Capítulo 4
Westminster, Parlamento (Inglaterra)
Lunes 1 de abril de 1585
—Señor, tenemos noticias de que los Walsingham tienen previsto enviar un nuevo agente a España.
El servidor casi gritó desde la puerta del despacho. La importancia del anuncio obligó a que James entrara en él sin llamar antes a la puerta.
Aquella noticia cayó como un mazazo sobre Robert Cecil. La espectral imagen del político inglés se recortaba entre los fuertes rayos de luz que entraban por el ventanal a la espalda del sillón de su despacho.
Robert Cecil era el segundo hijo del todopoderoso sir William Cecil, barón de Burghley, asesor personal de Su Majestad la reina Isabel I de Inglaterra. Cecil había heredado de su padre una extraordinaria inteligencia y la habilidad inigualable para embrollar y confundir las cuestiones políticas, al mismo tiempo que desentrañarlas en su beneficio. Pero no todos le temían por estas facultades. Muchos de sus compañeros desconfiaban de él por su monstruoso aspecto físico. Siendo todavía un bebé se había precipitado al suelo desde los brazos de una criada. El accidente fue terrible. Por fortuna no acabó con su vida pero le acarreó traumas irreparables. Era de baja estatura y sobre su espalda se levantaba una enorme joroba que lo convertía, a pesar de su juventud, en uno de los personajes más siniestros de la Corona, en donde pretendía ascender y seguir los brillantes pasos de su padre.
Con la cabeza hundida entre los hombros, Cecil escuchaba atónito la misiva de su asistente.
—¿Sabéis de quién se trata? —preguntó cerrando los ojos y echando como pudo su enjuto cuerpo sobre el respaldo del sillón.
—Sí, señor. Se trata de Christopher Marlowe, un estudiante brillante del Corpus Christi College, de Cambridge. Estudia allí desde hace cinco años y, al parecer, en los últimos días…
—No es necesario que prosigáis, James, sé perfectamente quién es Christopher Marlowe. —El político cortó la conversación de su ayudante—. Nunca hemos coincidido en aulas o colegios pero, sin lugar a dudas, es uno de los alumnos más sobresalientes. No lo voy a negar. Aún lo recuerdo de mi estancia en aquella ciudad.
El Elfo, tal y como le llamaba por su deformidad la reina Isabel, había estudiado durante cinco años en el Saint John’s College de Cambridge antes de pasar una breve temporada, en 1584, en la Universidad de la Sorbona en París. Abandonó esa institución cuando fue nombrado parlamentario por Westminster, cargo que desempeñaba en la actualidad.
Apoyándose sobre los brazos del sillón, consiguió ponerse de pie. Salió de su mesa para acercarse a la ventana. Caminando con dificultad, consiguió llegar al diáfano ventanal. A Robert Cecil le costaba mover el cuello para levantar la cabeza, más aún si lo tenía aprisionado por la golilla de lino blanco que rodeaba todo su contorno. El joven vestía un ceñido jubón de color verde oliva, anchos y acuchillados gregúescos del mismo color, que dejaban ver el tinte del forro, un gris ceniza que se extendía en forma de calzas, silueteando sus raquíticas piernas. A pesar del postín de la vestidura, era obvio que Robert Cecil no acababa de dar la talla.
La luz del astro rey brillaba sobre su rostro albino. Era capaz de permanecer reflexionando durante horas, con la mirada perdida y sin mover un solo pelo de su recortada barba y bigote.
Desde allí divisaba el jardín contiguo de la casa. La primavera acababa de entrar y los árboles ya daban los primeros destellos de vida entre sus ramas.
«Christopher Marlowe», pensó en alto. Además de su impecable expediente académico, de él conocía la afición a meterse en peleas. Un joven violento, sin lugar a dudas, pero muy inteligente. Una mezcla de facultades difíciles de encontrar en aquellos años entre los alumnos de los colegios, más proclives a acabar los estudios y conseguir al precio que fuera un buen puesto en la administración o un título nobiliario rimbombante, es decir, lo necesario para vivir el resto de sus días a costa de una suculenta pensión de la Corona.
