14

Ira

El sol de última hora de la tarde empieza a descender en el horizonte. Debería preocuparme por la noche que se avecina; sin embargo, un pensamiento domina mi conciencia.

Agua, en cualquier forma. Hielo, lagos, ríos, cascadas, un manantial; sea como sea, para aliviar el grumo que se me ha formado en la garganta. No se trata de un nudo, sino de un coágulo que ha subido desde vete a saber qué parte de mi cuerpo, un coágulo que obstaculiza el paso del aire y que parece crecer con cada nueva respiración.

Reconozco que he estado soñando. No sobre el accidente de coche, no, ya que eso ha sucedido de verdad. Es real y lo sé; es la única cosa real. Cierro los ojos y me concentro, procurando recordar todos los detalles. Pero en mi nebulosa conciencia constituida a base de parches, resulta difícil reconstruir lo que pasó. Yo quería evitar la autopista —los conductores van demasiado rápido, en la autopista— y con un rotulador marqué la ruta a través de carreteras de un solo carril en un mapa que encontré en el cajón de la cocina.

Recuerdo que abandoné la carretera para repostar gasolina y que después me desorienté un momento, sin estar seguro de qué dirección debía tomar. Recuerdo vagamente que pasé por un pueblecito llamado Clemmons. Al cabo, cuando me di cuenta de que me había perdido, seguí una pista de tierra, hasta que al final desemboqué en otra carretera, la 421. Vi señales que indicaban una localidad llamada Yadkinville. El tiempo había empezado a empeorar, pero, por entonces, me daba miedo detenerme. No veía ningún punto de referencia que me resultara familiar, así que seguí trazando las curvas de la carretera hasta que fui a parar a una que conducía directamente a las montañas. No sabía el número de aquella carretera, pero tampoco era relevante, pues la nieve formaba ya una tupida cortina al caer. Todo estaba muy oscuro, tan oscuro que no vi la curva. Me estrellé contra la barrera metálica lateral y oí cómo crujía el metal antes de que el coche se precipitara por la pronunciada cuneta.

¿Y ahora? Ahora estoy solo, sin que nadie me haya encontrado todavía. Me he pasado casi todo un día soñando con mi esposa mientras sigo atrapado en el vehículo. Ruth no está conmigo. Murió en nuestra habitación hace mucho tiempo, y no está sentada a mi lado. La echo de menos. La he añorado durante nueve años, y me he pasado la mayor parte de ese tiempo deseando haber sido el primero en morir. Ella no habría tenido tantos problemas para vivir sola, habría sido capaz de seguir adelante. Siempre fue más fuerte, más inteligente y mejor en todo, y de nuevo pienso que, de los dos, yo fui el más afortunado en nuestra relación. Todavía no entiendo por qué me eligió. Ella era excepcional; en cambio, yo era un tipo normal y corriente, un hombre cuyo mayor logro en la vida fue amarla sin reservas, y eso nunca cambiará. Pero estoy cansado y sediento, y puedo notar cómo me abandonan las fuerzas. Creo que ha llegado el momento de que deje de luchar. Sí, es hora de reunirme con ella. Cierro los ojos y pienso que, si me quedo dormido, volveré a estar con ella…

—No te estás muriendo. —Súbitamente, Ruth interrumpe mis pensamientos con una voz apremiante y tensa—. Ira, todavía no ha llegado tu hora. Querías ir a Black Mountain, ¿recuerdas? Todavía te queda algo por hacer.

—Lo recuerdo —balbuceo.

Incluso hablar entre susurros supone un reto para mí. Noto la lengua como si fuera demasiado grande para caber en mi boca; el coágulo en la garganta se ha desarrollado más. Me cuesta respirar. Necesito agua, hidratación, cualquier cosa que me ayude a tragar, y tragar aire, sin demora. Casi no puedo respirar. Intento inhalar despacio, pero no me llega suficiente aire a los pulmones; de repente, el corazón empieza a latir desbocadamente en el pecho.

