Capítulo 44
San Lorenzo de El Escorial,
Madrid (España)
Sábado, 3 de septiembre de 1588
Aquel día no era el más apropiado para estar junto a Su Majestad. Eso lo sabían hasta los mozos de cuadra. Desde muy temprano corrían rumores por todas las salas de la casa de que había llegado un mensajero con funestas noticias de la Armada.
En efecto, cuando apenas había amanecido, un jinete de la posta de Madrid trajo en persona al despacho de Mateo Vázquez la carta que durante semanas habían estado esperando. Siguiendo el protocolo de costumbre, la carta fue enviada al departamento de cifras. Apenas fue descifrado, el mensaje fue enviado a Mateo Vázquez.
El secretario todavía no se había levantado de la cama. Fue despertado a toda prisa y sin miramientos por su camarero, a quien también el mensajero había sorprendido entre las sábanas. Sin apenas calzarse, el sirviente corrió descalzo y en camisón por el ala del palacio en dirección a las habitaciones de los políticos.
El religioso apenas tuvo tiempo de reaccionar. Con los ojos pegados rompió el sello que protegía la carta y la desenrolló. Al igual que en otras ocasiones, el mensaje provenía de Francia y tenía pocas líneas.
Al acabar de leerlo, Vázquez se apoyó en la cama y con gesto resignado cerró los ojos. Por la expresión de su señor el camarero entendió la gravedad de las noticias.
—¿Queréis que avise a donjuán de Idiáquez, señor?
—Sí, por favor. Id a avisarle mientras me visto. Decidle que baje lo antes posible a mi despacho, que allí nos encontraremos. No le digáis nada sobre la llegada de la carta.
—Como deseéis, señor.
Dicho esto, el sirviente salió de la habitación. Vázquez se incorporó. Fue directo a una palangana que había frente a la ventana de su cuarto. Se refrescó la cara con el agua que la noche anterior le habían colocado. Abrió la ventana y dejó que el rostro se le secara con la brisa fría de la sierra de Madrid. Seguidamente, volvió en sí y giró la cabeza para ver de nuevo la carta que había sobre la cama. Se acercó a ella y la volvió a leer.
No, no era un mal sueño. Los españoles, tal y como sospechaban desde hacía semanas por otras informaciones recibidas, habían sido desperdigados frente a las costas de Calais. En su huida hacia el norte, acompañada de terribles tormentas, no habían podido contactar con el duque de Parma, en los Países Bajos. Las naves parecían querer alcanzar las costas españolas bordeando toda Inglaterra. Era la única posibilidad de conservar el mayor número de barcos ante la imposibilidad de luchar contra los ingleses, más pequeños y armados con artillería de largo alcance. La idea original de luchar casi cuerpo a cuerpo con las embarcaciones enemigas, abordarlas y hacerse con ellas, se había convertido en una estrategia inviable.
El secretario puso la carta sobre la mesa y aceleró sus movimientos para disponerse a bajar a su despacho lo antes posible.
Cuando abrió la puerta de su lugar de trabajo, dentro ya estaba Juan de Idiáquez esperándolo. Fue directo a su mesa y en el camino le entregó la carta para que la leyera.
—Buenos días. Ha llegado hace pocas horas. Tenemos que actuar con rapidez.
Idiáquez no tardó en leer el documento. Al instante se percató de la gravedad de su contenido.
—¿Qué vamos a hacer? El rey debe saber esto antes que nadie.
Ninguno de los dos sabía cómo pero, en efecto, aunque la carta solamente la leyeran ellos, conocían la rapidez con la que se propagaba una noticia de esa clase. Esa celeridad se multiplicaba por diez si se trataba de malas noticias como las que concernían en esta ocasión a la Armada.
—No tiene ningún sentido alargar esta agonía por más tiempo. Lo mejor será que preparéis un escrito y comuniquéis a Su Majestad la confirmación de nuestras sospechas.
