17
No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted
es puramente sexual.
GROUCHO MARX
Un chisme es como una avispa; si no puedes matarla
al primer golpe, mejor no te metas con ella.
GEORGE BERNARD SHAW
Marcos no podía creer en su suerte. Ruth se había inclinado sobre la mesa y sus caderas se marcaban claramente bajo la falda. Sin detenerse a pensarlo un segundo, al menos no con el cerebro de arriba, tomó una decisión.
Ruth lo sintió pegarse a su espalda presionando la ingle, y lo que no era la ingle, contra su trasero, e hizo intención de darse la vuelta. Unas manos grandes y fuertes la aferraron por la cintura mientras unos dientes hacían presa en su cuello, impidiendo que se girara.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —Pregunta retórica donde las hubiera. Sabía de sobra lo que estaba haciendo. ¡Volverla loca!
—Satisfacer mi curiosidad —dijo él bajando las manos hasta las caderas para a continuación comenzar a arrugar la falda en sus puños.
—¿Qué curiosidad? —Ruth sintió cómo la falda ascendía por sus piernas con lentitud.
—Necesito saber qué ropa interior llevas —respondió lamiéndole el oído.
—¿Y no puedes, sencillamente, preguntarlo? —exclamó ella intentando girarse de nuevo.
—No. —Pasó una de las manos por delante de su cintura y la abrazó impetuoso.
—¡No se te ha ocurrido pensar que puede entrar alguien! —Pegó un empujón con las caderas intentando deshacerse de su abrazo a la vez que agarraba el brazo que la sujetaba con ambas manos. ¡No había manera de soltarse!—. ¡Dónde tienes el cerebro!
—En estos momentos, a la altura de tu trasero —contestó él presionando su erección contra ella.
—¡Marcos! ¡No estoy bromeando! —exclamó Ruth retorciéndose. Y cuanto más se movía, más crecía y se endurecía la verga de su amigo—. ¿Te has parado a pensar lo que puede suceder si alguien viene aquí? No, claro que no, y ese es el problema, que no piensas. ¡Por el amor de Dios! No tienes cabeza, déjame. ¡Caramba!
—No te preocupes, he cerrado la puerta con llave —susurró en su oído haciendo que los escalofríos recorrieran todo su cuerpo.
—¿Que has hecho qué? Pero… —Ruth apoyó las manos sobre el escritorio. Ya que no podía soltarse, al menos intentaría mantener el equilibrio. Pero esto hizo que se inclinase más todavía, lo cual le proporcionó a Marcos una ubicación más adecuada entre sus nalgas, y a ella una impresión más gráfica sobre la dureza y tamaño de su pene.
—Así, Avestruz; así. Relájate, no te comas el coco. Lo tengo todo pensado. Nadie va a entrar. —Separó su polla inquieta de las acogedoras nalgas de su amiga y a continuación subió la falda, que arrugaba en sus puños, hasta la cintura.
—Estoy relajada —gruñó Ruth totalmente tensa.
—Claro, preciosa; no lo dudo. —Sonrió mientras deslizaba la mano libre buscando la ropa interior que tanto le había dado que pensar—. Vamos a ver qué encuentro.
—Un tanga —le respondió medio sobresaltada cuando él empezó a acariciarle las nalgas.
—¡Mierda! —exclamó él a la vez que le daba un cachete que casi la hizo jadear—. No me lo cuentes.
—¿Decepcionado? —¿Qué quería? ¿Que no llevara nada?, pensó entre excitada y enfadada. ¡La estaba avasallando!
—No. Pero quiero averiguarlo por mí mismo. —La mano volvió a recorrer su trasero lentamente, hasta encontrar la fina tira elástica a la altura de la cadera.
Ruth sintió cómo los dedos que recorrían la cinta se internaban en la unión entre sus nalgas y bajaban hasta encontrar la tela que cubría el perineo para volver a subir, haciendo el recorrido inverso. Notó un tirón en el clítoris cuando los enredó en el tanga y tiró hacia arriba, haciendo que la tela se hundiera en la vulva.
—Ahora ya sabes cómo es mi ropa interior —aseveró ella susurrando—. ¿Qué te parece si seguimos con el plano?
