Capítulo 27
Los arrabales del norte, Madrid (España)
Miércoles, 16 de julio de 1586
Kit se despertó al poco de oír el primer canto de un gallo. Estaba solo en la cámara oculta del cuarto anexo al patio que servía de almacén de lienzos. La mecha que permanecía encendida toda la noche estaba a punto de extinguirse. Pero la poca luz que aún despedía le sirvió para percatarse de que no había sido un sueño. Empezó a recordar dónde estaba y qué era lo que había pasado.
Lorena se había levantado hacía tiempo y le había dejado el desayuno al pie de la cama. Se levantó y se miró en un espejo que también le habían dejado. Su aspecto no era bueno. El cansancio y la necesidad imperiosa de estar siempre escondido habían hecho mella en su estado de ánimo. Sólo la compañía de Lorena había mitigado, en cierta medida, el pesar de su trabajo. No obstante, era consciente del riesgo que les hacía correr a diario. ¿Hasta qué punto merecía la pena compartir el lecho, cuando realmente había peligro de caer en desgracia?
No lo pensó. Pronto abandonaría Madrid zanjando para siempre aquellas dudas. No quería atormentarse con esa idea, por otra parte, siempre presente. Tenía ganas de salir de aquel agujero, aunque solamente fuera al patio a disfrutar de algunos rayos de sol.
Se aseó rápido, dio buena cuenta del abundante desayuno que le habían dejado y tras comprobar que llevaba todo consigo, en especial las cartas que le entregara Antonio Pérez en Santa María pocos días antes, abrió la puerta que comunicaba con el almacén. Frente a ella había dos enormes lienzos ocultando la entrada. Antes de apartarlos para poder salir, se aseguró de atrancar a conciencia la cerradura con llave.
El almacén estaba vacío, pero desde ahí se podía oír el ir y venir de algunos de los aprendices. La actividad en el estudio comenzaba con las primeras luces del alba. Una vez más se acordó con añoranza de su estancia en Cambridge. Aquí no eran estudiantes de letras ni de ciencias los que deambulaban, sino artistas que seguramente en un futuro retratarían los rostros de los reyes y nobles de España.
La puerta del patio estaba cerrada sin llave. Un simple empujón le sirvió para hacer ceder la hoja. Cerró los ojos cegado por la claridad de la luz que bañaba las cuatro paredes del patio, pintado de blanco, haciéndolo aún más brillante. Y antes de que pudiera volver a abrirlos, la puerta le golpeó la nariz. Alguien entraba en el almacén.
—Buenos días…, perezoso.
Lorena cerró tras de sí para darle un enorme beso a escondidas de miradas furtivas.
—Necesito que me ayudes a llevar este lienzo arriba. No es pesado pero sí muy voluminoso. Entre los dos lo podremos llevar con facilidad.
—¿Pero por qué no mandas hacer esto a uno de los aprendices? —Kit miró con asombro el tamaño del lienzo. En efecto, no parecía pesado pero sus dimensiones lo hacían demasiado grande para la entrada del almacén.
—Porque de lo contrario no tendría la oportunidad de venir a darte los buenos días como me place.
Y dicho esto, volvió a besar al joven inglés, quien en absoluto rechazó tan placentera prolongación del desayuno. Acabaron los dos casi en el suelo, medio apoyados en unas tijeretas que apenas sujetaban un tablón sobre el que alguien había dejado un caldero. Como era de esperar, éste se precipitó al otro extremo de la mesa haciendo un ruido estruendoso. Los dos jóvenes decidieron relajarse, dejando para mejor momento, entre risas y falsos reproches, su fogoso encontronazo.
El agente se apresuró a devolver el caldero a su sitio mientras ella corría a tomar el lienzo por uno de los lados. Hubo suerte porque nadie entró en el cuarto avisado por el ruido. Aún entre risas, los dos asieron el bastidor cada uno por una punta y fueron hacia la salida.
