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¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
CALDERÓN DE LA BARCA
24 de febrero de 1991
Era un día de invierno como otro cualquiera, hacía demasiado frío y el sol no se molestaba en brillar para calentar la tierra helada. Los relojes marcaban las cinco y cuarto de la tarde. Las escuelas habían cerrado hacía más de una hora, los comercios mantenían las puertas entornadas a la espera del cliente despistado que saliera a la gélida calle a comprar. En las fábricas los trabajadores apuraban las escasas dos horas que quedaban hasta el toque de fin de turno y todas aquellas personas que no se contaran entre las anteriormente mencionadas se hallaban de manera cabal y coherente encerradas en sus acogedoras y cálidas casas buscando la comodidad del hogar.
Toda España refugiada en casa y huyendo del frío helador.
¿Toda? ¡No!
Cuatro cabecitas asomaban tras unos arbustos de la plaza de la Constitución, en Alcorcón. Unos gemelos de opereta con más años que aumentos, pasaban de una mano a otra.
—Pásamelos, Pili, tía, que no me entero de nada —solicitó una cabeza rubia de pelo liso y bastante alborotado.
—Te esperas, Enar; el Dandi va a chutar y verás como mete gol —contestó excitada otra cabecita rubia, con el pelo ondulado y peinado de forma impecable.
—Pili está por Javi, lala lalala —entonó la dueña de la cabecita castaña, de pelo cortado casi al cero, por culpa de un ataque de piojos la semana anterior.
—No te metas con Pili, Luka. No entiendo por qué mostráis tanto afán por espiar a los chicos, no veo por qué no podemos jugar al fútbol con ellos directamente. —La voz de marisabidilla pertenecía a la última de las cabezas, adornada con dos coletas dispares de pelo negro y enredado que caía a trasquilones por debajo de los hombros.
—No te jode, la lista. A ti te dejan jugar porque corres más que ellos y siempre que chutas metes gol, pero a nosotras no nos dejan ni hartos de grifa, así que cierra la boca y punto. —Enar Boca cloaca siempre soltaba perlas por su orificio.
Estos últimos comentarios ocasionaron, por enésima vez, roces encontrados. Por una parte, Pili y Ruth y, por la otra, Enar. Luka, en mitad del huracán, intentó calmar los ánimos. Pero, como niñas de nueve y once años que eran, pronto los susurros enfadados se convirtieron en gritos que acabaron alertando al objeto de su atención. Al cabo de unos cuantos alaridos y bastantes tacos, una mano apartó las pocas hojas del arbusto que aún resistían al invierno y observó a las amigas discutir.
—Ya están las mosconas espiando otra vez —comentó medio irritado, medio divertido, un chaval de ojos azules y pelo rubio que le caía sobre los ojos.
—¿Qué te hace pensar que os estamos espiando? ¿Acaso no podemos jugar aquí igual que vosotros? No seas tan engreído, Marcos; el mundo no gira alrededor de ti —contestó Ruth alzando su aristocrática nariz.
—Ya está Ruth Avestruz con su charla —cortó Marcos enfadado. ¿Por qué Ruth no podía hablar como todo el mundo?
—Vete a la mierda, Marcos Cara de asco —soltó Luka enfurruñada mientras Enar reía y Ruth y Pili se ofendían.
—¡Anda! Si estáis aquí, chicas. —Javi el Dandi se acercó para ver qué pasaba—. ¿Te apuntas al partido, Ruth? —Todo el barrio sabía que Ruth Avestruz, aparte de un cuello larguísimo, tenía un chute superpotente.
—¡Ves! —gritó Enar pateando el suelo y mirando a su amiga con envidia—. ¡Os lo dije! ¡Ruth, siempre Ruth!
—Me apunto si jugamos todas —terció Ruth diplomática, ignorando a Enar.
—Vale —aceptó Javi de inmediato—. Pili viene en mi equipo.
—Ruth, tú conmigo. —Marcos la agarró de la muñeca y se dirigió hacia el improvisado campo de fútbol en mitad de la plaza.
—Pues yo paso. —Enar estaba enfadada, no le gustaba nada ser el postre.
