TREINTA

Es un anagrama —dijo Helen en voz baja, asomándose a la calle por un resquicio de las cortinas del salón.

—¿El qué? —preguntó Darius a su espalda.

—Alsorta. —Se dio la vuelta para mirarlo, evitando los ojos de Griffin—. Es un anagrama de Alastor.

Lo había descubierto repentinamente, mientras regresaban a la casa.

Darius respiró hondo, se pasó la mano por la barba incipiente de su mandíbula, y de repente, dio un manotazo sobre la mesa de té. Una fuente de plata y una palmatoria de cristal tallado repiquetearon como respuesta a su arrebato.

—Tenía que haberlo comprobado. —Su voz estaba cargada de reproche hacia sí mismo.

—Seguramente no tenías forma de saberlo. —A la propia Helen le sorprendió mostrarse tan comprensiva. Sentir hacia Darius algo que no fuera enfado le resultaba nuevo—. Pensabas que era un hombre. Como todos.

Notó lo furioso que estaba en el silencio que siguió. Y entonces habló Griffin, e hizo la pregunta que ella había estado esperando, aunque hubiese preferido que no la hiciese.

—Hay una cosa que no entiendo, Helen. —Dio unos pasos lentos por la sala. Se le veía tenso—. ¿Cómo sabías lo de los perros?

Habían corrido por los túneles siguiendo a Darius y sin atreverse a pararse o mirar atrás. Helen estuvo alerta a cualquier sonido detrás de ellos que pudiera indicar que los hombres de Alsorta les estaban dando alcance. Pero los túneles eran laberínticos, incluso si aquellos hombres los habían perseguido hasta el subsuelo, era improbable que hubiesen tomado exactamente los mismos giros y ramales que ellos tres.

Además, por precaución, la salida que había elegido Darius para volver a la superficie estaba bastante alejada del hogar de los Channing. El resto del camino tuvieron que hacerlo a base de saltos, hasta que pudieron atrincherarse en el interior de la casa, con las hoces preparadas, y atisbando entre las cortinas.

Hasta ese momento, horas después, no habían bajado la guardia lo bastante como para hablar acerca de lo sucedido.

Helen estaba de pie junto a la ventana, contemplando cómo el sol salía sobre Londres. Había estado buscando una respuesta a la inevitable cuestión desde el momento en que llegaron a casa.

Ya no podía eludir la verdad.

—Me lo dijo Raum —dijo en voz baja.

—¿Qué ha dicho? —Era Darius, hablando desde el sofá en el que se había tumbado cuando estuvo seguro de que de momento estaban a salvo—. Me ha parecido entender que Raum se lo dijo.

—Eso ha dicho. —Griffin se encontraba más cerca, detrás de ella—. Dime que no es verdad, Helen. Dime que no has estado colaborando con el hombre que mató a nuestros padres.

—No he estado colaborando. Y él no los mató. —Sabía que no debía decir aquello, aunque no estaba preparada tampoco para el estrépito que se oyó a continuación.

Al oírlo, se apartó de un salto de la ventana. Griffin había dado un puñetazo contra la pared, y un gran cuadro se había estrellado contra el suelo.

—Eso… no… importa. —La cólera bullía bajo sus palabras—. Ya lo hemos discutido antes.

—Bueno, puede que a mí sí que me importe —dijo ella, con vehemencia—. Para ti es fácil. Tú no lo conocías de antes. Tú no tienes que reconciliar al niño que fue con el hombre que es ahora.

Griffin se quedó completamente inmóvil.

—¿Y qué hombre es, Helen? ¿Qué clase de hombre es ahora?

Ella inspiró hondo.

—No lo sé. Solo sé que me dio información que nos ha servido para defendernos. De no haberlo hecho, bien podríamos estar muertos. ¿No entiendes por qué resulta difícil tildarlo de enemigo, a pesar de todo lo ocurrido?

Darius permanecía inusualmente callado, pero Griffin sacudió la cabeza.

—No, no lo entiendo. Y hay otra cosa que tampoco entiendo.

Ella aguardó, preparándose para la siguiente pregunta. La siguiente acusación.

