Capítulo 26

Palacio Real de Madrid (España)

Lunes, 14 de julio de 1586

El aspecto del Palacio Real mostraba una falsa tranquilidad. Los acontecimientos políticos vividos en las últimas semanas no daban pie a la euforia. Los problemas en Flandes eran cada vez más acuciantes. En América la situación no era más halagüeña. Y en el pueblo crecía la incertidumbre sobre la valía del rey Felipe para poder hacer frente a las dificultades en el exterior. No eran pocas las voces que clamaban por un giro brusco en la política del ambiguo monarca. Éste, por su parte, estaba cada vez más consumido por la enfermedad, que le obligaba a permanecer en reposo durante grandes períodos de tiempo, continuaba en San Lorenzo de El Escorial, lejos de la villa, aparentemente alejado del mundo real.

Con este escenario de fondo, la vida en palacio continuaba con su rutina diaria. Los correos entraban y salían como alma que lleva el diablo, dispuestos a servir con la mayor celeridad en el servicio que se les había designado. Los funcionarios iban prestos, yendo y viniendo de uno a otro de los innumerables despachos del edificio. Eran cientos las cartas con peticiones y designios que finalmente caían en saco roto por culpa de la pesada burocracia palaciega. Los más afortunados disponían de algunos minutos de asueto para caminar con relativa tranquilidad por los patios del palacio. En una esquina de uno de ellos, junto a la entrada de las caballerizas, Mateo Vázquez esperaba a que apareciera el también secretario, Juan de Idiáquez. Poco antes le había hecho llamar con urgencia.

Su compañero no tardó en aparecer por una de las puertas de entrada al patio.

—Caluroso día de verano —comentó el secretario a modo de bienvenida.

—Buenos días, Mateo. Así lo creo. —Idiáquez se secó el sudor de la frente con un pañuelo mientras miraba al sol radiante que calentaba el patio—. Pero no creo que me hayáis llamado con tanta celeridad para simplemente hacer un comentario sobre el día que hace.

—Mi buen Idiáquez —sonrió el secretario forzadamente mientras comenzaba a pasear junto a su amigo por el soportal—. Me conocéis bien. Os he hecho llamar porque, como bien decís, hay algo más que comentarios sobre el tiempo.

—¿Y bien? ¿Qué os preocupa en esta ocasión?

—Esta misma mañana he recibido esta carta desde París. Nos la envía nuestro malogrado embajador. Como bien sabéis, Idiáquez, no sabemos qué mala bestia torció los planes, pero nuestra carta a Bernardino de Mendoza en Reims, avisándole del peligro que corría por la posible presencia en su círculo de un agente inglés, nunca llegó a tiempo. Alguien la interceptó antes de que la pudiera leer.

—¿Ese alguien tiene un nombre?

Mateo Vázquez casi no le dejó acabar la frase. Le acercó la carta para que fuera el propio político vasco quien la leyera. Tras unos minutos, apartó la mirada del papel.

—Ha vuelto…

—Exacto, Idiáquez. El camarero de Mendoza relató durante la investigación posterior al asesinato del correo, que el embajador estaba despachando con un caballero inglés.

—¡Thomas Shelton! —asintió Idiáquez apretando con fuerza los dientes.

—Al parecer ése es el nombre que dio al camarero. Después de salir del palacio del embajador en Reims, desapareció. No sabemos nada de él.

—Y puede que esté en Madrid…

—Eso es lo que sospechamos, Idiáquez. No consta que abandonara Francia por mar hacia Inglaterra. Eso es lo más fácil que podría haber hecho. Lo lógico.

—Lo que cualquiera podría esperar. O mejor dicho, lo que él mismo creería que nosotros esperaríamos.

—En efecto. Estoy seguro de que esperó su oportunidad y cruzó la frontera, y llegó a Villaportón. La red de los Walsingham es muy extensa y complicada. Precisamente, Villaportón está de camino natural entre Reims y Castilla.

—¿Creéis entonces que puede tener alguna relación con el asunto de Villaportón? —Idiáquez parecía comenzar a unir las claves de un enorme acertijo—. Ciertamente, resulta bastante difícil de creer que le sucediera tal cosa a uno de nuestros correos más experimentados.

—Así lo creo. No me cabe la menor duda. Y menos después de haber recibido esta carta. Al parecer, Shelton se hizo pasar por católico. No sabemos cómo, pero en pocos días estaba incorporado a la estructura del nuevo complot contra la reina de Inglaterra.

—E imagino que Bernardino estaría implicado en aquella historia.

—En efecto, Idiáquez. El embajador contaba con nuestro apoyo para poder urdir esta trama. Al parecer, nuestros amigos católicos no han tenido la vista aguda necesaria para darse cuenta de que un plan tan arriesgado no puede llevarse a cabo en unas pocas semanas, sin antes haber filtrado al máximo los canales de información. No es que Thomas Shelton sea muy inteligente, que quizá lo pueda ser, pero en esta ocasión le han dejado los dulces en bandeja y solamente ha tenido que llamar a la puerta para que le dejaran pasar y tomar los que quisiera.

