5

Ira

Sigue oscureciendo. Las condiciones meteorológicas del invierno tardío empeoran. El viento se ha intensificado con un fuerte rugido y las ventanas del coche están cubiertas por una gruesa capa de nieve. Es como que te entierren vivo poco a poco. De nuevo vuelvo a pensar en el coche. Es de color beis, un Chrysler de 1988. Me pregunto si alguien lo verá cuando salga el sol o si simplemente se fundirá con el entorno.

—No pienses en esas cosas —dice Ruth—. Alguien vendrá; ya no tardarán.

Está sentada en el mismo sitio que antes, pero con un aspecto distinto; un poco mayor que antes, y lleva un vestido diferente…, un vestido que me resulta vagamente familiar. Me estoy esforzando por evocar algún recuerdo de ella vestida así cuando vuelvo a oír su voz.

—Era el verano de 1940. Julio.

Tras unos momentos, caigo en la cuenta. «Sí —pienso—, eso es. El verano después de mi primer año en la universidad».

—Ya me acuerdo —digo.

—¡Ya era hora! —bromea ella—. Pero has necesitado mi ayuda. Antes te acordabas de todo.

—Era más joven.

—Yo también era más joven.

—Todavía lo eres.

—Ya no —se lamenta ella, sin poder ocultar su tristeza—. Pero en esa época sí que lo era.

Parpadeo varias veces, intentando sin éxito enfocarla con más precisión. Ella tenía diecisiete años.

—Es el vestido que llevaba cuando te pregunté si querías pasear conmigo.

Sonrío. Es una anécdota que solíamos explicar durante las cenas con amigos, la historia de nuestra primera cita. A lo largo de los años, Ruth y yo perfeccionamos el relato. Aquí en el coche, ella empieza la historia de la misma forma que siempre lo ha hecho con nuestros invitados. Coloca ambas manos en el regazo y suspira; su expresión va de la decepción a la confusión.

—Por entonces, ya sabía que tú nunca me dirigirías la palabra. Un mes antes habías regresado de la universidad y todavía no te habías acercado a mí, así que, después de la oración del sabbat en la sinagoga, me acerqué a ti, te miré directamente a los ojos y te dije: «Ya no salgo con David Epstein».

—Lo recuerdo —admito.

—¿Recuerdas lo que me contestaste? Dijiste: «¡Ah!». Luego te ruborizaste y clavaste los ojos en tus pies.

—Creo que te equivocas.

—Sabes que eso es exactamente lo que sucedió. Luego te dije que me gustaría que me acompañaras a casa.

—Recuerdo que a tu padre no le hizo ninguna gracia.

—Él pensaba que David se convertiría en un hombre de provecho. No te conocía.

—Tampoco le gustaba —replico—. Podía notar sus ojos clavados en la nuca mientras caminábamos. Por eso no saqué las manos de los bolsillos.

Ella ladea la cabeza y me tantea.

—¿Por eso no me dijiste nada mientras caminábamos?

—Quería que él supiera que mis intenciones eran honestas.

—Cuando llegué a casa, me preguntó si eras mudo. Tuve que recordarle que eras un excelente estudiante, que estabas en la universidad, que sacabas muy buenas notas y que al cabo de solo tres años te licenciarías. Cada vez que hablaba con tu madre, ella se aseguraba de recordármelo.

Mi madre. La casamentera oficial.

—Habría sido distinto si tus padres no hubieran ido detrás de nosotros —digo—. Si no hubieran hecho de comparsa, me habría echado a tus pies, te habría tomado la mano, te habría cantado una serenata y luego te habría preparado un ramillete de flores silvestres. Tú te habrías desmayado.

—Ya está aquí el joven Frank Sinatra de nuevo. Eso ya me lo habías dicho antes.

—Solo intento contar la historia con precisión. Había una chica en la universidad a quien yo le hacía tilín, ¿sabes? Se llamaba Sarah.

Ruth asiente con la cabeza, mostrando indiferencia.

—Tu madre me habló de ella. Me dijo que no la habías llamado ni escrito desde que habías vuelto a casa. Yo sabía que lo vuestro no iba en serio.

—¿Hablabas a menudo con mi madre?

