaré que se sospeche de mí, que tal vez se me vigile, que se me someta a escrutinio y que se desconfíe de mi testimonio? Todavía no he caído tan bajo. Mi honor no está aún tan manchado. Tú me has amado. Yo te he adorado. Pero todos los sentimientos humanos llegan a su fin. Dejemos que expire nuestro afecto, pero no consintamos en convertirlo en desconfianza y recriminación. Hasta ahora hemos sido amigos, amantes; no nos convirtamos en enemigos, en espías mutuos. No puedo vivir siendo objeto de sospecha, y tú no puedes creerme. ¡Separémonos entonces!
-¡Exacto! -exclamó Perdita-. ¡Sabía que acabaría así! ¿Acaso ya no estamos separados? ¿Acaso entre nosotros no se abre un río tan ancho como el mar, tan hondo como una sima?
Raymond se puso en pie y, con voz entrecortada, los rasgos tensos, el gesto sereno, como el del aire antes de un temblor de tierra, respondió:
-Me alegro de que te tomes mi decisión tan filosóficamente. Sin duda representarás admirablemente el papel de esposa ultrajada. A veces te asaltará la sensación de que te has equivocado conmigo, pero la condolencia de tus familiares, la lástima del mundo, el bienestar que la conciencia de tu propia inocencia inmaculada te concederá, será un bálsamo excelente... ¡A mí no volverás a verme!
Raymond se acercó a la puerta. Olvidó que todas y cada una de las palabras que había pronunciado eran falsas. Representaba su inocencia con tal convicción que a sí mismo se engañaba. ¿No lloran los actores cuando actúan sus pasiones imaginarias? Un sentimiento más intenso que la realidad de la ficción se apoderaba de él. Hablaba con orgullo. Se sentía herido. Perdita alzó la vista y vio la ira en su mirada. Raymond apoyaba la mano en el tirador de la puerta. Se puso en pie y se arrojó a su cuello sollozando, gimoteando. Él le tomó la mano, la condujo hasta el sofá y se sentó a su lado. Ella le apoyó la cabeza en el hombro, temblorosa, mientras ráfagas abrasadoras y heladas recorrían alternativamente su ser. Observando su emoción, Raymond le habló con tono pausado.
-El golpe se ha asestado. No me alejaré de ti sintiendo este disgusto. Te debo demasiado. Te debo seis años se felicidad sin fisuras. Pero esos años ya han terminado. No viviré bajo sospecha, siendo objeto de los celos. Te amo demasiado. En nuestra separación eterna sólo podemos esperar dignidad y rectitud de acción. Por tanto, no nos degradarán nuestros verdaderos personajes. La fe y la devoción han sido hasta hoy la esencia de nuestra relación. Perdidas ambas, no nos aferremos al caparazón estéril de la vida, al grano sin semilla. Tú tienes a la niña, a tu hermano, a Idris, a Adrian...
-¡Y tú -exclamó Perdita- a la autora de esta carta!
Un rayo de indignación incontrolable recorrió la mirada de Raymond. Sabía que, al menos esa acusación, era falsa.
-Alimenta esa creencia -dijo-, mécela en tu corazón, conviértela en almohada donde repose tu cabeza, en opio para tus ojos. Yo me conformo. Pero, por el Dios que me creó, el infierno no es más falso que las palabras que acabas de pronunciar.
A Perdita le impresionó la seriedad impávida de sus afirmaciones.
-No me niego a creerte, Raymond -respondió, sincera-; al contrario. Prometo demostrar una fe implícita en tu mera palabra. Asegúrame sólo que no has violado nunca tu amor y tu fe por mí. Y la sospecha, la duda y los celos se disiparán al momento. Seguiremos como siempre, un solo corazón, una sola esperanza, una sola vida.
-Ya te he asegurado mi fidelidad -dijo Raymond con frialdad desdeñosa-. Una triple afirmación no vale de nada cuando se desprecia a alguien. No diré más, pues nada puedo añadir a lo que ya he dicho, y que tú despectivamente has puesto en duda. Esta disputa es indigna de los dos, y confieso estar cansado de tener que responder a unos cargos que son a la vez infundados y crueles.