—¿Cuándo has tenido ocasión de quedar con él, Helen? ¿Cuándo y dónde ha podido darte tal información ese traidor?

Tuvo que tragar el nudo que se le había formado en la garganta. Sabía que finalmente aquello llegaría, pero no le había dado tiempo a preparar su respuesta de modo que no hiriese a Griffin.

—¿Y bien? —insistió él.

Ella tomó una profunda bocanada de aire.

—La primera vez que me encontró fue cuando fui a ver las ruinas de mi casa. El día que averiguamos que Alsorta era quien lo había contratado.

Esperaba que eso le bastara, pero, por supuesto, no fue así.

—¿La primera vez?

Ella asintió.

—Lo vi una segunda vez. Ayer. Él… —vaciló, tratando desesperadamente de pensar en un modo de decirlo que no sonase tan inapropiado. No se le ocurría nada—. Me encontró en mi habitación.

Él se la quedó mirando, atónito, antes de saber qué decir.

—¿En tu habitación? ¿Aquí? ¿En nuestra casa? ¿Estuviste allí, hablando con él como con cualquier caballero, en la casa que pertenecía a personas de cuyo asesinato es responsable? ¿Nada menos que en tu propia habitación?

Sonaba mucho peor dicho por él. Ella deseaba gritar, ¡No! No es así. Él pretendía ayudar ¡Fue el único modo de encontrarme a solas, y tenía que estar yo sola porque sabía que vosotros no lo escucharíais!

Pero no dijo nada. Era exactamente tal y como decía Griffin. Debería haber matado a Raum cuando tuvo ocasión —o al menos hacer sonar una alarma para que Darius o Griffin pudiesen hacerlo— y todos ellos lo sabían.

—Sí —dijo ella en voz baja.

Él asintió despacio.

—Ya veo.

Se dio la vuelta, y se restregó cansadamente la cara con una mano, pero ya era demasiado tarde para ocultarle a ella el dolor de su mirada. El dolor que ella le había provocado.

El silencio se instaló entre ellos hasta llegar a desear incluso que Darius dijese algo. No le importaba lo rudo o sarcástico o condescendiente que fuera. Simplemente quería que alguien llenase el espacio dejado por la brecha que ella acababa de abrir en su relación con Griffin.

—Esos asuntos podéis discutirlos en privado —dijo Darius, como si estuviese escuchando su deseo silencioso—. Ahora sabemos que Alsorta no es un hombre corriente en busca de poder. Faltan dos días para la cumbre. Si no lo destruimos antes, será demasiado tarde.

Helen reflexionó sobre lo que decía. Dio vueltas mentalmente a los jugadores y fichas del juego. Algo no tenía sentido, no cuadraba como debiera. Al principio no estaba segura de qué, pero al momento cayó en ello.

—¿Por qué iba a importarle la cumbre? —preguntó—. ¿Por qué iba a preocuparse Alsorta del Sindicato? Acceder a los registros le dará mucho más poder que controlar una organización mortal, aunque sea tan poderosa como el Sindicato.

Esperaba que contestase Griffin. Que le diera alguna señal de que no pretendía quedarse callado y enfadado para siempre.

Pero fue Darius quien habló.

—Solo puede tener acceso a los registros si consigue encontrar la llave. Y es una condición muy importante. Únicamente quedan tres Guardianes y aún no ha dado con ella.

—Y si no lo hace… —empezó a decir Helen.

—Pues necesitaría un plan alternativo —acabó Darius—. Escucha, no estamos hablando simplemente de un demonio. Alsorta es miembro de la Guardia Negra. Ellos reciben órdenes directas de Lucius, señor de la Legión. Y no solo están buscando afianzarse. —Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza—. No. Esta vez, la jugada es para apoderarse del mundo de los mortales e intentan conseguirlo de una manera u otra. Si Alsorta no encuentra la llave, a la Legión siempre le quedará el Sindicato para hincar de rodillas a la humanidad.

—¡La gente no se lo consentiría! —exclamó Helen—. No cuando sepan lo que es. Se enfrentarán a él.

—Los mortales no tendrían ninguna posibilidad. —Fueron las primeras palabras que Griffin había pronunciado desde que ella revelara lo de Raum. Casi se estremeció al ver el dolor en su rostro—. No contra un ejército de espectros y una organización capaz de hacer que sus vidas dejen de funcionar en todos los aspectos.