Un leve mareo distorsiona mi visión y los sonidos a mi alrededor. «Me muero», pienso. Tengo los ojos cerrados y estoy listo…

—¡Ira! —grita Ruth. Se inclina hacia mí, me coge del brazo y me zarandea—. ¡Ira! ¡Te estoy hablando! ¡Mírame! —me ordena.

Incluso a distancia, detecto su miedo, pese a que ella intenta ocultarlo. Apenas noto el zarandeo, y mi brazo permanece inmóvil, otra señal de que esto no es real.

—Agua —balbuceo.

—Buscaremos agua —dice ella—, pero, de momento, tienes que respirar, y para respirar has de tragar aire. Se te ha formado un coágulo de sangre en la garganta a causa del accidente; te bloquea las vías respiratorias. Te ahogarás.

Su voz suena débil y lejana, y yo no contesto. Me siento como borracho, con resaca. Mi mente está flotando y mi cabeza permanece apoyada en el volante; lo único que quiero es dormir, volatilizarme…

Ruth vuelve a zarandearme.

—¡No pienses que estás atrapado en este coche! —grita.

—Pero lo estoy —apenas logro farfullar.

Incluso en mi confusión mental, sé que mi brazo no se ha movido ni un milímetro y que sus palabras son solo otro truco de mi imaginación.

—¡Estás en la playa!

Siento su aliento en mi oreja, súbitamente seductor, un nuevo estímulo. Su cara está tan cerca que imagino que puedo notar el roce de sus largas pestañas, el calor de su aliento.

—Es 1946. ¿No lo recuerdas? La mañana después de que hicimos el amor —indica—. Si tragas aire, volverás a estar allí de nuevo. Estarás en la playa conmigo. ¿Recuerdas cuando saliste de tu cuarto? Te serví un zumo de naranja en un vaso y te lo ofrecí. ¿No lo ves? Te lo estoy ofreciendo, tómalo…

—No estás aquí.

—¡Estoy aquí y te estoy ofreciendo el vaso! —insiste ella.

Abro los ojos y la veo con el vaso en la mano.

—Bebe —me ordena.

Ruth me acerca el vaso a la boca y lo inclina sobre mis labios.

—¡Bebe! —repite—. ¡No importa si se derrama un poco por el coche!

Es una locura, pero es el último comentario —sobre derramar el zumo por el coche— el que más me llama la atención, porque me recuerda la forma de ser de Ruth y el tono exigente que usaba cuando necesitaba que yo hiciera algo importante. Intento beber, pero no siento nada, excepto serrín al principio y luego… algo más, algo que me obtura la respiración totalmente.

Y, por un instante, lo único que siento es un pánico absoluto.

El instinto de supervivencia es poderoso, y ya no puedo controlar más lo que pasa a continuación, del mismo modo que no puedo dominar mi ritmo cardiaco. En ese momento, inhalo automáticamente, y después sigo inhalando. La fuerte irritación que siento en la garganta da lugar a un regusto ácido, como metálico, y sigo inhalando incluso después de que esa acidez descienda hasta el estómago.

Durante todo el proceso, mi cabeza sigue aplastada contra el volante, y continúo jadeando como un perro sofocado hasta que por fin mi respiración recupera el ritmo normal. Y mientras recobro el aliento, los recuerdos cobran vida.

Ruth y yo desayunamos con su familia, y luego pasamos el resto de la mañana en la playa, mientras sus padres leían en el porche. Unas nubes dispersas se habían empezado a formar en el horizonte, y el viento soplaba más fuerte que el día anterior. Hacia el final de la tarde, los padres de Ruth nos preguntaron si queríamos ir con ellos de excursión a Kitty Hawk, donde Orville y Wilbur Wright escribieron una página de la historia al realizar el primer vuelo en avioneta. Yo ya había estado allí de pequeño. Pero, aunque tenía ganas de ir otra vez, Ruth sacudió la cabeza. Les dijo que prefería dedicar su último día a relajarse.

Una hora más tarde, sus padres ya se habían ido. A esas horas, el cielo se había encapotado, y Ruth y yo abandonamos la playa. En la cocina, la estreché entre mis brazos y permanecimos inmóviles de pie junto a la ventana, admirando el paisaje. Entonces, sin una sola palabra, le cogí la mano y la guie hasta mi habitación.

