Capítulo 10
Camino de Pastrana (España)
Jueves, 25 de abril de 1585
El canto de un gallo anunció la entrada de Kit en el ancho paseo que se abría ante la plaza en donde se levantaba la puerta de la ciudad que llevaba hasta Alcalá. Había llegado a la hora exacta.
A pesar de que no había todavía mucha luz en la calle, se veían grupos de agricultores que muy de mañana se dirigían para trabajar la tierra hacia las huertas que había a las afueras de la ciudad.
El fango del día anterior todavía estaba húmedo. A duras penas consiguió evitar las salpicaduras de un carruaje que rozó su bolsa al pasar junto a él.
—Espero que sepáis disculpar nuestra torpeza, señor Shelton.
Kit giró la cabeza y vio al cardenal arzobispo de Toledo. Junto a Su Ilustrísima estaban don Alonso y su sobrina, Lorena, cuyo rostro continuaba mostrando la zozobra del día anterior.
Gaspar de Quiroga, el cardenal arzobispo de Toledo, era un hombre de aspecto vigoroso. Su corpulento semblante de buen abulense rebosaba con creces el acolchado de sus divinas vestiduras. Cualquiera diría observándolo de cerca que una de las cosas por las que destacaba el cardenal arzobispo era, según decía él mismo, su comedido apetito.
Los fríos de su localidad natal, Madrigal de las Altas Torres, quizá le condicionaron físicamente para rellenar sus carnes del tejido necesario para luchar contra los recios fríos castellanos.
En aquel momento don Gaspar contaba setenta y tres años. Y, en cualquier caso, a pesar de su avanzada edad, lo que más llamaba la atención era su pelo rojo. No dejaba de ser insólito que un Vela y Quiroga, fuera de la estirpe que fuera, tuviera tal color en el cabello, lo que demostraba los complejos y apurados enlaces entre familias que ya por entonces se hacían en aquella España de «tanto tienes tanto vales».
Al menos eso fue lo que pensó Kit cuando lo vio por primera vez. Ante él, Kit se sintió como en casa. Acostumbrado a tratar con españoles de baja estatura, morenos y de piel oscura, más acostumbrados a los duros trabajos del sol, enfrentarse a un pelirrojo castellano casi le confunde en el habla y tuvo que pensarse dos veces si decir «buenos días» o «good morning».
Nadie diría que aquel hombre afable y bonachón había sido inquisidor general en 1573 y miembro del Consejo de Estado, llegando a convertirse en ocasiones en la verdadera sombra del rey de las Españas, don Felipe.
—Señor Shelton, os presento a Su Ilustrísima, don Gaspar de Quiroga, cardenal arzobispo de Toledo.
—Es un verdadero honor, eminencia… —Kit dejó a un lado su bolsa, se quitó el sombrero y dobló la espalda en dirección a la mano que le tendía el cardenal para besar su anillo.
—Don Alonso me habló de vos ayer por la tarde cuando fui a recoger el retrato de la princesa —dijo el religioso—. Es magnífico, ¿no lo creéis así? —El cardenal señaló con entusiasmo al interior de su vehículo en donde reposaba sobre los sillones el cuadro de doña Ana cubierto con un paño oscuro.
—No lo dudo. Alabar su calidad fue lo primero que hice al quedar embelesado ayer ante él, en mi visita al estudio. Lorena ha realizado un trabajo magnífico.
Kit miró a la joven sonriéndole con complicidad. Ella devolvió el gesto cariñosamente, con un leve asentimiento de la cabeza.
—Don Alonso está finalizando un retrato mío. Mi idea es que luzca en la Sala Capitular de la catedral de Toledo. Reconozco que el modelo no es igual de hermoso que el de doña Ana, pero algo podrá hacer para salvar del olvido este rostro mío.