La voz de Mateo Vázquez sonaba agónica ante el imparable devenir de los acontecimientos. Tomó papel de su mesa, mojó la pluma de ganso en el tintero y comenzó a escribir con la mejor caligrafía buscando el modo de hacer ver al rey de España que el fracaso de la Invencible se debía a circunstancias que iban más allá de las manos del Hombre.
No lejos de allí, Su Sagrada, Católica y Real Majestad caminaba apoyado en un bastón por la larga sala que antecedía a la cámara del trono. Siempre era el primero en levantarse y el último en acostarse. Paseaba ensimismado, carcomido por la inquietud que le provocaba la falta de noticias. Hacía más de un mes y medio que habían zarpado de La Coruña y lo que llegaba desde el Estrecho eran contradicciones.
Felipe permanecía en silencio acompañado a poca distancia de su confesor personal, fray Diego de Chaves, y del presidente del Consejo de Castilla, don Antonio Mauriño de Pazos. Ambos conocían la incertidumbre de su señor y preferían no intervenir ni incomodarlo en nada, hasta que fuera el propio rey el que los reclamara.
Los paseos del monarca desde su despacho de trabajo hasta su capilla privada eran continuos. Las oraciones se prolongaban en ocasiones durante horas, haciendo que para sus allegados la espera fuera insoportable. El religioso y el político castellano se estremecieron cuando le vieron caminar hacia la iglesia una vez más. Se miraron con resignación y cuando Felipe entró cerrando tras él la puerta, se sentaron en un banco cercano, a esperar el final de la oración.
No tuvieron que esperar mucho tiempo para tener una nueva distracción. Por el fondo del pasillo se veía venir al camarero de Mateo Vázquez. Con él llevaba la carta que su señor acababa de redactar para Su Majestad.
—Buenos días, señores. El secretario requiere con urgencia que le sea entregada esta carta el rey.
—Está orando en su capilla, como de costumbre —señaló el presidente del Consejo de Castilla sin levantarse de su asiento—. Se la entregaremos al salir de ella, perded cuidado.
—No creo que sea lo más oportuno a sabiendas del tiempo que dedica a las oraciones. Creo que sería mejor que, debido a la premura de las noticias que han llegado desde Francia esta mañana, se la entreguéis ahora mismo.
Los dos hombres comprendieron inmediatamente a qué se refería el camarero. En aquella carta estaban las noticias de la Armada que tanto habían esperado en las últimas semanas.
Como si le quemara la mano con el papel, Antonio Pazos entregó de inmediato la carta al religioso. Diego de Chaves, resignado, se levantó nervioso para dar el fatal aviso.
—Esperaré aquí por si Su Majestad necesita algo más de mi señor —señaló el ayudante.
La puerta de la capilla se abrió dejando ver la terrible oscuridad de su interior. Las ventanas estaban tapadas con gruesos cortinajes. Sólo se veía gracias a la iluminación de un par de candelabros que había junto al altar.
Frente a él, la silueta negra del rey Felipe se bañaba con la luz del pasillo. Diego de Chaves entró sin más formalidad. Hizo un gesto en el hombro del monarca y éste levantó la cabeza saliendo momentáneamente de su trance místico.
—Majestad, han llegado las noticias que esperabais.
Felipe se santiguó. Apoyado en su bastón, consiguió ponerse en pie con dificultad. Tomó la carta y caminó hacia una de las ventanas. Tras descorrer la cortina y dejar que entrara la luz, desplegó la nota.
Diego de Chaves lo miraba con detenimiento. Observaba cómo los ojos del rey, de un azul intenso rodeados de rojeces producto del cansancio y de las tensiones de las últimas semanas, recorrían las líneas de la carta.
Para sorpresa del religioso, Su Majestad no hizo un solo gesto. Ni tristeza, ni alegría, ni sorpresa, ni irritación; absolutamente nada. Con la misma expresión fría, levantó la mirada del papel.