Otra vez, los Walsingham se le habían adelantado. Al igual que su padre, lord Burghley, ya estaba harto de que los Walsingham fueran ascendiendo escalones en la política interior a base de conseguir grandes favores para la reina. Lógicamente, las dos familias perseguían los mismos fines, pero Robert Cecil prefería hacer las cosas a su manera. Nunca escatimaba medios para conseguir su objetivo. Era capaz de realizar pequeñas traiciones a Inglaterra, «infidelidades», como a él le gustaba llamarlas, para hacerse con el apoyo de la soberana en detrimento de cualquiera de los Walsingham. Lo consideraba una especie de aventura sin importancia fuera del matrimonio, cuando el marido seguía amando a su esposa con deleite.
James esperaba en el otro extremo del despacho.
—¿Señor…? —se atrevió a susurrar.
El político se volvió como pudo hasta él.
—Imagino que saldrá de Plymouth en breve, ¿no es así, James?
—Eso parece, señor. ¿Queréis que hagamos las gestiones ordinarias en un caso como éste?
—No, no será necesario. ¿Se conoce con qué nombre viaja Marlowe a España?
—No, señor. Sabéis que esa información solamente es posible conseguirla una vez que el agente ha llegado a su destino y comienza a hacer uso de él. Tendríamos que esperar al menos tres semanas para conocerlo.
—No, James. Para entonces puede ser demasiado tarde. Tengo mucho trabajo y no disponemos del tiempo necesario. Hay que actuar anticipándose a los acontecimientos. Hemos de ser más rápidos que ellos. Antes de que Marlowe llegue a España las autoridades han de conocer la noticia de la inminente llegada de un nuevo agente a Madrid. En esta ocasión actuaremos de forma distinta a lo acostumbrado.
Volvió a su mesa de trabajo, se sentó ante ella y tomó de un cartapacio cercano un papel blanco. Buscó la pluma entre los ordenados legajos y libros que había sobre el tablero y, tras mojarla suavemente en el tintero, comenzó a escribir.
Durante unos minutos no hubo más ruido en la habitación que el producido por la afilada punta de la pluma sobre el papel. Al acabar, derramó un poco de arena fina sobre la tinta y pasó el secafirmas. Sopló la arenilla que se había quedado sobre la superficie del papel y, finalmente, se dispuso a doblar con cuidado la carta en tres partes.
—James… —dijo alargando la «s» final mientras colocaba sobre el lacre caliente el sello empleado para este tipo de cartas—. Quiero que cifre esta carta como de costumbre con la clave que conocen en Madrid y que la lleve al servicio de postas para que salga lo antes posible para España.
Sin dejar de mirar a la mesa, su físico tampoco le permitía mucho más, Cecil extendió la carta hasta su asistente. Este se acercó y agachando ligeramente la cabeza, alargó su brazo derecho para recoger la misiva. En uno de sus lados estaba escrito el nombre del destinatario. Cuando el sirviente lo leyó su expresión se transformó en un gesto de incredulidad.
—Pero… ¡¡señor!!
—No rechiste y haga lo que le digo.
—Señor. Entiendo que exista una necesidad imperiosa por aventajar los trabajos de los Walsingham, pero si se descubriera que habéis enviado una carta a Mateo Vázquez, ni más ni menos que el secretario del rey Felipe de España, os podría acarrear numerosos problemas, a vos y a vuestra noble familia.
—Considerémoslo una pequeña ayuda. El proyecto no va a dejar de funcionar porque ruede la cabeza de uno de los agentes de sir Francis Walsingham. De algún modo, todos perseguimos la misma meta. Lo único que pretendo con esto es que no la alcancen antes que nosotros. Ello conllevaría el reconocimiento de Su Majestad, una vez más, hacia los Walsingham y su burda red de espías y meretrices de la información.
—Pero entonces ¿qué diría vuestro padre, lord Burghley, si descubre que estáis enviando a los españoles información sensible sobre los agentes de la Corona?
Hubo unos segundos de silencio.
—No creo que dar el nombre de un agente al que ni siquiera se podrá localizar en todo Madrid si deambula con un nombre falso, sea como dice «información sensible». —Haciendo un esfuerzo consiguió echar los hombros hacia atrás, levantar la cabeza y clavar su mirada sobre los ojos incrédulos de su servidor—. Mi fiel James, no creí necesario que hubiera que decirlo. Huelga añadir que nadie en este reino ha de saber ni de la existencia ni del contenido de esta carta.
—Repito vuestras palabras, señor. «Huelga añadirlo».