—Eminencia, si me lo permitís —intervino don Alonso—, la pintura es el reflejo de una serie de condiciones humanas que están más allá de la simple belleza. El verdadero arte está en saber plasmarlas en la tabla o el lienzo, de suerte que permanezcan por los tiempos de los tiempos en el recuerdo de las personas…
—Entiendo lo que queréis decir —lo cortó el cardenal—. Pero si uno es feo, es feo…
Todos rieron al unísono la ocurrencia de don Gaspar. El joven detectó entre sus compañeros un ambiente de familiaridad, algo que por primera vez sentía desde que pisara suelo español hacía unas semanas.
Al fondo, en el horizonte, tras la entrada de Alcalá empezaban a despuntar los primeros rayos del sol. El cardenal se percató de tal circunstancia y apremió a su séquito para comenzar el viaje.
—Creo que tenemos que partir ya para poder llegar a Pastrana con las últimas luces del día.
—Partan en buena hora —se despidió don Alonso.
—Queden vuestras mercedes con Dios.
El grupo subió a los coches. El maestro y su sobrina, después de decir adiós efusivamente al prelado y a Kit, permanecieron allí atentos a la comitiva. Comenzaba un largo viaje en dirección a la Alcarria en busca de parte de la información que había ido a recoger a España.
Mientras se alejaban entre vaivenes y tumbos, el agente saludó a través de la ventana del coche, observando cómo Lorena lo evitaba con la mirada.
Apenas se hubo adentrado el coche de mulas del cardenal en el camino de Alcalá, el religioso se dirigió a su acompañante.
—Bueno, señor Shelton. ¿Y a qué os dedicáis?
—¿No os ha dicho nada don Alonso?
La pregunta cayó como un jarro de agua fría. No barajó la posibilidad de que don Alonso no se hubiera preocupado de ello y daba por aclarada la situación.
El prelado, divertido, negó con la cabeza mientras acababa de acomodar sus ropas en su asiento. Se relajó un instante al detectar la complicidad del cardenal.
—Soy estudiante, aunque también ayudo a mi familia en el negocio de las telas.
No se le ocurrió otra mentira mejor. Era exactamente la misma respuesta que había dado a fray Anthony en su viaje a Laredo. Todo quedaba, pues, en la Iglesia.
—Qué interesante… —Volvió a sonreír el purpurado, divertido por la situación—. En cualquier caso, llegaremos al anochecer a Pastrana.
Kit se sorprendió de la facilidad de aquel hombre para cambiar de tema y se preguntó hasta qué punto el cardenal no estaría loco como una teja.
—Como comprenderéis —prosiguió el cardenal— no es la mejor hora para realizar una visita. Por ello he previsto que nos alojemos en el palacio de la princesa, descansemos y mañana será otro día. Por la tarde nos recibirá doña Ana. Será lo mejor, para mi visita y para vuestro trabajo, ¿no creéis?
Kit asintió sin saber qué contestar. «Para vuestro trabajo», repitió para sí. ¿Acaso aquel hombre de aspecto apacible conocía toda su historia? Parecía que sí.
Tanto el silencio como un evasivo «no sé de qué habláis, eminencia» hubieran sonado a excusa. Se decantó por la primera opción y, con una sonrisa que invitaba a la ambigüedad, permaneció callado. Evitó que la conversación siguiera por ese camino. En esta ocasión fue él quien cambió de tema aludiendo a la belleza del retrato que Lorena había hecho de doña Ana, retrato que descansaba junto a ellos.
—Es un hermoso trabajo. Seguro que le gustará.
El cardenal retiró la tela y dejó al descubierto el cuadro de doña Ana para que los dos lo pudieran contemplar. El prelado y su invitado comenzaron a charlar sobre los méritos artísticos de la sobrina de don Alonso, el buen hacer de su tío para con ella y, por supuesto, de la princesa de Éboli.
El viaje hasta Pastrana, adonde llegó la comitiva del cardenal con las últimas luces del día, estuvo sazonado de momentos de plática, vacíos de cansancio, tedio y también disfrute del magnífico paisaje alcarreño.