—Chis —siseó Marcos a la vez que volvía a tirar del tanga haciendo que todo el sexo de Ruth se humedeciera.
—Es tarde, tengo cosas que hacer. Un montón de trabajo me espera sobre la mesa. Además, todavía tengo que escribir los nombres en el plano. No debería estar perdiendo el tiempo de esta manera. Aparte de que esto no es buena idea, imagina que alguien llama a la puerta; piénsalo por un momento.
—¿Sabes cuál es tu problema, Avestruz? —Marcos soltó la tela y con las yemas de los dedos acarició el lugar donde los muslos se juntan con el culo.
—No tengo ningún problema. Mira, es de lógica. Esto es un despacho, un sitio donde la gente trabaja, donde yo trabajo. No es un lugar adecuado para dejarse llevar por los instintos sensuales. —Más que hablar, jadeaba. Esas caricias, en esa zona, la estaban derritiendo—. Quizás en otro momento, en otro lugar. Imagínate que suena el teléfono o que alguien intenta entrar.
—Tu problema es que quieres anticiparte a lo que va a pasar. —La mano que le rodeaba la cintura subió por el abdomen, atravesó la barrera del pecho y se acomodó en su garganta durante un segundo, para a continuación subir hasta el aburrido moño y deshacerlo—. Lo quieres tener todo tan controlado, que conviertes el futuro en presente.
—¡Claro que no! Lo que pasa es que hacer manitas en mi despacho no es, lo que se dice, algo práctico. Puede causarme problemas.
—No estamos haciendo manitas, te estoy magreando —comentó él recorriendo la unión entre muslos y nalgas con los dedos, una y otra vez, y otra.
—¡Por favor! Todo tiene un límite y tú lo estás rebasando —exclamó Ruth jadeante. Marcos había dado con uno de sus puntos erógenos, uno del que ella no tenía ni el más mínimo conocimiento. Y sabía que, como le dejara seguir, ella no querría parar.
—¿Crees que todo tiene un límite? —preguntó pegándose más a ella a la vez que hundía los dedos en su vagina. Estaba húmeda. Mucho.
—¡Por supuesto! —gritó Ruth. Y aprovechando que ya no la sujetaba, le dio un codazo suave en el estómago y pegó un salto con la clara intención de alejarse de él. ¡Mecachis! Ese hombre le hacía perder la entereza.
—¡Ay! —se quejó Marcos para acto seguido agarrarla por los hombros y darle la vuelta para ponerla de frente a él—. No hay ningún límite, excepto el que tú quieras poner. Has puesto tantos límites a todo lo que te rodea que así estás. ¡Limitada!
—¿Qué? —La mirada de Marcos se había vuelto salvaje, dura, segura, como si nada pudiera hacer que cambiara de opinión.
—Basta de charlas, Avestruz.
La cogió de las axilas, la levantó en vilo y la arrojó sobre la butaca del despacho. Antes de que ella pudiera reaccionar, se había arrodillado entre sus piernas, agarrándoselas y colocándole la parte interior de las rodillas sobre los brazos de la butaca. La falda se arrugó por completo en su cintura y los muslos se abrieron, mostrándole el tanga negro con una gran señal de Stop en rojo, justo en el centro. Marcos admiró la visión que se presentaba ante él.
—Me preguntaba si llevabas liguero. Ya veo que no. —Recorrió con los dedos el elástico de las medias que se le enterraban a mitad del muslo—. No me gustan —comentó tirando de este y comprobando que la piel estaba enrojecida por la presión—. Se clavan en tu piel. No quiero que nada se hunda en tu piel, salvo yo mismo.
Ruth no pudo responder. Estaba demasiado asombrada para hacerlo. ¿Qué narices estaba diciendo? Sonaba un poco demasiado… posesivo, ¿no? Machista, obsoleto, arcaico…
Marcos deslizó los dedos por el elástico y de un tirón le bajó las medias a la altura de las rodillas, luego posó los labios sobre la piel enrojecida para besarla. Ruth sintió algo húmedo que le acariciaba y lamía toda la zona, calmando el escozor que había dejado el elástico.