—¿Pero no decías que los espectros eran demonios menores? ¿Que son fáciles de combatir?

—Son manejables cuando aparecen de dos en dos o de tres en tres —dijo Darius—. Pero la Guardia Negra controla la Legión, y pueden sumarse por hordas aquellos con el poder de Alsorta. Coges unos cuantos demonios embrutecidos y desalmados, multiplícalos por millones, todos controlados por uno de los seres más poderosos y sobrenaturales de la historia de todos los tiempos, y tendrás un ejército que derrotará a la humanidad en menos de veinticuatro horas.

Helen podía imaginárselo. Un mundo en el que los espectros demoníacos salían por todas partes de las luces. Todo controlado por Alastor y el más grande de los demonios de la Legión.

Sería el fin del mundo tal y como lo conocían.

—Así que, de todos modos no necesita los registros —dijo Helen con cautela.

—Le proporcionarían control sobre el pasado —dijo Darius—. Pero si Alastor no puede encontrar la llave, al parecer la Legión se conformará con el futuro.

Sus palabras resonaron por la sala como una sentencia de muerte. Por fin Darius rompió el silencio.

—Deberíamos descansar hoy e ir a ver a Galizur cuando oscurezca. Necesitaremos más información si vamos a luchar contra Alastor.

—Alguien debería quedarse de guardia. —Griffin habló sin darse la vuelta.

—Yo haré el primer turno —dijo Darius.

Helen esperó, deseando decir algo, cualquier cosa, que lo arreglase todo con Griffin. Aunque no tardó mucho en darse cuenta de que era un deseo imposible.

Estaba tumbada en la cama, su cuerpo exhausto, pero su mente demasiado atareada para dormir, cuando oyó que llamaban. Al cruzar la habitación en dirección a la puerta, se alegró de haberse dejado la ropa puesta. A pesar de que no era del todo apropiado ir descalza y con la blusa desabrochada, seguro que era mejor que estar en camisón.

La abrió, y se sintió tan sorprendida como preocupada al encontrarse allí a Griffin. Medio lo esperaba y medio temía su aparición. ¿Qué más quedaba por decir?

—Entra. —Abrió la puerta del todo.

Él entró en la habitación de mala gana, como si fuese el último lugar en el mundo en el que quisiera estar. Ella cerró tras él, y observó cómo se dirigía hacia la ventana. Su cuerpo quedó iluminado por la dorada luz del amanecer que se filtraba por los cristales.

—Lo siento —dijo ella por fin, incapaz de soportar su silencio.

Él sacudió la cabeza, en señal de rechazo a sus disculpas, y de pronto ella ya no lo sintió en absoluto. Estaba furiosa. Furiosa porque la culpasen de salvar sus vidas gracias a lo que había logrado sacarle a Raum. Furiosa porque los hermanos se preocupaban más de responsabilizar a Raum que de capturar a Alsorta o Alastor, o cualquiera que fuese su nombre real, que al fin y al cabo era quien había ordenado la ejecución de sus familias.

Atravesó deprisa la habitación y se detuvo a su lado.

—Siento que estés enfadado, Griffin. Y siento… —Tuvo que tragarse su emoción para conseguir abordar la siguiente parte—. Siento haberte hecho daño. Pero no me arrepiento de haber usado la información de Raum para escapar esta noche. —Él no se movió, ni siquiera se giró para apartarse de la ventana y mirarla. Ella prosiguió, deseaba liberarse de todas las palabras que se había estado guardando—. Sé que deseas ver muerto a Raum, que crees que es responsable de las muertes de nuestros padres. Pero no es tan simple, Griffin ¿es que no lo ves? Raum nos ha estado persiguiendo bajo las órdenes de Alsorta. Y si no hubiese contratado a Raum, habría contratado a cualquier otro. No estoy tratando de excusarlo…

—¿De verdad? —la interrumpió Griffin—. Porque a mí sí me lo parece.

—Sé que lo parece. —Suspiró—. Es que es tan difícil de explicar.

—Inténtalo.