Pese a que mi visión es borrosa, puedo distinguir a Ruth sentada de nuevo a mi lado. Quizá sea un pensamiento ilusorio, pero juraría que va con la bata que llevaba la noche que hicimos el amor por primera vez.

—Gracias por ayudarme a recuperar el aliento —digo.

—Sabías lo que tenías que hacer. Solo estoy aquí para recordártelo.

—Sin ti no lo habría logrado.

—Sí que lo habrías logrado —afirma ella sin sombra de duda. Entonces se pone a juguetear con el cinturón de la bata y me dice en un tono seductor—: Fuiste muy directo conmigo aquel día en la playa, antes de que nos casáramos, cuando mis padres se fueron a Kitty Hawk.

—Sí —admito—. Sabía que disponíamos de varias horas solos.

—Bueno…, fue una sorpresa.

—Pues no debería haberlo sido. Estábamos solos y tú eras hermosa.

Ruth tira de la bata.

—Debería haberlo interpretado como un aviso.

—¿Un aviso?

—De lo que se avecinaba —explica ella—. Hasta aquel fin de semana, no estaba segura de que fueras… muy apasionado. Pero después, a veces deseaba estar de nuevo con el viejo Ira; el chico tímido, el que siempre se mostraba reservado, especialmente cuando me apetecía dormir.

—¿De verdad era tan pesado?

—No. —Ruth ladea la cabeza y me mira a través de unos ojos seductoramente entrecerrados—. Al contrario.

Pasamos la tarde enredados entre las sábanas, haciendo el amor con más pasión que la noche anterior. En la habitación apretaba el calor, y nuestros cuerpos brillaban de sudor; Ruth tenía el cuero cabelludo húmedo. Un rato después, mientras ella se duchaba, empezó a llover, y me senté en la cocina para escuchar el cadencioso ritmo de la lluvia que caía sobre el techo de hojalata. Me sentía tan satisfecho como jamás lo había estado en la vida.

Sus padres no tardaron en regresar, empapados por el aguacero. Cuando llegaron, Ruth y yo estábamos en la cocina, preparando la cena. Con un sencillo plato de espaguetis con salsa boloñesa, los cuatro nos sentamos a la mesa y su padre empezó a hablar del día, una conversación que sin saber cómo dio paso a un debate sobre arte. Habló del fauvismo, del cubismo, del expresionismo y del futurismo —unas palabras que yo no había oído nunca antes—, y me quedé impresionado no solo por las sutiles diferencias que él expuso de cada uno de esos movimientos, sino por la avidez con que Ruth devoraba cada palabra. La verdad es que yo apenas comprendía nada de aquel discurso; carecía de los conocimientos básicos, pero ni Ruth ni su padre parecieron darse cuenta.

Después de la cena, cuando cesó de llover y las sombras de la noche descendían sobre la playa, Ruth y yo salimos a dar un paseo. El aire era pegajoso, y la arena se nos pegaba a los pies mientras yo trazaba líneas sinuosas con el dedo pulgar en la palma de su mano. Mis ojos se posaron en el agua. Algunos charranes se precipitaban bajo las olas para salir unos segundos después con la misma celeridad, y, justo un poco más allá de las olas más grandes, un grupo de marsopas nadaba en formación saltarina. Ruth y yo las observamos hasta que se difuminaron entre la neblina. Solo entonces me giré para mirarla.

—Tus padres se mudarán en agosto —le dije.

Ella me estrujó la mano con ternura.

—La semana que viene irán a Durham, a mirar casas.

—Y tú empezarás a dar clases en septiembre.

—A menos que me vaya con ellos. En ese caso, tendré que buscar un trabajo en Durham.

Por encima del hombro, las luces en la casa se encendieron.

—Entonces supongo que no tengo muchas opciones —le dije.

Propiné una patada a la arena compactada mientras intentaba aunar el coraje necesario antes de volverla a mirar a los ojos.

—Tendremos que casarnos en agosto.

Ante tal recuerdo, sonrío, pero la voz de Ruth interrumpe mi ensoñación. Su decepción es evidente.

—Podrías haber sido más romántico —me suelta enfurruñada.

