Capítulo 8
Los arrabales del norte, Madrid (España)
Miércoles, 24 de abril de 1585
Aquella noche había diluviado sobre Madrid. La habitación que Kit había alquilado en la calle del Carmen, a pocos pasos de la Puerta del Sol, era, al igual que la gran mayoría de las disponibles en la villa, y siendo generoso con la definición, bastante modesta. Contento tenía que estar por haber podido encontrar alojamiento para él solo y evitar tener que pasar las noches junto a algún desconocido. No solamente no estaba acostumbrado a estos menesteres, sino que, además, corría el riesgo de que le pegaran cualquier clase de plaga que acabara por llevar al traste su misión.
El austero mobiliario de la pieza se reducía a una cama sin dosel, una mesa con un candil de barro, un par de sillas destartaladas por el uso, una jofaina y una jarra para el agua, que el dueño sé encargaba de cambiar a diario. Y el orinal que no debía faltar en cualquier casa de Madrid que se preciara. No lejos de la ventana, que servía de mirador a la propia calle del Carmen, había un sencillo contador, lleno de pequeñas cajoneras que, a falta de un arcón, se empleaba para guardar lo que el huésped tuviera a bien.
Antes de bajar a desayunar, se acercó a la ventana. El sol había disipado las pocas nubes que aún recordaban lo sucedido hacía pocas horas. A media mañana, el barrizal que dejaron las intensas lluvias de la noche hacía prácticamente imposible moverse por las calles de Madrid.
Apoyado en el marco de la ventana observó la ajetreada vida diaria de la capital de las Españas. Las carretas hundían sus ruedas en el barro, salpicando sin importarles a todo aquel que pasara por allí. El griterío de los vendedores ambulantes se entremezclaba con el bullicio de los corrillos de gente que comentaba las últimas noticias de la Corte y los avisos de «¡agua va!» que desde las ventanas de la casa de enfrente anunciaban la lluvia dorada y tostada que caía sobre el barro de la calle, añadiendo, si cabe, más lustre al ya de por sí sobrecargado paisaje callejero.
Junto a la entrada de una barbería, Kit descubrió la figura solitaria de un hombre. No tardó en darse cuenta de que se trataba del mismo personaje que lo había seguido desde la salida de Santa María, no lejos de allí, el día anterior.
Con frialdad el hombre le aguantó la mirada. Kit, derrotado, optó por meterse en la habitación.
El joven agente comenzó a recapacitar. ¿Qué es lo que querría de él aquel misterioso extraño? ¿No llevaba ni dos días en Madrid y ya lo habían descubierto? ¿Era verdad que la situación en la capital era tan peligrosa como le había avisado su amigo Nicholas Faunt?
Mejor no pensarlo y seguir hacia delante. Arriesgándose al incierto futuro cogió sus cosas, se aseguró de que a su espalda llevaba el cuchillo y tras cerrar la puerta descendió de dos en dos los escalones del primer piso hasta el mesón La Espada, que se abría a la entrada de la calle.
La Espada era igual de lúgubre que cualquier otro mesón de la villa. En estos casos no existía un término medio. O caías en casa de algún elegante conocido, donde tu alojamiento transcurría como si estuvieras en tu propia casa, o no te quedaba más remedio que sufrir una de las inefables casonas de hospedaje. En ellas, a cada paso el destino te deparaba una nueva sorpresa, quién sabe si más extraordinaria que la anterior.
La planta de la calle estaba destinada al mesón. A aquella hora de la mañana no solamente estaba llena de huéspedes de la propia casa, sino de vecinos y comerciantes que tenían a bien despachar el hambre en compañía de algún conocido.
Todo el perímetro que formaban las cuatro paredes del mesón estaba cubierto de mesas con sus respectivos taburetes. Otras tachonaban el interior del local, acompañando a dos gruesos pilares de madera que sustentaban el techo.
Es cierto que existían lugares más limpios que aquél, aunque se consolaba pensando que también debía de haberlos mucho más indecentes. No había más que ver el aspecto de los clientes para darse cuenta de ello. Formando pequeños corros y en algunos casos jugando a los naipes, cosa que le extrañó ya que no le parecían horas para el ocio sino más bien para el trabajo, La Espada estaba casi lleno.
