TREINTA Y DOS
—No me gusta mucho la idea de que Raum entré en tu cuarto, a pesar de que ya haya estado aquí antes. O tal vez por eso.
La voz de Griffin le llegó desde una esquina de la habitación. Estaba sentado entre las sombras, sin intención de impedir una posible visita de Raum, pero poco dispuesto a dejar a Helen a solas con él.
Y a pesar de que el tono de voz de Griffin tenía cierto humor, probablemente como deferencia a ella, Helen no era capaz de esbozar siquiera una sonrisa. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Anna. Aun ahora, era imposible escapar a la desolación que había en los ojos de la muchacha cuando cubrió con una manta el rostro de su padre y mandó recado de su muerte a los Dictata.
—Lo siento —dijo Helen—. Por todo.
—Helen. —La voz de Griffin era una caricia bajo la suave luz del fuego—. No tienes nada de qué disculparte. Anna tenía razón. Galizur sabía los riesgos que corría. Nuestra tarea es arriesgada. Todo el que nos ayuda, comparte también el peligro que corremos. No es un secreto, ni para ellos ni para nosotros.
—Aun así —dijo ella en voz baja—. ¿Qué va a hacer Anna sin Galizur?
—Lo mismo que todos. —Su voz estaba teñida de una profunda tristeza—. Continuar con la tarea a la que entregaron su vida nuestros padres. ¿No es eso lo que ellos hubieran querido?
Helen pensó en sus padres. En los ojos sonrientes de su padre. En su paciencia para enseñarle esgrima, equitación y tiro con arco. En las suaves manos de su madre y las muchas palabras sabias repartidas en pequeños paquetes que Helen podía abrir siempre que lo necesitara.
Como si su madre supiera desde mucho antes que no estaría aquí para ofrecérselas en persona.
Helen pensó en ambos y supo que Griffin tenía razón. Ellos querrían verla luchar. Librar al mundo de Alastor y ocupar su lugar entre los Guardianes. Mantener el orbe —y el mundo que representaba— girando hasta que los Guardianes fueran sustituidos.
—Tienes razón, por supuesto. —Se dirigió hacia el rincón en sombras—. Es lo que ellos querrían. Y sé que Galizur también lo querría así.
—Y nosotros nos encargaremos de que así sea. —Hubo una pausa en la que el único sonido era el crepitar del fuego—. Deberías dormir mientras puedas. Yo estaré alerta por si él… por si Raum aparece.
Sus sentimientos por Griffin se hicieron más profundos al notar lo que le costaba pronunciar ese nombre. No le gustaba hablar de Raum. Le disgustaba mencionarlo o asumir la idea de que entraría en su casa. No quería a Raum en aquella habitación en mitad de la noche. Pero lo permitía por la misma razón que le permitía a Darius tomar el mando. Los amaba. Helen se daba cuenta de ello ahora. Griffin amaba a su hermano.
Y la amaba a ella.
No era un amor egoísta o lleno de orgullo o dominante o lleno de expectativas.
Era simplemente amor. Y supo ahora que sucediera lo que sucediera, ella también lo amaba. Lucharía por protegerlo y hasta moriría si fuese necesario.
—¿Griffin? —lo llamó desde el otro extremo de la habitación.
—¿Sí?
—Te has convertido en mi amigo, y te amo. —Era cierto y justo, lo cual le facilitaba decirlo en voz alta.
Ella notó su sorpresa por su honda inspiración.
—Y yo a ti, Helen. Creo que te he amado desde el momento en que pusiste el pie en mi puerta. —Hizo una pausa—. Pero ahora, debo insistir en que duermas. Cuando te despiertes mi amor seguirá estando aquí.
Ella sonrió, aunque nadie podía verla, y luego se maravilló de haber podido encontrar una sonrisa en una noche como aquella. Fue lo último que pensó antes de sumergirse en el sueño.
—¿Helen? ¡Despierta! Viene alguien.
No sabía cuánto tiempo había estado Griffin exclamando su nombre. Cuando aún no había recobrado del todo la consciencia, escuchó arañazos en la ventana, y el raspar de unas botas en el alféizar.
Se quedó quieta, esperando, hasta que sintió el ruido sordo de unas pisadas sobre la alfombra.
Entonces se incorporó.
—Sabía que vendrías.
No es lo que había planeado decir.
—Me he enterado de lo que ha pasado. —Raum caminó con cautela y se detuvo al lado de su cama—. Te dije que aquí estaría si me necesitabas.
De pronto se sintió como una traidora. Había permitido que Raum viniese sabiendo que se vería sorprendido por la presencia de Griffin. Eso la colocaba en una situación precaria, atrapada en la telaraña de sus lealtades divididas y su afecto por dos hombres que, a efectos prácticos, eran enemigos mortales.