Por un momento, me siento confuso.

—¿Te refieres… a mi declaración?

—¿A qué otra cosa puede ser? —Ella levanta los brazos—. Podrías haber hincado la rodilla en el suelo, o haber dicho algo sobre el amor imperecedero. Podrías haberle pedido mi mano a mi padre.

—Ya había hecho esas cosas —replico—. La primera vez que me declaré.

—Pero luego rompiste nuestro compromiso. Deberías haber empezado de nuevo. Yo pensaba en la típica petición de matrimonio que uno lee en las novelas románticas.

—¿Te gustaría que lo hiciera en este momento?

—No, ya es demasiado tarde —dice—. Perdiste tu oportunidad.

Pero lo dice en un tono tan deliciosamente pícaro que apenas puedo esperar a volver al pasado.

Firmamos la ketubah poco después de regresar de nuestras vacaciones en la playa. En agosto de 1946 me casé con Ruth. La ceremonia se llevó a cabo bajo la chuppah, como en las tradicionales bodas judías, aunque no hubo muchos invitados, pues Ruth y yo queríamos una ceremonia íntima. La mayoría eran amigos de mi madre que conocíamos de la sinagoga. Ruth era demasiado práctica como para desear una boda más extravagante. Aunque el negocio iba bien —lo que significaba que yo prosperaba—, ambos queríamos ahorrar tanto como fuera posible para pagar la entrada de la casa que deseábamos comprar en el futuro. Cuando rompí la copa bajo mis pies y vi que nuestras madres aplaudían y nos vitoreaban, supe que casarme con Ruth era el paso más importante que daría en mi vida.

Para la luna de miel, fuimos a pasar unos días al oeste. Ruth nunca había visitado esa parte del estado, y elegimos un hotel que se llamaba Grove Park Inn Resort, en Asheville. Era —y todavía es— uno de los hoteles con más historia del sur, y nuestra habitación daba a la espectacular Cordillera Azul. El hotel también ofrecía rutas de senderismo y pistas de tenis, junto con una piscina que había aparecido en innumerables revistas.

Con todo, Ruth mostró muy poco interés en esas cosas. Tan pronto como llegamos, insistió en ir a visitar el pueblo. Como yo estaba loco por ella, no me importaba qué hacíamos mientras estuviéramos juntos. Al igual que Ruth, tampoco conocía aquella parte del estado, pero sabía que Asheville siempre había sido el lugar de veraneo elegido por las familias ricas. El aire era fresco; la temperatura, agradable; por eso durante la época dorada de Estados Unidos, George Vanderbilt encargó la construcción de Biltmore Estate, que en su época fue la propiedad privada más grande del mundo. Otros norteamericanos adinerados siguieron su ejemplo, y Asheville acabó por convertirse en el destino artístico y culinario preferido en el sur. Los restaurantes contrataban a reputados cocineros de Europa, y las galerías de arte se alineaban en la calle principal del pueblo.

En nuestra segunda tarde en el pueblo, Ruth entabló conversación con el propietario de una de las galerías, y allí fue cuando por primera vez oí hablar de Black Mountain, un pueblecito rural muy cercano a Asheville.

Para ser más precisos, por primera vez oí hablar de Black Mountain College.

Pese a haber vivido toda mi vida en Carolina del Norte, nunca había oído hablar de aquella escuela de arte. Para la mayoría de la gente que pasó el resto del siglo allí, la mera mención de Black Mountain College solo despertaba miradas perplejas. Ahora, más de medio siglo después de su cierre, muy pocos recuerdan que existió. Pero, en 1946, la escuela entraba en un periodo floreciente —quizá la etapa más próspera de cualquier universidad en todos los tiempos, y no exagero—, y cuando salimos de la galería, por la expresión de Ruth adiviné que a ella sí que le sonaba ese nombre.

Aquella noche le pregunté sobre ello durante la cena. Me dijo que, unos meses antes, en primavera, su padre había mantenido una entrevista con representantes de la escuela y que le había encantado el lugar. Lo que me pareció más sorprendente, sin embargo, fue que la proximidad al centro constituyera uno de los motivos por los que Ruth había querido pasar la luna de miel en esa zona.