El mesonero y su esposa, una mujer gruesa y de baja estatura que no hacía más que ir de aquí para allá, entrando y saliendo de la cocina obedeciendo los encargos que le iba haciendo su marido, apenas podían atender a todos los clientes. Ante tal situación, no era difícil imaginarse el caos en el que se convertía aquel sitio a última hora de la tarde. Entonces los hombres decidían pasar un buen rato en el local después de una dura jornada de trabajo, abarrotando las mesas de La Espada, ansiosos de un buen vaso de vino para compartir con quien fuera menester.
De regreso a la tensa realidad de aquel momento, Kit dejó su gorro de fieltro sobre la mesa y se sentó a la luz junto a una de las ventanas. Desde allí podía ver la puerta entornada y el paisaje de la calle, descubriendo que el misterioso hombre de negro había desaparecido de la posición en la que acababa de verlo. «Habrá cruzado la calle…», pensó.
—Buenos días, señor. —El mesonero hizo acto de presencia como un fantasma—. Espero que haya disfrutado de una buena noche, aunque el ruido de la lluvia no ha dejado dormir ni a los gatos.
El hombre, de aspecto desaseado, sonreía intentando ser amable y luciendo una dentadura en la que faltaban más dientes de los que contaba.
—¿Qué desea comer?
Desconocía lo que se desayunaba en Madrid. En una mirada fugaz a las mesas que había a su alrededor, improvisó un desayuno.
—Tráigame un poco de…, eso —dijo señalando la comida de sus compañeros de local.
—¿Letuario y un poco de chinchón? Como guste, señor.
Cuando el camarero se hubo marchado, Kit se incorporó acercándose aún más para escrutar el resto de la calle a través de la puerta entornada. Pero nada. El hombre había desaparecido y se tranquilizó.
La confitura de naranja y la bebida anisada le dieron nuevos calores al cuerpo. Tras el frugal desayuno, dejó tres monedas de cobre sobre la mesa y salió por fin a la calle.
Sabía perfectamente adonde dirigirse. El plano de Madrid con que contaba tenía perfectamente marcada esa ruta en el dibujo.
Después de comprobar que no había rastro del misterioso hombre, comenzó a andar calle arriba en dirección a la calle Valverde, en donde tomó Barco y salió directamente a la Corredera de San Pablo.
En pocos minutos alcanzó la esquina en la que se levantaba la iglesia de San Antonio. Dejándola a la derecha, desorientado, comenzó a subir la calle. Buscaba con detenimiento lo que podía ser el estudio de un pintor. Jamás había visitado uno, así que desconocía cómo podía ser un lugar de aquella naturaleza.
Al doblar la esquina de San Antonio, echó un vistazo a su espalda en dirección a la calle del Barco. Como sospechaba, distraído, frente al toldo de un puesto callejero, estaba de nuevo el hombre de negro.
Dudó si enfrentarse a él y acuchillarlo, o bien dejarlo pasar y no mover naipe hasta ver la jugada de su contrincante. Haciendo suyo el consejo recibido de boca de Thomas Walsingham acerca de la recomendación de no hacer uso de la violencia, acabó decantándose por la tranquilidad y siguió camino arriba en dirección a la plaza de San Ildefonso.
Levantó la cabeza y a poca distancia de donde se encontraba observó a dos jóvenes que discutían. 1 ,a causa de la disputa era un enorme bastidor en el que se extendía perfectamente claveteado un lienzo aún sin aprestar. Dedujo al instante que había encontrado lo que estaba buscando. Con decisión se acercó a los dos muchachos. Estos dejaron inmediatamente de discutir cuando vieron sobre ellos la sombra del inglés.
—Perdonad. Estoy buscando el taller del maestro Alonso.
—Sí, es aquí, subiendo la escalera —dijeron casi al unísono.
—Gracias.
Antes de entrar en el zaguán de la casa, echó un último vistazo calle abajo. Allí continuaba de nuevo su inseparable hostigador. Inquieto, decidió continuar como si nada pasara. ¿Por qué no se decidía a actuar? Aquel hombre había tenido oportunidades suficientes para acosarlo y acabar con él si es que ése era su propósito.
Se centró en lo que estaba haciendo y pensó que ya tendría tiempo de conocer a su misterioso perseguidor. Saldaría las cuentas que se prestaran en otro momento.
Los muchachos, que debían de ser aprendices de don Alonso, observaron al inglés con extrañeza siguiéndolo con la vista hasta que llegó al pie de la única escalera que nacía del oscuro final del patio. Solamente después de ver desaparecer al joven agente continuaron con su disputa como si nada hubiera pasado.