Cuando estaban en el patio, Kit pasó inadvertido para los aprendices que trabajaban junto a don Alonso. Ninguno se percató de quién llevaba el voluminoso lienzo con Lorena. Nadie de la casa, a excepción de los dueños, sabía de la presencia del inglés en el taller. La puerta del almacén era desconocida para todos ellos. Unos no sabían quién era. Muchos eran nuevos y no le conocían de su estancia anterior. Otros pensaban que se trataba de uno más del estudio; alguien a quien mandaban toda clase de recados, que entraba y salía. Por ello no había quien se hubiera percatado de que Kit era el último siempre en irse y más que el último, en realidad nunca se iba porque dormía en el cuarto secreto.
—No es mala cosa, no —señaló don Alonso con una sonrisa de buenos días cuando vio al joven ayudando a su sobrina a transportar el lienzo.
Subirlo por la estrecha escalera no resultó tarea fácil. Fueron necesarios dos aprendices más para poder depositarlo finalmente sobre una de las paredes de la estancia principal de la planta, sin que el fino lino sufriera daño alguno. Cansados por el esfuerzo, se dieron un reposo.
No lejos de allí el retrato del agente permanecía escondido. Kit se acercó a contemplarlo y posó ante él como si se tratara de un enorme espejo. Lorena se le acercó por detrás, apoyándose en sus hombros.
—Espero que esta vez te lo puedas llevar.
—No hay nada que desee más. Pero no sé si podré. Las cosas no están como para viajar cargado con esto cuando lo que se busca es pasar desapercibido.
—También lo puedo conservar para tenerlo de recuerdo y de prenda en espera de tu regreso.
Se miraron y sonrieron. Aquellas palabras sonaban a nueva despedida y a lejano reencuentro.
—¿Quieres un poco de vino? —preguntó ella señalando un búcaro.
—Gracias —agradeció Kit sin quitar la vista del cuadro—, no estoy acostumbrado a estos trabajosos menesteres de cargar con pesados lienzos.
Lorena se acercó y tomó el vaso con una mano mientras con la otra cerraba la ventana. Su rostro perdió la sonrisa y se tornó serio al instante, dejando caer el agua sobre los instrumentos que había en la mesa.
El gemido lastimero de la artista, llevándose la mano a la boca, alertó a Kit. Al instante dejó la contemplación de la pintura para acercarse a ella. La ventana entreabierta ofrecía una escena que le espantó. En el patio un grupo de hombres de palacio rodeaba a don Alonso. Este permanecía en el suelo arrodillado, sumiso ante el gesto expeditivo del individuo que lo asía por el cuello. Kit no tenía ninguna duda de quién era aquel malnacido. Recordaba perfectamente el rostro de Juan de Idiáquez después de la terrible persecución sufrida el año anterior por las calles de Madrid.
Kit y Lorena volvieron en sí al escuchar los pasos que subían por la escalera. Junto a la puerta había un muchacho asustado.
—Dicen que todo el mundo ha de estar abajo en el patio. Pre…, preguntan también por vos, señora.
Los dos se miraron. De las habitaciones anexas aparecieron otros aprendices. Con el miedo en los ojos, buscaban la mirada de la dueña para saber qué hacer en tan delicada situación.
—Los alguaciles dicen que si no bajáis ahora vuestro tío será llevado a prisión.
—¿Pero de qué se le acusa? —intervino Kit.
—No lo sé. Son hombres de palacio y no parecen querer dar muchas explicaciones.
La idea de salir corriendo por los tejados en busca de mejor fortuna se disipó de inmediato. No le podía hacer eso a don Alonso.
—Está bien —dijo Lorena—. Bajaremos todos juntos. Esconde el retrato. Yo encabezaré el grupo y vosotros iréis detrás, a pocos pasos. Todos menos tú, Kit.
—No seré yo quien te abandone en este momento tan peligroso.
—En absoluto. Tú te irás por la ventana del cuarto trasero que va a dar al patio de la casa de don Fernando. Es amigo, te ayudará a salir esta misma noche de Madrid.
—Pierde cuidado. Insisto en que bajemos todos juntos. No sabes quién es ese hombre y cómo es capaz de actuar.
—¿Lo conoces?
—Es Juan de Idiáquez, secretario del rey. Sólo ha venido a por mí. A vosotros os dejará marchar sin problema. De lo contrario, acabará con todos.
—Señora, no es momento de riñas. El tiempo apremia —urgió el muchacho.
