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Cobardes son los que corren,

y yo estoy muy a gusto aquí sentado.

JOSÉ URBINA

Jorge llamó el viernes para intentar escaparse de la comida del día siguiente. En primer lugar alegó que tenía pendiente hacer la limpieza de la casa, aunque Ruth no le creyó. En segundo lugar argumentó que quizá la familia estuviera más cómoda sin él, pero Ruth lo rebatió. Por último, confesó que no se tenía por valiente y que prefería mucho más actuar de domador de leones en un circo que comer en su casa bajo la mirada asesina de Marcos. Ruth se rio con ganas y le explicó el posible motivo de esas miradas. Jorge alucinó en colores por la imaginación disparatada del posible, o no, futuro novio o marido de Ruth, y le señaló a su amiga lo fácil que sería sacar del error al susodicho. Ruth se negó; Marcos debía comportarse de manera cabal, confiar más en ella que en sus celos y, en definitiva, actuar como un adulto.

Ese sábado Jorge llamó a la puerta a las dos de la tarde. Tenía llaves desde hacía dos años, pero ni se le pasó por la imaginación usarlas. Dijera Ruth lo que dijera, no pensaba dar al furibundo Marcos ningún motivo para que cambiara las miradas asesinas por los puños asesinos. Aún recordaba los golpes de la última vez. Y lo malo, lo peor de todo, era que el tipo parecía majo. Siempre y cuando dejara de mirarle como lo miraba. Sacó las gafas de sol del bolsillo y se las puso. ¿Qué mejor escudo contra las miradas asesinas que unas gafas de espejo?

Cuando Iris le abrió la puerta, lo primero que hizo Jorge fue preguntarle por su padre.

—Aún no ha llegado, tío, pero vendrá enseguida. ¿Te has fijado en que he preguntado quién era antes de abrir? ¿A que lo he hecho bien?

—Casi bien, princesa. Te ha faltado esperar a que contestara que era yo.

—Oh, bueno, pero sabía que eras tú —dijo la niña para después salir corriendo.

La siguiente vez que sonó el timbre, Iris preguntó quién era e incluso esperó a oír la respuesta, más que nada porque Marcos no tardó ni un segundo en contestar.

—¡Hola, Coleta! Llegas tarde. Es de mala educación llegar tarde.

—Lo siento mucho, pero mi madre no conseguía poner su telenovela nueva en el ordenador y hasta que lo hemos conseguido… —Se intentó excusar, pero la niña lo interrumpió.

—¿Has escalado alguna iglesia?

—No —respondió patidifuso—. ¿Por qué iba a tener que hacer eso?

—Jopetas, no te enteras de nada. Has ido a la playa esa de las iglesias, ¿no?

—¿La qué? Ah, la playa de las Catedrales.

—¡Eso! Pues ya que estabas allí podías haber escalado la más alta torre de la más alta catedral.

—Ya, claro —comentó viendo por dónde venían los tiros—. Lo cierto es que sí, he escalado una catedral. —Mentira cochina, pero Iris no tenía por qué saberlo, y si con esa mentirijilla se ganaba el permiso de su hija…

—¡Genial! ¿Lo has grabado?

—Esto… No.

—¿Tienes alguna foto en la que se vea cómo la escalas?

—Pues no.

—¡Papá! Está muy, pero que muy feo contar mentiras —exclamó Iris para luego susurrar—: Sobre todo si te pillan. Pero no pasa nada, mi boca está cerrada —dijo haciendo como si se la cerrara con una cremallera—. Hoy mamá ha hecho paella, con guisantes y gambas. Puaj. ¿Y sabes qué es lo peor?

—No. Cuéntamelo.

—Que mamá ha colocado una silla de cara a la pared en mi cuarto. Eso significa que si me porto mal y no me lo como todo tendré que sentarme a pensar en ella, jopetas. También Darío y Héctor se lo tienen que comer todo, porque ha puesto otra silla en su cuarto. Uf.

—Vaya. —Mucho se temía Marcos que las sillas no eran por si alguien no se comía la comida.

A las dos y media de la tarde, cuando todos los comensales se sentaron a la mesa, algunos más tiesos que otros, dio comienzo la comida.

—¿Qué tal en Lugo? —Inició Ruth la conversación preguntando a Marcos.

—Bien. Es un sitio precioso —respondió el interpelado.

—¿Te acercaste mucho al borde de los acantilados? —preguntó Darío educadamente.

—Sí, bastante. De hecho tomé una instantánea de las olas rompiendo; es impresionante.

—Lástima que no te resbalaras —murmuró Darío un poco demasiado alto.

—¿No os parece que está haciendo un tiempo espléndido para esta época del año? —inquirió Jorge con el propósito de iniciar otra conversación al ver que Ruth hacía intención de levantarse de la silla.

—Mucho sol —comentó Darío, al que no había pasado desapercibida la expresión de su hermana.

—Efectivamente. Todas las mañanas salgo un rato a la terraza a tomar el sol, a ver si me pongo moreno. —Siguió hablando Jorge para llenar el silencio.

—Es una pena que no se te pongan los piercings al rojo vivo y te quemen la cara —farfulló Marcos.

—He oído en las noticias que van a sacar una película del libro Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson. —Cambió de tema Héctor al oír a Ruth soltar el tenedor de golpe sobre el plato.