Al final de los peldaños sólo había una puerta entornada. Kit dudó, y tras comprobar que no había otro lugar al que dirigirse, se quitó el gorro y se decidió a entrar sin llamar.
Allí estaba el taller de don Alonso, un mundo por descubrir que jamás había visto antes. El olor a aceite de nogal empapaba la amplia estancia en la que se encontraba don Alonso desarrollando su arte. Cuatro mesas alargadas pegadas a la pared servían de improvisadas baldas para depositar todas las herramientas del artista. Así dejaba el centro del estudio como un espacio amplio y diáfano en el que colocar los caballetes sobre los que descansaban las tablas o lienzos.
En aquel momento un muchacho salió de la habitación contigua. Allí había más jóvenes. Uno cosía dos trozos de lienzo ayudándose de una aguja curva para hacer uno grande, mientras otro claveteaba los listones de un bastidor. Todo parecía un proceso de naturaleza aparentemente espontánea, pero regulado entre los aprendices con unas normas muy estrictas y ajustadas al trabajo.
El chico entregó a don Alonso un cuenco de barro relleno de un polvo de color azul intenso. Al girarse hacia el ayudante, el maestro lo vio. La entrada en el estudio había sido tan silenciosa que nadie había notado su presencia.
—Buenos días, señor Shelton —saludó efusivo—. No le había oído. No se quede en la puerta. Pase, pase, por favor. Considérese en su casa.
El que se había quedado era el muchacho del cuenco con el polvo azul. Discreto, lo dejó sobre una mesa cercana al caballete de su maestro y volvió a la habitación de donde había salido. Por allí asomaban varias cabezas hacia la puerta principal del estudio, curioseando al invitado que tan efusivamente había recibido don Alonso. Ante la mirada inquisitiva de sus compañeros, el muchacho entró en el anexo encogiéndose de hombros. Decepcionados por no saber de quién se trataba, volvieron a su trabajo.
—Buenos días, don Alonso. Espero no llegar en mal momento.
—Por supuesto que no. —Don Alonso se acercó a Kit mientras se quitaba el peto de trabajo—. La visita de un amigo es agradable. Sí, siempre lo es.
El pintor estrechó la mano de Kit mientras éste, mirando alrededor, continuaba maravillado por lo que contemplaba.
Apoyados en la pared, en improvisados caballetes, sobre los tablones de las mesas, todo, absolutamente todo, estaba repleto de lienzos maravillosos; increíbles espectáculos de luz y color con escenas y escenarios que solamente la pintura es capaz de ejecutar a través de la mano de un artista. Aquí, el carro de Faetón. Allí, el porte elegante de un cardenal vestido con sus mejores ropas. En una esquina, un bosque en el que casi se podía oír el murmullo de los pájaros. Y junto al marco de una puerta, una Virgen cuyo llanto parecía que aún se podía oír.
Don Alonso observaba satisfecho la sorpresa de su invitado.
—No, no es mala cosa, ¿eh?
—Es más que eso, don Alonso.
Kit no tenía palabras para describir lo que veía y sentía. Se limitó a afirmar girando la cabeza y sonriendo al maestro.
—Es cierto que no todo lo he hecho yo. Mire. De éste, por ejemplo —dijo acercándose a un pequeño lienzo de un paisaje marino en el que destacaba una exuberante Venus saliendo de una concha—, he de reconocer que solamente hice el cartón. Todo el mérito es de mis aprendices. A veces no son tan vagos como parecen…
El maestro continuó mostrando lienzos mientras hablaba solo. Para entonces, Kit se encontraba en el lado contrario del estudio deleitándose con esmero ante un retrato.
El pintor cesó en su empeño de seguir explicando al joven los motivos de los cuadros. Su invitado se había acercado a uno de los dos retratos. El que llamó la atención de Kit pertenecía a una joven. Pero no era una joven cualquiera. Era una joven hermosa. Su rostro resplandecía como el lucero del alba. Su pelo, recogido sobre la cabeza en un remolino sujetado por una gasa blanca, dejaba ver unas facciones brillantes como las perlas que pendían de su cuello o los engarces de oro de los pendientes de sus delicadas orejas. Dos gotas de agua de cristal que reposaban el peso sobre la diminuta golilla de lino fino que rodeaba el cuello de la mujer.
—¿Quién es esta joven? —preguntó Kit dirigiendo una mirada de sorpresa y admiración a don Alonso.