Ella se mostró muy animada durante la cena mientras describía que Black Mountain College era una escuela de arte con un sistema pedagógico liberal y que había sido fundada en 1933; en su facultad estaban algunos de los nombres más emblemáticos de la escena artística del momento. Todos los veranos organizaban talleres de arte, dirigidos por artistas invitados cuyos nombres no reconocí. Mientras Ruth recitaba los nombres que constituían el cuerpo de profesores, se fue animando cada vez más con la idea de pasar a visitar la escuela, dado que estábamos tan cerca.

¿Cómo iba a decirle que no?

A la mañana siguiente, bajo un radiante cielo azul, nos desplazamos en coche hasta Black Mountain y seguimos las señales que indicaban el camino hasta la universidad.

El destino quiso —que conste que yo siempre he creído en el destino; además, Ruth juró que no sabía nada de antemano— que ese día hubiera una exposición de varios artistas en el edificio principal, que se prolongaba hasta el jardín de la parte trasera. Pese a estar abierta al público, no había demasiada gente, y tan pronto como atravesamos la puerta, Ruth se detuvo maravillada y me estrujó la mano con fuerza al tiempo que con los ojos devoraba la escena a su alrededor. Observé su reacción con curiosidad, intentando comprender qué era lo que la cautivaba de aquella manera. A mis ojos, que eran los de una persona que no sabía nada de arte, no había mucha diferencia entre las obras allí expuestas y las de las numerosas galerías de arte que habíamos visitado en los últimos años.

—¡Pero había una gran diferencia! —exclama Ruth, y tengo la impresión de que todavía se sorprende de que yo hubiera podido ser tan ciego.

En el coche, ella luce el mismo vestido de cuello alto que llevaba la primera vez que visitamos Black Mountain. Su voz adquiere el mismo timbre de emoción que oí aquel día.

—Esas obras… no se parecían a nada que hubiera visto antes. No eran como las de los surrealistas; ni siquiera como las de Picasso. Era algo… nuevo, revolucionario. Un gran salto de imaginación, de visión. ¡Y pensar que estaban allí, expuestas en una pequeña universidad en medio de la nada! Fue como encontrar…

Ruth hace una pausa, incapaz de encontrar la palabra precisa. Al ver que no consigue hallarla, acabo la frase por ella.

—¿Un cofre con un tesoro?

Alza la cabeza, entusiasmada.

—¡Sí! —exclama inmediatamente—. ¡Fue como encontrar un cofre con un tesoro en el lugar menos pensado! Pero tú no te diste cuenta en ese momento.

—En aquella época, casi todos los cuadros que veía me parecían una colección de colores aleatorios y garabatos.

—Era expresionismo abstracto.

—Es lo mismo —bromeo, pero Ruth está ensimismada en los recuerdos de aquel día.

—Debimos pasar unas tres horas allí, admirando cada uno de los cuadros.

—Fueron más de cinco horas.

—¡Y tú querías marcharte! —me reprocha.

—Tenía hambre —replico—. Aún no habíamos almorzado.

—¿Cómo podías pensar en comer cuando estábamos presenciando aquellas maravillas, cuando teníamos la oportunidad de hablar con unos artistas tan sorprendentes?

—No podía comprender nada de lo que les decías. Hablabais un idioma totalmente extraño para mí. Te referías a cosas como la intensidad o el rechazo de los conceptos tradicionales, y soltabas palabrejas como futurismo, Bauhaus y cubismo sintético. A un hombre que se ganaba la vida vendiendo trajes todo eso le tenía que sonar a chino.

—¿Incluso después de que mi padre te lo hubiera explicado? —Ruth parece exasperada.

—Tu padre «intentó» explicármelo. Es distinto.

Ella sonríe.

—Entonces, ¿por qué no me pediste que nos marcháramos? ¿Por qué no me agarraste del brazo y me arrastraste hasta el coche?

Esa es una pregunta que Ruth ya me había hecho antes, y cuya respuesta no acabó nunca de comprender.

—Porque sabía que para ti era importante quedarte —contesto, como siempre.