Marcos recorrió despacio con la lengua el interior de los muslos, dando suaves mordiscos cuando la sentía moverse, desplazándose con lentitud hacia sus caderas.
Ruth puso las manos sobre los hombros masculinos y empujó en un inútil intento por deshacerse de sus caricias. ¡Por el amor de Dios, estaban en su despacho!
Él le agarró las muñecas, a la vez que subía hasta su boca y la besaba con fuerza, casi sin dejarla respirar. El pene enfundado en vaqueros presionaba contra su sexo y el torso cubierto con la camisa se imponía sobre sus senos.
Ruth sintió la lengua hundirse en su boca, recorrerla entera, entrar y salir en una danza similar a la que ejecutaban las caderas masculinas contra su ingle. Cuando pensó que estaba a punto de derretirse, él se separó. La miró a los ojos fijamente y asintió. Ella no tenía ni idea de por qué había asentido, pero le daba la impresión de que iba a resultar muy difícil detenerle, si por algún remoto motivo se le pasara por la cabeza querer parar las sensaciones que la dominaban, lo cual era casi imposible.
Marcos le soltó las muñecas para desabrocharle la chaqueta, sus labios recorrieron el sendero que dejaba la tela abierta. Se detuvo escasos segundos para admirar sus pechos y lamer los pezones, no por ella, por él. Para su placer.
Luego continuó descendiendo hasta la cintura donde la falda se arrugaba, la obvió y bajó hasta el borde del tanga. Se entretuvo en lamerlo mientras sus dedos se abrían camino por debajo de este y buscaban la entrada a la vagina. Cuando la notó arquearse, hundió el dedo corazón a la vez que con el pulgar trazaba círculos en el clítoris, y el índice y el anular masajeaban la vulva. Jugueteó con la nariz sobre el bigotito fucsia que tanto le encandilaba, mientras se solazaba con su pubis suave y depilado, sintiendo cómo los músculos de su amiga se contraían y su espalda se tensaba. Cuando la oyó gemir, introdujo un dedo más, deslizó los labios hasta el clítoris, y lo succionó por encima de la tela con fuerza. La mano que tenía libre le masajeó las nalgas y se adentró en ellas siguiendo el camino de la tira del tanga, presionó contra ella, la enredó entre sus dedos y tiró una y otra vez, haciendo que la cinta se le clavara en el ano, logrando que la seria, circunspecta y controlada Ruth jadeara y gritara en el estertor de un orgasmo que la hizo tensarse hasta separarse de la butaca.
—¿Ves lo que pasa cuando se traspasan los absurdos límites que te marcas? —preguntó Marcos con la respiración entrecortada.
Ruth no pudo responder; apenas conseguía aire suficiente para respirar, cuanto menos para hablar. Por entre las pestañas de sus ojos medio cerrados, vio que él se ponía de pie y se desabrochaba los vaqueros. Su polla saltó fuera de ellos, ansiosa, dura, tensa, enorme. Apenas le dio tiempo a darse cuenta de que no había ni un solo pelo en el pubis masculino cuando Marcos la cogió suavemente del cabello instándole a que se incorporara en la silla, y se acercara al pene que oscilaba inhiesto y dominante frente a ella. Se lo agarró con una mano y lo acercó hasta los labios femeninos. Pujó contra ellos, hasta que se abrieron y lo abarcaron.
—Muy bien preciosa, abre esa generosa boquita y cómetelo entero —susurró introduciéndose en ella.
—Serás troglodita —dijo Ruth sacándose la polla de la boca.
—No. Solo soy un hombre desesperado —contestó recorriéndole los labios con los dedos hasta que ella absorbió el índice sin pensarlo—. Llevo quince días pensando en ti, en tus labios, en mi polla llenando tú boca. —Mientras hablaba recorría con el pene sus mejillas, acariciándola, dejando un rastro de humedad sobre su piel—. Vamos, Avestruz, déjate llevar.