—Ese trabajo, señor Shelton, es realmente sublime. ¡Vaya si lo es! Se trata de doña Ana de Mendoza. La princesa de Éboli, viuda de Ruy Gómez de Silva, antiguo secretario de nuestro rey, que Dios le tenga en su gloria. Un buen hombre, señor Shelton, muy buen hombre. Tras su inesperada muerte solamente hemos vivido momentos de oscuridad y confusión.
El agente miró por un instante a don Alonso atendiendo a las explicaciones del artista para luego seguir observando el retrato con detalle. El vestido negro de la muchacha, cuyo terciopelo podía verse en cada una de las pinceladas del artista, hacía juego con el fondo oscuro que enmarcaba la figura. Y en el centro, una luz inmensa, como mil candiles y mil soles: el rostro de una joven de boca pequeña, cuya mirada se clavaba en el observador. A pesar del coqueto parche que cubría el ojo derecho, la mirada de su único ojo parecía lo suficientemente recia como para doblegar a cualquier hombre.
—Me habían hablado de ella. Pero nunca imaginé que fuera una mujer tan bella. No es de extrañar entonces que fuera capaz de retorcer la vida de los que la rodeaban. Y para colmo…, esa mirada.
Efectivamente. Aquélla era doña Ana de Mendoza, la princesa de Éboli. La misma «damisela de armas tomar» de quien le había hablado Thomas Walsingham cuando recibió las instrucciones básicas antes de salir en su misión a España.
—El rey acusó a la princesa de participar en el asesinato de Juan de Escobedo, el secretario de donjuán de Austria. —Don Alonso hizo un gesto de resignación apoyándose en uno de los tableros—. La gente decía que tenía amoríos con Antonio Pérez y que Escobedo había visto a la viuda y a Pérez en actitud poco decorosa para la memoria de don Ruy. Pero nadie lo demostró nunca. Todo son rumores y, desde mi punto de vista, falacias provocadas por envidias y rivalidades. Fuera lo que fuese, que en cualquier caso no es de nuestra incumbencia, por culpa de todo esto ahora vive recluida de forma inmerecida en su palacio de Pastrana. No es justo. Todo el mundo de bien sabe que ella no tuvo nada que ver. Y lo cierto es que nadie sabe la verdad. Ni ella misma sabe por qué lleva encerrada casi seis años.
Kit conocía de labios de su mentor otra versión de la historia.
—Recuerdo que también apareció la posible intromisión de doña Ana en la trama para llegar al trono de Portugal en detrimento de los intereses del rey Felipe —añadió el joven intentando descubrir qué había de cierto en lo que le habían contado en Inglaterra.
—Nadie lo sabe, señor Shelton. Son todo habladurías del pueblo o de los numerosos enemigos con que cuenta la princesa. Muchos no son capaces de asumir que una mujer como ella poseyera una inteligencia preclara para la política o fuera ambiciosa en lo que respecta a la defensa de sus hijos. Eso es algo que no se le puede negar. No existe ningún proceso contra la princesa. Algo que todavía nadie comprende. Ella misma se ha desgañitado en más de una ocasión por saber de qué se la acusa. Póngase en su papel. Indefensa, con una riqueza amplísima, un panal de rica miel al que se acercan golosos señores de segunda que lo único que ambicionan es su dinero. Algo muy parecido a los pretendientes de Penelope a la espera de la llegada de Ulises. Lo recuerda, ¿no es así?
Don Alonso bajó el tono de su voz para dar confidencialidad a la última parte de su conversación.
El maestro miró hacia la habitación de los aprendices y retomando el tono prosiguió con su charla ante la atenta mirada de Kit.
—En palacio se escuchan rumores desde hace semanas de un ataque inminente de nuestra Corona a Inglaterra. La herida no parece estar cerrada y no hace más que supurar. Al parecer se trata solamente de un proyecto, el mismo que llevan barajando desde hace años y que nuestro rey no se atreve finalmente a emprender. Imagino que habrá oído algo de esto…
Kit asintió con frialdad, sin dar aparente importancia al relato de don Alonso aunque en su cabeza iba grabando todos los detalles, y dejó continuar al pintor sin interrumpirlo.