Perdita trató de leer en su rostro, que él apartó, airado. Había tanta verdad y naturalidad en su resentimiento que sus dudas se disiparon. El gesto de ella, que durante años no había expresado más que emociones ligadas al afecto, volvió a mostrarse radiante y satisfecho. Con todo, no le resultó nada fácil ablandar y apaciguar a Raymond. En un primer momento él se negó a quedarse para escucharla. Pero no hubo modo de disuadirla. Segura de su amor inalterado, estaba dispuesta a entregarse a cualquier esfuerzo, a usar cualquier artimaña, para apartarlo de su enfado. Finalmente él accedió a escucharla y se sentó en silencio, altivo. Primero ella le aseguró que sentía una confianza ilimitada en él. Eso debía saberlo bien, pues de no ser así no pretendería retenerlo. Enumeró entonces sus años de felicidad. Recreó para él escenas pasadas de intimidad y dicha. Imaginó en voz alta su vida futura, mencionó a su hijita y las lágrimas, inoportunas, inundaron sus ojos. Trató de contenerlas sin éxito y un sollozo quebró su voz. Hasta ese momento no había llorado. Raymond no pudo soportar aquellas muestras de dolor. Se sentía tal vez algo avergonzado del papel de hombre ultrajado que representaba, cuando en realidad era él el causante del ultraje. Y en ese instante sintió un amor absoluto por Perdita. La curva de su nuca, los rizos resplandecientes, el ángulo de su cuerpo eran para él motivo de profunda ternura y admiración. Mientras hablaba, su voz melodiosa se apoderaba de su alma, y no tardó en compadecerse de ella, en consolarla y acariciarla, tratando de convencerse a sí mismo de que jamás la había engañado.
Raymond abandonó el despacho tambaleante, como quien acaba de ser sometido a tortura y aguarda impaciente que vuelvan a infligírsela. Había pecado contra su propio honor afirmando, jurando algo que era, sencillamente, falso. Cierto que había engañado a una mujer, lo que tal vez pudiera considerarse menos vil... para otros, no para él. Pues, ¿a quién había engañado? A Perdita, la mujer que confiaba en él, que lo adoraba, que con su fe generosa lo hería doblemente cada vez que recordaba la exhibición de inocencia que había desplegado ante él. La mente de Raymond no era tan dura, ni las circunstancias de la vida lo habían tratado con tanta crudeza como para volverlo inmune a tales consideraciones. Al contrario, sentía los nervios destrozados, y el espíritu en llamas que menguaban y se disipaban al contagiarse de los vaivenes de un ambiente viciado. Pero ahora ese contagio se había incorporado a su esencia y el cambio resultaba más doloroso. La verdad y la falsedad, el amor y el odio, habían perdido sus fronteras eternas, el cielo se aprestaba a mezclarse con el infierno. Y mientras, su mente sensible, en medio del campo de batalla, sintió el aguijonazo de la locura. Se despreciaba profundamente a sí mismo, estaba enfadado con Perdita, y la idea de Evadne se acompañaba de todo lo que resultaba odioso y cruel. Sus pasiones, que siempre lo habían dominado, hacían acopio de nuevas fuerzas desde el largo sueño en que el amor las había acunado, y el peso inminente del destino lo abatía; se sentía lanceado, torturado, en extremo impaciente por la irrupción de la peor de las desgracias: el remordimiento. Ese estado de congoja le llevó, gradualmente, a una animosidad taciturna primero, y luego al desánimo. Sus inferiores, e incluso sus iguales, si es que en el cargo que ocupaba tenía alguno, se sorprendieron al hallar ira, amargura y sarcasmo en quien antes destacaba por su dulzura y benevolencia. Se ocupaba de los asuntos públicos con desagrado y se refugiaba en cuanto podía en una soledad que era a la vez su desgracia y su alivio. Montaba un caballo brioso, el mismo que le había llevado a la victoria en Grecia. Se fatigaba practicando ejercicios extenuantes, procurando olvidar los zarpazos de una mente angustiada mediante la entrega a sensaciones animales.
