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Luchar contra nuestro destino sería un combate como el del manojo

de espigas que quisiera resistirse a la hoz.

LORD BYRON

Sábado 27 de diciembre de 2008

Ruth se levantó temprano, se puso el chándal como buenamente pudo, cogió las muletas y trató de salir con disimulo de la casa. Conducir en su estado era impensable, pero la parada de taxis estaba a la vuelta de la esquina y pagaría uno con tal de ir al ambulatorio de urgencias, ¡sola!, a por la píldora del día después.

Atravesó el pasillo muy despacio, intentando reducir el ruido de las muletas en todo lo posible. Al llegar a la puerta de entrada respiró profundamente y, sintiéndose como una ladrona, la abrió con sigilo. Bien, un paso más y estaría fuera.

—¿Vas a la calle, mami? —preguntó Iris bostezando desde la puerta de su cuarto, en pijama y con la trenza desbaratada.

—Sí, ahora vengo, cariño —susurró.

—Espera que me visto y voy contigo. Quiero churros para desayunar —gritó la niña para hacerse escuchar. La puerta del cuarto de sus hermanos se abrió de golpe.

—¿Qué pasa, Iris? ¿Por qué gritas? —preguntó Héctor—. ¡Ruth! ¿Qué haces levantada? ¿Vas a alguna parte?

—Voy a dar una vuelta, ahora vengo.

—¿Sola? Pero si no puedes andar. Espera que me visto y te acompaño —susurró Héctor cerrando la puerta de su cuarto después de haber cogido un chándal que había tirado en la silla la noche anterior—. Comprendo que tengas ganas de salir de casa un rato, ayer estuviste todo el día aquí, pero, caramba, ¿no podías salir un poco más tarde? No sé adónde pretendes ir a las ocho de la mañana —comentó para ganar tiempo. ¡Maldita fuera su estampa! Darío lo iba a matar si se enteraba de que había dejado salir de casa a su hermana. Pero cualquiera se enfrentaba a la dialéctica de Ruth cuando esta pretendía hacer algo. ¡Estaba entre la espada y la pared!

—¿Quién pretende ir adónde? —retumbó la voz de Darío a través de la puerta del cuarto que compartían.

—Nada, sigue durmiendo, voy con Ruth e Iris a dar un paseo —respondió Héctor. ¡Mierda! ¿Por qué tenía que tener su hermano un oído tan fino y un sueño tan ligero?

—Vale. —Se oyó un tenue suspiro, seguido del crujir de los muelles de la cama, como si alguien se hubiera incorporado de un salto sobre esta—. ¡Qué! ¿Pero se ha vuelto loca? —Darío salió del cuarto vestido únicamente con el bóxer—. ¿Dónde coj… minos vas a ir a estas horas?

—A por churros —respondió Ruth contrariada—, iba a por churros.

—Sí, tío, yo quiero desayunar churros y porras. Están ricos, de verdad de la buena. Lo sabe todo el mundo mundial. ¿A que sí mamá?

—Sí, cariño. A todo el mundo mundial le gustan los churros.

—Vale, perfecto. —Darío entró en su cuarto y salió al momento con unos vaqueros y una camiseta entre las manos—. Vivo con una familia de lunáticos. —Se puso los vaqueros—. Mi sensata hermana mayor, que por cierto no puede andar, va a recorrer medio barrio para ir a la churrería porque mi sobrina, que tiene seis años, opina que a todo el mundo mundial le gustan los churros. Y mi hermano, un hombre hecho y derecho, un estudiante modelo, un tío supuestamente inteligente, en vez de quitarles la idea de la cabeza, lo que hace es acompañarlas. —Se puso la camiseta y se calzó las botas sin molestarse en embutirse los calcetines—. Todo esto a las ocho de la mañana el sábado después de Navidad. —Cogió su chaqueta del perchero de la entrada—. Y yo, el lunático alfa de la manada, con veintiséis años y ochenta y cinco kilos de peso, lo que estoy haciendo es vestirme para bajar a por los malditos churros en vez de intentar convencer al resto de los dementes con los que convivo de que las ocho de la mañana es una hora más apropiada para dormir, descansar, planchar la cama. —Abrió la puerta y salió al descansillo de la escalera—. Dos docenas y un par de porras para papá, ¿no? Ahora vengo —dijo cerrando la puerta con un sonoro portazo.

—Vamos a tener que hacer algo con su genio. Últimamente está muy tenso —comentó Héctor todavía en pijama.

—¡Qué le corten la cabeza! ¡Qué le corten la cabeza! —gritó Iris corriendo por el pasillo.

El sábado había comenzado mal, y ella no iba a poder ir al médico a por lo que tanta falta le hacía. Suspiró y se dirigió a la cocina dando saltitos, se detuvo frente a la puerta de la nevera y buscó en el calendario la equis roja que marcaba el final de su último periodo. Vale. Según sus cálculos le tenía que venir la menstruación el veintiocho, es decir, al día siguiente. Frunció el ceño intentando recordar el método Ogino. Si no estaba equivocada, los días previos al periodo no había peligro. Con eso tendría que bastar. No pensaba arriesgarse a que Darío se enterase si no tenía ninguna probabilidad de estar embarazada.