—Buen libro —respondió Marcos.

—De esos hay muchos —comentó Darío refiriéndose al título de la novela—. Deberían cortarles los coj… minos.

—¿Cojminos? ¿Qué es eso, tío? —pregunto Iris alucinada por la conversación.

Ruth se levantó de la silla lanzando una mirada asesina a su exhermano y a su ex futuro novio. Marcos y Darío se pusieron rígidos sobre sus sillas.

—Cariño, ya que estás de pie, ¿te importaría traerme un poquito de agua? —solicitó Ricardo mostrando el vaso vacío.

—Claro que sí, papá.

Marcos y Darío suspiraron; se habían librado. Por ahora.

—Marcos, Darío, ¿me echáis una mano en la cocina? —ordenó más que preguntó Ruth.

No se habían librado. Ambos se levantaron de la mesa y la acompañaron hasta la puerta de la cocina. No pudieron pasar de allí. Ruth se volvió, los miró enfadada y señaló con la barbilla la habitación de Darío, luego la suya propia.

—Idos cada uno a una habitación.

—¡Vamos ya! ¿No estarás hablando en serio? —exclamó Darío, que para ciertas cosas era más valiente que Marcos, que en esos momentos tenía las manos metidas en los bolsillos y miraba muy interesado el dibujo del suelo.

—¿Tengo cara de estar bromeando?

—¿Tengo pinta de tener diez años? —profirió Darío.

—No. No llegas ni a los cuatro.

—No pienso ir a mi cuarto a pensar. Me niego en rotundo.

—¿Cuándo he oído eso antes? —preguntó Ruth con retintín. Era la frase que Darío decía de niño cuando lo castigaba.

—¿No crees que estás exagerando? —repuso Marcos uniendo fuerzas con Darío.

—A mi mesa solo se sienta una niña: mi hija. El resto se supone que son adultos. —Los miró amenazadora—. Primer y último aviso. Si no os comportáis como tales, os trataré como a niños. Podéis volver al comedor.

El resto de la velada transcurrió sin incidentes —siempre y cuando no contemos las lágrimas de cocodrilo de Iris por verse obligada a comer guisantes, ¡puaj!— y entre conversaciones nada destacables, de esas con muchos monosílabos y algún que otro exabrupto rápidamente silenciado por la mirada de Ruth.

—¿Desde que tu padre es portero ganáis a la pandilla Basurilla? Me alegro muchísimo, Iris —respondió Jorge a la niña, que no paraba de hablar de su padre, del fútbol y de ¿torres altas en castillos?

—Sí. Es genial. Se pone de portero y no le cuelan ni un gol. Y eso que apuntan a la colita para ver si se asusta y se quita. Pero papá se tapa con las manos y recibe el balonazo con tal de que no nos metan gol. ¡Es genial!

—Ahora entiendo por qué los llamas la pandilla Basurilla. ¡Eso es juego sucio! —exclamó Jorge cerrando las piernas con fuerza y mirando a Marcos con cierta admiración.

—Qué va, no nos manchamos nada. Bueno, un poco, pero no subimos muy sucios. Bueno el agua del baño sale negra, pero no es porque estemos sucios, es porque los grifos la sacan negra. De verdad de la buena.

—Así que estás contenta con tu padre —comentó Jorge mirando a Darío, queriendo romper una lanza a favor de Marcos, a ver si así dejaba de mirarle como si lo fuera a matar. Cosa que seguro haría si Ruth no estuviera presente.

—¡Muchísimo!

—¡Así cualquiera es padre! —protestó Darío—. Se presenta justo para ir al parque, jugar un poco al fútbol y, luego, adiós muy buenas. Nada de llevarla al cole ni darle de comer ni vestirla… ¡Así cualquiera es un tío genial! —Finalizó irritado.

—¡Yo no me niego a hacer nada de eso! —exclamó Marcos, indignado.

—Ya veo cómo lo haces —se burló Darío.

—¡Nadie me ha dicho que tenía que hacerlo!

—¡Es que eso tiene que salir de ti!

—Basta. Los dos —se pronunció Ruth interrumpiendo los gritos.

La mesa quedó en silencio. Un silencio pesado. Resentido. Un silencio que solo esperaba un susurro para convertirse en gritos.

—Ruth empieza a trabajar el lunes —comentó Darío con sutileza—, así que yo llevaré a Iris al colegio a partir de entonces. A no ser que a alguien se le ocurra ofrecerse… Claro, que se está más a gusto en la cama, arropadito, que haciendo lo que se tiene que hacer —finalizó con mesura.

—El lunes a las nueve menos cuarto vendré a buscarte para llevarte al cole, Iris —dijo Marcos entre dientes.

—Claro, no llegues demasiado pronto, no vaya a ser que tengas que vestirla y prepararle el desayuno —ironizó Darío.

—¡Ven pronto, papá, y me vistes tú! —exclamó Iris entusiasmada—. ¡Di que sí! Jopetas, yo quiero, mamá. Dile a papá que venga pronto y así lo hacemos todo juntos.

—Bueno, Iris, verás… —comenzó Ruth, que no sabía bien qué decir.

—Vendré a las ocho.

—No lo harás —rebatió Darío apoyando satisfecho las manos en su estómago.

—¿Qué te apuestas? —replicó Marcos levantándose de la mesa.