—Nadie sabe los nombres de las personas que lo van a llevar a cabo. Seguramente no estén escogidos siquiera. Lo que sí sabemos son los nombres de los ministros de Su Majestad que parecen apoyarlo con entusiasmo. Se trata de Mateo Vázquez y Juan de Idiáquez. Vázquez es secretario del rey, la persona que más presionó por acabar con los huesos de Pérez y de doña Ana en prisión. Idiáquez es un perfecto conocedor de todo lo que cuecen los pucheros en el extranjero. Ambos forman una extraña pareja capaz de lo mejor y de lo peor. Sin embargo…
Don Alonso se detuvo un instante. Reflexionó como si en toda esa historia existiera algo que no le cuadrara y prosiguió.
—Sin embargo, creemos que hay un tercer hombre en toda esta trama. Alguien que trabaja desde Francia; un núcleo católico por naturaleza e igual de reticente a los intereses ingleses. Alguien que, por desgracia, todavía desconocemos quién es.
El artista volvió la mirada a la puerta contigua y tras descubrir que todo seguía en la normalidad, continuó con su explicación bajo la atenta mirada de su invitado.
—Ya ve, señor Shelton, la vieja historia de siempre pero que cada vez se torna más caldeada. Nada se arregla con las constantes razias del señor Drake en las costas españolas. La gente está nerviosa y en cualquier momento se puede desatar la tragedia. La princesa es una mujer muy bien informada. Cuenta con parientes en casi todas las familias del palacio. Sus primos y allegados desempeñan cargos importantes junto al rey.
Kit fue tomando buena nota de la insólita mujer del retrato. Como si se hubiera encontrado un trébol de cuatro hojas, algo en su interior le decía que doña Ana quizás era una de las paradas de su paso por Madrid.
—Ella misma estuvo muy cercana al propio rey —prosiguió el artista sin percatarse de las maquinaciones que el agente pergeñaba en su cabeza— y ahora, ya ve. Es ambiciosa y siente cierta necesidad de venganza para dañar a Felipe.
»Ese trabajo tampoco es mío. Aunque está basado en un cartón que realicé de la princesa hace más de veinte años. Le voy a presentar a mi oficial del taller, señor Shelton. Le podrá explicar mejor que yo la historia del cuadro si es de vuestro interés. Creo que en este momento se encuentra en la sala de los aprendices rematando una pintura.
Kit seguía observando el retrato de la princesa de Éboli, ahora si cabe con más interés después de escuchar las palabras de don Alonso, cuya voz se perdía en el estudio camino de la otra habitación. Se volvió para sonreírle agradeciendo el gesto pero éste no lo vio.
Cuando volvió acompañado del oficial, el agente no le oyó. Solamente desvió la mirada cuando percibió el incómodo silencio que lo rodeaba.
Esperaba la presencia de un muchacho de semblante espabilado. Pero no. Coglila del brazo de don Alonso había una joven.
Una hermosa muchacha que lo miraba sonriendo, cómplice de la sorpresa que acababa de protagonizar.
—Lorena, te presento al señor Thomas Shelton. Es un estudiante brillante que ha venido desde muy lejos para premiarnos con su visita.
—En absoluto, don Alonso. —Kit improvisó un cumplido como buenamente pudo, saludando como un caballero—. Hubiera sido un gesto imperdonable por mi parte no cumplir con vuestra invitación, disfrutar de todo este arte y, por supuesto, de la belleza de esta joven.
La reverencia fue correspondida por Lorena plegando las rodillas y con una sonrisa ahora más amplia.
Efectivamente, Lorena era una joven muy hermosa. Tenía unos grandes ojos castaños. Su pelo oscuro estaba recogido en un espontáneo moño del que pendían dos cintas azules. Era alta y esbelta. Unas pocas pintas de pintura le manchaban la camisa llana de lino y el mandil de trabajo. Tenía las manos cruzadas a la espalda y en ningún momento perdió la sonrisa.
—Es mi sobrina y, como le he dicho, la autora de este magnífico retrato de la princesa.
—Es cierto —se adelantó a decir ella—, pero el mérito se lo debo al cartón que hizo mi tío y que un día encontré en el interior de un baúl…, olvidado. Sin él nunca hubiera podido acercarme al rostro de la princesa.
—Bueno, el retrato de doña Ana ya está finalizado y sólo queda entregárselo a su dueño —añadió el pintor.
Don Alonso señaló el otro retrato que había en el estudio. Era el de un cardenal anciano.
—Don Gaspar de Quiroga es el cardenal arzobispo de Toledo —se adelantó a explicar el artista—, uno de los políticos más importantes de la Corte, muy cercano a doña Ana de Mendoza, la princesa, y gran amigo del rey.