—Al principio, no mucho, y mi madre siempre estaba presente. Pero unos meses antes de que volvieras a casa, le pedí a tu madre que me ayudara con mi inglés, y empezamos a quedar una o dos veces por semana. Todavía había muchas palabras que no comprendía. Solía decirle a todo el mundo que fui maestra por mi padre, y era cierto, pero también se lo debo a tu madre. Ella era muy paciente conmigo. Me contaba historias, y también de esa forma me ayudó con el idioma. Me decía que tenía que aprender a contar historias, porque en el sur todo el mundo lo hace.

Sonrío.

—¿Qué te contaba?

—Anécdotas sobre ti.

Lo sé, por supuesto. En los matrimonios longevos apenas queda espacio para los secretos.

—¿Cuál era tu favorita?

Ella reflexiona unos instantes.

—Esa de cuando eras pequeño —puntualiza—. Tu madre me contó que encontraste una ardilla herida, y que, a pesar de que tu padre te prohibió tenerla en el almacén, la escondiste en una caja detrás de la máquina de coser y la cuidaste hasta que estuvo totalmente curada. Cuando se recuperó, la soltaste en el parque, y aunque salió corriendo, tú regresabas al parque todos los días para ver si la encontrabas, por si necesitaba ayuda otra vez. Ella me decía que era una señal de la pureza de tu corazón, que establecías vínculos profundos, y que cuando amabas algo (o a alguien) era para toda la vida.

Tal como había dicho, la casamentera oficial.

Solo después de nuestra boda mi madre me confesó que había enseñado inglés a Ruth a base de contarle anécdotas de mi infancia y de mi juventud. Cuando me enteré, no estuve seguro de que me gustara mucho aquella táctica. Quería creer que me había ganado el corazón de Ruth yo solito, sin ayuda, y así se lo dije. Mi madre se echó a reír y me soltó que ella solo hacía lo que las madres siempre habían hecho por sus hijos. Luego me dijo que mi obligación era demostrar que ella no había mentido, porque eso era lo que se suponía que hacían los hijos por sus madres.

—¡Y yo que pensaba que era un tipo encantador!

—Llegaste a serlo cuando dejaste de tenerme miedo. Pero eso no sucedió en nuestro primer paseo. Cuando finalmente llegamos a la fábrica donde vivía mi familia, dije: «Gracias por acompañarme, Ira», y tú te limitaste a contestar: «De nada». A continuación, diste media vuelta, saludaste a mis padres con una leve inclinación de cabeza y te alejaste.

—Pero a la semana siguiente estuve más acertado.

—Sí, hablaste del tiempo. Dijiste tres veces: «Menudos nubarrones»; y en dos ocasiones añadiste: «Me pregunto si lloverá». Tus habilidades comunicativas eran alucinantes. Por cierto, tu madre me enseñó el significado de esa palabra.

—De todos modos, todavía querías pasear conmigo.

—Sí —afirma ella, mirándome directamente a los ojos.

—Y a principios de agosto, te pregunté si podía invitarte a un refresco de chocolate, que era lo que David Epstein solía hacer.

Ella se alisa un mechón rebelde, sin apartar los ojos de mí.

—Y recuerdo que te comenté que el refresco de chocolate era la cosa más deliciosa que jamás había probado.

Ahí empezó nuestra historia. No es un emocionante relato de aventuras ni el clásico y romántico cuento de hadas que vemos en las películas, pero fue como si en nuestra historia se hubiera producido una intervención divina. Que ella viera algo en mí no tenía sentido, pero yo fui lo bastante astuto como para no dejar escapar la oportunidad. A fin de cuentas, pasábamos prácticamente todos nuestros ratos libres juntos, aunque tampoco es que gozáramos de mucho tiempo libre, que digamos. Por entonces, el final del verano estaba a punto de llegar. Al otro lado del Atlántico, Francia ya se había rendido y se estaba librando la batalla de Inglaterra. Pero, con todo, la guerra en esas últimas semanas nos quedaba lejos, muy lejos. Salíamos a pasear y hablábamos hasta la saciedad en el parque; tal como David había hecho antes que yo, seguí invitándola a refrescos de chocolate. También la llevé un par de veces al cine, y, en una ocasión, invité a Ruth y a su madre a almorzar. Además, siempre la acompañaba a casa desde la sinagoga, con sus padres a diez pasos de distancia de nosotros para concedernos un poco más de privacidad.

—Al final conseguí caerles bien a tus padres.