Insatisfecha, insiste de nuevo.

—¿Recuerdas a quién conocimos aquel día? —me pregunta.

—A Elaine —digo automáticamente. El arte no era mi fuerte, pero no olvidaba ni una cara ni un nombre—. Y, por supuesto, también conocimos a su marido, aunque entonces no sabíamos que acabaría dando clases en la escuela. Unas horas después conocimos a Ken, Ray y Robert. Eran estudiantes; bueno, en el caso de Robert, lo sería después. También pasaste bastante rato con ellos.

Por su expresión, sé que está extasiada.

—Aquel día, me enseñaron un montón de cosas. Después de hablar con ellos, fui capaz de entender sus principales influencias, y la conversación me ayudó a comprender mejor hacia dónde se dirigía el arte futuro.

—Pero también te gustaban como personas.

—Por supuesto: eran fascinantes. Y cada uno de ellos era un genio a su manera.

—Por eso continuamos pasando por allí cada día, hasta que la exposición llegó a su fin.

—No podía dejar pasar esa oportunidad. Me sentía afortunada de estar en su presencia.

Mirándolo con perspectiva, sé que tiene razón, pero en ese momento yo solo quería que su luna de miel fuera lo más memorable y satisfactoria posible.

—Tú también eras muy popular entre ellos —remarco—. A Elaine y su esposo les gustó cenar con nosotros. Y la última noche de la exposición, nos invitaron a esa pequeña fiesta privada junto al lago.

Ruth evoca aquellos momentos tan preciados; por unos instantes no dice nada. Su mirada es sincera cuando finalmente me mira a los ojos.

—Fue la mejor semana de mi vida —confiesa.

—¿Por los artistas?

—No —contesta con un leve movimiento negativo con la cabeza—. Por ti.

El quinto y último día de la exposición, Ruth y yo estuvimos juntos muy poco rato. No por nada, sino porque ella deseaba conocer a más profesores de la escuela, así que a mí no me importó pasear nuevamente por la exposición y charlar con los artistas que habíamos conocido esos días.

Y entonces se acabó. Con el fin de la exposición, los siguientes días los dedicamos a actividades más propias de recién casados. Por las mañanas realizábamos rutas de senderismo, y por las tardes leíamos en la piscina y nos bañábamos. Cada noche cenábamos en un restaurante diferente; en nuestro último día, después de que yo llamé por teléfono y guardé las maletas en el maletero, Ruth y yo nos montamos en el coche. Nos sentíamos más relajados que nunca.

Nuestro viaje de vuelta nos llevó una última vez a Black Mountain, y a medida que nos acercábamos al desvío en la carretera, miré a Ruth de reojo. Podía notar su deseo de volver a aquel lugar. Deliberadamente, tomé la salida y me dirigí hacia la escuela. Ruth me miró, con cara de sorpresa, obviamente preguntándose qué me proponía.

—Solo será una visita rápida —alegué—. Quiero enseñarte algo.

Atravesé el pueblo y de nuevo tomé la curva que ella reconoció. Y tal como hizo en esos instantes, Ruth empieza a sonreír.

—Me llevabas otra vez al lago junto al edificio principal —recuerda—, donde asistimos a la pequeña fiesta que organizaron la última noche de la exposición. El lago Eden.

—La vista era tan hermosa que quería volver a verla.

—Ya. Eso fue lo que me dijiste en esos momentos, y yo te creí. Pero no eras sincero.

—¿No te gustaba la vista? —pregunto inocentemente.

—No íbamos allí para admirar la vista —apostilla—. Íbamos allí por la sorpresa que me habías preparado.

Ahora soy yo quien sonríe.

Cuando llegamos, le pedí a Ruth que cerrara los ojos. Ella se avino, recelosa. La agarré cariñosamente por el brazo y la llevé por el caminito sin asfaltar que conducía al mirador. Era una mañana fría y nublada. La vista era aún más bonita durante la fiesta privada, pero eso no importaba. Cuando la dejé en el punto exacto, le dije que abriera los ojos.