—Llamad, por favor, a Mateo Vázquez y a Juan de Idiáquez. Decidles que se reúnan conmigo de inmediato en mi despacho de trabajo.
—¿Sucede algo malo, Majestad?
—Nada que Dios no pueda remediar. Id a avisar al secretario, por favor.
Y sin decir más, apoyado en su bastón, salió de la capilla aferrado a la carta que le comunicaba las funestas noticias. Tras él, Diego de Chaves comunicó el requerimiento al camarero de Vázquez. Este salió todo lo rápido que pudo en dirección contraria por el pórtico del patio para no tener que cruzarse con el rey.
El secretario aguardaba junto a Idiáquez la llegada de su camarero. Esperaban con ansia que les contara la reacción del monarca a tan malas e inesperadas noticias.
Cuando el camarero entró en la habitación, los dos políticos saltaron del asiento como si tuvieran en los cojines un extraño resorte que les hiciera botar.
—Su Majestad ordena que se personen vuestras mercedes en su despacho de forma inmediata.
Vázquez e Idiáquez se miraron con desconfianza.
—¿Ha dicho algo? —preguntó el sacerdote con curiosidad.
—Nada. Su rostro no se ha demudado un ápice. Parece estar como el resto de los días, como si nada hubiera pasado.
—Muchas gracias, ahora mismo vamos para allá.
—¿Qué es lo que querrá con tanta premura el rey?
—Imagino que comentar los detalles que han llevado a tan terrible derrota.
A pesar de los años de experiencia, nunca se habían visto en una situación tal. En verdad tenían miedo, no a la derrota en sí, sino a la sucesión de acontecimientos que, como una cascada imparable, se podrían producir en la Corte desde aquel instante.
—Llevemos a nuestro hombre con nosotros —añadió Idiáquez, desesperado—. Expliquémosle la verdad de lo sucedido.
Cómo todo el proyecto se ha venido abajo en las últimas semanas por culpa de la acción de ese miserable.
—Podría funcionar —reflexionó Vázquez acariciándose la barbilla—. Su Majestad no es proclive precisamente a los herejes. Podría servir de chispa de inicio para llevar a cabo un nuevo auto de fe ayudándonos del Santo Oficio.
—No perdamos tiempo. Haré llamar al carcelero para que lo lleve al despacho del rey y que haga la entrada tras nosotros.
Marlowe había sido trasladado a una nueva prisión hacía dos semanas. Nadie le quiso decir cuál era su destino. Al principio pensó que al salir de Santa Cruz aquello significaba que todo estaba acabado; que iba a ser conducido al patíbulo sin la menor oportunidad de ser juzgado ni de poder despedirse de sus amigos. Y, sin embargo, el cambio fue para bien. Llegó por la noche a un lugar rodeado de campo. Parecía ser una casa muy principal ya que el lugar en donde lo encerraron no estaba preparado para ser prisión. Se trataba de una bodega o almacén con un pequeño ventanuco que daba a un patio por el que veía todos los días la vida de los sirvientes. Incluso la puerta de la celda era diferente. No contaba con gatera para introducir la comida por debajo y era una persona del servicio quien todos los días entraba y salía para darle su ración, acompañado, eso sí, de uno o más alguaciles.
—San Lorenzo de El Escorial… —pensó en alto el agente inglés.
Había oído algún comentario a los sirvientes que le hacían pensar que, en efecto, se encontraba en la sierra. Conocía que era una de las residencias preferidas de Felipe II y que estaba fuera de Madrid, algo que encajaba con el tiempo empleado en el incómodo viaje que sirvió para el traslado.
Pero, aun así, su encierro no le resultada más cómodo. Había calculado que, entre Santa Cruz y su nuevo destino, llevaba en prisión casi un mes y tres semanas. Desde hacía tiempo no tenía contacto con ninguno de sus amigos. Imaginaba que las visitas le habían sido prohibidas. Antes de salir de Santa Cruz le habían cortado el pelo y había tenido oportunidad de asearse. Al llegar a aquel lugar, situado seguramente junto a las cocinas de la casa, comprendió por qué se hizo. Quien fuera, no quería que el nuevo inquilino fuera un foco infeccioso ni de malos olores. Kit asumió su nuevo papel y esperó pacientemente a que llegara su hora.