Antes de entrar en el pueblo el coche paró ante una modesta capilla.
—Si me disculpáis unos instantes, señor Shelton, me gustaría agradecer el sosiego de nuestro viaje a la Virgen de los Ángeles.
La ermita era un lugar de obligado paso para los viajeros que salían o entraban en el pueblo. Era una tradición el encomendar a la Virgen el éxito de un viaje. En esta ocasión el cardenal se detuvo para agradecer a la Señora el haber alcanzado su meta.
Kit acompañó con respeto al prelado hasta el interior del santuario de piedra. Unos pocos minutos frente al altar bastaron para que la comitiva reanudara su paso por las primeras calles del pueblo hasta alcanzar la plaza principal de Pastrana, la del mercado, que se habría frente al palacio de los príncipes de Éboli.
La comitiva hizo un pequeño círculo en ella y abandonó los coches entre los cuchicheos y comentarios de los curiosos que corrían para anunciar la llegada del cardenal al resto de los vecinos del pueblo.
Las puertas del palacio se abrieron para recibirlos. Los dos hombres se dirigieron hasta el umbral donde les esperaba don Diego de Horche, una de las personas más importantes del servicio de la princesa de Éboli.
—Ilustrísima… Es un verdadero placer poder contar con vos de nuevo en nuestra humilde casa. Me consta que Su Alteza se alegrará mucho de volver a veros.
El tono de Diego de Horche era plano y frío. Desvió la mirada hasta donde se encontraba Kit y lo saludó.
—Señor Shelton, nos causa una gran alegría recibiros a vos también. Esperamos que vuestra estancia en el palacio sea de vuestro agrado.
Haciendo un gesto con la mano derecha, Diego se retiró y dejó paso para que todos pudieran acceder al patio.
La noche iba comiendo terreno al día. La llegada del cardenal había obligado a los sirvientes a encender algunas antorchas. Al entrar, el agente se sorprendió por el aspecto desangelado del lugar. No había pórtico en el supuesto claustro que él esperaba encontrar y solamente en un lado de la fachada, el más oriental, había por el interior una humilde escalera de piedra que daba acceso a la parte superior de la residencia.
Aquel castillo parecía abandonado. Las ventanas de la planta superior estaban oscuras. Unas pocas luces en el interior, y las sombras que dejaban sus moradores en las paredes de las habitaciones, eran la única prueba de que la casa, al parecer, no estaba encantada.
Su mirada se topó con una mujer que lo observaba tras el turbio cristal de una de las ventanas. Vestida con un traje rojo no tardó en reconocer a la princesa de Éboli. Llevaba el ojo derecho cubierto por un parche. El cruce de las miradas duró unos pocos segundos. Le pareció que el tiempo se detenía. La extraña dama se movió desapareciendo del cristal. La voz de don Diego de Horche lo sacó de sus pensamientos.
—Señores, os hemos preparado unas habitaciones. En cada una de ellas encontrarán como de costumbre todo lo que necesiten para su comodidad.
»Un sirviente permanecerá a su servicio durante toda la noche por si necesitan cualquier cosa. Ahora mismo les espera una cena para que puedan comer antes de acostarse y descansar así del largo viaje desde Madrid. Espero que todo sea de su agrado.
Después de que el agente saludara al cardenal, Kit volvió la mirada al lugar en el que acababa de ver a la princesa. La ventana estaba totalmente a oscuras. Pensó si realmente ella estuvo poco antes allí o simplemente se había tratado de un sueño. Un criado esperaba junto a él para llevarle a sus nuevos aposentos.
—Señor, si me acompañáis os mostraré el camino hasta vuestra habitación.
Con el recuerdo de aquella misteriosa mujer, Kit, agotado por el traqueteo del coche durante el viaje, siguió los pasos del criado hasta el otro extremo del patio.