El agente se acercó de nuevo a la ventana. Se asomó con disimulo. Allí continuaba el grupo rodeando a don Alonso. Uno de los guardas había golpeado al maestro haciéndole perder el equilibrio. La puerta que daba a la corredera estaba entreabierta y flanqueada por dos hombres más. No quedaba otra elección que bajar y enfrentarse a la realidad.
Lorena lideraba al grupo de siete aprendices que permanecían en la primera planta. Entre ellos, Kit pasó inadvertido. Lentamente descendieron los escalones hasta llegar al patio. El grupo de alguaciles se abrió dejando en el centro, sobre el suelo, al maestro. La joven se acercó hasta él para abrazarlo y socorrerlo.
—Dejad en paz a mi tío. No ha cometido ningún delito.
La frialdad de Lorena sorprendió al agente inglés. Todos los aprendices se habían apiñado detrás del pintor y su sobrina. Entre ellos, el inglés miraba con odio el rostro de Idiáquez.
—Estáis muy segura de lo que decís. Vos debéis de ser Lorena, supuesta hija de un hermano del maestro.
La joven tomó como un insulto el comentario y escupió a los pies de Idiáquez. Éste respondió a la afrenta con una sonora bofetada. El eco del golpe estremeció a los aprendices. Kit tuvo que apretar las manos hasta casi hacerse daño con las uñas para no saltar en aquel momento contra el secretario.
—La Corona no está tan segura de lo que afirmáis, señora.
—¿De qué se nos acusa, pues? —añadió la pintora sin dejar de mirarle a los ojos un solo instante.
—Contamos con pruebas suficientes que demuestran vuestra participación en el envío de información al extranjero. Trabajáis como correspondientes para Inglaterra, ¿no es así?
Entre los aprendices surgió un murmullo de sorpresa. Nadie sabía nada de lo que aquel hombre estaba diciendo.
Kit era testigo mudo de la escena mirando al suelo.
—Es imposible que tengáis pruebas de algo que no existe.
—No seáis ingenua, mi querida amiga. Sabéis muy bien a qué me refiero. Sois un mero puente, un punto de tránsito entre dos orillas. Pasáis la información a un tercero que se encarga de llevar a buen puerto las cartas. Mientras, vosotros permanecéis abrigados en este taller, beneficiándoos de los dineros que recibís por vuestro trabajo.
—Eso es rotundamente falso. Sois un embustero y lo vais a pagar caro.
Lorena volvió a escupir a los pies de Idiáquez. En esta ocasión el gesto de desprecio quiso ir acompañado de un bofetón al político, pero éste evitó el golpe entre las risas de los alguaciles que lo escoltaban. Dos hombres sujetaron a la joven.
—Don Alonso… —señaló Idiáquez agachándose y levantando el rostro del maestro con la mano enguantada—. ¿Quién es Thomas Shelton?
—No sé quién es, señor.
—Bueno, bueno, bueno…, mi paciencia tiene un límite. Es primera hora de la mañana y en palacio he de despachar con don Mateo Vázquez. No me hagáis perder el tiempo y respondedme, ¿quién es Thomas Shelton?
—Insisto en que no sé quién es, señor.
Idiáquez escuchó la segunda respuesta de don Alonso dándole la espalda. Miraba con desdén a la puerta de la calle. En un movimiento rápido se dio la vuelta hasta propinar una certera patada en la cabeza del maestro haciéndole caer a un lado. De la boca del pintor comenzó a manar sangre en abundancia. Lorena intentó asistirlo, pero los dos alguaciles que la sujetaban se lo impidieron. Kit apartó la mirada una vez más. Se acordaba de las palabras de su amigo Nicholas Faunt sobre el saber ser comedido en situaciones extremas.
—Os comportáis como un cobarde —gritó Lorena—. No sé quién sois, pero viendo la virtud de la que hacéis gala seguramente os espere el destino que merecéis.
—Siendo así, ¿cuál me anunciáis? ¿Llevaros junto a vuestro tío al patíbulo por encubrir a un perro inglés del que nunca conseguiréis beneficio alguno, sólo problemas? Si me decís quién es Thomas Shelton y dónde se encuentra, prometo dejaros en libertad para que continuéis con vuestro trabajo en el taller. De lo contrario —Idiáquez miró alrededor con simulada pena— el estudio sufrirá un terrible accidente. Una hornalla mal apagada va a generar un espantoso incendio en el taller. Nadie sospechará. Los dos apareceréis entre los escombros de la casa. Terrible tragedia.