—Sí —asiente ella—. Pero eso fue porque me gustabas a mí. Me hacías reír, y fuiste el primero en ayudarme a conseguirlo en este país. Mi padre siempre me preguntaba qué habías dicho que me hacía tanta gracia, y yo le contestaba que no era tanto lo que decías, sino la forma en que lo decías. Como la cara que pusiste cuando describiste las habilidades culinarias de tu madre.

—Mi madre era capaz de quemar agua, pero, no obstante, nunca aprendió a cocer un huevo.

—No era tan mala.

—De niño aprendí a comer y a contener la respiración al mismo tiempo. ¿Por qué crees que mi padre y yo estábamos tan delgados como fideos?

Ruth sacude la cabeza.

—Si tu madre supiera cómo la criticabas…

—No le habría importado. Ella sabía que no era una buena cocinera.

Ruth se queda callada un momento.

—¡Cómo me gustaría haber podido pasar más tiempo contigo aquel verano! Me puse muy triste cuando te marchaste a la universidad de nuevo.

—Aunque me hubiera quedado, no habríamos podido estar juntos. Tú también tenías que irte. Te marchabas a Wellesley.

Ella asiente, pero su expresión es distante.

—Tuve mucha suerte con esa oportunidad. Mi padre conocía a un profesor allí, y él me ayudó mucho. Pero, de todos modos, fue un año muy duro para mí. A pesar de que no le habías escrito a Sarah, yo sabía que volverías a verla, y me preocupaba que pudieras enamorarte de ella. Además, tenía miedo de que a Sarah todavía le gustaras, y que ella recurriera a sus encantos para alejarte de mí.

—Eso no habría sido posible de ninguna manera.

—Ya, pero entonces no lo sabía.

Muevo levemente la cabeza, y de repente veo lucecitas blancas en los ángulos de los ojos, una renglera de puntitos junto a las sienes. Cierro los ojos, a la espera de que pase la desagradable sensación de mareo, pero el proceso parece eternizarse. Me concentro, procurando respirar despacio, y al cabo de un rato empieza a atenuarse. El mundo vuelve a cobrar forma poco a poco, y de nuevo pienso en el accidente. Tengo la cara pegajosa, y el airbag deshinchado está recubierto de polvo y sangre. La sangre me asusta, pero, pese a ello, noto que hay magia dentro del vehículo, una magia que me ha devuelto a Ruth. Trago saliva, intentando humedecer la parte posterior de la garganta, pero no lo consigo y lo único que noto es una sensación rasposa.

Sé que Ruth está preocupada por mí. Entre las sombras alargadas, veo que me observa, la mujer a la que siempre he adorado. Vuelvo a pensar en 1940, en un intento de distraerla de sus temores.

—Pero pese a tus recelos sobre Sarah, no volviste a casa hasta diciembre —le recuerdo.

Mentalmente, veo cómo Ruth esboza una mueca de fastidio, su típico gesto cuando me quejo.

—Ya lo sabes; no volví antes porque no tenía dinero para pagar el billete de tren —alega—. Además, trabajaba en un hotel, y no podía marcharme sin más. La beca solo cubría mis estudios, así que tenía que costearme el resto de los gastos.

—Ya, excusas —bromeo.

Como de costumbre, ella no me hace caso.

—A veces me pasaba toda la noche en el mostrador de recepción y luego, por la mañana, tenía que ir a clase. Apenas podía mantenerme despierta con el libro abierto delante de mí en la mesa. No era fácil. Cuando terminé el primer año, me moría de ganas de regresar a casa para pasar el verano, aunque solo fuera para irme derechita a la cama.

—Pero yo eché tus planes por la borda, al aparecer en la estación de tren.

—Sí. —Sonríe ella—. Mi plan se fue al traste.

—Llevaba nueve meses sin verte —recalco—. Quería sorprenderte.

—Y lo conseguiste. En el tren me preguntaba si ya estarías en casa, pero no quería hacerme ilusiones. Y entonces, cuando entramos en la estación y te vi por la ventana, el corazón me dio un vuelco de alegría. Estabas tan guapo…

—Mi madre me había confeccionado un traje nuevo.

Ella ríe con melancolía, sumida en los recuerdos.

—Y trajiste a mis padres contigo.

Me encogería de hombros, pero me da miedo moverme.

—Sabía que también querían verte, así que le pedí el coche prestado a mi padre.

—¡Qué galante!

—O egoísta. De lo contrario, te habrías ido directamente a tu casa.

—Sí, es posible —bromea ella—. Pero, claro, tú también habías pensado en ese detalle. Le habías pedido a mi padre permiso para invitarme a cenar. Me dijo que te presentaste en la fábrica mientras él estaba trabajando para pedírselo.