Fue recuperándose lentamente y, al fin, como si de vencer los efectos de un veneno se tratara, alzó la cabeza por sobre los vapores de la fiebre y la pasión y alcanzó la atmósfera serena de la reflexión sosegada. Meditó sobre qué era lo mejor que podía hacer. En primer lugar le sorprendió constatar el tiempo que había transcurrido desde que la locura, más que cualquier impulso razonable, se había erigido en árbitro de sus acciones. Había pasado un mes, y durante todo ese tiempo no había visto a Evadne. La fortaleza de la joven griega, vinculada a algunas de las emociones duraderas del corazón de Raymond, había decaído en gran medida. Él ya no era su esclavo, ya no era su amante. Ya no volvería a verla más y, por lo absoluto de su enmienda, merecía recuperar la confianza de Perdita.
Y sin embargo, a pesar de su determinación, en su fantasía imaginaba la miserable morada de la griega. Una morada que, movida por sus nobles y elevados principios, se negaba a cambiar por otra más lujosa. Pensaba en la gracia que irradiaba su aspecto la primera vez que la vio; fantaseaba con su vida en Constantinopla, rodeada de magnificencia oriental en toda circunstancia, pensaba en su penuria presente, en sus trabajos cotidianos, en su penoso estado, en sus mejillas pálidas y hundidas por el hambre. La compasión le henchía el pecho. Volvería a verla una vez más, una sola. Idearía un plan para restituirla a la sociedad y lograr que volviera a disfrutar de todo lo que era propio de su rango. Y una vez lo hubiera hecho, de manera inevitable, se produciría la separación.
También pensó en que, durante ese mes, había evitado a Perdita, apartándose de ella como de los aguijones de su propia conciencia. Pero ahora había despertado y debía poner remedio a aquella situación. Con su devoción futura borraría aquella mancha única en la serenidad de su vida. Al pensar en ello se sintió más animado, y con seriedad y resolución fue trazando la línea de conducta que habría de adoptar. Recordó que había prometido a Perdita asistir esa misma noche (diecinueve de octubre, aniversario de su elección como Protector) a la fiesta que se organizaba en su honor, una fiesta que había de ser un buen augurio de los años de felicidad futura. Pero antes se ocuparía de Evadne. No se quedaría con ella, pero le debía una explicación, una compensación por su larga e inesperada ausencia. Y después regresaría a Perdita, al mundo olvidado, a los deberes de la sociedad, al esplendor del rango, al disfrute del poder.
Tras la escena descrita en las páginas precedentes, Perdita había asistido a un cambio radical en las maneras y la conducta de su esposo. Ella esperaba volver a la libertad de comunicación y al afecto en su relación, un afecto que había constituido la delicia de su vida. Pero Raymond no se había unido a ella en sus advocaciones. Se ocupaba de sus asuntos cotidianos lejos de ella, se ausentaba de casa y ella no sabía adónde iba. El dolor infligido por aquella decepción era intenso y le daba tormento. Ella lo veía como un sueño engañoso y trataba de apartarlo de su conciencia. Pero como la camisa de Neso,22se aferraba a su carne y ávidamente consumía su principio vital. Poseía aquello (aunque tal afirmación pueda parecer una paradoja) que pertenece sólo a unos pocos, la capacidad de ser feliz. Su delicada estructura y su imaginación creativa la hacían especialmente susceptible de sentir emociones placenteras. La calidez desbordante de su corazón, que convertía el amor en una planta de raíces profundas y majestuoso crecimiento, había dispuesto su alma toda para la recepción de la felicidad, y entonces había encontrado en Raymond todo lo que podía adornar el amor y satisfacer su imaginación. Pero si el sentimiento sobre el que se apoyaba el tejido de su existencia se volvía algo manido por culpa de la participación, de la interminable sucesión de atenciones y acciones benéficas depositadas en otros -el universo de amor de Raymond arrancado de ella-, entonces la felicidad se ausentaba de ella y se convertía en su contrario. Las mismas peculiaridades de su carácter convertían sus penas en agonías; su imaginación las magnificaba, su sensibilidad la dejaba siempre expuesta a la misma impresión renovada; el amor envenenaba el aguijón que se clavaba en el corazón. No había sumisión, paciencia ni entrega en su dolor. Ella lo combatía, luchaba contra él, y