Diciendo esto, un alguacil apareció en escena llevando en mano una enorme tea. Todos se asustaron dando un paso atrás.
—He de regresar a palacio, señores. Les voy a dar una última oportunidad. ¿Quién es Thomas Shelton…, y dónde está?
—Os repetimos que nada tenemos que ver en el entuerto del que nos acusáis. —La voz de don Alonso sonaba lastimera—. Os pido clemencia, no nos hagáis daño. Ni mi sobrina, ni mis aprendices tienen culpa de nada. Yo os puedo acompañar a palacio y resolver esta desafortunada equivocación.
—Estúpido viejo, no vais a salir de aquí para nada si no es muerto.
La fiereza de Idiáquez contra don Alonso alarmó a los aprendices. Éstos no podían hacer nada, sujetados y atemorizados por la presencia de los alguaciles. Los gritos de Lorena pidiendo clemencia por su tío fueron vanos ante la inquina del político que golpeaba sin piedad al anciano.
—¡Yo soy Thomas Shelton!
Su voz hizo que Idiáquez se detuviera al instante. Lorena volvió el rostro para ver a su amado. El agente caminó abriéndose paso ante el pequeño grupo de aprendices. La sorpresa llegó incluso a los alguaciles, quienes lo dejaron pasar hasta que ambos protagonistas quedaron a un paso del otro. Idiáquez lo reconoció de inmediato.
—Como veis, señor Shelton, soy un hombre de palabra. Prometí que nos volveríamos a ver y aquí estoy. Habéis cambiado.
—Yo veo que vos no lo habéis hecho. Seguís siendo el mismo perro maloliente de siempre.
—Os rogaría que midierais vuestras palabras. No estáis en situación de decir nada.
Dicho esto, Idiáquez tomó la tea que portaba el alguacil y se la acercó a Lorena de forma amenazante.
—Yo en cambio os rogaría que alejarais la antorcha de la joven si no queréis quemaros en el fuego del infierno.
La paciencia de Juan de Idiáquez estaba llegando a su fin. Devolvió la tea a uno de sus hombres y desenvainó lentamente la espada. La punta, fría como la noche más lúgubre, se acercó hasta la garganta de Kit.
—Adelante, mi valiente amigo. —El agente no perdía la sonrisa—. Clavadme el acero en el gaznate. Me gustaría saber cómo vais a responder ante la justicia cuando os pregunten de qué forma ocurrió el malogrado final de un estudiante de Alcalá, amigo de la familia de don Alonso, pintor de importantes hombres de Corte de Su Majestad.
—Vos no sois nada de lo que decís.
—Es posible que tengáis razón, Idiáquez, pero al contrario que vos, yo sí tengo amigos y papeles que así lo demuestran. Y ahora, si sois tan amable, no me gusta el tacto del frío acero en el pescuezo.
Kit aprovechó el desconcierto provocado por sus palabras para apartar suavemente la espada del político con la mano.
—Os creéis muy ingenioso, señor Shelton.
—La última vez que os escuché hablar, vi cómo os quedabais plantado como una lechuga mientras yo emprendía camino a otros menesteres.
El agente era consciente de que no saldría de allí con vida por mucha que fuera su elocuencia. Debía buscar su oportunidad y, al menos, ganar un poco de tiempo antes de huir como alma que lleva el diablo. Comenzó a caminar de forma distraída ante los alguaciles, lejos del alcance de la espada de Idiáquez.
—Entregadme las cartas que tenéis —le pidió el secretario.
—¿Qué cartas, Idiáquez? No sé de qué me habláis.
—No me gustaría ser más expeditivo. Quizás entendáis mejor esto. ¡Dadme los documentos o no salís de aquí con vida ni vos ni vuestros contactos!
—No quisiera enfadaros, Idiáquez. Por supuesto que no. Pero no sé de qué demonio de documentos me habláis. ¿Habéis mirado en los cajones de vuestro despacho? Quizás un descuido los haya traspapelado por un lamentable error. Preguntadle a Mateo Vázquez. Seguramente él los conozca.