—No quería darte una razón para decir que no.

—No habría dicho que no, aunque no se lo hubieras pedido a mi padre.

—Ya, pero entonces no lo sabía —apostillo, recurriendo a las mismas palabras que ella ha usado antes.

Somos, y siempre hemos sido, parecidos en tantos aspectos…

—Cuando bajaste del tren aquella noche, recuerdo que pensé que la estación debería estar plagada de fotógrafos, dispuestos a tomarte una instantánea. Parecías una artista de cine.

—Llevaba doce horas en el tren. Estaba horrorosa.

Eso es mentira, y los dos lo sabemos. Ruth era preciosa, y hasta bien entrados los cincuenta, los hombres se volvían a mirarla cuando entraba en cualquier sitio.

—Apenas pude contenerme para no besarte.

—Eso no es verdad —rebate ella—. Tú nunca habrías hecho semejante desfachatez delante de mis padres.

Tiene razón, por supuesto. En vez de eso, me quedé rezagado, para que sus padres salieran a su encuentro y le dieran la bienvenida primero; solo entonces, después de unos minutos, me acerqué a ella. Ruth lee mis pensamientos.

—Aquella noche fue la primera vez que mi padre comprendió realmente lo que yo veía en ti. Ya en casa me dijo que había observado que no solo eras un muchacho muy trabajador y educado, sino que además eras todo un caballero.

—Ya, pero seguía pensando que no era lo bastante bueno para ti.

—Ningún padre cree que exista un hombre lo bastante bueno para su hija.

—Excepto David Epstein.

—Sí —bromea ella—, excepto él.

Sonrío, a pesar de que el leve gesto activa otra descarga eléctrica en mi interior.

—Durante la cena, no podía apartar los ojos de ti. Eras mucho más guapa de como te recordaba.

—Pero volvíamos a ser un par de extraños —subraya ella—. Tuvo que pasar un buen rato antes de que la conversación fuera distendida, como en el verano anterior. Hasta que me acompañaste a casa, creo.

—Me estaba haciendo de rogar.

—No, es que tú eras así de verdad —dice ella—. Y, sin embargo, no eras tú. Te habías convertido en un hombre durante aquel año que habíamos estado separados. Incluso me cogiste de la mano mientras me acompañabas hasta la puerta, algo que nunca antes habías hecho. Lo recuerdo porque me provocó un cosquilleo en el brazo; entonces te paraste y me miraste a los ojos, y en ese momento supe exactamente lo que iba a suceder.

—Me despedí con un beso —admito.

—No —me corrige Ruth, y su voz adopta un registro seductor más grave—. Me besaste, sí, pero no fue solo para despedirte. Incluso entonces fui capaz de percibir la promesa inherente a aquel acto, la promesa de que siempre me besarías de ese modo.

En el coche, todavía puedo evocar el momento: el roce de sus labios con los míos, la sensación de efervescencia y de maravilla mientras la estrechaba entre mis brazos. Pero, de repente, el mundo empieza a rodar de forma vertiginosa, como si estuviera montado en una montaña rusa y, súbitamente, Ruth se esfuma de mis brazos. De nuevo noto cómo mi cabeza presiona con fuerza contra el volante y parpadeo velozmente, deseando que el mundo deje de rodar de esa forma tan desapacible. Necesito agua; seguro que un trago bastará para frenar el vértigo. Pero no hay agua y sucumbo al mareo antes de que todo se vuelva de color negro.

Cuando me despierto, poco a poco el mundo recobra su estado. Entrecierro los ojos en la oscuridad, pero Ruth ya no está a mi lado. Me desespero, quiero volver a estar con ella. Me concentro e intento conjurar su imagen, pero no sirve de nada y mi garganta parece obturarse sin remedio.

Pensándolo bien, Ruth tenía razón acerca de los cambios que experimenté aquel año. El mundo había cambiado, y era plenamente consciente del inmenso valor que tenía el tiempo que pudiera pasar con ella ese verano. A fin de cuentas, la guerra era ya una realidad para todos. Japón y China llevaban cuatro años de conflicto bélico y, a lo largo de la primavera de 1941, más países habían caído ante el Ejército alemán, incluidos Grecia y Yugoslavia. Los ingleses se habían retirado frente al Afrika Korps de Rommel hasta Egipto. El canal de Suez estaba amenazado, y por más que entonces no lo sabía, los Panzer y la infantería alemana estaban preparados para llevar a cabo la inminente invasión de Rusia. Me preguntaba cuánto tiempo duraría el aislamiento de Estados Unidos.

