Palacio de Dogmersfield
Hampshire, otoño de 1501
¡Os he dicho que no podéis entrar! ¡Ni aunque fuerais el mismísimo rey de Inglaterra podríais entrar!
—Soy el rey de Inglaterra —dijo Henry Tudor, que no parecía en absoluto divertido—. Si no sale ahora mismo, os aseguro que entraré yo y que mi hijo me seguirá.
—La infanta ya ha informado al rey de que no puede verlo —dijo la dueña, en tono mordaz—. Los nobles de su corte le explicaron al rey que la infanta se halla recluida, como buena dama española que es. ¿Creéis que el rey de Inglaterra se tomaría la molestia de venir hasta aquí sabiendo que ella se niega a recibirlo? ¿Qué clase de hombre creéis que es?
—Éste, en concreto —dijo el monarca, al tiempo que acercaba a la cara de la mujer el puño en el que lucía el fabuloso sello de oro. El conde de Cabra entró apresuradamente en el salón y reconoció de inmediato a aquel hombre delgado, de unos cuarenta años, que amenazaba a la dueña de la infanta con el puño, rodeado por unos cuantos sirvientes perplejos.
—¡El rey! —exclamó.
En el mismo instante, la dueña reconoció el nuevo escudo de Inglaterra, las rosas de York y Lancaster, y retrocedió. El conde se detuvo en seco y se inclinó.
—Es el rey —dijo entre dientes. Su voz quedó amortiguada porque hablaba casi con la cabeza pegada a las rodillas. La dueña reprimió un grito de espanto e hizo una profunda reverencia.
—Levantaos —le dijo bruscamente el rey— e id a buscarla.
—Pero es una princesa española, vuestra gracia —dijo la mujer, que se había incorporado pero aún mantenía la cabeza baja—. Debe permanecer recluida. No podéis verla antes de la boda, es la tradición. Sus caballeros ya os lo explicaron…
—Es vuestra tradición, no mi tradición. Y puesto que es mi nuera y está en mi país, bajo mis leyes, obedecerá mi tradición.
—La han educado como es debido, con mucho pudor y esmero.
—Pues entonces le sorprenderá mucho encontrar a un hombre furioso en su alcoba. Señora, os sugiero que vayáis a buscarla de inmediato.
—No lo haré, vuestra gracia. Yo acato las órdenes de la mismísima reina de España y ella me ha encomendado que me asegure de que a la infanta se le muestra el debido respeto y de que su comportamiento es en todos los aspectos…
—Señora, acataréis mis órdenes o de lo contrario abandonaréis la corte. Haced lo que os plazca. Id a buscar a la joven u os juro por mi corona que entraré. Si la sorprendo desnuda en la cama no será la primera mujer que veo en ese estado, pero más le vale ser la más hermosa.
La dueña española palideció al escuchar tal ofensa.
—Elegid —dijo el rey en tono gélido.
—No puedo ir a buscar a la infanta —insistió ella.
—¡Dios bendito! ¡Basta! ¡Decidle que voy a entrar ahora mismo!
La mujer retrocedió como un toro embravecido, con el rostro pálido por la sorpresa. Henry le dio unos momentos para que se preparara y a continuación la puso en evidencia al seguirla al interior de sus aposentos.
La única luz de la estancia era la de las velas y el resplandor que procedía de la chimenea. Las mantas de la cama estaban revueltas, como si la joven se hubiera levantado a toda prisa. Antes de mirarla, Henry se empapó de la atmósfera íntima de la alcoba, de las sábanas todavía cálidas y de la fragancia del cuerpo de la joven, que aún flotaba en aquel espacio cerrado. La muchacha estaba junto a la cama y se aferraba al poste de madera tallada con una delicada mano blanca. Sobre los hombros llevaba una capa azul oscuro, bajo cuya abertura frontal se divisaba un delicadísimo camisón blanco de encaje. Su abundante melena de color castaño rojizo, recogida en una trenza, le caía por la espalda, pero llevaba el rostro completamente oculto bajo una mantilla de encaje que le habían colocado a toda prisa.
Doña Elvira se apresuró a interponerse entre el rey y la joven.
—Os presento a la infanta —dijo—. Llevará velo hasta el día de la boda.
—No si pago yo —respondió con aspereza Henry Tudor—. Quiero ver lo que he comprado, gracias.
Dio un paso al frente. La dueña, desesperada, estuvo a punto de arrodillarse.
—El pudor…
—¿Acaso tiene alguna marca horrenda? —quiso saber el monarca, en cuya voz afloró su más hondo temor—. ¿Algún defecto? ¿Tiene marcas de viruela y nadie me lo ha dicho?
—¡No! Os lo juro.
En silencio, la joven levantó una mano pálida y sujetó el elaborado borde de encaje de su velo. La dueña protestó con una exclamación, pero no pudo impedir que la princesa levantara el velo y luego se lo echara hacia atrás. Sin vacilar, la joven observó con sus ojos azul claro el rostro enfurecido de Henry Tudor. El rey la contempló detenidamente y luego dejó escapar un suspiro de alivio.
Era una joven bellísima: tenía un rostro redondo y delicado, una nariz larga y recta, y unos labios carnosos, jugosos y sensuales. El monarca se fijó en que la muchacha mantenía la barbilla levantada y en que su mirada era desafiante. No era ninguna doncella temerosa a punto de ser desflorada, sino una princesa con espíritu de lucha que conservaba su dignidad incluso en un momento tan incómodo como ese.
El monarca saludó con una inclinación de cabeza.
—Soy Henry Tudor, rey de Inglaterra.
La joven hizo una reverencia.
Henry dio un paso al frente y se dio cuenta de que la joven refrenaba su impulso de apartarse. La sujetó por los hombros y depositó sendos besos en las cálidas y tersas mejillas de la princesa. Al hacerlo, el monarca percibió la fragancia de su pelo y el olor tibio, femenino, que desprendía su cuerpo, lo cual despertó el deseo en sus sienes y en su entrepierna. Se echó atrás de inmediato y la soltó.