—Vamos, tía, que nos han dicho que podemos jugar; no lo fastidies ahora —rogó Luka, siempre pendiente de su amiga más pequeña mientras las dos mayores se alejaban con los chicos.
—Y una mierda pinchá en un palo. Javi hará ojitos tiernos a Pili —comentó pestañeando burlona y poniendo morritos—, y Marcos y Ruth discutirán por cada gilipollez que se les ocurra —dijo dándose la vuelta y yendo hacia un banco—. Ve tú si quieres, yo paso.
—Bueno, vale. —Luka la siguió suspirando: hoy también se quedaba sin jugar.
Enar y Luka vieron el partido sentadas en el banco más pintarrajeado de toda la plaza de la Constitución. Luka animaba a sus amigas y Enar escribía tacos con un Bic en cada trozo de madera libre de dibujos.
Como no podía ser de otro modo, Javi hizo ojitos tiernos a Pili, pasó por alto cada uno de sus fallos, que eran bastantes, y no se rio cuando una de las veces Pili resbaló y cayó de culo sobre la arena seca. Marcos y Ruth, por su parte, se enzarzaron en mil y una discusiones, todas sin sentido. Ambos eran los que mejor jugaban al balón en todo el barrio, los que corrían más rápido, los que más chutaban a meta… Solo había una diferencia entre ellos: que Marcos no practicaba el juego limpio y Ruth, por el contrario, era incapaz de cometer una falta, la pillaran o no.
Cuando dieron las seis de la tarde se despidieron unos de otros y se dirigieron a sus casas. Enar se quedó en la plaza de la Constitución, ya que vivía justo allí. Javi acompañó, cómo no, a cada una de las chicas a su respectivo portal; al fin y al cabo ellos vivían en la plaza San Juan de Cobas. Marcos, por su parte, siguió camino hacia la Torre José Antonio en el exclusivo Parque Lisboa.
Enar Boca cloaca halló a su madre agobiada con las mil y una tareas de casa mientras escuchaba la radio. Se dirigió a su cuarto y no se molestó en abrir la mochila para ver sus deberes. Eso no iba con ella. Cuando su madre la requirió para preparar la cena, la ignoró por completo. No había problema en hacerlo. Irene era una mujer sosegada y tranquila, incapaz de decir una palabra más alta que otra, y su padre estaba trabajando de sol a sol, como todos los días. Se recostó en la cama y soñó despierta. Cuando ella fuera mayor… ¡Haría lo que le diera la real gana!
Luka la Loca entró en casa corriendo y saltando, balanceando la mochila y poniendo en peligro adornos y personas al mismo tiempo. Recibió sendos besos cariñosos por parte de sus «acostumbrados a sus locuras» padres y una vez en su cuarto sacó la libreta de los deberes. Mientras pasaba las hojas, pensaba en qué diablura podría hacer a su hermano pequeño para divertirse. ¡Cuando fuera mayor inventaría tales bromas que entraría en el gran libro de los récords!
Pili Repipi llegó a casa escoltada por Javi el Dandi. Siempre la acompañaba en último lugar, según él para aprovechar los bocadillos de sardinas que preparaba la madre de Pili; según la madre de esta porque era un chico encantador que cuidaba de su hija; según Luka, Ruth y Enar porque «estaba por Pili»; y, según Pili, porque eran grandes amigos. Solo el tiempo dirá quién tiene razón.
Pili soñaba con un futuro lleno de niños perfectos, que estarían acostados en sus impecables camitas de ositos, mientras ella esperaba a su marido bordando cuadros a punto de cruz. Y su marido, por supuesto, sería Javi.
Marcos Cara de asco atravesó el salón intentando pasar desapercibido, no le apetecía someterse al interrogatorio diario de su padre: «¿te has portado bien en el colegio?». «¿Te has juntado con la gente adecuada?». «¿Has estudiado en la biblioteca?». —En realidad, la biblioteca significaba que Marcos había mentido como un bellaco y se había ido a jugar a la plaza—. Pero parecía que hoy se iba a librar del tormento, Felipe se hallaba en su despacho creando su obra maestra.