Allí, en unos caballetes, había seis cuadros, pintados por los artistas de las obras que Ruth más había admirado. También eran los pintores con los que había pasado más rato: Ken, Ray, Elaine, Robert. También había dos cuadros que había pintado el marido de Elaine.

—Por un momento, no comprendí qué pasaba —me dice Ruth—. No sabía por qué habías montado todo eso para mí.

—Porque quería que los vieras bajo la luz natural del día —le explico.

—Que viera los cuadros que habías comprado.

Era cierto. Eso era lo que había estado haciendo mientras Ruth se dedicaba a conocer a otros profesores de la escuela. La llamada telefónica de aquella mañana fue para confirmar que los cuadros estarían expuestos junto al lago.

—Sí, los cuadros que había comprado.

—Sabes lo que hiciste, ¿verdad?

Yo elijo mis palabras con cuidado.

—¿Te hice feliz? —pregunto.

—Sí, pero ya sabes a qué me refiero.

—No compré los cuadros por ese motivo. Los compré porque te apasionaban.

—Y sin embargo… —empieza a decir ella y luego calla, como incitándome a que sea yo quien lo diga.

—Y, sin embargo, no me costaron tanto dinero —admito sin vacilar—. En ese momento, esos pintores no eran lo que llegaron a ser. Eran simplemente un grupo de jóvenes artistas.

Ruth se inclina hacia mí, como alentándome para que continúe.

—¿Y…?

Cedo con un suspiro, consciente de lo que ella quiere oír.

—Los compré —digo— porque soy un egoísta.

No estoy mintiendo. A pesar de que los compré para Ruth porque la amaba, a pesar de que los compré porque ella adoraba esos cuadros, también los compré por mí.

¿Por qué? Es la mar de sencillo: la exposición cambió a Ruth. Yo había estado en innumerables galerías de arte con ella, pero, durante nuestras visitas a Black Mountain College, me di cuenta de que algo florecía en su interior. De una forma extraña, aquella experiencia activó un aspecto sensual de su personalidad, amplió su carisma natural. Mientras estudiaba un cuadro, su mirada se afilaba y su piel resplandecía; todo su cuerpo reflejaba una pose tan intensa y atractiva que los que la rodeaban no podían evitar mirarla.

Ruth, por su parte, no era consciente de su transformación. Yo estaba convencido de que ese era el motivo por el que los artistas se sentían tan atraídos por ella, del mismo modo que me pasaba a mí. También fue el motivo por el que accedieron a desprenderse de los cuadros que compré.

Ella podía mantener aquel halo eléctrico, profundamente sensual, incluso mucho tiempo después de que hubiéramos abandonado la exposición y regresado al hotel. Durante la cena, su mirada parecía brillar con una mayor sabiduría, y sus movimientos tenían una gracia especial que yo no había apreciado antes. Apenas podía esperar a encerrarme con ella de nuevo en la habitación, donde se mostraba sorprendentemente apasionada y aventurera. Recuerdo que en esos momentos pensé que, fuera lo que fuera lo que la estimulaba de aquella manera, no quería que nunca se acabara.

En otras palabras, tal y como acabo de admitir frente a Ruth, los compré porque era egoísta.

—No eres egoísta —me reprende—. Eres el hombre menos egoísta que jamás haya conocido.

Ruth está tan deslumbrante como aquella última mañana de nuestra luna de miel, mientras permanecíamos de pie junto al lago.

—Qué bien que nunca hayas quedado con otro hombre, porque, si no, seguro que opinarías todo lo contrario.

Ella se echa a reír.

—Ya, ya, tú sigue bromeando. Siempre te ha gustado hacer el payaso. Pero te repito que no fue el arte lo que me cambió.

—No lo sabes. No podías verte a ti misma.

Ruth vuelve a reír antes de quedarse en silencio. De repente, se pone seria; quiere que preste atención a sus palabras.

—En mi opinión, sí que amaba el arte, pero, más que eso, me encantaba que quisieras compartir conmigo mi pasión. ¿Puedes entender la importancia que para mí tenía saber que me había casado con un hombre capaz de hacer tales cosas? Para ti no significa nada, pero quiero que me escuches bien: no hay muchos hombres que sean capaces de pasarse cinco o seis horas al día en su luna de miel hablando con extraños y mirando cuadros, sobre todo si no saben casi nada sobre el tema.