—Os doy la bienvenida a Inglaterra —dijo con un carraspeo—. Espero que disculpéis mi impaciencia por veros. Mi hijo, que también quiere visitaros, está a punto de llegar.
—Disculpadme —dijo la joven con frialdad, en un perfecto francés—. Hasta hace unos segundos no he sido informada de que vuestra gracia insistía en concederme el honor de esta visita inesperada.
Henry se quedó un tanto perplejo ante aquella muestra del temperamento de la princesa.
—Tengo derecho a…
La joven se encogió de hombros, en un gesto típicamente español.
—Por supuesto. Tenéis todo el derecho sobre mí.
Ante la ambigüedad y provocación de tales palabras, el monarca fue consciente una vez más de lo cerca que estaban, de la atmósfera íntima de la habitación, de la cama —de cuyo dosel colgaban lujosas telas—, de la invitación que suponían las sábanas revueltas y de la almohada, que aún conservaba la forma de la cabeza de la princesa. Era un escenario propicio para la fornicación, no para las bienvenidas reales. Henry percibió de nuevo el silencioso latido del deseo.
—Os veré fuera —dijo con brusquedad, como si ella tuviera la culpa de que él no pudiera dejar de imaginar lo maravilloso que sería poseer a la hermosa joven que había comprado. ¿Y si la hubiera comprado para sí mismo y no para su hijo?
—Será un honor —respondió ella con frialdad.
El soberano abandonó la habitación con paso decidido y a punto estuvo de chocar con el príncipe Arthur, que vacilaba ante la puerta con expresión ansiosa.
—Estúpida —dijo el monarca.
El príncipe Arthur, pálido y nervioso, se apartó del rostro el largo flequillo rubio, pero permaneció inmóvil sin decir nada.
—A la primera oportunidad que tenga enviaré a esa dueña de vuelta a casa —dijo el rey—. Y a todas las demás. Hijo, no voy a permitir que construya su propia España en Inglaterra. El país no lo tolerará y, desde luego, yo no pienso consentirlo.
—La gente no se opone. Parece que los ciudadanos adoran a la princesa —insinuó Arthur con delicadeza—. Sus damas de compañía dicen…
—Porque lleva un ridículo sombrero. Porque es extraña: española, rara… Porque es joven y… —se interrumpió el rey— guapa.
—¿Lo es? —jadeó su hijo—. Quiero decir… ¿es guapa?
—¿Acaso no acabo de entrar para asegurarme? Sin embargo, los ingleses no tolerarán las tonterías españolas una vez que se acostumbren a la novedad. Y yo tampoco. El objetivo de este matrimonio es consolidar una alianza, no halagar la vanidad de la princesa. Les guste o no, se va a casar contigo. Te guste o no, se va a casar contigo. Le guste o no, se va a casar contigo. Y más le vale salir ahora mismo, o entonces a quien no le va a gustar será a mí… y eso sí que puede cambiar las cosas.
Tengo que salir. Sólo he conseguido un breve aplazamiento, pero sé que me está esperando a la puerta de mi alcoba. Y ya me ha demostrado, de la forma más clara posible, que si no salgo yo, entonces la montaña vendrá a Mahoma y me avergonzarán de nuevo.
Aparto a un lado a doña Elvira, pues como dueña no puede protegerme ahora, y me dirijo a la puerta de mis aposentos. Mis sirvientas están paralizadas, como esclavas de un cuento de hadas hechizadas por el extravagante comportamiento de este rey. El corazón me late en las sienes: experimento la vergüenza que siente una joven cuando debe dejarse ver en público, pero también experimento el deseo de un soldado de unirse a la batalla, de conocer lo peor, de enfrentarse al peligro en lugar de rehuirlo.
Henry de Inglaterra quiere que conozca a su hijo, ante su séquito de viaje, sin ceremonia alguna, sin dignidad, como si no fuéramos más que unos campesinos. Pues que así sea. No encontrará a una atemorizada princesa española. Aprieto los dientes y sonrío, como me ordenó mi madre.
Le hago una seña a mi heraldo, que está tan atónito como el resto de mis acompañantes.
—Anunciadme —le ordeno.
Pálido por el horror, el hombre abre la puerta.
—Catalina, infanta de España y princesa de Gales —anuncia a voz en cuello.
Ésa soy yo. Éste es mi momento. Éste es mi grito de guerra.
Doy un paso al frente.
La infanta española, con el rostro descubierto para que todo el mundo la contemplara, se detuvo en el oscuro umbral y después entró en la sala. Sólo sendas llamas de rubor en sus mejillas revelaban la dureza de la prueba por la que estaba pasando.
El príncipe Arthur, que estaba junto a su padre, tragó saliva. La princesa era mucho más hermosa de lo que había imaginado… y mil veces más altiva. Llevaba un manto abierto de terciopelo negro, bajo el cual se apreciaba un vestido de seda rosa cuyo escote cuadrado y bajo revelaba sus senos generosos. Lucía también varios collares de perlas. La melena de color castaño rojizo, que ya no estaba recogida en una trenza, le caía por la espalda formando ondas. Llevaba la cabeza cubierta por una mantilla de encaje levantada con gesto orgulloso. La princesa hizo una reverencia y se aproximó al rey con la cabeza alta y el andar grácil de una bailarina.
—Os pido disculpas por no haber estado lista para recibiros —dijo en francés—. Si hubiera sabido que veníais, me habría preparado.
—Me sorprende que no hayáis oído el jaleo —dijo el rey—. Me he pasado unos diez minutos discutiendo frente a vuestra puerta.
—Pensaba que eran un par de criados peleándose —respondió ella.