—Os sorprendería saber que el secretario de Su Majestad tiene muchas ganas de veros colgado del palo más alto de Madrid.
—No me cabe la menor duda. Pero siento decepcionaros al haceros saber que mi intención no es sólo salvar la vida, sino que, al contrario de lo que exponéis, deseo veros a vos colgado de un palo, ya sea de noble torre o de un simple gallinero.
—¿Tan importante soy, señor Shelton? ¿Quién os ha encargado tan honrosa tarea, el cerdo de Walsingham?
—Os equivocáis. Creo que olvidáis una cosa, Idiáquez. Trabajo solo y, al contrario que vos, yo no tengo que dar explicaciones a nadie.
Dicho lo cual, Kit dio un paso atrás y a la velocidad del rayo se acercó al alguacil que portaba la antorcha. Indefenso y pillado de improviso, el hombre no pudo hacer nada cuando el joven inglés le robó la espada. La desenvainó con una mano, mientras con la otra le acercaba su propia tea a la cara, quemándole la barba.
El inglés se presentó ante el político vasco con porte firme, blandiendo el acero a menos de un paso de él. Al instante fueron varios los alguaciles que corrieron en auxilio de su señor.
—Atrás. No necesito ayuda para demostrar a este perro inglés cómo se lucha en España.
El sonido del metal resonó con estruendo en el patio del estudio de don Alonso. En la calle se oía el ruido y el bullicio de la gente, forjado en el golpeteo de las armas. Algunos rostros aparecieron por la puerta entreabierta, curiosos por saber lo que allí sucedía.
Lorena y su tío permanecían abrazados, protegidos por un nutrido grupo de aprendices. Miraban con temor a su huésped. Idiáquez era un consumado espadachín. A pesar de su edad, no era la primera vez que acababa con la vida de un contrincante en situación más adversa que la que aquella mañana protagonizaba en los arrabales.
Kit, no tan diestro en el arte de la espada, no hacía más que recular las embestidas de su oponente. Intentaba compensar su menor pericia con movimientos más rápidos, procurando llevar la lucha a la zona que más le convenía. Así, poco a poco se dejó arrastrar hasta el comienzo de la escalera. El estrecho espacio no permitía grandes movimientos, lo que lo beneficiaba.
Uno de sus golpes dio de lleno en la mano que Juan de Idiáquez tenía apoyada en la balaustrada.
El grito fue feroz.
El político dio un paso atrás, descendió un par de escalones, movimiento que aprovechó Kit para saltar por encima de la barandilla y volver de nuevo al patio.
Aprendices y alguaciles se volvieron a apartar, pegando sus cuerpos a la pared para no interceder en la lucha de espadas.
El político empezaba a sentirse tenso. Su ventajosa experiencia en ese tipo de enfrentamiento no parecía darle la delantera que esperaba. Veía cómo apuraba al máximo sus fuerzas sin encontrar beneficio alguno. Kit se deshacía de sus embestidas con facilidad.
En una de ellas, Idiáquez consiguió apresarlo con su acero junto a uno de los pilares del patio. El agente permaneció inmovilizado contemplando a menos de un palmo la ensangrentada mano del secretario y su maliciosa sonrisa.
—¿Dónde están las cartas que te ha dado el traidor de Pérez? —La voz de Idiáquez resonó en el patio.
—No sé de qué me habláis. Pero si queréis algo, haced como yo, buscadlo vos mismo. Veo que estáis muy mal acostumbrado.
Con esto, y sacando fuerzas de donde prácticamente no las había, Kit consiguió zafarse de su contrincante. Lo lanzó unos pasos más allá y le hizo chocar contra la puerta del almacén.
Don Alonso y Lorena eran testigos de la escena sin poder mediar en ella.
Idiáquez se abalanzó con furia descontrolada, dispuesto a ensartarlo como a un cochino el día de San Martín. El joven agente, haciendo uso de un truco poco noble, batió la punta de su espada en un charco embarrado que había en el centro del patio. Cuando el acero estuvo bien untado, lanzó el barro al rostro de Idiáquez, cegándolo y frenando el ímpetu que traía contra él. Ahora el agente inglés tenía una nueva opción para maniobrar en el combate.