Un golpe en la puerta de la celda le sacó de sus pensamientos. Entraron tres alguaciles. Dos de ellos lo sujetaron por los brazos mientras un tercero le cubría los ojos con un pañuelo.
El joven se impresionó. Sin lugar a dudas aquello significaba el final de todo.
—Tienes visita, y de postín.
Las palabras del carcelero no tranquilizaron al agente. Entre trompicones y resbalones consiguió salir de la habitación. Apenas podía subir los escalones por donde lo conducían sin que tropezara continuamente con algo.
No entendía nada. Caminó durante un buen rato por largos pasillos sin tener la más remota idea de dónde se encontraba. «Aquí no hay nada que huela mal, todo lo contrario», pensó para sí. Tenía la creencia de que cualquier patíbulo que se preciara debía oler y despedir un hedor insoportable a muerte y abandono. Pero no había nada de eso.
Al final de una galería oyó las primeras voces de todo el largo paseo. Salían del interior de un despacho. Una de las voces le era conocida. No entendía lo que decían pero sin lugar a dudas entre ellos estaba Juan de Idiáquez.
Dejaron de hablar cuando le vieron llegar. Fue conducido al interior del despacho.
—Quitadle la venda de la cara. —Sonó una voz desconocida para el prisionero.
Cuando el joven agente se hizo a la luz de la habitación, su sorpresa fue mayúscula. Un nutrido grupo de hombres le observaba con cara de antipatía. En un lado, junto a una gran mesa de trabajo, estaban Juan de Idiáquez y Mateo Vázquez. Tras la mesa, Felipe II miraba a Kit con curiosidad.
—¿Es éste vuestro hombre?
—Sí, Majestad —respondió Idiáquez—. Es un agente de los Walsingham. Se hizo con información secreta sobre los movimientos de la Armada y tiempo atrás sobre la empresa que Anthony Babington tenía preparada en Inglaterra para colocar en el trono a María Estuardo. Su nombre es Christopher Marlowe, aunque aquí se hace pasar por Thomas Shelton. Él es el culpable de la detección del correo de la reina de Escocia que tan fatal desenlace tuvo el pasado año, Majestad.
—Así que a él le debemos que nuestros barcos se hayan hundido y perdido por culpa de las tormentas, ¿no es así, Idiáquez?
—Majestad, Marlowe conocía con todo detalle los movimientos de nuestra flota. Sabía el día de partida y las posibles fechas del encuentro con los ingleses. También era conocedor del complicado plan pergeñado para hacer que Farnesio conectara con la Armada para cargar sus hombres y llevarlos a las costas inglesas.
Felipe II seguía manteniendo un rictus serio. Era incapaz de manifestar cualquier tipo de sentimiento. Los presentes en aquella extraña reunión no daban crédito a la frialdad del monarca ante tan terrible calamidad.
—¿No nos hemos visto en alguna ocasión? —preguntó el monarca.
—No lo sé, Majestad, quizás en algún lugar de Alcalá en donde realizo mis estudios.
—¡Miente! —gritó Idiáquez, acompañado de las protestas de otros políticos.
El agente sabía que era verdad. La memoria del monarca parecía ser prodigiosa. Su fugaz encuentro frente a la Plaza de Palacio hacía ahora tres años parecía haber quedado grabado en el recuerdo del rey.
Felipe levantó la mano y se hizo el silencio al momento.
—Mi querido secretario —dijo mirando a Mateo Vázquez—. Esto es lo que vamos a hacer. Nuestras naves arribarán en las próximas semanas a los puertos del norte. Por ahora no sabemos cuáles, pero debemos estar preparados para cuando llegue el momento. Haced que todos estén provistos de medicinas y ayudas para los heridos. Que se realicen listas de heridos y muertos. Destinad la partida de dinero que sea necesaria para pagar y ayudar a las familias de los marineros que así lo precisen.