—Te podrías haber ahorrado el último cumplido.

—Lo que intento decir es que no se trataba del arte. Era tu forma de mirarme mientras yo admiraba los cuadros lo que me cambió. En otras palabras, fuiste tú quien cambió.

Ya habíamos hablado de eso muchas veces, a lo largo de los años, y es obvio que tenemos puntos de vista diferentes al respecto. No cambiaré de opinión, ni ella tampoco, pero supongo que eso no importa. Sea como sea, la luna de miel estableció una tradición que seguimos repitiendo casi todos los veranos. Después de que en el New Yorker apareciera aquel decisivo artículo, nuestra colección pasó a definir, en muchos sentidos, nuestra relación.

Aquellos seis cuadros (que enrollé despreocupadamente y coloqué en el asiento trasero del coche para el trayecto de vuelta a casa) constituyeron los primeros de docenas, luego de cientos, hasta más de mil cuadros que acabamos por adquirir para nuestra colección. Aunque todo el mundo conoce a Van Gogh, Rembrandt y Leonardo da Vinci, Ruth y yo nos centramos en el arte moderno norteamericano del siglo XX, y muchos de los pintores que conocimos a lo largo de esos años crearon unas obras emblemáticas que más tarde serían codiciadas por museos y otros coleccionistas.

Andy Warhol, Jasper Johns y Jackson Pollock se convirtieron en pintores muy conocidos, pero otros como Rauschenberg, De Kooning y Rothko, artistas con menor prestigio, también crearon unas obras extraordinarias que acabarían por venderse en las subastas de Sotheby’s y Christie’s por decenas de millones de dólares, a veces incluso más. Woman III, de Willem de Kooning, fue vendida por más de ciento treinta y siete millones de dólares en 2006; pero muchísimas obras más, incluidas algunas de artistas como Ken Noland y Ray Johnson, también alcanzaron precios de venta millonarios.

Por supuesto, no todos los pintores modernos lograron la fama, y no todos los cuadros que compramos adquirieron un valor excepcional, pero eso jamás fue importante a la hora de adquirir una nueva obra de arte.

De hecho, mi cuadro preferido no vale nada, económicamente hablando. Lo pintó un antiguo alumno de Ruth, y lo tengo colgado sobre la chimenea; se trata, pues, de una pintura de un aficionado cuyo significado es especial solo para mí. La reportera del New Yorker ni siquiera reparó en él, y yo no me molesté en explicarle por qué era tan especial para mí, porque sabía que no lo entendería.

A fin de cuentas, tampoco comprendió qué quería decir cuando le expliqué que el valor monetario del arte no significaba nada para mí. Ella solo parecía interesada en saber qué criterio habíamos seguido para seleccionar aquellas obras, pero, incluso después de explicárselo, tampoco pareció satisfecha.

—¿Qué fue lo que no entendió? —me pregunta Ruth súbitamente.

—No lo sé.

—¿Le dijiste lo mismo de siempre?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no lo entendió? Yo simplemente comentaba qué impresión me provocaba una pintura…

—Y yo me dedicaba a observarte mientras hablabas —remato la frase por ella—. Con ello me bastaba para saber si debíamos comprarla o no.

No era una ciencia exacta, pero a nosotros nos funcionaba, pese a que a la reportera mi explicación pareció defraudarla. En la luna de miel funcionó perfectamente, aunque ni Ruth ni yo fuimos capaces de comprender del todo las consecuencias que ello supondría en los siguientes cincuenta años.

Al fin y al cabo, no todas las parejas se dedican a comprar cuadros de Ken Noland ni Ray Johnson durante su luna de miel. Ni tampoco una pintura de Elaine, la nueva amiga de Ruth, cuyas obras cuelgan en las paredes de los museos de arte más importantes del mundo, incluido el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Y, por descontado, resulta prácticamente imposible imaginar que Ruth y yo fuéramos capaces de elegir no solo una pintura espectacular de Robert Rauschenberg, sino dos cuadros pintados por el marido de Elaine, Willem de Kooning.