Cuando Idiáquez se repuso, Kit lo esperaba sereno en uno de los extremos del patio. Tras varios roces de espada en los que uno lanzaba, el otro repelía y viceversa, sin llegar a ningún final, uno de los alguaciles decidió entrar al duelo por cuenta propia. Cuando el inglés pasó junto a él, no tuvo más que dejar salir su bota de forma distraída, haciendo que el joven perdiera el equilibrio y cayera en el mismo charco del que poco antes se había beneficiado para cegar a Idiáquez.
Desde el suelo, Kit vio que su espada estaba a menos de un paso de su mano derecha. Pero no pudo hacerse con ella. El pie del político vasco la sujetaba firmemente. Al mirarlo, se topó de nuevo con la punta del acero de su contrincante frente al pecho.
—¿Dónde están las cartas de Pérez?
Como no contestaba, Idiáquez, con extrema frialdad, tajó con parsimonia el cuello de su enemigo, haciendo brotar un hilo de sangre.
Desde el otro lado del patio Lorena lanzó un grito de angustia que fue sofocado por el abrazo de su tío.
—Os repito que no sé de qué me habláis.
—¿Sabéis que puedo acabar con vos en cualquier momento y que vuestra vida está llegando a su fin?
—Si es así y no puedo hacer nada para remediarlo, no tiene sentido convenceros de que no sé nada de lo que me decís, ni de cartas de Pérez, ni de billetes de la princesa de Éboli, ni de Bernardino de Mendoza, ni de la puta que os parió.
Juan de Idiáquez no soportó que se riera de él. Nada conseguiría intentando amenazarlo. Decidió cambiar de táctica.
—Traed a la sobrina del pintor.
Los ojos de Kit casi se salieron de las órbitas. Desde el suelo vio cómo Lorena era arrastrada hasta donde se encontraba. Entre sollozos fue arrojada a su lado.
—Quizás esto os ayude a recuperar la memoria, señor Shelton.
—No hables nada, nuestra suerte está echada digas lo que digas. ¡Nos matarán a todos igual!
El joven la observó con lástima, indeciso. Tornó la vista a Juan de Idiáquez y con una mirada cargada de odio añadió:
—Ya la habéis oído. No tenemos nada que perder. Si queréis algo buscadlo, no seré yo quien os abra el arcón para descubrir su secreto.
—Muy bien, señor Shelton. No me dejáis otra solución.
Dicho esto, Idiáquez movió la punta de su espada hasta el corazón de Kit y con fuerza apretó hasta clavársela. Una mancha púrpura apareció sobre el pecho del agente.
—¡No! ¡Asesino…, cobarde!
El grito de Lorena se oyó desde la iglesia de San Antonio. El escaso movimiento que aún quedaba en el mercado del arrabal se detuvo finalmente después del sonido de las espadas. Las puertas ya estaban abiertas de par en par y la entrada estaba repleta de curiosos que veían con espanto cómo Idiáquez acababa con la vida de Thomas Shelton.
Varios alguaciles apartaron a Lorena del cuerpo del joven inglés que permanecía tumbado en el suelo mirando fijamente a Juan de Idiáquez.
De su pecho no manaba una sola gota de sangre.
Idiáquez movió la punta de la espada. La mancha encarnada no era de sangre. Sabía que el arma se había clavado en algo. Kit, sujetado por varios alguaciles, no pudo evitar que el político se agachara y extrajera de su pecho el paquete púrpura con las cartas que le había entregado Pérez. Idiáquez lo abrió y confirmó que aquellos documentos eran los que estaba buscando.
—De modo que no sabíais nada de lo que os hablaba.
Don Alonso permanecía en el suelo mientras Lorena era sujetada por varios hombres. Nadie se movía.
—Imagino que tampoco sabrán nada de esto, ¿no es así? —Idiáquez volvió la mirada a Kit refiriéndose a los dueños del taller—. No imaginan cuánto me alegro de haber dado con vos esta calurosa mañana. Siento que las condiciones ni el lugar hayan sido los más propicios, señor Shelton, pero estoy convencido de haberos ahorrado cierto dolor en prisión antes de reconocer todo lo que ahora ya es mío.
—No te saldrás con la tuya, Idiáquez —farfulló Kit mientras forcejeaba con los hombres que le levantaban del suelo.