Idiáquez y Vázquez, incrédulos, cruzaban miradas. ¿Acaso asumía la derrota sin paliativos? El resto de los hombres que había en la sala se miraban con igual sorpresa. Felipe no parecía manifestar ni el más mínimo resquemor por la derrota. Asumía sus consecuencias sin más y se limitaba a poner vendajes en las heridas, como si todo aquello no fuera más que una simple magulladura producida tras la caída de un caballo.
—Y en lo que respecta a vuestro hombre, dejadlo en libertad.
Los murmullos, esta vez de enfado, crecieron entre los presentes. El secretario y el político vasco se volvieron a mirar. El rey parecía haberse vuelto loco.
—¡Pero, Majestad!
Idiáquez utilizó un tono que rayaba la indignación. Se acercó a Kit y lo arrastró ante la presencia del monarca tomándole del brazo. Lo apretó con tal fuerza que provocó un gemido de dolor en el joven agente.
—Este hombre ha sido condenado a muerte por alta traición —prosiguió el político—. Asesinó a varios alguaciles de mi guardia, a un mensajero en el despacho del embajador don Bernadino de Mendoza en Reims hace dos años y todas las sospechas de la muerte de Santa Cruz caen sobre él.
El silencio se hizo en la sala después de oír estas palabras.
—¿Me estáis diciendo, señor secretario, que Santa Cruz fue asesinado y nadie me ha informado de ello hasta ahora?
El tono del monarca seguía igual de plano que al principio, pero con una carga emocional desconocida hasta ese momento.
—Cuando nuestros barcos salieron de La Coruña —intentó responder Idiáquez saliéndose por la tangente—, los ingleses ya conocían todos nuestros movimientos. Nos ha vendido por un puñado de monedas de oro.
—¿Acaso queréis, mi querido secretario, matar al mensajero?
—Majestad, yo no…
—¿Os habéis molestado en averiguar durante el juicio que seguramente ha tenido vuestro reo quién es el que le ha dado esa información tan importante? Se contaban con los dedos de una mano los que la conocíamos. —El rey Felipe hizo una pausa mirando a los presentes—. Mis queridos secretarios. Yo, desde luego. Y como es obvio, no he comentado nada a este desdichado. ¿Habéis sido vos, Idiáquez? ¿Queréis acompañarlo vos mismo al cadalso?
—Majestad, es un agente enemigo cuyo trabajo ha hecho fracasar nuestro plan.
—Quizá no me he explicado bien. —El monarca comenzó a caminar por la estancia ayudándose de su bastón—. Si me garantizáis que con la muerte de este joven nuestros barcos van a regresar victoriosos de Inglaterra y que Isabel abandona su trono, adelante, Idiáquez. Si, por el contrario, y como me temo, su muerte no va a ser más que un intento de desviar la atención de vuestras responsabilidades o, peor aún, no más que un necio gesto de venganza, prefiero ahorrarme esa sangre y dejar las cosas como están. Bastante sufrimiento estamos soportando ya.
—Majestad —intentó mediar Vázquez—, lo que Idiáquez quiere decir…
—Sé perfectamente lo que quiere decir el bueno de Idiáquez, señor secretario —añadió el rey de manera cortante, dándose la vuelta—. Entiendo que no se me ha informado de las verdaderas causas de la muerte de Santa Cruz y de la existencia de este agente entre nosotros. Pero no entiendo por qué sale a la luz cuando todo está acabado. Eso me huele a vil excusa y a no querer asumir las responsabilidades de cada cual. Yo sólo tengo que dar explicaciones de mis actos ante Dios, señores, que no es poco. Es pronto para saber las causas. Lo que es seguro es la derrota y ante eso sólo queda asumirla con todas sus consecuencias.