con su resistencia volvía más duros los zarpazos. La idea de que él amaba a otra regresaba a ella una y otra vez. Para hacerle justicia, admitía que Raymond sentía por ella un tierno afecto, pero conceder un premio menor a alguien que, en la lotería de la vida futura, ha soñado con poseer decenas de miles, es causarle una decepción mayor que si no ganara nada. El afecto y la amistad de él podía resultar inestimable, pero, más allá de ese afecto, más profundo que la amistad, se ocultaba el tesoro indivisible del amor. La suma completa era de tal magnitud que ningún aritmético sería capaz de calcular su valor. Y si se sustraía de ella la porción más pequeña, si se daba nombre a sus partes, si se separaba por grados y secciones, como la moneda del mago, como el oro falso de la mina, se convertía en la sustancia más vil. El ojo del amor encierra un significado; existe una cadencia en su voz, una irradiación en su sonrisa, el talismán cuyo encantamiento sólo uno puede poseer. Su espíritu es elemental, su esencia, simple, su divinidad, unitaria. El corazón y el alma misma de Raymond y Perdita se habían fundido, como dos arroyos de montaña que se unen en su descenso y murmuran y discurren sobre los guijarros resplandecientes, junto a flores que son como estrellas. Pero si uno de los dos abandona su carrera esencial, o queda retenido por algún obstáculo, el otro ve menguar su caudal. Perdita sentía aquella disminución de la marea que alimentaba su vida. Incapaz de soportar el lento marchitarse de sus esperanzas, se le ocurrió un plan con el que pensaba poner fin a ese periodo de tristeza y recobrar la felicidad tras los recientes y desastrosos acontecimientos.
Estaba a punto de cumplirse un año del nombramiento de Raymond como Protector. Era costumbre celebrar ese día con una fiesta espléndida. Eran varios los sentimientos que impulsaban a Perdita a duplicar la magnificencia del evento. Y sin embargo, mientras se preparaba para la velada, se preguntaba por qué se tomaba tantas molestias en celebrar tan suntuosamente un hecho que, a sus ojos, marcaba el inicio de sus sufrimientos. La desgracia se cernió sobre aquel día, pensó, la desgracia, las lágrimas y los lamentos cayeron sobre la hora en que Raymond albergó más esperanzas que la esperanza del amor, más deseos que el deseo de mi devoción. Y tres veces dichoso será el momento en que me será devuelto. Dios sabe que deposito mi confianza en sus promesas, y creo en la fe que ha proclamado, y sin embargo, de ser así, no perseguiría lo que estoy resuelta a conseguir. ¿Deben transcurrir dos años más de este modo, nuestra alienación aumentando día a día, cada acto convertido en una piedra que sirve para levantar el muro que nos separa? No, Raymond mío, mi único amado, sola posesión de Perdita. Esta noche, durante la espléndida recepción, en estas suntuosas estancias, en compañía de tu llorosa niña nos reuniremos todos para celebrar tu abdicación. Por mí, en una ocasión, renunciaste a la corona. Fue en los días primeros de nuestro amor, cuando no podía estar segura de nuestra felicidad y me alimentaba sólo de esperanzas. Ahora ya conoces por experiencia todo lo que puedo darte, la devoción de mi alma, el amor inmaculado, mi sumisión inquebrantable a ti. Debes escoger entre todo ello y tu Protectorado. Ésta, noble orgulloso, es tu última noche. Perdita ha puesto en ella todo lo magnífico y deslumbrante que tu corazón más ama, pero cuando salga el sol deberás alejarte de estos espléndidos aposentos, de la asistencia de los notables, del poder y la elevación, para regresar a nuestra morada del campo. Yo no aceptaría una inmortalidad de dicha si para lograrla hubiera de soportar aquí una semana más.
Meditando su plan, dispuesta a proponérselo, llegada la hora, y decidida a insistir en que él lo aceptara, segura de que la complacería, el corazón de Perdita se sintió liberado de su carga, exaltado. El color volvió a sus mejillas con la emoción de la espera. Sus ojos brillaban con la promesa del triunfo en la batalla. Habiéndose jugado el destino a una sola carta, y con la seguridad de ganar la partida, ella, de quien he escrito que llevaba el sello de reina de naciones en la frente, se alzó entonces por encima de la humanidad y, revestida de un poder sereno, pareció detener con un solo dedo la rueda de los hados. Nunca como en ese instante fue tan encantadora, tan divina.