Su madre, recostada en el sillón del comedor, se secaba los ojos con un pañuelo, inmersa en la última telenovela que había grabado en vídeo. Se sonó con delicadeza antes de saludar a su hijo y preguntarle —por enésima vez— si algún niño se había portado mal con él. Marcos respondió que no, como siempre, y su madre soltó un suspiro desesperanzado, pues en su última telenovela el protagonista había sido vilipendiado de niño por ser hijo bastardo, y desde entonces vivía con la esperanza de que a su hijo lo trataran mal —más que nada, porque era imposible convertirlo en bastardo— y poder comportarse como la madre del sufrido protagonista. Marcos pensó en comentarle si no se había dado cuenta de que esa sufrida madre solo había durado cinco capítulos, los justos para que el protagonista se hiciera mayor, pero pasó del tema. Estaba demasiado acostumbrado a las rarezas de su progenitora como para dar pie a otra dramática escena. Se dirigió a su habitación, sacó los libros de la mochila y repasó sus estudios con la mente puesta en todos los países que visitaría y todas las fotos que haría cuando se convirtiera en un fotógrafo famoso de la National Geographic. Frunció el ceño al recordar que su padre se oponía de forma terminante a ese sueño. Los únicos estudios que le pagaría serían los de una ingeniería, le dejaba elegir cuál, pero tenía que ser ingeniero. ¡Para eso se estaba dejando un dinero en colegios privados! No para que soñara con animales repelentes y se mezclara con los niños pobretones y sin ambición de San José de Valderas.
Sonrió para sí mismo ¡Si su padre supiera que era justo con esos niños y en ese barrio donde mejor se lo pasaba, le daría un ataque! Recordó en ese instante a Ruth y su panda. Les habían seguido a él y a Javi hasta la plaza la Consti, y luego les habían espiado (como casi siempre) con los gemelos hechos polvo de hace mil años. Aunque no quisiera admitirlo, le gustaría ser el centro de atención de Ruth Avestruz igual que Javi lo era de Pili Repipi.
Las palabras de su padre volvieron a sonar en su mente mientras él negaba con la cabeza. Ruth no era pobretona y por las notas que sacaba, las más altas de la clase, quedaba claro que tenía ambición y afán de superación, aunque si tenía que ser sincero… Recordó cómo vestía esa misma tarde, con los pantalones que ya le iban quedando cortos por encima del tobillo, la sudadera grande para que le durara un par de años, las coletas medio deshechas, un lazo firme todavía en la coronilla y el otro resbalando por la nuca, la cara pintada de bolígrafo y los dedos negros de la mina del lápiz. Corriendo como un rayo tras el balón y chutando a puerta con tal potencia que el portero, Carlos el Cagón, en vez de intentar parar el balón se quitaba de en medio. Sonrió divertido, corría casi tanto como él —jamás confesaría que corrían igual de rápido—, saltaba tan alto que tocaba el techo del ascensor, escalaba árboles como una lagartija y… hablaba de tal manera que no había Dios que la entendiera. ¡Mierda! Les hacía parecer idiotas cuando empleaba su tono de «yo lo sé todo y tú no sabes nada», aunque, según Javi, eso gustaba a los profesores, pues sus notas no bajaban nunca del sobresaliente. Frunció el ceño irritado. Sus mejores amigos, Javi el Dandi —jamás llevaba la ropa descolocada— y Carlos el Cagón —le habían puesto el mote por razones obvias—, iban al colegio público San José de Valderas al igual que las mosconas. Pili Repipi, que era… repipi; Ruth Avestruz, con su cuello muy largo; Enar Boca cloaca, la niña que más tacos decía de todo el barrio, y, por último, Luka la Loca, la persona que podía hacer realidad hasta la travesura más descabellada…
Ruth entró en su casa y saludó con un beso en la mejilla a Ricardo. Su padre era un hombre inmenso, de anchos hombros y barriga tremenda. Era el zapatero remendón del barrio y ella estaba orgullosa de él. Cualquiera podía vender unos zapatos, pero su padre no solo los vendía, sino que también arreglaba cualquier bota, botín, manoletina o zapatilla que estuviera rota, poniendo tapas, abrillantando, cosiendo y tiñendo si era necesario. Y eso era un arte.
Sus hermanos Darío y Héctor estaban en el salón jugando con las construcciones, se levantaron al verla entrar y corrieron a darle varios besos y a rebuscar en sus bolsillos —Ruth siempre encontraba las mejores chapas— hasta que localizaron dos de tónica y tres de coca-cola. Tras conseguir su premio se agacharon en la alfombra a disfrutarlo.