Arthur reprimió un grito de espanto ante la impertinencia, pero su padre contemplaba a Catalina con una sonrisa, como si fuera una potranca con un temperamento prometedor.
—No, era yo, que estaba amenazando a vuestra dama de honor. Lamento haber tenido que entrar a la fuerza.
La princesa inclinó la cabeza.
—Era mi dueña, doña Elvira, y lamento que os haya disgustado. Su inglés no es muy bueno, estoy segura de que no ha entendido lo que queríais.
—Yo quería ver a mi nuera, y mi hijo quería ver a su prometida. De una princesa inglesa espero que se comporte como una princesa inglesa, no como si fuera una cría secuestrada en un harén. Creía que vuestros padres habían derrotado a los moros, pero no esperaba que los infieles se hubiesen convertido en un modelo para vos.
Catalina hizo caso omiso del insulto volviendo la cabeza en un gesto apenas perceptible.
—Estoy segura de que me enseñaréis los modales ingleses —dijo—. ¿Quién podría aconsejarme mejor que vos? —Se volvió hacia el príncipe Arthur y le dedicó una real reverencia—. Señor.
El joven trastabilló al devolverle la reverencia, sorprendido por la serenidad que demostraba la princesa en tan embarazosa situación. Rebuscó en su chaqueta el regalo que le traía, sacó con gesto torpe una bolsita llena de joyas, la dejó caer al suelo, la recogió de nuevo y por último se la entregó, consciente de que había hecho el ridículo.
Catalina aceptó la bolsa y le dio las gracias con una inclinación de cabeza, pero no la abrió.
—¿Habéis cenado, vuestra gracia?
—Comeremos aquí —dijo con brusquedad—. Ya he pedido la cena.
—Entonces, ¿puedo ofreceros algo para beber? ¿O tal vez deseáis lavaros y cambiaros de ropa antes de cenar? —Catalina observó con aire reflexivo el cuerpo alto y delgado del rey. Se fijó especialmente en su rostro exangüe, marcado y salpicado de barro, y en sus botas llenas de polvo. Los ingleses eran conocidos por su proverbial falta de higiene: ni siquiera una casa tan importante como aquélla tenía un hammam decente, por no hablar ya de cañerías que llevaran el agua a las estancias—. ¿O quizá no os gusta lavaros?
El rey sofocó una áspera carcajada.
—Podéis pedir una jarra de cerveza y hacer que lleven ropa limpia y agua caliente a la mejor habitación, para que pueda cambiarme antes de cenar —dijo, levantando una mano—. Y no es necesario que lo interpretéis como una deferencia, siempre me lavo antes de cenar.
Arthur la vio morderse el labio inferior con unos minúsculos dientes blancos, como si tratara de reprimir un comentario sarcástico.
—Sí, vuestra gracia —dijo con amabilidad—. Como vos digáis.
Catalina llamó a su dama de honor y le dio instrucciones en un apresurado español. La mujer hizo una reverencia y acompañó al rey fuera de la sala, mientras Catalina se volvía hacia el príncipe Arthur.
—¿Et tu? —le preguntó en latín—. ¿Y vos?
—¿Yo, qué? —balbuceó él. Tuvo la sensación de que la princesa contenía un suspiro de impaciencia.
—¿También deseáis lavaros y cambiaros de ropa?
—Ya me he lavado —dijo. Nada más pronunciar esas palabras, sintió deseos de morderse la lengua, pues acababa de hablar como un crío regañado por su niñera—. Ya me he lavado —insistió. ¿Y después qué? ¿Le enseñaba las manos para que viera lo buen niño que era?
—Entonces… ¿tomaréis un vaso de vino? ¿O cerveza?
Catalina se volvió hacia la mesa, donde sus criados se afanaban en preparar vasos y jarras.
—Vino.
La princesa cogió un vaso y una jarra, y los entrechocó sin querer, primero una vez y luego otra. Perplejo, el príncipe se fijó en que a la joven le temblaban las manos.
Catalina sirvió el vino a toda prisa y le entregó el vaso. Él desvió la mirada desde la mano de la joven y el líquido ligeramente agitado de la copa hacia la palidez de su expresión. Se dio cuenta de que no se estaba riendo de él y de que no se sentía nada cómoda a su lado. La rudeza de su padre había obligado a Catalina a sacar su orgullo, pero ahora que estaban a solas no era más que una niña, unos cuantos meses mayor que él, sí, pero en el fondo una niña: la hija de los dos monarcas más excepcionales de Europa, pero en el fondo una niña a la que le temblaban las manos.
—No debéis tener miedo —dijo él muy despacio—. Lamento mucho todo esto.
Lo que quería decir era: vuestro fallido intento por evitar este encuentro, la brusca falta de ceremonia de mi padre, mi propia incapacidad para detenerlo o ablandar sus modales y, muy especialmente, lo triste que es todo esto para vos, que habéis llegado desde tan lejos para encontraros entre extraños, conocer a vuestro futuro esposo y veros obligada a abandonar vuestro lecho entre gritos.
Catalina bajó la mirada y Arthur pudo contemplar la inmaculada palidez de su piel, sus pestañas claras y sus cejas rubias. En seguida, sin embargo, la joven volvió a levantar la mirada.
—No importa —dijo ella—. He visto cosas mucho peores, he estado en sitios mucho peores y he conocido a hombres bastante peores que vuestro padre. No debéis temer por mí, pues no le tengo miedo a nada.
Nadie sabrá jamás lo mucho que me costó sonreír, ni lo que me costó estar ante vuestro padre sin echarme a temblar. No tengo ni dieciséis años, pero me encuentro lejos de mi madre, en un país extraño cuyo idioma no comprendo y donde no conozco a nadie. No tengo amigos, excepto los miembros de mi séquito y los criados que me han acompañado hasta aquí. Y ellos recurren a mí en busca de protección. No se les ocurre que yo también necesito ayuda.