Jamás me había pasado por la cabeza ser soldado; nunca había disparado un arma. No me había sentido, jamás, un combatiente de ninguna causa, pero, sin embargo, amaba mi país, y me pasé gran parte de aquel año intentando imaginar un futuro distorsionado por la guerra. No solo yo trataba de entender el nuevo mundo. A lo largo del verano, mi padre leía entre dos y tres periódicos al día y escuchaba la radio sin parar; mi madre se hizo voluntaria de la Cruz Roja. Los padres de Ruth estaban especialmente asustados, y a menudo los encontraba como encogidos en la mesa, hablando entre susurros. No sabían nada de sus familiares desde hacía varios meses. Por la guerra, comentaban algunos. Pero, incluso en Carolina del Norte, los rumores acerca de la situación de los judíos en Polonia habían empezado a circular.

A pesar de los temores y cuchicheos sobre la guerra, o quizá debido a ellos, siempre consideré el de 1941 como mi último verano de inocencia. Fue el verano en que Ruth y yo pasamos casi todo nuestro tiempo libre juntos, enamorándonos aún más profundamente. Ella acudía a verme a la sastrería o yo iba a verla a la fábrica (Ruth atendía las llamadas telefónicas dirigidas a su tío aquel verano) y, al atardecer, paseábamos bajo las estrellas. Cada domingo, disfrutábamos de una frugal comida campestre en el parque, cerca de nuestras casas, nada excesivo, solo lo justo para aguantar hasta la hora de la cena. Por las noches, a veces íbamos a casa de mis padres o a la suya, donde nos dedicábamos a escuchar música clásica en el fonógrafo. Cuando el verano tocó a su fin y Ruth se montó en el tren con destino a Massachusetts, me replegué en un rincón de la estación, con la cara entre las manos. Sabía que ya nada volvería a ser lo mismo. Sabía que se acercaba el momento en que me llamarían a filas para ir a la guerra.

Al cabo de unos meses, el 7 de diciembre de 1941, mis temores se vieron confirmados.

Durante la noche, continúo debatiéndome entre un estado de consciencia y la inconsciencia. El viento no amaina y la nieve sigue cayendo. En los momentos de lucidez, me pregunto cuándo alboreará el día, y si podré llegar a ver otro amanecer. Pero, sobre todo, sigo concentrado en el pasado, a la espera de que Ruth reaparezca. «Sin ella, ya estoy muerto», me digo a mí mismo.

Cuando me licencié, en mayo de 1942, regresé a casa, pero la sastrería estaba irreconocible. En el espacio que antaño ocupaban los percheros cargados de trajes junto a la puerta, habían instalado treinta máquinas de coser, y otras tantas mujeres se dedicaban a confeccionar uniformes para los militares. Dos veces al día traían las bobinas, de una tela resistente, que inundaban por completo la sala. Mi padre había alquilado el local contiguo que había estado vacante durante años y que era tan espacioso como para albergar sesenta máquinas de coser. Mi madre supervisaba la producción mientras mi padre atendía el teléfono, se encargaba de la contabilidad y se aseguraba de que los envíos llegaban a las bases de la Armada y la Marina que estaban surgiendo en todo el sur.

Yo sabía que pronto se realizaría el sorteo de reclutas. El número que tenía asignado era demasiado bajo como para librarme de ser seleccionado, y eso significaba, o bien acabar en la Armada, o bien en la Marina, bregando en las trincheras. Los valientes eran elegidos para desempeñar dicha función, pero, tal y como ya he dicho, yo no era valiente. En el trayecto en tren de vuelta a casa, ya había decidido alistarme en el Cuerpo Nacional del Ejército del Aire de Estados Unidos. En cierto modo, la idea de luchar en el aire se me antojaba menos espantosa que luchar en tierra firme. Con el tiempo, sin embargo, descubrí cuán equivocado estaba.

Anuncié la decisión de alistarme a mis padres la misma noche que llegué a casa, mientras estábamos los tres de pie en la cocina. Mi madre empezó inmediatamente a retorcer las manos con nerviosismo; mi padre no dijo nada, pero después, mientras anotaba entradas en el libro mayor, me pareció ver un brillo húmedo en sus ojos.