Pero ya era demasiado tarde para preocuparse de ello. Raum estaba allí, apunto de sentarse en un lado de su cama en el momento en que oyó a Griffin que se ponía en pie.
—Me parece que ya estás bastante cerca ¿no?
Raum se quedó paralizado un instante antes de levantarse, retrocedió despacio hacia la ventana como un animal enjaulado mientras escudriñaba las sombras.
—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —Incluso entonces su tono de voz era tranquilo, como si estuviese hablando del clima. Era la voz de alguien que llevaba mucho tiempo cuidando de sí mismo y escapando de más líos de los que Helen pudiera imaginarse.
—Griffin Channing. Tú mataste a mis padres —lo dijo con calma y resignación.
Helen sacó las piernas de la cama mientras Raum se volvía a mirarla.
—¿Tú lo sabías? —le preguntó—. ¿Me has tendido una trampa?
Ella sacudió la cabeza.
—No se trata de eso. Necesitamos tu ayuda.
—Aunque eso sea verdad, me cuesta creer que uno de los hijos de los Channing busque mi ayuda. Saben lo que he hecho.
—Sí, lo sabemos —dijo Griffin.
—En ese caso —Helen notó con sorpresa que, mientras estaba hablando, Raum tenía una mano puesta sobre la hoz que llevaba al cinto. Ella pensaba que estaban reservadas a los Guardianes—, imagino que te gustaría matarme. Enviar mi cuerpo a los infernales Dictata como prueba de que el ejecutor está muerto.
Griffin asintió despacio.
—No voy a negar que una parte de mí haría exactamente eso. Pero me temo que no es tan sencillo.
Helen intervino.
—Estabas en lo cierto con lo de los perros. Estaríamos muertos de no habérmelo dicho. Galizur me dio unos dardos tranquilizantes para hacerlos dormir, pero me dejé uno olvidado y ellos… —su voz se quebró y carraspeó antes de continuar—. Averiguaron de dónde provenía y asesinaron a Galizur.
Había pesar en los ojos de Raum.
—Lo siento. Era un buen hombre. Recuerdo lo amable que fue, cuando yo era joven.
—Ahora tenemos un problema —dijo Griffin.
Raum levantó las cejas.
—Pensaba que ya teníais problemas.
—De los cuales tú no eres el menor de ellos.
Helen percibía la cólera creciente en el tono de Griffin y sabía que estaba cerca de perder los estribos. Tomó la palabra, esperando desviar la explosión entre ambos hombres, que a todos les costaría un tiempo y una energía que no podían permitirse.
—Victor Alsorta no solo es miembro del Sindicato —explicó ella—. Es Alastor, un miembro de la Guardia Negra de la Legión, que busca el control de los registros en provecho propio. No los quiere para aumentar su riqueza y poder, como pensamos al principio, sino para cambiar el curso de la historia que siempre se ha regido por la ley de los Dictata. —Miró a Raum a los ojos, bajando la voz—. Aunque imagino que todo esto ya lo sabías.
—Sí.
No tenía sentido preguntarle por qué no se lo había contado a ella.
—Creemos que los otros miembros del Sindicato están planeando algo para derrocar a la cúpula, lo cual aceleraría considerablemente los planes de la Legión. La Legión preferiría tener acceso a los registros, pero si no logran encontrar la llave a tiempo, tenemos razones para creer que Alastor se apoderará del mundo a la fuerza.
Raum cruzó los brazos sobre su pecho.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
Helen continuó mientras Griffin se mostraba amenazante.
—Ya no podemos entrar otra vez en la propiedad de Alastor. No como lo hicimos. Estará alerta. Y preparado para recibirnos.
—Estoy esperando —dijo Raum.
Al tomar Griffin la palabra ella se ahorró el tener que decir lo que no podía.
—Tú has estado trabajando para él. Obviamente conoces su sistema de seguridad y probablemente bastantes más cosas que nosotros aún no sabemos. Necesitamos tu ayuda para entrar y matarlo antes de que él pueda acabar con los que quedamos.
A Helen el silencio que siguió le resultó esperanzador.
Entonces, Raum se echó a reír.
—¿Esperas que me crea que queréis que os ayude? ¿Qué me dejaríais luchar a vuestro lado? ¿Después de lo que he hecho?
El tono de su voz era de incredulidad, aunque Helen también percibía odio hacia sí mismo.
—No eras nuestra primera opción, créeme —dijo Griffin—. Pero es que ya no nos queda otra.
Raum entrecerró los ojos, mirando con suspicacia a Griffin y a Helen.
—Eso no es todo, ¿verdad? Cuando esto acabe no vais a decirme «muchas gracias y que te vaya bien».
—No, no va a ser tan sencillo —confirmó Griffin.