Nosotros, los pastores arcadios del relato, habíamos manifestado nuestra intención de asistir a la fiesta, pero Perdita nos escribió para pedirnos que no lo hiciéramos y que nos ausentáramos de Windsor, pues ella (que no nos reveló sus planes) pensaba regresar a nuestro querido refugio a la mañana siguiente, para retomar el curso de una vida en la que había hallado la felicidad completa. Más tarde, aquella noche entró en los aposentos dispuestos para la celebración. Raymond había abandonado el palacio la noche anterior con la promesa de acudir a la velada, pero todavía no había regresado. Sin embargo, ella estaba segura de que finalmente llegaría. Y cuanto más parecía abrirse la brecha de la crisis, más segura estaba ella de que lograría cerrarla para siempre.
Era, como he dicho, diecinueve de octubre, bien entrado el lúgubre otoño. El viento ululaba, los árboles medio desnudos se despojaban del recuerdo de su ornato estival. El aire, que inducía a la agonía de la vegetación, aparecía hostil a toda alegría y esperanza. La decisión que había tomado Raymond le había alegrado el ánimo, pero a medida que moría el día, su humor se ensombrecía. Primero debía visitar a Evadne, y después dirigirse deprisa al palacio del Protectorado. Mientras caminaba por las callejuelas del barrio donde vivía la desdichada griega, su corazón se le encogía al pensar en lo mal que se había portado con ella. En primer lugar, había consentido que permaneciera en aquel estado de degradación; y después, tras una breve ensoñación desbocada, la había abandonado a su triste soledad, su ansiosa conjetura, su amarga, insatisfecha esperanza. ¿Qué habría hecho ella mientras tanto? ¿Cómo habría resistido su ausencia y abandono? La luz se extinguía en aquellos callejones, y cuando se abrió la puerta que tan bien conocía, la escalera apareció envuelta en tinieblas. Subió por ella a tientas, entró en el desván y encontró a Evadne tendida en el lecho, muda, casi sin vida. Llamó a voces a los vecinos, pero éstos no supieron decirle nada, salvo que nada sabían. Para él su historia estaba clara, clara y diáfana como el remordimiento y el horror que clavaba en él sus zarpas. Cuando se vio desamparada por él, perdió las ganas de recurrir a sus advocaciones más frecuentes. El orgullo le impedía pedirle ayuda a él. Dio la bienvenida al hambre, que para ella era la custodia de las puertas de la muerte, entre cuyos pliegues, sin pecado, no tardaría en hallar reposo. Nadie acudía a verla mientras sus fuerzas flaqueaban.
Si moría, ¿dónde se hallaría constancia de un asesinato que pudiera compararse, en su crueldad, al que él habría cometido? ¿Qué ser abyecto más cruel en su maldad, qué alma condenada más merecedora de la perdición eterna? Mandó buscar a un médico. Pasaban las horas, que la incertidumbre convertía en siglos. A la oscuridad de la larga noche otoñal siguió el dia, y sólo entonces su vida pareció a salvo. Entonces ordenó su traslado a un lugar más cómodo y permaneció a su lado para asegurarse de que seguía reponiéndose.
Cuando se hallaba así atenazado por la zozobra y el miedo, había recordado la fiesta que Perdita había organizado en su honor. En su honor, mientras la desgracia y la muerte se iban grabando, indelebles, sobre su nombre, en su honor, cuando por sus crímenes merecía el cadalso. Aquella era la peor de las burlas. Y sin embargo Perdita lo esperaba. Escribió unas líneas inconexas en un pedazo de papel en las que le informaba de que se encontraba bien, y ordenó a la casera que lo llevara a palacio y lo pusiera en manos de la esposa del Protector. La mujer, que no lo había reconocido, le preguntó desdeñosa cómo creía que iba a recibirla la primera dama, nada menos que el día en que tenía lugar una celebración. Raymond le entregó su anillo para asegurarle el crédito de los sirvientes. Así, mientras Perdita se ocupaba de los invitados y aguardaba impaciente la llegada de su señor, un mayordomo le hizo llegar la alianza y le informó de que una mujer pobre traía una nota que debía entregarle en mano.