Sé lo que debo hacer. Debo ser una princesa española para los ingleses y una princesa inglesa para los españoles. Debo parecer tranquila cuando no lo estoy y fingir seguridad cuando estoy asustada. Vos seréis mi esposo, pero apenas os veo, todavía no tengo una opinión de vos. No tengo tiempo de pensar en vos, porque estoy demasiado ocupada siendo la princesa que vuestro padre ha comprado, la princesa que mi madre ha entregado, la princesa que satisfará un acuerdo y consolidará un tratado entre Inglaterra y España.
Nadie sabrá jamás que debo fingir tranquilidad, que debo fingir seguridad, que debo fingir cortesía. Claro que tengo miedo, pero nunca lo demostraré. Y cuando pronuncien mi nombre, siempre daré un paso al frente.
Después de haberse lavado y de haber bebido un par de vasos de vino antes de la cena, el rey se mostró afable con la joven princesa y decidió pasar por alto la forma en que se habían conocido. Catalina lo sorprendió un par de veces observándola de reojo, como si pretendiera calarla, y se volvió para mirarlo directamente, con una de sus rubias cejas arqueada en un gesto interrogativo.
—¿Sí? —preguntó él.
—Disculpad —dijo la princesa con serenidad—. Pensaba que vuestra gracia necesitaba algo, ya que me estabais mirando.
—Pensaba que no os parecéis mucho a vuestro retrato —dijo el monarca.
Catalina se ruborizó. El objetivo de todo retrato era que el modelo saliera favorecido y, si se trataba de una princesa real en edad casadera, más aún.
—Sois más atractiva —dijo él a regañadientes, para tranquilizarla—. Más joven, más delicada, más guapa.
La princesa no se ablandó con el cumplido, tal como el rey esperaba, sino que se limitó a asentir, como si se tratara de una observación interesante.
—Habéis tenido un mal viaje —comentó Henry.
—Muy malo —afirmó Catalina, volviéndose hacia el príncipe Arthur—. Nada más salir de La Coruña, en agosto, tuvimos que regresar y esperar a que amainaran las tormentas. El mar seguía muy encrespado cuando por fin zarpamos, pero nos vimos obligados a ir hasta Plymouth. Fue imposible llegar a Southampton. Estábamos convencidos de que íbamos a zozobrar.
—Bien, no podíais venir por tierra —afirmó Henry con rotundidad, mientras pensaba en los patéticos franceses y en la enemistad de su soberano—. Os habríais convertido en un rehén de incalculable valor para un rey lo bastante despiadado como para apresaros. Gracias a Dios que no habéis caído en manos enemigas.
La princesa lo observó con gesto pensativo.
—Dios quiera que eso no suceda jamás.
—Bueno, vuestras desgracias ya han terminado —concluyó el rey—. El próximo barco al que subáis será la falúa real, cuando descendáis por el Támesis. ¿Os hace ilusión convertiros en princesa de Gales?
—Soy la princesa de Gales desde que tenía tres años —lo corrigió ella—. Siempre me han llamado Catalina, la infanta, princesa de Gales. Sabía que ese era mi destino. —Miró a Arthur, que seguía en silencio y contemplaba la mesa—. Siempre he sabido que nos casaríamos. Habéis sido muy considerado al escribirme tan a menudo. Al menos, así tenía la sensación de que no éramos completos extraños el uno para el otro.
Arthur se ruborizó.
—Me ordenaban que os escribiera —dijo con torpeza—, formaba parte de mis estudios. Pero me gustaba leer vuestras respuestas.
—Por Dios santo, hijo, no eres precisamente brillante, ¿eh? —dijo su padre.
Arthur se puso colorado hasta las orejas.
—No era necesario decirle que te ordenaban escribirle —afirmó Henry—. Era mejor que pensara que le escribías por voluntad propia.
—No importa —dijo amablemente Catalina—, a mí también me ordenaban responder. Y, para que lo sepáis, prefiero que siempre nos contemos la verdad.
El rey soltó una carcajada.
—No diréis lo mismo dentro de un año —vaticinó—. Dentro de un año, ambos seréis partidarios de las mentiras corteses. El gran secreto del matrimonio es el desconocimiento mutuo.
Arthur asintió con gesto obediente, pero Catalina se limitó a sonreír, como si las observaciones del rey fueran interesantes pero no necesariamente ciertas. Henry se debatía entre el despecho que le provocaba la indiferencia de la joven y el deseo que despertaba en él su belleza.
—Me atrevería a decir que vuestro padre no le cuenta a vuestra madre todas las ideas que le pasan por la cabeza —dijo, tratando de conseguir que ella volviera a mirarlo.
Se salió con la suya. Catalina lo observó con sus ojos azules y le dedicó una mirada larga, serena y pensativa.
—Tal vez no —admitió—, yo no lo sé. No me corresponde a mí saberlo. Pero se lo cuente o no, lo cierto es que mi madre lo sabe todo.
El monarca se echó a reír. Le parecía encantador que una muchacha que apenas le llegaba al pecho mostrara tanta dignidad.
—¿Vuestra madre es una visionaria? ¿Posee el don de ver cosas?
Catalina no se rió.
—Es sabia —se limitó a decir—. Es la reina más sabia de Europa.
Al rey le pareció ridículo molestarse por la devoción de la joven hacia su madre y descortés recordarle que tal vez Isabel hubiera unido los reinos de Castilla y Aragón, pero que aún estaba lejos de crear una España unida y pacífica. Las dotes como estrategas de los Reyes Católicos habían servido para forjar un único país a partir de los reinos moros, pero aún no habían conseguido que todo el mundo aceptara la paz. El viaje de Catalina hasta Londres se había visto afectado por las rebeliones de los moros y de los judíos, que no toleraban la tiranía de los reyes españoles. Henry decidió cambiar de tema.