—Entonces, ¿qué?
Helen intentaba encontrar las palabras adecuadas para apelar a Raum. Tenía la sensación de que Griffin no las escogería con el mismo cuidado.
—Nos ayudarías como una muestra de buena fe —dijo ella, por fin—. Cuando todo haya pasado, suponiendo que sobrevivamos, consentirás en presentarte ante los Dictata para que te juzguen. A cambio de tu ayuda, nosotros les suplicaremos que sean indulgentes contigo.
Él no se echó a reír ni tampoco se burló de la sugerencia.
—Así que debo creer que los Dictata simplemente me perdonarán por haber ejecutado a los Guardianes del mundo…
—Dijiste que no los habías matado —interrumpió Helen.
Él asintió.
—Sin embargo ¿esperas que me crea que los Dictata me van a dejar marchar, sabiendo que ordené el asesinato de los Guardianes?
—Tú no. Alastor —protestó Helen. Oyó el bufido despectivo de Griffin ante el razonamiento y reprimió la necesidad de discutir de nuevo acerca de ese punto.
Raum volvió los ojos hacia ella.
—Es cierto que Alastor ordenó hacerlo, Helen. Pero yo os di caza. Os encontré. Saqueé vuestras casas en busca de la llave. Y luego ordené a mis propios asesinos a sueldo que os asesinaran a vosotros y a vuestras familias.
La pena que mostraban sus ojos revelaba lo que le costaba decir la verdad. Ella sabía que era una verdad que él se había repetido a sí mismo cientos de veces desde que se habían encontrado, a pesar de que era la primera vez que se lo decía en voz alta.
—Y sin embargo, si nos ayudas a arreglar las cosas, creo que los Dictata tendrán en consideración las… circunstancias atenuantes de la situación. —Helen se quedó sorprendida del tono conciliador de Griffin. Quizás no le había pasado desapercibido el arrepentimiento de Raum, después de todo—. No será una carta blanca, no. Pero puede ser un buen comienzo.
Raum caminó hacia la chimenea. Se volvió de espaldas, buscando en lo posible algo de intimidad, mientras seguía manteniendo contacto visual con la habitación en la que se encontraban todos. Helen reconoció la maniobra. A todos les habían enseñado a no fiarse de nadie. También a Raum.
Se restregó la mandíbula con una mano, su rostro pensativo. No había garantía alguna de que fueran a imponerse a Alastor, ni siquiera con ayuda de Raum, aunque sin ella podía decirse que estaban sentenciados.
Él se giró para mirarlos.
—Lo siento. No puedo hacerlo.
—¿Pero, por qué? —A Helen le costaba trabajo hablar con el nudo que se le estaba empezando a formar en la garganta a causa de la desesperación. Dio unos pasos hacia él, y posó una mano en su brazo—. ¿Es que no te das cuenta? Te necesitamos. Ahora tienes la ocasión de arreglar las cosas. De empezar de nuevo.
—Ya lo he hecho —dijo, cansado—. No me quedan energías para hacerlo una vez más, y lo cierto es que no estoy seguro de que me importe el resultado.
Ella se estremeció ante sus palabras.
—¿No te importa lo que nos suceda? ¿Lo que me suceda a mí? —Irguió la barbilla y prosiguió—. No te creo. Sé que sí te importa. Puedo verlo en tus ojos.
Sus palabras cayeron sobre él como un mazazo. Durante un instante, había tal vulnerabilidad, tal ternura en su mirada, que a ella le entraron ganas de llorar. Luego, todo desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido. Algo se impuso a la emoción y de nuevo su gesto se tornó despreocupado.
—Te deseo lo mejor, Helen. Eso es cierto. —La rozó al pasar de largo junto a ella de camino a la puerta—. Pero no puedo hacer nada para ayudar. Tengo mis propios problemas. Ahora mismo, todos los criminales de los bajos fondos de la ciudad me están buscando, mortales y de todo tipo. Todo lo que puedo hacer es mantenerme vivo.
—Debí suponer que mirarías primero por tu interés. Es lo que has hecho siempre. —Ella sabía que no estaba siendo justa al lanzar esas palabras mientras él se batía en retirada. Raum se había visto obligado a cuidar de sí mismo. No había tenido a nadie que lo hiciera. Pero Helen ya no fue capaz de parar y continuó exclamando, mientras él llegaba a la puerta—. Pues entonces, huye. Huye de la posibilidad de algo duradero y bueno. Después de todo, ese es tu fuerte.
Él se paró en seco, la mano puesta sobre el pomo de la puerta. Griffin se colocó al lado de ella como para protegerla de una explosión inminente. Aunque al final, Raum no dijo nada. Simplemente abrió la puerta y desapareció en el pasillo.
Se desvaneció como si nunca hubiese estado allí.