También tenía que tomar otra decisión. Antes de que Ruth regresara a Greensboro, fui a ver a su padre y le dije lo mucho que su hija significaba para mí. Al cabo de dos días, llevé a sus padres en coche hasta la estación, tal como había hecho el año anterior. De nuevo, dejé que la recibieran ellos primero y, de nuevo, invité a Ruth a cenar. Fue allí, mientras cenábamos en un restaurante prácticamente vacío, donde le conté mis planes. A diferencia de mis padres, ella no derramó ni una sola lágrima. Al menos, no en ese momento.

Después de cenar no la llevé a casa directamente. En vez de eso, fuimos al parque, cerca de donde habíamos disfrutado de tantas comidas campestres. Era una noche sin luna, y ya habían apagado las luces. Entrelacé mis dedos con los suyos; apenas podía distinguir sus rasgos.

Acaricié el anillo en mi bolsillo, el que le había comunicado a su padre que quería ofrecer a su hija. Llevaba mucho tiempo debatiéndome, no porque no estuviera seguro de mis propias intenciones, sino porque no estaba seguro de las de ella. Pero la amaba y, antes de partir a la guerra, quería saber si Ruth esperaría mi regreso. Me arrodillé sobre una pierna y le declaré mi amor. Le dije que no podía imaginar mi vida sin ella y le pedí que se casara conmigo. Mientras recitaba las palabras, le ofrecí el anillo. Ella no dijo nada inmediatamente, y mentiría si dijera que, en ese momento, no estaba asustado. Pero entonces, como si leyera mis pensamientos, Ruth tomó el anillo y lo deslizó en su dedo antes de buscar mi mano. Me levanté y me quedé de pie delante de ella, bajo un cielo hermosamente estrellado. Ruth me estrechó entre sus brazos. «Sí», susurró.

Permanecimos abrazados, solos, los dos, enredados el uno en los brazos del otro, durante lo que pareció una eternidad. Incluso en esos momentos, casi setenta años después, puedo sentir su calidez, a pesar del frío que reina en el coche. Puedo oler su perfume, con un toque floral y delicado. Aspiro hondo, intentando aferrarme a esa maravillosa sensación, de la misma forma que me aferré a Ruth aquella noche.

Más tarde, todavía abrazados, paseamos por el parque mientras departíamos sobre nuestro futuro juntos. Su voz rebosaba amor y emoción y, no obstante, aquella parte de la noche siempre es la que me ha provocado un mayor resabio. Me recuerda el hombre que nunca pude ser, los sueños incumplidos. Mientras siento cómo se instala dentro de mí la familiar sensación de vergüenza, detecto otra vez el aroma de su perfume. Ahora es más intenso, y se me ocurre que quizá no sea un recuerdo, sino que realmente puedo olerlo en el coche. Me da miedo abrir los ojos, pero, de todos modos, los abro. Al principio lo veo todo borroso y oscuro. Me pregunto si seré capaz de volver a ver con nitidez alguna vez.

Pero entonces, finalmente, la veo. Su imagen es traslúcida, como un espectro, pero es Ruth. Está aquí. «Ha vuelto a mi lado», pienso, y siento mi corazón henchido de emoción en el pecho. Quiero tocarla, estrecharla entre mis brazos, pero sé que es imposible, así que, en lugar de eso, me concentro. Intento visualizarla mejor, y mientras mis ojos se ajustan, me doy cuenta de que lleva un vestido color beis con volantes en la pechera. Es el que llevaba la noche que le declaré mi amor.

Pero Ruth no está contenta conmigo.

—No, Ira —me reprende, contundente—. No hablemos de eso. De la cena, sí; de tu declaración, sí; pero de eso no.

Incluso ahora, no puedo creer que ella haya vuelto.

—Ya sé que te entristece… —empiezo a decir.

—No me entristece —me replica—. Eres tú quien se pone triste. Has cargado con esa pena desde aquella noche. Nunca debí decir lo que dije.

—Sin embargo, lo hiciste.

En ese momento, ella ladea la cabeza. Su pelo, a diferencia del mío, es castaño y recio, cargado de esperanza de vida.

—Fue la primera noche que te dije que te amaba —evoca ella—. Te dije que quería casarme contigo. Te prometí que te esperaría y que nos casaríamos tan pronto como regresaras.