—¿Por qué no nos enseñáis una danza de vuestro país? —dijo, mientras pensaba que le apetecía ver moverse a la princesa—. ¿O acaso tampoco está permitido en España?
—Dado que soy una princesa inglesa, debo aprender vuestras costumbres —dijo—. ¿Una princesa inglesa se levantaría en plena noche a bailar para un rey que ha entrado a la fuerza en sus aposentos?
Henry se echó a reír.
—Una princesa con sentido común, sí.
Catalina le dedicó una sonrisa discreta y recatada.
—En ese caso, bailaré con mis damas —concluyó.
Se levantó de su asiento en la mesa de honor y se dirigió al centro del salón. Henry se fijó en que la princesa llamaba a una de sus damas, una tal María de Salinas: era una joven bonita y morena que se apresuró a reunirse con ella. Otras tres jóvenes, que fingían timidez pero ardían en deseos de exhibirse, se acercaron.
Henry las observó. Había exigido a sus majestades los reyes de España que las doncellas de su hija fueran guapas y se sintió complacido al ver que los monarcas españoles habían accedido a su petición, por mucho que les hubiera parecido burda y descortés. Las muchachas eran atractivas, pero ninguna de ellas eclipsaba a la princesa, que permaneció inmóvil y tranquila hasta que levantó ambas manos y dio una palmada para que los músicos empezaran a tocar.
El rey se dio cuenta de inmediato de que los movimientos de la joven eran muy sensuales. Interpretó una pavana, una danza ceremonial muy lenta: empezó a mover las caderas, cerró los ojos con fuerza y dibujó una sonrisa en su rostro. La habían instruido muy bien: cualquier princesa aprendía a bailar en la corte, donde la danza, la música y la poesía eran lo más importante. Sin embargo, Catalina bailaba como si se dejara llevar por la música y Henry, que tenía cierta experiencia, sabía que las mujeres que se dejaban seducir por la música eran las que mejor respondían al ritmo del deseo.
El rey pasó del placer de observar a Catalina a la irritación creciente de saber que aquel exquisito bocado iría a parar a la gélida cama de Arthur. No se imaginaba a su hijo, tan serio y erudito, despertando la pasión de aquella muchacha a punto de convertirse en mujer. Supuso que Arthur procedería con torpeza y que tal vez hasta le haría daño; que ella se mordería la lengua y cumpliría con su deber como mujer y como reina; y que luego, muy probablemente, moriría al dar a luz, con lo cual habría que iniciar de nuevo los procedimientos para encontrarle otra esposa a Arthur. Y el único beneficio que obtendría el rey de todo ello sería ese deseo molesto y frustrante que Catalina parecía inspirarle. Que su futura nuera fuera una mujer deseable era bueno, ya que se iba a convertir en un adorno más de la corte, pero lo irritante era que a él le pareciera tan deseable.
Henry apartó la mirada de la danza y se consoló pensando en la dote, que le reportaría un beneficio duradero y que iría a parar directamente a sus manos, a diferencia de aquella joven que parecía empeñada en desconcertarlo para luego casarse —aunque no pegaran— con Arthur. Una vez desposados los jóvenes, el tesorero de la princesa efectuaría el primer pago de la dote, en oro macizo. Un año más tarde efectuaría el segundo pago, en oro, vajillas y joyas. Henry, que se había abierto camino hacia el trono con unos recursos limitados e inestables, confiaba en el poder del dinero más que en cualquier otra cosa del mundo. Incluso más que en su trono, pues sabía que un trono se podía comprar con dinero. Desde luego, confiaba mucho más que en las mujeres, porque sabía lo fácil que resultaba comprar a una mujer. Y, por supuesto, confiaba muchísimo más en el poder del dinero que en la encantadora sonrisa de una princesa virgen, la cual terminó su danza en ese preciso momento, hizo una reverencia y se acercó a él con expresión radiante.
—¿Os ha gustado? —le preguntó Catalina, ruborizada y tratando todavía de recuperar el aliento.
—Mucho —respondió el rey, decidido a no permitir que ella supiera hasta qué punto—. Pero es tarde y será mejor que regreséis a vuestros aposentos. Mañana cabalgaremos un rato con vos antes de adelantarnos camino de Londres.
La princesa se sorprendió ante la rudeza de aquella respuesta. Dirigió de nuevo la mirada hacia Arthur, con la esperanza de que alterara los planes de su padre y se quedara con ella durante todo el viaje, ya que el mismo Henry había alardeado de su propia informalidad. Pero el muchacho guardó silencio.
—Como vos digáis, vuestra gracia —dijo educadamente la princesa.
El rey asintió y se puso en pie. La corte al completo se apresuró a hacer reverencias y a saludar cuando el rey abandonó el salón. «No es tan informal», pensó Catalina mientras observaba al rey de Inglaterra pasar frente a su corte con la cabeza bien alta. «Tal vez se jacte de ser un soldado con los modales del campamento, pero insiste en que se lo obedezca y se lo trate con deferencia. Y, en realidad, es lo que debe hacer», añadió para sus adentros la hija de Isabel de Castilla.
Arthur se apresuró a seguir a su padre tras despedirse de Catalina con un precipitado «Buenas noches». Un instante después, todos los hombres del séquito del rey y del príncipe habían desaparecido, por lo que la princesa se quedó completamente sola, a excepción de sus damas.
—Qué hombre tan extraño —le comentó a su dama de confianza, María de Salinas.
—Le habéis gustado —contestó la joven—. Os miraba mucho, le habéis gustado.
—¿Y por qué no iba a gustarle? —preguntó Catalina, con la arrogancia innata de una niña que había crecido en el reino más grande de Europa—. Y si no le he gustado, da igual porque ya está todo acordado y no puede haber cambios. Está acordado prácticamente desde que nací.