Con sonrisa triunfal, Idiáquez hizo una seña al jefe de sus hombres.
—Ah, ¿no? Creo que ya lo he hecho. Lo demás sobra. Acabad con ellos y quemad el estudio.
El murmullo de los testigos que miraban desde la puerta, acompañado de la indignación de los aprendices, no fue capaz de acallar la voz que desde el fondo sonó con fuerza.
—No son las mejores maneras de tratar a mis invitados, Idiáquez.
El político vasco se quedó de piedra. En la puerta del patio abierta de par en par, don Gaspar de Quiroga, cardenal arzobispo de Toledo, hacía su entrada triunfal en el estudio de don Alonso.
—¡Ilustrísima! Yo os puedo explicar todo —intentó justificarse Idiáquez.
—Vos no tenéis que explicar absolutamente nada sino contestar a mis preguntas. ¿Acaso creéis que podéis entrar en el taller de mi retratista y hacer lo que os viene en gana?
—Ilustrísima, contamos con pruebas suficientes que demuestran que en este taller se desarrolla una severa labor de espionaje contra la Corona. Además este hombre va a ser acusado del asesinato de uno de mis hombres el pasado año.
—Ali, ¿sí? ¿Os referís al pobre hombre que se mencionaba en el informe firmado por vuestro puño y letra sobre una reyerta en los toldos del mercado de la calle de la Almudena, que quedó cerrado a falta de testigos? Y en lo que concierne al taller, imagino entonces que Su Majestad está al tanto de todo lo que sucede y ha dado el visto bueno para que entréis por la fuerza en el estudio, amenacéis y golpeéis cobardemente al maestro don Alonso, a su sobrina y a uno de sus aprendices. Hace dos días estuve con Su Majestad en San Lorenzo y no recuerdo que me contara nada al respecto. ¿Quizá vos tengáis otro punto de vista u otra explicación a este ultraje?
Juan de Idiáquez intentaba excusarse como podía y buscar una solución al problema antes de que todo estallara y llegara a oídos de Su Majestad.
—Estas cartas que estaban en manos del…, aprendiz, ¡son de Antonio Pérez!
—¿Y? Sean de quien sean, Idiáquez, no sois vos el juez que ha de intervenir en este lance. Os ruego que devolváis las cartas a su dueño y que si tenéis algo que decir contra mis protegidos se lo digáis directamente a Su Majestad para que medie en los tribunales en su contra. No creo que el decir «Acabad con ellos y quemad el estudio» sea la mejor manera de hacer justicia que tenemos en este reino.
El cardenal arzobispo retornó el paquete de cartas a Kit, mientras éste lo saludaba y besaba la mano.
—Abrid bien los oídos a lo que os voy a decir, señor secretario. No volváis a meter las narices en este estudio, no sea que el mordisco que os llevéis sea mayor. Limpiaos la sangre de la mano, por favor, y haced que de inmediato todos los hombres que os acompañan abandonen el lugar.
Con el rabo entre las piernas, Juan de Idiáquez, acompañado de sus hombres, abandonó el estudio de don Alonso. Antes de salir, aún tuvo tiempo de decir una última sentencia a Kit en un lugar apartado.
—No creáis que la carrera ha acabado. Sólo es cuestión de tiempo, señor Shelton. Os prometo que esta vez no conseguiréis salir de Madrid con vida.
Pero eso a Kit ya le daba igual. El agente se detuvo a contemplar el enorme corte que había producido la punta de la espada en las cartas. Unió algunas de las partes que habían quedado deterioradas y volvió a colocar sobre los pliegos la cubierta de piel con el paño púrpura. Mientras se lo guardaba de nuevo sobre el corazón, vio a Idiáquez salir por la puerta. Iba escoltado por sus hombres y con la cabeza vuelta mirándolo fijamente.
Pensó en lo próximo que había estado de la muerte y sin separarse la mano del pecho recordó entonces la profecía que Pérez le había anunciado con respecto a aquellas comprometedoras cartas: «Mis astrólogos me han señalado que salvarán una vez la vida de su último portador, pero que al mismo tiempo lo mandarán al patíbulo».
La primera parte ya se había cumplido. Ahora sólo quedaba deshacerse de ellas.