La misión que le había sido encomendada azuzó la vanidad de la vieja chismosa, a pesar de no comprender su alcance pues, en realidad, seguía sin sospechar que el visitante de Evadne fuera lord Raymond. Perdita temía que se hubiera caído del caballo o que hubiera sufrido algún otro accidente, hasta que las respuestas de la mujer despertaron en ella otros miedos. Recreándose en un engaño ejercido a ciegas, la mensajera entrometida, si no maligna, no le habló de la enfermedad de Evadne. Pero sí le hizo un relato detallado de las frecuentes visitas de Raymond, salpicando su narración de unos detalles que, además de llevar a Perdita a convencerse de su veracidad, acentuaban la crueldad y la perfidia de Raymond. Y lo peor del caso era que su ausencia de la fiesta, que en su mensaje ni siquiera mencionaba, le parecía, a partir de las desgraciadas insinuaciones de aquella mujer, el más mortífero de los insultos. Observó de nuevo el anillo, con un pequeño rubí engarzado cuya forma se asemejaba a un corazón, y que ella misma le había regalado. Observó la letra del mensaje, que le resultaba inconfundible, y repitió sus palabras para sus adentros: «Te ordeno, te ruego, que no permitas que los invitados se extrañen de mi ausencia.» Mientras, la vieja arpía seguía hablando y le llenaba la cabeza de una mezcla rara de verdades y mentiras. Finalmente Perdita le pidió que se retirara.
La pobre muchacha regresó a la reunión, donde su ausencia no había sido advertida. Buscó refugio en un rincón algo apartado, y apoyándose en una columna decorativa trató de recobrar la compostura. Se sentía paralizada. Posó la vista en las flores de un jarrón tallado. Ella misma las había dispuesto allí por la mañana, flores preciosas y exóticas. Incluso ahora, abrumada como estaba, observaba sus colores brillantes, sus formas angulosas.
-¡Divina encarnación del espíritu de la belleza! -exclamó-. No os marchitéis ni os lamentéis. Que la desesperanza que oprime mi corazón no se os contagie. ¿Por qué no seré yo partícipe de vuestra insensibilidad, de vuestro sosiego?
Se detuvo. «Y ahora, a mis tareas -prosiguió mentalmente-. Mis invitados no deben percatarse de la verdad, ni en lo que concierne a él ni en lo que concierne a mí. Obedezco. Nadie sabrá nada, aunque caiga muerta apenas el último de los asistentes abandone el palacio. Ellos contemplarán los antípodas de lo que es real, pues yo, ante ellos, apareceré viva, cuando en verdad estoy... muerta.» Tuvo que hacer acopio de toda su presencia de ánimo para reprimir las lágrimas que aquella idea le provocaba. Lo logró tras mucho esfuerzo, y se volvió para reunirse con los demás.
Todo su empeño se concentraba ahora en camuflar su conflicto interior. Debía representar el papel de la anfitriona atenta; departir con todos los presentes; brillar como llama de alegría y gracia. Debía hacerlo aunque en su profunda aflicción ansiaba verse sola, y habría cambiado gustosamente los salones atestados por los recodos más umbríos de algún bosque, por un lúgubre monte engullido por las tinieblas. A pesar de ello, se mostraba alegre. No podía mantenerse en el término medio ni aparecer, como era su costumbre, como una joven plácida y conformada. Todo el mundo comentaba lo exaltado de su ánimo, y como toda acción de los más encumbrados por el rango se ve con buenos ojos, sus invitados elogiaban su felicidad aparente, aunque su risa sonara forzada y sus comentarios ingeniosos resultaran algo bruscos, cosas ambas que habrían bastado a un observador atento para desvelar su secreto. Ella mantenía la farsa, sintiendo que si se detenía un instante, las aguas represadas de su tristeza le inundarían el alma, que sus esperanzas rotas se elevarían en lamentos feroces, y que todos los que ahora ensalzaban su dicha se alejarían, temerosos, en presencia de las convulsiones de su desesperación. Sólo le proporcionaba consuelo, mientras contravenía con tal violencia su estado natural, la observación de un reloj iluminado, que le servía para contar el tiempo que había de transcurrir hasta que volviera a estar sola.