Éste rey que luchó por el trono y recogió su corona entre el barro de un campo de batalla no es como yo pensaba. Esperaba que fuese una especie de campeón, un magnífico soldado, tal vez que se pareciese un poco a mi padre. Pero en lugar de eso parece un mercader, un hombre que de puertas adentro sólo piensa en los beneficios, no un hombre que conquistó su reino y a su esposa a punta de espada.
Supongo que me esperaba encontrar a alguien como don Hernando, un héroe al que admirar, un hombre al que llamar padre con orgullo. Sin embargo, este rey es delgado y pálido como un contable, no se parece en absoluto a los caballeros de los romances.
Y esperaba que su corte fuera más espléndida, esperaba una gran ceremonia y un encuentro formal con largas presentaciones y discursos elocuentes, como habríamos hecho en la Alhambra. Pero es un hombre brusco y, a mi modo de ver, grosero. Tendré que acostumbrarme a los modales del norte, a las prisas por hacer las cosas, a las órdenes cortantes… No puedo esperar que todo se haga bien, ni siquiera que se haga de forma correcta. Tendré que pasar por alto muchas cosas hasta que sea reina y pueda hacer algunos cambios.
En realidad, poco importa que a mí me guste el rey o que yo le guste a él, pues él ha firmado un tratado con mi padre y yo estoy prometida a su hijo. Poco importa lo que yo piense de él, o lo que él piense de mí, porque no tendremos que tratar mucho. Yo gobernaré Gales y viviré allí, mientras que él gobernará Inglaterra y vivirá aquí. Y cuando el rey muera, mi esposo ocupará el trono, mi hijo será el príncipe de Gales y yo seré reina.
Y respecto a mi futuro marido… ¡oh!, lo cierto es que me ha causado una primera impresión muy distinta. ¡Es tan apuesto! ¡No esperaba que fuese tan apuesto! Es tan rubio y delgado que parece un paje de los romances antiguos. Me lo imagino toda una noche de vigilia o cantando bajo la ventana de un castillo. Tiene una piel muy blanca, casi plateada, y una melena rubia que parece de oro. Pero es más alto que yo, es delgado y fuerte como un niño a punto de convertirse en hombre.
Su sonrisa es poco común: al principio parece forzada, pero luego es radiante. Y es amable, lo cual es muy bueno en un esposo. Fue amable cuando me cogió el vaso de vino. Se dio cuenta de que me temblaban las manos e intentó tranquilizarme.
Me gustaría saber qué piensa él de mí. Me gustaría tanto saber qué piensa él de mí…
Tal como el rey había dispuesto, él y Arthur regresaron velozmente a Windsor a la mañana siguiente, mientras que la comitiva de Catalina —que iba en una litera transportada por mulas—, su ajuar guardado en fabulosos arcones de viaje, sus damas de honor, su casa real y los guardas que custodiaban la dote, se abrían paso mucho más despacio por los caminos embarrados que llevaban a Londres.
Catalina no volvió a ver al príncipe hasta el día de la boda, pero cuando llegó al pueblo de Kingston-upon-Thames, su comitiva hizo un alto para reunirse con uno de los hombres más importantes del reino, Edward Stafford, duque de Buckingham, y con Henry, duque de York y segundo hijo del rey, quienes debían acompañar a Catalina hasta el palacio de Lambeth.
—Quiero bajar —se apresuró a decir Catalina y fue velozmente hacia los caballos. No deseaba discutir de nuevo con su estricta dueña sobre el hecho de dejarse ver por hombres antes de la boda—. Doña Elvira, no digáis nada. Sólo es un niño de diez años. No tiene importancia. Ni siquiera mi madre se la daría.
—¡Por lo menos, poneos el velo! —imploró la mujer—. El duque de Bucle… Buck… como se llame, también se encuentra aquí. Poneos el velo antes de que os vea. Pensad en vuestra reputación, infanta.
—Buckingham —la corrigió Catalina—. El duque de Buckingham. Y llamadme princesa de Gales. Sabéis muy bien que no puedo ponerme el velo porque el duque habrá recibido órdenes de informar al rey. No olvidéis lo que dijo mi madre: que se halla bajo la tutela de la madre del rey, que le ha sido devuelta la fortuna de su familia y que debemos mostrarle el mayor respeto.
La mujer meneó la cabeza. Catalina se alejó con el rostro descubierto, aunque sintió una mezcla de miedo y audacia ante su propio atrevimiento. Vio a los hombres del duque en formación en el camino y, frente a ellos, a un muchacho sin yelmo cuya cabeza resplandecía bajo el sol.
Lo primero que pensó Catalina era que no se parecía en nada a su hermano. Mientras que Arthur era rubio, delgado y de aspecto reservado, tenía la piel muy blanca y los ojos castaños, el muchacho que tenía frente a sí era risueño y parecía como si jamás se hubiera tomado nada en serio. No había heredado el rostro enjuto de su padre; al contrario, daba la sensación de que para él la vida era un juego. Tenía el pelo rojo dorado, el rostro redondo y aún regordete como el de un bebé. Su sonrisa, cuando vio a Catalina, fue radiante y alegre, y le resplandeció la mirada como si estuviera acostumbrado a que todo a su alrededor resultara agradable.
—¡Hermana! —exclamó afectuosamente. Saltó de su caballo entre el estrépito metálico de su armadura y le dedicó una profunda reverencia.
—Hermano Henry —respondió Catalina. Le devolvió la reverencia inclinándose sólo a la altura apropiada, ya que Henry no era más que el segundón de Inglaterra, mientras que ella era infanta de España.
—Encantado de conoceros —se apresuró a decir el muchacho, en un latín fluido con un fuerte acento inglés—. Deseaba tanto que su majestad me permitiera conoceros antes de llevaros a Londres el día de vuestra boda… Me parecía muy incómodo tener que acompañaros al altar y entregaros a Arthur sin ni siquiera haber cruzado antes una palabra con vos. Y llamadme Harry, así es como me llama todo el mundo.