—No entiendo cómo Bernardino se ha dejado engañar de esta manera —replicó Idiáquez con cara de sorpresa.

—No lo sabemos. Pero quizá no fuera tan sencillo. Bernardino siempre ha sido muy celoso en toda esta suerte de manejos. Se trata de un hombre de la absoluta confianza de Su Majestad. Prueba de ello es que ha desempeñado las embajadas más enzarzadas de Europa, siempre con éxito. Es posible que se negara a admitir a ese hombre en el círculo de la trama. De ahí que, para sorpresa de muchos, se citara en persona con él. Pero Bernardino se equivocó. No calculó el peligro que corría y creyó que en su despacho de Reims estaba seguro. De lo contrario no hubiera sido necesario que le partieran la nariz. Estoy convencido de que a estas alturas los Walsingham conocen toda la trama.

—Y Bernardino se habrá desentendido de todo.

—Es casi seguro. Doy por hecho que el proyecto está muerto. Los cabecillas permanecen en Inglaterra ignorantes de lo que realmente se avecina sobre sus cabezas.

—Imagino que Walsingham esperará su oportunidad para que todas las pruebas acusatorias se centren en la figura de María Estuardo para, de una vez por todas, acabar con ella.

—Ése ha sido su sueño en los últimos años. —Mateo Vázquez parecía estoico a los acontecimientos que se les anunciaban—. Y si no lo ha conseguido hasta ahora ha sido por la obstinación de la reina en proteger siempre a su hermanastra. Algo inverosímil. Sin embargo, cuando le muestren los correos en los que se la implica de una forma tan clara, no le quedará otra salida que mandarla al patíbulo. Supongo que si no han conseguido ya estas pruebas estarán a punto de hacerlo.

—Un nuevo fracaso en la política exterior de Su Majestad. Cuando el pueblo conozca esta historia echará más leña al fuego. En las últimas semanas, tras conocer las noticias de Flandes que corren como el agua por las calles de Madrid, como si fueran una peste repleta de maledicencias, la gente no ceja en reprochar la blandura de Su Majestad. Pide mano firme con los ingleses y que en Flandes se resuelvan cuanto antes los problemas para poder ver de regreso a sus familiares.

Los dos políticos se miraron con cara de resignación. La nueva situación era muy complicada. Los acontecimientos habían dado un giro trascendental en las últimas horas. Ambos sentían la impotencia de no poder hacer nada ante la avalancha de sucesos que les acechaban.

—¿Conoce el rey esta nueva situación? —preguntó Idiáquez.

—No. La carta ha llegado esta mañana a primera hora. Quería consultaros antes de hacérselo saber. Además, Su Majestad se encuentra en San Lorenzo. En breve inaugurarán la flamante iglesia del monasterio, quizás el mes próximo. Desde su última recaída de gota, ha decidido no salir de allí y despachar todos los días por medio de correos.

—Asunto engorroso, pues.

—En efecto, Idiáquez —reconoció el secretario acogiéndose a la sombra de una de las columnas que rodeaban el perímetro del patio—. Apenas tenemos tiempo para los mensajes. A veces tenemos que ir nosotros mismos allí, circunstancia que retrasa de un modo atroz la gestión de las decisiones.

—Normal que el pueblo proteste y lance acusaciones sobre la poca decisión del rey en asuntos de Estado. ¡Si ya ni siquiera lo ven en sus calles! ¿Creéis que es conveniente que tenga noticia de este suceso?

—He pensado mucho en ello. Y, sintiendo como vos, no sé hasta qué punto nos favorece hablar del tema o seguir guardando silencio. Ahora bien, los contratiempos no quedan ahí, mi buen amigo. ¿Qué hacemos con Thomas Shelton?

—¿Habéis examinado las últimas entradas en la villa?

—Sí. Pero su nombre no aparece por ningún sitio. Puede haberlo hecho utilizando un nombre falso. Qué más da eso ahora. —Mateo Vázquez parecía estar ocultando un contratiempo más—. Lo único cierto es que debemos estar alerta. No obstante hay un dato que nos puede confirmar que el inglés está, al menos, en Castilla.

—¿Sí, cuál? —Idiáquez miró a Vázquez con inquietud.

—Hace dos días recibí en mi despacho una información ordinaria procedente de Pastrana. Ya sabéis que es rutina que envíen documentación sobre el estado de prisión de la princesa. Así lo quiere Su Majestad. Pues bien, nunca la leo. No siento la más mínima curiosidad por ella. Pero la carta que llegó hace dos días tenía una inserción en la fecha del 29 de junio. Ese día, doña Ana había recibido una visita en su aposento del monasterio de San José, donde ahora reside con el permiso del rey y de la Iglesia. El informe señala que se produjo por la mañana y que se trataba de un joven extranjero, posiblemente inglés. Al parecer la mujer no quiso dar detalles, aunque llamó la atención del administrador de la casa el hecho de que parecían conocerse desde hace tiempo y mantener una buena relación.