Finalmente los salones empezaron a vaciarse. Burlándose de sus propios deseos, regañaba a los invitados que se ausentaban temprano. Uno a uno, todos acabaron por marcharse, y llegó el momento de estrechar la mano del último.
-¡Qué mano más húmeda y más fría! -le dijo su amigo-. Está demasiado fatigada. Acuéstese pronto.
Perdita esbozó una sonrisa vaga. El último invitado se marchó. El traqueteo del carruaje, que se perdía en la calle, confirmaba que al fin estaba sola. Entonces, como si algún enemigo quisiera darle alcance, como si tuviera alas en los pies, corrió hasta sus aposentos, ordenó a los criados que se retiraran, cerró las puertas y se tendió en el suelo. Mordiéndose los labios para sofocar los gritos, permaneció largo rato presa del buitre de la desesperación, esforzándose por no pensar, pero un remolino de ideas hacía nido en su corazón. Unas ideas, horrendas como furias, crueles como víboras, que pasaban por él tan vertiginosamente que parecían empujarse y herirse unas a otras, transportándola a ella a la locura.
Transcurrido largo rato se puso en pie, ya más entera, no menos triste. Se acercó a un gran espejo y observó su imagen en él reflejada. El vestido etéreo y elegante; las piedras preciosas que adornaban sus cabellos, rodeaban sus brazos y su cuello; sus pequeños pies, revestidos de satén; el tocado, brillante e intrincado; todo aparecía ante su semblante descompuesto y desgraciado como el hermoso marco que abrazara la pintura de una tempestad. «Soy un jarrón -pensó-, un jarrón rebosante de la esencia más amarga del desconsuelo. Adiós, adiós, Perdita, pobre niña. Ya nunca volverás a verte así. El lujo y las riquezas ya no son tuyos. En el exceso de su pobreza envidiarás al mendigo sin techo. Yo, más que él, carezco de hogar. Habito un desierto baldío que, ancho e infinito, no da ni flor ni fruto. En su centro se alza una roca solitaria a la que tú, Perdita, estás encadenada, y ves su extensión temible perderse en la lejanía.»
Abrió de par en par la ventana que daba al jardín del palacio. La luz libraba un combate con la oscuridad, y unas franjas de oro y rosa pálido teñían el cielo por el este. Solo una estrella titilaba en las profundidades de la atmósfera apenas encendida. El aire de la mañana sopló, fresco, sobre las hojas cubiertas de rocío y penetró en la estancia caldeada. «Todo sigue su curso -pensó Perdita-. Todo avanza, se marchita y muere. Cuando el mediodía termina y el día, fatigado, conduce sus bueyes hasta los establos de poniente, los fuegos del cielo se alzan por oriente y siguen su sendero acostumbrado, ascendiendo y descendiendo por las colinas celestes. Cuando completan su ciclo, la esfera empieza a proyectar por el oeste una sombra incierta: los párpados del día se abren y las aves y las flores, la vegetación desconcertada, la brisa fresca, despiertan. El sol aparece al fin, y en majestuosa procesión asciende hasta el capitolio del cielo. Todo sigue su curso, cambia y muere, excepto la tristeza que siento en mi corazón doliente.
»Ah, todo avanza y cambia. ¿Puede sorprender entonces que el amor se dirija hacia su ocaso y que el señor de mi vida haya variado? Decimos que son fijas las estrellas del firmamento, y sin embargo vagan por llanuras lejanas, y si volviera a mirar donde miraba hace una hora, hallaría alterado el eterno rostro celestial. La luna voluble y los planetas inconstantes modifican todas las noches su errática danza; el propio sol, soberano de las alturas, abandona a diario su trono y deja sus dominios a la noche y el invierno. La naturaleza envejece y tiembla sobre sus miembros gastados. ¡La creación se arruina! ¿Puede sorprender, entonces, que el eclipse y la muerte hayan traído destrucción a la luz de tu vida, oh, Perdita?»