La soberbia del monarca indignó sobremanera a todos los presentes. Secretarios y políticos apenas podían creer la cerrazón del rey. Todos le habían avisado sobre la poca idoneidad de las fechas elegidas para realizar la campaña. Y ahora el rey les echaba la culpa cuando ellos mismos habían sido quienes le querían hacer ver con discreción las ventajas que tendría retrasar, o incluso abandonar, la empresa de la Armada.
—Su ejecución pública como un hereje en un auto de fe haría calmar la animadversión que ahora seguro está creciendo entre los habitantes de nuestros pueblos y ciudades. La derrota de la Armada es un duro golpe, sin duda, pero se puede paliar en parte alimentando el fervor del pueblo.
—Algo hemos debido de hacer mal para que Dios nos haya abandonado en este momento tan delicado —añadió el monarca sin hacer caso de las últimas palabras de su secretario.
Los hombres de la Corte veían cómo el rey comenzaba a delirar con sus argumentos de siempre, obcecado en maniobrar la política exterior de España según los elementos religiosos que mejor se amoldaran a las necesidades.
—¿Acaso es este agente el joven por el que tanto preguntaba el cardenal arzobispo de Toledo? Al parecer se ha cometido un grave error con él y no es más, según las palabras de Su Ilustrísima, que un estudiante de Alcalá. ¿Tendréis pruebas del trabajo de este joven en lo que decís?
—Majestad, las pruebas son claras. —Idiáquez balbuceaba las palabras—. Realizamos un juicio sumarísimo. Fue detenido después de hablar con don Antonio Pérez.
—¿Con Antonio Pérez? Todo el mundo habla con Antonio Pérez. Es un hombre muy popular en Madrid. ¿Vais acaso a detener a todos los que osen acercarse a hablar con él sólo porque seguís teniendo celos? ¿No os vale el encierro al que se ve obligado, estando perseguido día y noche por los hombres de don Pedro Zapata?
—Majestad, prepararemos un informe…
—Ya es demasiado tarde, señores. —El rey se levantó ayudándose de su bastón con intención de marcharse—. Quiero descansar y reflexionar en la capilla orando por lo sucedido. Quizás así encuentre alguna clave que explique el desastre.
Juan de Idiáquez hizo una señal a sus alguaciles para que se llevaran al prisionero por la puerta de entrada por donde había venido. Al verlo, Felipe se dio la vuelta de forma inmediata.
—No, Idiáquez. Creo que no me habéis entendido. No es por esa puerta sino por aquélla. —El monarca señaló el acceso al despacho del cardenal arzobispo de Toledo—. He dicho que este joven es desde ahora mismo un hombre libre. Os confío su seguridad a vos, Idiáquez, con la esperanza de que no le ocurra nada durante su regreso. Llevadlo junto a Su Ilustrísima. Seguro que se alegra de verlo.
Dicho esto, enfiló sus pasos hacia la salida del despacho seguido de una pequeña corte de camareros y hombres de confianza entre los que se incluía Mateo Vázquez.
Al poco, quedaron solos en el despacho Juan de Idiáquez, tres alguaciles y el propio Kit. El agente, que había permanecido al margen de toda la conversación, vio que la posibilidad de salvar la vida parecía materializarse como un milagro.
—Me temo que no podréis cumplir vuestra promesa, Idiáquez.
El político sacó de su cinturón un cuchillo de hierro. Kit creyó por un momento que iba a cometer una locura. Antes de que pudiera reaccionar, de un certero tajo le cortó las cuerdas que inmovilizaban sus manos.
—Llevadlo al despacho de Su Ilustrísima. Él sabrá qué hacer con este hombre.
Sin añadir más palabras, dio media vuelta y salió por donde lo había hecho el grupo que acompañaba al soberano.
—No me culpéis a mí, Idiáquez —añadió Kit sin aparente rencor, manifestando su resarcimiento—. Culpad a vuestro rey y a los elementos.