—Raum lo perdió todo, y a pesar de que digamos que los Baranova se lo buscaron por traicionar a la Alianza, Raum no tuvo nada que ver con eso.

—Podría haberse quedado —dijo Griffin, testarudo—. Lo estuvieron buscando. Podría haberse unido a ellos y seguir sirviendo como uno de los Guardianes.

—Puede que no lo supiera —dijo Helen—. Puede que no supiera que lo estaban buscando a él.

Griffin le dedicó una mirada enfurecida.

—¿No crees que podría haberse enterado? A mí me parece que se las apaña bastante bien.

Ella levantó las manos, enfadada de nuevo.

—No lo sé ¿vale? Puede que creyera que iban a encerrarlo o a matarlo o lo que sea que le haga la Alianza a los traidores que no consiguen matarse antes ellos mismos. Lo único que sé es que era joven y estaba solo. Había perdido a sus padres y todo lo que tenía. Y vino alguien y le prometió algo que podría traerlos a todos de vuelta.

Griffin entrecerró los ojos.

—¿A qué te refieres?

Alsorta le dijo a Raum que si supervisaba las ejecuciones y encontraba la llave, podría acceder a los registros para cambiar cualquier cosa que desease.

Vio en el rostro de Griffin que estaba empezando a comprender, aunque no era tan ingenua como para creer que eso arreglaría algo.

—Quería volver y cambiar lo sucedido a sus padres —constató Griffin.

—No solo eso —dijo Helen—. Cambiar lo que habían hecho. Enmendarlo.

Dejó caer el silencio entre ellos, esperando que tal vez aquella información ablandase el corazón de Griffin. Su esperanza se esfumó cuando él sacudió la cabeza.

—No importa. Todos los días le pasan cosas terribles a gente que no se aprovecha de sus circunstancias para justificar la muerte de otros.

—Yo no estoy justificando lo que hizo. Simplemente digo que no era más que un peón de Alsorta…

—De Alastor —interrumpió él.

Helen hizo un ademán de impaciencia.

—Lo que sea. Raum era un peón, como lo hemos sido todos. Y si tiene información que pueda ayudarnos a llevar a Alastor ante la justicia…

Griffin se giró hacia ella con gesto de incredulidad.

—¿No estarás sugiriendo que trabajemos con él?

Ella se apresuró a explicar:

—Simplemente estoy diciendo que en esta situación el mayor de los malvados es Alastor. Raum ha colaborado con él. Conoce su terreno. Probablemente sabe cómo actúa. Raum se arrepiente de lo que ha hecho. Lo sé. Lo puedo ver en sus ojos. —Ahora ya no podía detener las palabras. Salían de su boca casi sin pensar—. Él nos ayudará. Sé que lo hará. Si le pedimos ayuda, podemos detener a Alastor y quizás Raum se someta al castigo que le impongan los Dictata.

Según estaba diciéndolo, sabía que aquello era una mentira. Raum no se sometería a nada ni a nadie, pero ella no tenía tiempo de analizar su propia disposición a mentir en su favor.

—Jamás trabajaré con él, Helen. —El tono de Griffin era duro—. Jamás. Por nada. Y si tú lo haces… —Sacudió la cabeza.

—¿Qué? —murmuró ella—. ¿Qué pasará si lo hago?

Él se volvió, tenía la mirada en llamas.

—¿Sientes algo por él? ¿Es eso?

Helen empezó a sacudir la cabeza. A negar la acusación. Pero Griffin se acercó. Tan cerca que ella retrocedió hasta la pared esforzándose por evitar la emoción que transmitían sus ojos.

—¿Ha llegado a estar así de cerca de ti? —Ahora tenía el cuerpo de Griffin contra el suyo. Pudo sentir su calor mientras él trazaba con un dedo la línea de su pómulo al tiempo que sus ojos prendían fuego en los de ella—. ¿Te ha tocado, Helen? ¿Aquí en tu cuarto, como he hecho yo?

Ella sacudió la cabeza, incapaz de encontrar palabras para responder.

—¿Te ruborizas cuando está cerca —continuó Griffin, inclinándose hasta que sus labios estuvieron a unas pulgadas de los suyos— igual que haces conmigo?