Kit se sorprendió ante este comentario.
—¿Y no puede mediar el cardenal para resolver definitivamente la situación de doña Ana y sacarla de prisión? —La pregunta parecía lógica.
—Señor Shelton, las cosas no deben de ser tan sencillas como aparentan. El cardenal ya ha ayudado a la princesa para que ahora, al menos, resida en su palacio lejos de los fríos de otras prisiones, pero nada más que eso.
El joven agente volvió de nuevo el rostro hacia el retrato de la princesa. En la mirada de la princesa, ahora melancólica, buscaba una respuesta al misterio de su encierro.
Lorena aprovechó que su tío se dio la vuelta para recoger algunos enseres de su trabajo en una mesa del fondo del estudio, para acercarse al invitado y explicarle algunos detalles del cuadro.
—No cabe duda de que es una mujer singular. ¿La conocéis?
—No, aunque vuestro tío me ha hablado algo de ella.
—Dicen que realmente es así. Mi tío dibujó el cartón cuando la princesa contaba unos veinte años de edad. Aunque está hecho tiempo después, el rostro no ha cambiado nada.
La voz melosa de la joven contando la historia de doña Ana comenzaba a cautivar la imaginación del agente inglés.
—El cardenal arzobispo, don Gaspar de Quiroga, viene hoy a recogerlo —añadió ella—. Quiere llevárselo a la princesa a su palacio ducal de Pastrana. ¿No es verdad, tío?
—En apenas dos meses es el cumpleaños de doña Ana —comentó distraído el maestro, continuando con sus tareas desde el otro lado del estudio—, y quiere anticipárselo a modo de regalo. Durante las últimas semanas ha llegado a Madrid la noticia de que la princesa estaba enferma. Seguramente algunas fiebres producidas por los últimos fríos y lluvias. Pero creo que ya se encuentra totalmente repuesta. El cardenal ha decidido ir a visitarla camino de Alcalá y, de paso, llevárselo.
»Su Ilustrísima es un hombre muy ocupado y seguramente no pueda ir a Pastrana en la fecha del cumpleaños. Es una buena ocasión para hacerle llegar tan magnífico presente. Seguro que la sorprende. —El pintor lanzó una mirada cariñosa a su sobrina.
Por un instante el agente inglés dejo de lado sus fantasías sobre el retrato y se centró en su misión.
Don Alonso, me preguntaba si sería posible acompañar al
cardenal y conocer en persona a doña Ana. Seguramente es una mujer extraordinaria.
—Déjelo usted en mi mano, señor Shelton. El cardenal vendrá hoy a última hora de la tarde. Es una persona afable y atenta… —Don Alonso reflexionó un instante—. Sí. Déjelo todo en mi mano. Vaya a la Puerta de Alcalá mañana por la mañana, pronto, después del alba. Me encargaré de reunirle con él. Prepárese para pasar unos días fuera de Madrid. Partirá hacia Guadalajara. Allí las tierras alcarreñas son más frías que las nuestras, pero merecerá la pena para la empresa que lo ha traído aquí.
Don Alonso se volvió a retirar a sus cosas con la cabeza distraída en cómo arreglar el encuentro entre Kit y el cardenal, dejando solos a los dos jóvenes.
—Pintáis muy bien. ¿Os ha enseñado vuestro tío? —Kit quiso cambiar de tema.
—En gran parte sí. Siempre me ha dejado ayudarlo en sus encargos. Además, dicen que la mejor manera de aprender a pintar es introducirse en un cuadro, por lo que también he posado para algunos de sus trabajos.
Lorena dijo esto señalando el nacimiento de Venus que antes le habían mostrado.
—Es una copia de un antiguo trabajo italiano del siglo pasado. Su autor es Sandro Botticelli. Mi tío estuvo estudiando con discípulos de grandes maestros en Italia.
—Sí, algo me comentó cuando lo conocí en Santa María, pero desgraciadamente no conozco ninguno de los nombres de sus admirados maestros. —Kit se acercó aún más al cuadro—. Estáis bellísima, Lorena.
El lienzo de la diosa era enorme. Venus cubría su desnudez con una larga cabellera oscura que le hacía de vestido. A la izquierda de la imagen, Céfiro y Cloris soplaban una sutil brisa sobre el cuerpo de la divinidad mientras que, a su derecha, una joven que representaba la primavera intentaba cubrir con un manto a la diosa romana.