—Yo también estoy encantada de conoceros, hermano Harry —dijo educadamente Catalina, un poco perpleja ante el desbordante entusiasmo del muchacho.
—¿Encantada? ¡Deberíais estar dando saltos de alegría! —exclamó con vehemencia el joven Harry—. Porque mi padre ha dicho que podía traeros el caballo que se os regalará por vuestra boda y así podremos cabalgar juntos hasta Lambeth. Arthur cree que deberíais esperar hasta vuestra boda, pero yo me dije… ¿y por qué tiene que esperar? El día de vuestra boda no podréis montar, porque os estaréis casando y muy ocupada. Pero si os lo traigo ahora, podemos montar juntos.
—Sois muy amable.
—Ah, yo nunca le hago caso a Arthur —dijo alegremente Harry.
Catalina contuvo una carcajada.
—¿No?
Harry hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Es muy serio —dijo—, no os podéis imaginar lo serio que es. Y erudito, claro, pero no tiene talento. Todo el mundo dice que yo tengo mucho talento, sobre todo para los idiomas, pero también para la música. Podemos hablar en francés, si lo preferís. Para mi edad, lo hablo de maravilla. También se me da muy bien la música. Y la caza, por supuesto. ¿Vos cazáis?
—No —dijo Catalina, un tanto abrumada—. Sólo sigo a los cazadores cuando se trata de jabalíes o lobos.
—¿Lobos? Me encantaría cazar lobos. ¿De verdad hay osos en vuestro país?
—Sí, en las montañas.
—Me encantaría cazar un oso. Cuando vais a cazar lobos, ¿lo hacéis a pie, como con los jabalíes?
—No, a caballo —respondió la princesa—. Los lobos son muy veloces, se necesitan perros muy rápidos para atraparlos. Es una cacería horrible.
—Ah, a mí me da igual —dijo Harry—. Ésas cosas no me preocupan, porque todo el mundo dice que soy muy valiente.
—Estoy segura —afirmó la princesa, sonriendo.
En ese momento, se acercó a ellos un hombre apuesto de veintipocos años, que saludó inclinando la cabeza.
—Ah, éste es Edward Stafford, el duque de Buckingham —se apresuró a decir Harry—. ¿Deseáis que os lo presente?
Catalina le tendió una mano y el hombre se inclinó de nuevo. En su rostro, atractivo y despierto, apareció una cálida sonrisa.
—Bienvenida a vuestro propio país —dijo en un castellano impecable—. Espero que en este viaje hayáis encontrado todo a vuestro gusto. ¿Hay algo que pueda hacer por vos?
—Me han cuidado muy bien —respondió Catalina, con las mejillas teñidas de rubor por el placer de que la saludaran en su propio idioma—. Y el recibimiento de la gente, durante el trayecto, ha sido muy caluroso.
—Mirad, aquí está vuestro caballo nuevo —intervino Harry, cuando se acercó el mozo de cuadra con una hermosa yegua negra—. Estaréis acostumbrada a los mejores caballos, claro. ¿Siempre utilizáis caballos berberiscos?
—Son los que prefiere mi madre para la caballería —respondió la princesa.
—Ah —exclamó el joven Harry—. ¿Porque son muy rápidos?
—Porque es posible entrenarlos y convertirlos en caballos de batalla —dijo Catalina. Dio un paso al frente y acercó la mano a la yegua, con la palma hacia arriba. El animal la olisqueó y le acarició los dedos con un hocico suave y delicado.
—¿Caballos de batalla? —repitió Harry.
—Los sarracenos tienen caballos que luchan igual que sus amos y con los caballos berberiscos se puede hacer lo mismo —le explicó Catalina—. Se encabritan y derriban a los soldados con los cascos delanteros. Y también golpean con las patas traseras. Los turcos tienen caballos capaces de recoger una espada del suelo y devolvérsela al jinete. Mi madre dice que un buen caballo vale más que diez hombres en el campo de batalla.
—Me gustaría tener un caballo así —dijo Harry en tono soñador—. Me pregunto si alguna vez lo tendré. —Hizo una pausa, pero Catalina no mordió el anzuelo—. Si alguien me regalara un caballo de ésos, yo aprendería a montarlo —dijo sin tapujos—. A lo mejor por mi cumpleaños, o la semana que viene… Como yo no me caso, nadie me regala nada. Me siento un poco excluido y abandonado.
—A lo mejor —respondió Catalina, que en una ocasión había visto a su hermano utilizar el mismo truco para salirse con la suya.
—Deberían entrenarme para montar bien —dijo—. Mi padre me ha dicho que me permitirá practicar con el estafermo, aunque vaya a ser sacerdote, pero milady, la madre del rey, dice que no puedo competir en las justas. Y no estoy de acuerdo. Deberían dejarme participar en las justas. Si tuviera un buen caballo, podría participar y estoy seguro de que vencería a todo el mundo.
—Estoy segura —dijo Catalina.
—Bien, ¿nos vamos? —preguntó Harry, al darse cuenta de que la princesa no le iba a regalar un caballo por mucho que se lo pidiera.
—No puedo montar, la ropa que necesito está guardada.
Harry vaciló.
—¿Y no podéis montar así?
Catalina se echó a reír.
—Esto es de seda y terciopelo, no puedo montar así. Además, no puedo galopar por toda Inglaterra vestida como si fuera un bufón.
—Oh —dijo Harry—. Entonces… ¿iréis en vuestra litera? Pero eso nos retrasará mucho, ¿no?
—Lo lamento, pero se me ha ordenado viajar en la litera —dijo—. Con las cortinas cerradas. Estoy segura de que a vuestro padre no le gustaría que me paseara por todo el país con las faldas arremangadas.
—Es obvio que la princesa no puede montar a caballo —intervino el duque de Buckingham—, como ya os había dicho. Debe viajar en su litera.