—¿Pero por qué no me habéis avisado con anterioridad? —Juan de Idiáquez se exasperó. Era consciente de que podrían haber estado perdiendo un tiempo precioso.

—Lo siento, no pensé que pudiera haber relación. La princesa siempre se ha caracterizado por sus extraordinarias relaciones con embajadores y numerosos personajes de la Corte. No pensé que pudiera tratarse de Thomas Shelton, sino de algún antiguo amigo de Madrid que pasara por allí y decidiera hacerle una visita. Pero la llegada de esta carta por la mañana me ha hecho relacionar ambas cosas. Y ésa es la razón de que os haya hecho llamar.

—Estoy seguro de que era Shelton. Quizás aún estemos a tiempo de hacernos con él. —Idiáquez se apoyó en una de las columnas del patio y miró al suelo—. Pero debemos actuar con diligencia.

Idiáquez sonrió, sabedor de las cartas con que contaba para la próxima jugada.

—¿Acaso tenéis alguna arma escondida? —preguntó intrigado el secretario.

—La última vez que Shelton estuvo en Madrid rondó en demasía una calle de los arrabales del norte. En aquel lugar está el taller de un pintor y escultor, don Alonso de Coloma.

—¿Sospecháis que ese artista puede ser el enlace que tanto hemos estado buscando?

—Es posible, Mateo. Pero no estamos seguros de ello. No es un artista cualquiera. Es el maestro que trabaja para el cardenal arzobispo de Toledo. Eso le ha ayudado en alguna ocasión y le otorga cierta inmunidad. También ha trabajado para la familia Vozmediano y para el propio Antonio Pérez. Como veis, todos del mismo círculo.

—Eso huele muy mal, Idiáquez.

—Sí, lo sé. Puede que estemos equivocados pero no lo creo.

Si Thomas Shelton estuvo en Pastrana es muy posible que ahora esté en Madrid. Lo podremos saber muy pronto. No habrá más que ir al estudio y buscar la madriguera de nuestra alimaña.

—¿Tenéis cebo para hacerlo salir?

—Ya lo creo, Mateo. Si nuestras sospechas no son erróneas, Shelton no ha venido a Madrid solamente como correo sino por otras cuestiones de mocedades. La sobrina de este maestro, de nombre Lorena, ha estado los últimos meses trabajando en un retrato. No lo he visto, pero por la información que nos ofrece un testigo se trata del retrato de un joven cuya descripción encaja con precisión con la del hombre que ahora buscamos.

—¿Contáis con un contacto en el taller?

—No exactamente. En realidad es uno de los ayudantes de don Alonso. Tiene la lengua dócil y es inconsciente de los comentarios que realiza. En las tabernas larga de lo lindo a las putas que suele frecuentar. Ellas son en realidad las que nos lo han contado. Al parecer, cuando lleva encima más de dos jarras de vino es capaz de recitar presto cualquier cosa que se le solicite.

En el rostro de Juan de Idiáquez surgió una sonrisa maliciosa. Los dos políticos se cruzaron una mirada de complicidad, conscientes del valor que tenía aquella información.

—Me gustaría encargarme en persona de esta empresa —continuó Idiáquez—. No creo que fallemos en esta ocasión si corroboramos los datos de que disponemos. Al parecer la joven quedó prendada de él la primera vez que vino. Ella trabaja con su tío en el taller y, por lo que se cuenta, es de pincel diestro. Ya ha realizado varios encargos para personajes importantes de la Corte. Incluso hizo uno para la princesa de Éboli que llevó el propio cardenal arzobispo a su encierro en Pastrana. Sospechamos que en este viaje fue acompañado por Shelton.

—Si don Gaspar de Quiroga está por medio, habrá que tener cuidado con los pasos que se dan —advirtió Vázquez.

—No os preocupéis. Dejadlo en mis manos y no os arrepentiréis. La oportunidad es buena y no tiene por qué haber intromisiones de la Iglesia ni de ningún seguidor de los Éboli en este asunto. Yo mismo me ocuparé de que así sea.

—De acuerdo, Idiáquez. Contáis con mi apoyo. Pero sólo os pido una cosa. Nada de espadas. De haber un accidente, todo esto podría llegar a oídos del rey y destaparse al fin la trama que nos interesa ocultar.

—Tranquilizaos, Mateo. Me interesa más un reo vivo que muerto. Si conseguimos hacernos con él, no tendremos que dar explicaciones al monarca. Al contrario, serán el propio Shelton y sus compinches quienes lo hagan en nuestro nombre.

Mateo Vázquez asintió esperanzado. Juan de Idiáquez saludó al secretario del rey y desapareció a grandes zancadas por el extremo sur del patio. En su cabeza, como en una gran olla, bullía el odio hacia Shelton. Era consciente de la posibilidad que le entregaba el destino. Con una brizna de suerte conseguiría lo que tanto tiempo llevaba anhelando.