Kit levantó la mirada hacia la sobrina del maestro.
—No me cabe la menor duda de que a partir de ahora sentiré un especial interés por la pintura.
El halago del agente sonó muy bajo en el estudio. Solamente Lorena pudo escucharlo. Las miradas de los dos jóvenes se cruzaron por un instante, pero ella la desvió hacia la puerta, incómoda.
—Creo que debo irme —reaccionó él, molesto—. Tengo cosas que hacer y no es mi intención perturbar por más tiempo el trabajo del taller.
—Como queráis, señor Shelton. —La voz de Lorena también se escuchó queda—. Pero sabed que no perturbáis nada y que siempre seréis bienvenido a este lugar.
Antes de salir se llevó la mano al interior del jubón. Sacó el legajo de cartas que había traído y con un gesto discreto se acercó a don Alonso para entregárselas.
—Creo que esto es suyo.
—Gracias, señor Shelton.
El maestro las tomó, guardándolas detrás de un bastidor, entre unos botes de cola blanca.
—Ahora debo marcharme —dijo con prisa—. No es bueno permanecer mucho tiempo en un mismo sitio, si bien es cierto que me quedaría por mucho más aprendiendo y disfrutando de su compañía.
—No se olvide de nuestra cita en la Puerta de Alcalá. A la tarde hablaré con el cardenal para arreglar su viaje. Seguro que no pone pega alguna.
—Así lo haré, don Alonso, descuide.
—Por favor, Lorena, acompaña a nuestro invitado hasta el zaguán.
Kit saludó efusivamente al pintor con el gorro y realizando una discreta reverencia. Contempló por última vez el retrato de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, deteniéndose unos instantes ante él.
Junto a la puerta del estudio lo esperaba Lorena jugueteando nerviosa con un lazo de su mandil.
Ella se adelantó bajando rápidamente los escalones que llevaban hacia el patio de la casa. Arropada por la soledad del lugar, Lorena se detuvo ante Kit frente al portón que daba directo a la corredera de San Pablo.
—Señor Shelton, me gustaría agradeceros todo lo que estáis haciendo por nosotros y especialmente por mi tío.
—No hay de qué, Lorena. —Kit se sintió un tanto sorprendido por la confesión de la joven—. Lo hago con sumo placer. Que no os quepa la menor duda.
—Don Alonso es muy importante para mí. En realidad todo esto lo hace para conseguir el dinero suficiente para que, como hizo él hace años, yo pueda ir a estudiar a Italia, conocer talleres, nuevos maestros y volver para ocupar su puesto. Dice que tengo madera de pintora. Aunque como vos sabéis, eso es algo que nadie ve bien en una mujer.
Lorena hizo una pausa mirando hacia la ventana del estudio en el primer piso de la casa. Kit escuchaba con atención.
—En realidad se lo debo todo a él. Siempre ha sido muy paciente conmigo. Cree que si la gran Sofonisba ha llegado a hacer retratos de nuestro rey, yo podría hacer lo mismo. ¿Conocéis a Sofonisba Anguissola?
—Me temo que no —admitió negando con la cabeza y acompañando su respuesta con una sonrisa de disculpa a la que la joven respondió con otra más brillante.
—Tuve la suerte de que me la presentaran hace tiempo, cuando yo aún era una niña. Trabajaba para Isabel de Valois, la anterior esposa del rey. Mi tío siempre me ha dicho que mi nombre me lo pusieron porque cuando nací estaba de moda tomar nombres afrancesados. Dicen que cuando doña Isabel llegó a Madrid para encontrarse con el rey Felipe, su cortejo era verdaderamente inmenso. Muchos acabaron mezclándose con los españoles.
»Mi madre era francesa y para colmo de males mi padre era el cura de un pequeño pueblo de Segovia del que nadie ha oído hablar, Sacramenia. Cuando nací me llamaban Lorena la del Cura. El párroco, mi padre, pidió por favor a don Alonso, que se encontraba en el pueblo acabando un encargo, que me cuidara. Que aquél no era lugar para una niña como yo, y que podría correr riesgos en el futuro por culpa de mi nacimiento. Ya sabe cómo son las gentes de por aquí. Miran más el origen de la cuna que el valor de tus actos. Son unos hipócritas.