Harry se encogió de hombros.
—Bueno, no lo sabía. Nadie me dijo qué ropa ibais a llevar. Entonces… ¿puedo adelantarme? Mis caballos son mucho más rápidos que las mulas.
—Podéis adelantaros, pero sólo hasta donde yo pueda veros —dijo Catalina—. Ya que vuestra misión es acompañarme, debéis permanecer cerca de mí.
—Como ya os había dicho —comentó en voz baja el duque de Buckingham, al tiempo que intercambiaba una sonrisa con la princesa.
—Os esperaré en todas las encrucijadas —prometió Harry—. Recordad que debo acompañaros. Y os acompañaré de nuevo el día de vuestra boda. Tengo un traje blanco con ribetes de oro.
—Estaréis muy guapo —dijo Catalina.
El muchacho se ruborizó, halagado.
—Ah, no sé…
—Estoy convencida de que todo el mundo comentará que sois un joven muy apuesto —dijo ella.
Harry pareció complacido.
—La gente siempre me aclama más a mí —le confesó—. Y a mí me gusta saber que la gente me quiere. Mi padre dice que la única forma de conservar el trono es contar con el cariño del pueblo. Ése fue el error del rey Richard, dice mi padre.
—Mi madre dice que la única forma de conservar el trono es cumplir la voluntad de Dios.
—Ah —dijo el muchacho, que no parecía muy impresionado—. Bueno, nuestros países son distintos, supongo.
—Entonces, viajaremos juntos —dijo la princesa de Gales—. Le diré a mi gente que ya estamos listos para partir.
—Yo se lo diré —insistió Harry—. Soy yo quien os acompaña. Yo daré las órdenes, vos podéis descansar en vuestra litera —dijo, mirándola de reojo—. Cuando lleguemos al palacio de Lambeth permaneceréis en vuestra litera hasta que yo vaya a buscaros. Correré las cortinas y os acompañaré al interior del palacio. Vos iréis cogida de mi mano.
—Con mucho gusto —dijo ella, mientras el rubor afloraba de nuevo a las mejillas del muchacho.
Harry se alejó a toda prisa y el duque inclinó de nuevo la cabeza ante Catalina, al tiempo que sonreía.
—Es un muchacho brillante y muy vehemente —le dijo—. Debéis perdonar su entusiasmo, me temo que lo han consentido demasiado.
—¿Es el predilecto de su madre? —preguntó Catalina, recordando la adoración que sentía su madre hacia su único hijo.
—Peor aún —dijo el duque con una sonrisa—. Su madre lo quiere como debe quererlo, pero Harry es la niña de los ojos de su abuela… y es ella quien dirige la corte. Por suerte, es un buen chico y tiene buenos modales. Es demasiado bueno para dejarse malcriar y, por suerte, la madre del rey alterna los caprichos que le da con las lecciones.
—¿Es una mujer indulgente?
El duque contuvo una carcajada.
—Sólo con su hijo —dijo—. Los demás la encontramos más… más majestuosa que maternal.
—¿Podremos charlar de nuevo en el palacio de Lambeth? —preguntó Catalina, deseosa de saber más sobre la casa a la que estaba a punto de unirse.
—En Lambeth y en Londres será un placer serviros —dijo el joven, con una mirada cálida y admirativa—. Podéis ordenarme lo que deseéis. Seré vuestro amigo en Inglaterra, podéis contar conmigo.
Debo tener valor, soy la hija de una mujer valiente y llevo toda la vida preparándome para este momento. Cuando el joven duque se dirigió a mí en un tono tan amable, no había motivos para que sintiera deseos de echarme a llorar, eso es una ridiculez. Debo mantener la cabeza bien alta y sonreír. Mi madre me dijo que si sonrío, nadie se dará cuenta de que siento añoranza o de que tengo miedo. Debo sonreír, sonreír por extrañas que me parezcan las cosas.
Y aunque esta Inglaterra se me antoja muy extraña ahora, me acostumbraré. Aprenderé los usos de este país y me sentiré como en mi casa. Haré mías sus extrañas costumbres y las peores cosas, las que no puedo tolerar de ninguna manera… ésas las cambiaré cuando sea reina. Sé que me irá mucho mejor de lo que le fue a mi hermana Isabel, que sólo estuvo casada unos meses y después regresó a casa convertida en viuda. Sé que me irá mejor que a María, que tuvo que seguir los pasos de Isabel hasta Portugal, y mejor que a Juana, enferma de amor por su esposo Felipe. Sé que me irá mejor que a Juan, mi pobre hermano, que murió poco después de encontrar la felicidad. Y mucho mejor que a mi madre, cuya infancia siempre pendió de un hilo.
Mi historia no será como la suya, desde luego, porque he nacido en una época menos gloriosa. Espero llegar a un acuerdo con mi esposo Arthur y con ese padre tan extraño y escandaloso que tiene. Y con ese hermanito tan encantador y fanfarrón. Deseo que la madre y la abuela de mi esposo me aprecien o, como mínimo, que me enseñen a ser princesa de Gales y reina de Inglaterra. No tendré que pasarme las noches huyendo desesperada de una fortaleza sitiada a otra, como mi madre, ni tendré que empeñar mis joyas para pagar mercenarios, como hizo ella. Tampoco tendré que cabalgar vestida con una armadura para obligar a mis tropas a formar, ni viviré bajo las amenazas de los perversos franceses, por un lado, y de los moros infieles por el otro, como mi madre. Me casaré con Arthur y cuando su padre muera —que será dentro de poco, porque es muy viejo y tiene muy mal genio— seremos los nuevos reyes de Inglaterra. Mi madre me verá reinar en Inglaterra como ella reina en España y me verá mantener la alianza de ambos países, como le prometí: me verá defender el inquebrantable tratado de mi país con el suyo y sabrá que estoy a salvo para siempre.