Ella no contestó. Ambos respiraban pesadamente, pese a que ninguno estaba moviendo un músculo. Pudo sentir la fuerza física de Griffin enroscada en su cuerpo, pero no era miedo lo que corría por sus venas. Era deseo. Únicamente usaría su fuerza para protegerla: con su vida, si fuera necesario. Por alguna razón, eso lo sabía.

—No, no es igual —consiguió decir por fin, dejando a un lado el recuerdo de Raum en su habitación, sus ojos fijos en ella hasta hacerla sentir que todos sus secretos quedaban al descubierto—. Estuvimos hablando de todo lo que había pasado. De sus remordimientos. Y de nuestros planes de ir tras Alastor. Me advirtió sobre los perros. Eso fue todo.

—Si eso es todo ¿entonces por qué hablas de él con tanto cariño? ¿Por qué tus ojos tienen esa luz extraña cuando pronuncias su nombre?

—Me… me preocupa lo que pueda pasarle. —Le sorprendían las palabras de Griffin. Le sorprendían porque eran verdad—. Sé que ha hecho cosas terribles. Sé que ha hecho daño a gente. Que nos ha hecho daño a nosotros. Pero…

—¿Pero?

Ella suspiró.

—Hubo un tiempo en que era un niño pequeño que jugaba en mi jardín. Que venía a mi casa a merendar y me regalaba llaves sin troquelar como muestra de amistad. Al igual que todos nosotros, él ha sufrido una pérdida, y la ha soportado solo. Y sigue estando solo. Simplemente me preocupo por él como lo haría por cualquier amigo, a pesar de lo que haya hecho. —Miró desafiante a Griffin, directamente a los ojos—. Si no lo entiendes, lo siento.

Él no respondió. No de inmediato. Se quedó mirándola, y asomaron a su rostro frustración y rabia y algo parecido a amor.

Finalmente sacudió la cabeza.

—Tú no lo entiendes.

—¿Qué? ¿Qué es lo que no entiendo?

Un fogoso brillo se apoderó de sus ojos.

—Aquella noche, cuando apareciste ante nuestra puerta, yo me había resignado a pasar una vida corta al lado de mi hermano. Los asesinos vendrían a buscarnos a Darius y a mí lo mismo que habían ido a por nuestros padres en aquella oscura calle de Londres. Tal vez pudiésemos librarnos de ellos durante un tiempo, pero había muy pocas probabilidades de detener al asesino. No cuando habían aniquilado a tantos antes que a nosotros. Yo lo sabía. Lo aceptaba. Casi agradecía saber de mi muerte inminente. Y entonces… —Vaciló.

—¿Sí?

Suspiró, dulcificando su expresión al mirarla.

—Y entonces tú apareciste en camisón con nada más que una bolsa de viaje y una mirada aterrorizada, y supe que ya nada sería lo mismo. A partir de entonces, supe que daría mi vida por protegerte, y estos últimos días resulta que deseo seguir vivo. No solo hoy y mañana. No solo el tiempo necesario para matar a quienes asesinaron a nuestros padres, sino el suficiente para tener un futuro. Contigo.

Sus ojos estaban llenos de angustia. Ella deseaba desterrarla. Traer de nuevo la paz a su rostro, como cuando dormía con el gatito ronroneando bajito sobre su pecho a la luz del fuego.

Estiró la mano para acariciarle la mejilla.

—Griffin.

—¿No lo entiendes, Helen? Ya no habría vida para mí si no estás tú en ella. —Le cubrió una mano con las suya, y se la llevó a los labios—. Necesito saber que eres mía. Que solo yo soy dueño de tu corazón.

Sus ojos brillaban llenos de amor. Era un amor que ella podía ver y sentir. Un amor tan cierto como el sol naciente. Raum pertenecía a otro mundo. A otra vida. El niño que ella había conocido se había ido para siempre. No se podía cambiar el pasado, aunque así lo creyera Raum.

—Soy tuya, Griffin. —Hablaba en voz baja y segura de cada palabra—. Solo tuya.

Y cuando él bajó su boca hacia la suya, ella relegó los ojos azules de Raum a los confines de su memoria, y se perdió por completo en el apasionado beso de Griffin.