El dedo recorría el interior de su boca acariciante, rozándole los dientes, abriéndole los labios hasta que acabó alejándose de ella. Ruth sacó la lengua para seguirlo y, en ese momento, Marcos guio su pene hasta ella. Ruth lo acarició con la punta, lamiendo la humedad que salía por la abertura del glande, hundiendo la lengua en ella, sintiendo cómo él pujaba para introducirse más profundamente en su boca mientras se aferraba al lustroso pelo negro que acaba de rescatar de la prisión del aburrido moño. Y Ruth tomó el control. O al menos lo intentó.
Lo agarró con una mano mientras le hundía la otra entre los muslos y acogió los testículos sobre la palma, sopesándolos y amasándolos. Rodeó el glande con la lengua y trazó todo el contorno una y otra vez, como si estuviera chupando una piruleta, succionando y soltándolo alternativamente a la vez que sus dedos subían y bajaban lentamente recorriendo las venas que surcaban el grueso tallo. Rozó con los dientes la sensible piel del frenillo, y luego lo consoló con un pequeño beso, haciendo que Marcos soltase una de las manos de su cabello para apoyarla contra el respaldo de la butaca, buscando sujeción.
—Joder, Avestruz, hazlo otra vez —jadeó enredando los dedos de la mano libre en su melena.
Y Ruth obedeció. Mordisqueó suavemente el glande, succionó el prepucio, abarcó con sus labios el capullo, presionando y arrastrando con sutileza la fina piel que se arrugaba en el frenillo hasta casi llegar a la base, para luego volver a subir a la abertura de la uretra y hundir un poco la lengua en ella a la vez que los dientes lo arañaban con suavidad. Por último, depositó un beso sobre el glande y miró a Marcos.
Sus facciones denotaban tensión: tenía los labios firmemente cerrados, las fosas nasales se expandían con cada inspiración entrecortada, los ojos la miraban entornados y el sudor recorría su frente. Lo vio soltarse del apoyo de la butaca y al momento sintió cómo le recogía el cabello y se lo colocaba sobre los hombros, cayendo en cascada sobre la chaqueta abierta, enmarcando la palidez de sus pechos en hilos de ébano. Sus manos le acariciaron las mejillas, la frente, y envolvieron su cara.
—Me estás matando —aseveró antes de empujar su pene sobre los tentadores labios femeninos e introducirse en ellos con un gemido.
Ruth sintió cómo los dedos de Marcos volvían a engancharse en su pelo y la impulsaban hacia su pene para que lo absorbiera entero. Y lo hizo con desesperante lentitud, disfrutando de cada centímetro de piel.
—Muérdeme —ordenó él a la vez que se aferraba más fuerte a ella—. Haz lo que has hecho antes. Vamos.
Ruth acató la orden y usó sus dientes como le había enseñado Jorge, arañando ligeramente y soltando, succionando y besando, tal y como había practicado con Brad. Tenía que reconocer que Jorge sabía cómo volver loco a un hombre, pensó para sus adentros.
—¡Joder! —exclamó Marcos un segundo antes de volver a soltar su pelo para apoyarse con una mano en el respaldo de la silla. Apenas si conseguía que las rodillas no se le doblasen. No sabía dónde había aprendido Ruth ese truco, pero lo estaba destrozando. Presionó un poco con la que aún agarraba su melena, intentando que ella lo introdujera más en su boca—. Cómetela entera —ordenó.
Pero esta vez ella no le hizo caso, se lo estaba pasando muy bien martirizándolo.
Marcos empujó con las caderas, intentando enterrarse más en la lujuriosa boca, pero Ruth se alejó, abarcando solo el prepucio. Él volvió a presionar y ella se volvió a alejar. Estaba casi pegada al respaldo de la silla, con Marcos inclinado por completo sobre ella. Sintió una punzada en el cuero cabelludo. Él le tiraba fuertemente del pelo, instándola a obedecer. Ruth lo ignoró y siguió arrullándolo con la punta de la lengua, torturándolo.
—Mierda, Avestruz, no me hagas esto. No juegues conmigo. —Le sujetó la cara con ambas manos y la miró a los ojos—. Abre la boca —ordenó imperiosamente.
Ella sonrió y abrió los labios. Él se introdujo dominante. La sujetó por la nuca, autoritario, y comenzó a entrar y salir, cada vez más rápido, cada vez más profundo.