Con hojas de periódico habían montado una estupenda carretera para el circuito de chapas. Un libro abierto por la mitad y colocado boca abajo hacía las veces de puerto de montaña y un trozo de papel de plata hacía de río a saltar. Ruth los observó recortar las cabezas de los cromos de la vuelta ciclista a España del año anterior y ponerlos en las nuevas chapas y, luego, dio comienzo la carrera, momento que aprovechó para sentarse en el sillón al lado de su padre.
—¿Cómo lo ves, papá?
—Pues no lo sé, cariño —contestó él acariciándole las coletas desparejadas—. El negocio está flojo, pero imagino que saldremos adelante, como siempre.
—Seguro que sí, papá. No todo el mundo puede comprarse zapatos nuevos cuando lo único que necesitan los viejos son tapas y un poco de tinte.
—Por supuesto, cariño; por supuesto —contestó abstraído su padre besándola en la frente.
Al cabo de un momento, Ruth se dirigió al baño y se duchó. Luego preparó la bañera para sus hermanos pequeños y, con algún que otro pescozón, logró convencerlos de los beneficios de una buena higiene. Cuando los hubo dejado en remojo, con una esponja bien llena de jabón a cada uno y la firme promesa de que se frotarían codos y rodillas, se fue a la cocina. Ricardo ya había comenzado a hacer la cena, así que ella fue sacando las viandas que compondrían el cocido del día siguiente.
Esa era más o menos su rutina diaria. A la salida del colegio recogía a sus hermanos e iban los tres a por la merienda que su padre tenía guardada bajo el mostrador de la zapatería, dejaban las mochilas en la tienda y comían su bocadillo sentados en un banco de la plaza. En días normales, los tres se quedaban jugando hasta las seis y media: Ruth vigilando a sus hermanos, y estos buscando el modo de burlar su vigilancia. Luego subían a hacer los deberes y, cuando su padre entraba en casa tras cerrar la tienda, ella se duchaba mientras Ricardo corregía los deberes a los pequeños. Preparaba el baño para ellos y los ponía en vereda, para a continuación ayudar a su padre con la cena y la comida del día siguiente. Ponían entre los dos la lavadora, tendían o recogían la ropa y vuelta a por sus hermanos. Cenaban y a dormir.
Ruth adoraba a su padre. Estaba convencida de que era el mejor padre del mundo. Del universo. Apenas se acordaba ya de su madre: un arrullo dulce, el aroma a jabón en sus manos, el pelo suave que ella peinaba una y otra vez con su cepillo de juguete. Poco más. Una foto en blanco y negro era la única imagen que tenían de ella.
Se acercó a la habitación de matrimonio antes de irse a la cama y cogió el retrato que siempre estaba en la mesilla de su padre. En él se veía a una mujer rubia, delgada y bajita, con una sonrisa preciosa en los labios, vestida de novia. Ricardo la abrazaba por la cintura mientras la miraba tan absorto como ella a él. Exudaban felicidad en cada uno de sus gestos. Felicidad que se truncó demasiado pronto. Un año después de tener a Héctor, ella enfermó y lo que era un catarro normal y corriente se trocó en neumonía mortal. Dejó a un marido desolado y a tres niños que tuvieron que aprender de repente a vivir sin ella. Ruth se convirtió en «madrecita» con siete años, Darío en hermano mayor con cuatro y Héctor fue nombrado «quitapesares» oficial de la casa.
Cuando alguien de la familia sentía que la tristeza se instalaba en su pensamiento, que el desasosiego hacía presa en su corazón, cogía en brazos al bebé, ese bebé de pelo rubio tan parecido a su madre, con esa sonrisa adorable y esas manitas regordetas, y se consolaba pensando que María estaba con ellos. Héctor era la viva imagen de su madre, al contrario que Darío y Ruth, que, con el pelo negro como la noche y los ojos miel, eran clavados a Ricardo.
Ruth dio un beso al retrato y se fue a la cama pensando en que cuando fuera mayor sería una gran escritora y escribiría un libro dedicado a mamá.