—Pero eso no es todo lo que dijiste…

—Eso es lo único que importa —enfatiza, alzando la barbilla—. Éramos felices, ¿no? Por todos los años que habíamos pasado juntos, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y tú me amabas?

—Desde luego.

—Entonces quiero que me escuches bien, Ira —me ordena al tiempo que se inclina hacia mí, casi incapaz de contener la agitación—: nunca, ni una sola vez, me arrepentí de haberme casado contigo. A tu lado fui feliz; además, me hacías reír. Si pudiera volver a hacerlo, no dudaría ni un momento. Piensa en la vida que compartimos, en los viajes que hicimos, en las aventuras que vivimos. Tal y como tu padre solía decir, hemos compartido el viaje más largo: la vida. Y la mía ha estado colmada de alegrías gracias a ti. A diferencia de otras parejas, nosotros ni siquiera discutíamos.

—Sí que discutíamos —protesto.

—Pero era por tonterías —insiste ella—, no eran discusiones serias. A lo mejor yo me molestaba cuando tú olvidabas sacar la basura, pero eso no es una discusión seria, no es nada; se esfuma con la misma rapidez con que empezó. En un abrir y cerrar de ojos, ya habíamos pasado página.

—Olvidas que…

—Lo recuerdo —me interrumpe ella; sabe perfectamente lo que iba a decir—. Pero encontramos la forma de superarlo. Juntos. Tal y como siempre hicimos.

Pese a sus palabras, todavía siento remordimientos, un dolor instalado en lo más profundo de mi ser, que desde entonces he llevado siempre a rastras.

—Lo siento —me disculpo finalmente—. Quiero que sepas que siempre lo he sentido.

—No digas eso —me advierte ella, y su voz empieza a quebrarse.

—No puedo evitarlo. Aquella noche hablamos durante horas.

—Sí —admite—. Charlamos sobre los veranos que habíamos pasado juntos. Hablamos de los estudios y de que un día tú te ocuparías del negocio familiar. Más tarde, aquella misma noche, ya de vuelta a casa, me quedé tumbada en la cama, despierta, contemplando el anillo durante horas. A la mañana siguiente, se lo enseñé a mi madre, y ella se sintió muy dichosa por mí. Incluso mi padre estaba encantado.

Sé que está intentando distraerme, pero no funciona. Sigo mirándola fijamente.

—Aquella noche también hablamos de ti. De tus sueños.

Ruth se gira y me da la espalda.

—Sí, hablamos de mis sueños.

—Me dijiste que planeabas convertirte en maestra y que compraríamos una casa que estuviera cerca tanto de la de tus padres como de los míos.

—Sí.

—Y dijiste que viajaríamos, que visitaríamos Nueva York y Boston, y quizás, incluso, Viena.

—Sí —repite Ruth.

Cierro los ojos y siento el peso de la vieja tristeza.

—También me dijiste que querías tener hijos. Era lo que más deseabas, ser madre. Querías dos niñas y dos niños, porque siempre habías soñado con una casa como la de tus primos, bulliciosa y rebosante de vida. Te encantaba ir a visitarlos, porque allí te sentías feliz. Era lo que más deseabas en el mundo.

Después de mi comentario, sus hombros parecen hundirse y vuelve a mirarme.

—Sí —susurra—. Admito que eso era lo que quería.

Las palabras casi me parten el corazón, y siento que algo se desmorona dentro de mí. La verdad es a menudo un arma terrible. Pero ya es demasiado tarde para cambiar el curso de los acontecimientos. Soy un anciano y estoy solo, y con cada hora que pasa me muero un poco más. Me siento cansado, más cansado que nunca.

—Deberías haberte casado con otro —susurro.

Ella sacude la cabeza y, en un acto de bondad que me recuerda nuestra vida juntos, se acerca un poquito más a mí. Con dulzura, traza el perfil de mi mandíbula con un dedo y luego me besa en la coronilla.

—Nunca podría haberme casado con otro. Y ya está bien de hablar de esto. Necesitas descansar. Necesitas dormir.

—No —murmuro. Intento sacudir la cabeza, pero no puedo; la agonía no me lo permite—. Quiero estar despierto. Quiero estar contigo.

—No te preocupes. Estaré aquí cuando despiertes.

—Pero antes habías desaparecido.

—No me había ido. Estaba aquí, y siempre lo estaré.

—¿Cómo puedo estar seguro?

Ella vuelve a besarme antes de contestar con ternura:

—Porque siempre estoy contigo, Ira.