Ruth presionó los labios contra su piel, creando una fricción imposible que lo volvió más loco aún, a la vez que colocaba una mano en la base de la polla para impedir que se adentrase del todo en ella.
Marcos no pareció darse cuenta de esto último, porque siguió pujando, haciendo que la boca de Ruth chocara contra sus dedos, casi consiguiendo que el glande le tocara el fondo de la garganta. Ruth empujó para aflojar la presión y él la liberó un poco. Solo un poco.
—Trágatelo, Avestruz. Vamos, quiero sentir mi semen recorriendo tu garganta.
Deslizó una mano desde la nuca femenina hasta posarla en la garganta y, sin dejar de mirarla atentamente, enterró implacable su polla en la boca de su amiga un par de veces antes de correrse entre jadeos.
Ruth bebió su esperma y él sintió en sus dedos el movimiento de su garganta al tragar.
Marcos no era una persona posesiva, al menos no que él supiera, pero en ese momento se sintió feliz al pensar que algo suyo estaba en ella. No podía follarla en ese momento, no llevaba ningún condón encima, y no le apetecía que Ruth montara en cólera por hacerlo sin protección, así que el que su semen entrara en ella era, al menos, una pequeña compensación. No pudo evitar preguntarse si el cabronazo que le había enseñado esos trucos también le había dejado el mismo regalito que él, y solo de pensar en ello le empezó a latir la sien.
Cerró los ojos y respiró profundamente, repitiéndose una y otra vez que a él le daba exactamente lo mismo lo que hiciera Ruth en su tiempo libre, con quién lo hiciera y si follaba o no. No tenía derecho a pedir explicaciones ni a enfadarse.
Salió de su boca renuente, con languidez, dio dos pasos atrás y se dejó caer en el suelo de rodillas.
—Joder, Avestruz. ¿Dónde coño has aprendido a comerla así? —preguntó entre jadeos. Vale, no le daba lo mismo.
—Eso es una pregunta retórica, ¿verdad? No pretenderás realmente que te lo cuente, ¿o sí? —¿Qué clase de hombre preguntaba eso tras tener sexo eventual?
—Déjalo, no me lo cuentes —se contestó a sí mismo en voz alta, mirándola fijamente. En esos momentos sería capaz de matar a la persona que le hubiera enseñado ese arte.
—Está bien. —Gracias a Dios. Iba a resultar gracioso explicarle que su amigo gay le corregía los movimientos mientras ella practicaba con su vibrador fucsia.
—¡Joder! —exclamó Marcos diez segundos después, con voz enfadada y celosa—. ¿No habrán sido los mismos que te enseñaron a poner el condón con la boca, verdad? —«¿Por qué coño pregunto?», pensó Marcos cabreado consigo mismo. ¡A él qué más le daba! ¡Joder! Encima eran dos a falta de uno, a los que tenía que matar.
—¿Qué has dicho? —le preguntó roja como la grana.
—Lo que has oído —respondió arrogante poniéndose en pie.
—¿A ti quién o quiénes te han educado en la técnica del cunnilingus? —preguntó Ruth muy seria, levantándose de la silla y colocándose la ropa hasta dejarla de nuevo impecable. O casi impecable.
—Eh… —¡Mierda! Ahí lo había pillado—. No es lo mismo.
—Por supuesto que sí. Ambos hemos aprendido y practicado con personas desconocidas por el otro. No advierto la necesidad de conocer a las artífices de tu experiencia, al igual que no entiendo por qué tú necesitas conocer a mis mentores.
—No es una necesidad, solo siento el imperioso deber de felicitarles por las clases que te han dado. Son unos putos genios impartiendo lecciones —repuso molesto. Ruth era experta en darle la vuelta a las conversaciones y cabrearlo de mala manera—. La comes de maravilla.
—¡Marcos! No seas grosero.
—¡Que te den! —Se abrochó los pantalones y salió dando un portazo.
Ruth se quedó parada en mitad del despacho, con la boca abierta y las manos apoyadas en las caderas.
¿Qué mosca le había picado?
—Luego dirán que las mujeres somos las complicadas.