Kit asintió. La historia de la joven le recordaba a la suya propia. Los dos habían nacido en un ambiente hostil del que habían tenido que escapar con sus propios medios y méritos para intentar alcanzar una meta en el mundo de las artes: ella en la pintura y él en el teatro.
—He de agradecer a mi tío —continuó la joven— que jamás me haya escondido mi origen, pero aunque él dice que nunca un nacimiento es mala cosa, hay cosas por las que es mejor pasar por encima. —Los dos rieron—. Al menos ahora tengo un apellido. Todo el mundo me conoce como Lorena de Coloma, la sobrina de don Alonso.
—Sea cual sea vuestro origen, creo que pintáis muy bien. Eso es lo que realmente tiene valor. Y aunque no conozco de nada a esa Sofonisba Anguissola que tanto admiráis, estoy seguro de que al menos vuestro arte es igual que el de ella. No lo dudo. Seguramente no conozcáis a Lucano, Ovidio…
—No. Lo siento, señor Shelton.
—Son poetas latinos…, qué más da. Para mí son lo mismo que para vos esos pintores italianos que tanto admiráis. Contad con el dinero que necesitéis. Haré todo lo que está en mi mano para que podáis estudiar en Italia como tanto anheláis. Será un verdadero placer ayudaros en tan encomiable causa, Lorena.
El joven agente se quedó mirando a la pintora. Sabía lo que le pedía su interior y fue tan evidente que ella reaccionó al instante.
—Señor Shelton, creo que os equivocáis…
Ella se apartó de él en aquella incómoda situación. La tensión fue creciendo ante la impasibilidad de él.
—No me malinterpretéis…
—Lo… lo siento de verdad. No he querido contrariaros.
Y sin añadir palabras que estropearan aún más su torpeza, Kit se acercó a la puerta de la calle y desde allí la contempló por última vez.
—Será un verdadero placer ayudaros en tan encomiable causa —repitió como si nada hubiera pasado.
Ella le correspondió dándose la vuelta y corriendo hacia la escalera que llevaba de nuevo al estudio.
Kit borró la escena de su cabeza y comenzó a descender la calle de vuelta a La Espada, el lugar en el que se alojaba, pensando en el retrato de doña Ana y, sobre todo, en la traba que se acababa de crear. La imagen de doña Ana se confundía en su mente con la de Lorena.
Al poco de bajar, no tardó en toparse de nuevo con el caballero vestido de negro. Al instante regresó a la realidad borrando de su mente todo lo que había sucedido en el patio. Estuvo a un palmo de dar media vuelta y consultar el problema con don Alonso. Pero finalmente desestimó esa posibilidad. El asunto parecía ir solamente con él. Pensó que no sería bueno para la empresa implicar a otros compañeros de la misión y mucho menos volver a cruzarse con Lorena.
Decidido a resolver aquel asunto de una vez por todas, se aseguró de mantener aún el puñal a la espalda y apretó el paso para llegar cuanto antes al mesón.
En pocos minutos alcanzó la puerta. Se detuvo en el marco y tras comprobar que su hostigador aún le seguía por el mismo camino, lo esperó.
Tenso, observó cómo el hombre de negro descendía la calle en dirección hacia la Puerta del Sol hasta donde él se encontraba. Cuando estuvo a pocos pasos, Kit se cubrió el brazo derecho con la capa y desenvainó el acero.
Pero no fue necesario. Como si nada sucediera, el hombre pasó cerca y con sangre fría entró en el mesón dejándole con un palmo de narices junto a la puerta del local.
Se guardó el puñal y entró en el mesón. Aquel individuo no se atrevería a hacer nada allí dentro.
Próximo a la misma ventana en la que hacía unas horas había desayunado, vio sentado al enigmático personaje.
Había dejado el sombrero sobre la mesa. Con la capa arrimada a un lado de la banqueta, la empuñadura de su espada asomaba amenazante. La cazoleta refulgía con la luz que despedía una de las lámparas del local. ¿Se atrevería a usarla dentro del mesón?
Después de pedir un aguardiente al camarero, sin dudarlo dos veces Kit se acercó a la mesa del caballero. Depositó su puñal y su gorro junto al sombrero y sin desviar la mirada del hombre se sentó frente a él.
—¿Quién sois y qué queréis de mí?
La voz del agente sonó amenazante. No eran necesarios más comentarios. El hombre de negro apuró el vaso y por primera vez miró a los ojos a Kit.
—Señor Shelton, tengo lo que vos habéis venido a buscar a Madrid.