Invierno de 1510
Tendría que haber sido adivina, pues mi predicción era exacta, y eso que no disponía de un ábaco como el de los moros. Celebramos el banquete de Navidad en Richmond y la corte se siente dichosa al ver mi felicidad. El niño ha crecido mucho dentro de mi vientre y me da tantas patadas que cuando Henry apoya la mano sobre mi barriga, nota en la palma los golpecitos que da el bebé con el talón. No me cabe ninguna duda de que está vivo y de que es fuerte. Su vitalidad es la alegría de toda la corte. Cuando me siento en el Consejo, a veces no puedo reprimir una mueca cuando el niño se mueve dentro de mí y noto la presión que ejerce su cuerpo contra el mío. Los consejeros de más edad se echan a reír, pues han visto esa misma expresión en sus propias esposas. Sin embargo, ríen también de alegría al saber que Inglaterra y España por fin tienen un heredero.
Rezo para que sea niño, pero no pasa nada si no lo es. Un hijo para Inglaterra, un hijo para Arthur… eso es lo único que deseo. Si es la niña que Arthur quería, entonces la llamaré Mary, tal y como él me pidió.
Henry se ha vuelto más considerado gracias a su deseo de tener un hijo y al amor que siente por mí. Me cuida como no me había cuidado nunca. Creo que está madurando, que el muchacho egoísta se está finalmente convirtiendo en un buen hombre y los temores que me han acosado desde su aventura con la joven Stafford empiezan a desaparecer. Tal vez Henry tenga amantes, como hacen todos los reyes, pero también es posible que no se enamore nunca de ellas ni les haga las estúpidas promesas que puede hacer un hombre, pero no un rey. Tal vez aprenda a actuar con sentido común, como han hecho otros muchos hombres, y aprenda a disfrutar de una mujer nueva, pero sin dejar de ser leal a su esposa. Desde luego, será un buen padre, si continúa comportándose de forma tan afectuosa. Me lo imagino enseñando a nuestro hijo a cabalgar, a cazar, a participar en las justas… Ningún niño podría soñar con un padre mejor que Henry, por lo menos en lo que se refiere a deportes y pasatiempos. Ni siquiera Arthur podría haber sido un padre tan activo. La cultura, el conocimiento de la vida en la corte, la educación cristiana, la formación como gobernante… esas son las cosas que yo le enseñaré a nuestro hijo. Le transmitiré el valor de mi madre y las aptitudes de mi padre. Y lo que heredará de mí… creo que la constancia y la determinación. Ésas son las cosas que puedo darle.
Creo que entre Henry y yo criaremos a un príncipe que dejará su impronta en Europa, que mantendrá Inglaterra a salvo de los moros, de los franceses, de los escoceses y de todos nuestros enemigos.
Tendré que recluirme de nuevo para dar a luz, pero lo retrasaré al máximo. Henry me ha jurado que no habrá ninguna otra mujer mientras yo no esté, que él es mío y sólo mío. Retraso el momento hasta la noche del banquete de Navidad: bebo una copa de vino especiado con los miembros de mi corte, les deseo una feliz Navidad y ellos me dicen que Dios está a mi lado. Una vez más, me encierro en la paz de mi alcoba.
Lo cierto es que no me importa en absoluto no poder bailar ni beber copiosamente, pues estoy cansada: este bebé pesa mucho. Me levanto y después descanso al sol de invierno. Pocas veces me despierto antes de las nueve de la mañana y a las cinco de la tarde ya estoy lista para acostarme. Paso mucho tiempo rezando para que todo vaya bien cuando dé a luz y para que nazca sano el niño que tanto se mueve dentro de mí.
Henry viene a verme en secreto la mayoría de los días. El Libro de las Ordenanzas de la casa es muy estricto al respecto: dice que la reina debe estar completamente aislada antes del nacimiento de su hijo. Pero quien escribió el Libro de las Ordenanzas fue la abuela de Henry y yo le insinúo a mi esposo que podemos hacer lo que nos apetezca. No veo motivos para que esa anciana siga dándome órdenes desde la tumba, si en vida fue una preceptora tan poco dispuesta a ayudar. Además, y para decirlo tan claramente como una aragonesa, no me fío de dejar a Henry solo en su corte. En Nochevieja cena conmigo antes de dirigirse al salón para la espléndida celebración, y me regala un collar de rubíes, cuyas piedras son tan valiosas como el botín de Cristóbal Colón. Me lo pongo. Henry contempla el brillo de las piedras sobre mis senos grandes y blancos, y el deseo ensombrece su mirada.
—Ya no falta mucho —le digo sonriendo. Sé exactamente en qué está pensando.
—Iré a Walsingham en cuanto nazca nuestro hijo. Y en cuanto vuelva, tendrá lugar vuestra ceremonia de purificación —dice.
—Y luego, supongo que querréis hacer otro bebé inmediatamente —digo, fingiéndome exhausta.
—Exacto —responde él, echándose a reír.
Me da un beso de buenas noches, me desea feliz Año Nuevo y luego sale por la puerta secreta de mi alcoba para dirigirse a sus aposentos, desde donde irá a los festejos. Les digo a mis damas que me traigan el agua hervida que aún bebo por consejo del moro y luego me siento junto al fuego: me decido a coser un hermoso trajecito para mi bebé mientras María de Salinas me lee en español.
De repente, siento como si se me hubiese girado el vientre, como si estuviera cayendo desde una gran altura. El dolor es tan intenso, tan distinto a cualquier cosa que haya experimentado antes, que se me cae de las manos el traje que estoy cosiendo. Me aferro a los brazos del sillón y jadeo en busca de aire, incapaz de pronunciar palabra. Sé que el bebé está en camino. Tenía miedo de no darme cuenta, de experimentar unos dolores parecidos a los que tuve cuando perdí a mi pequeña, pero lo que siento es la fuerza brutal de un impetuoso torrente, algo incontenible y extraordinario que fluye. Me invaden, a partes iguales, la alegría y un terror espantoso. Sé que el bebé está en camino y que es un bebé fuerte. Y sé, también, que yo soy joven y que todo va a salir bien.
Se arma un gran revuelo en mi alcoba en cuanto se lo digo a mis damas. Es posible que la madre del anterior rey estableciera que todo debía hacerse con calma y serenidad, que la cunita del bebé debía estar preparada a los pies de la cama, que la madre debía disponer de dos camas, una para dar a luz y la otra para descansar… En la vida real, sin embargo, las damas corren de un lado para otro como las gallinas en un corral y no dejan de gritar, asustadas. Hay que ir a buscar a las comadronas al salón, pues han ido a divertirse, convencidas de que nadie las iba a necesitar en Nochevieja. Una de ellas llega un tanto achispada y María de Salinas la echa inmediatamente de la alcoba, antes de que se caiga y rompa algo. El médico no aparece por ningún lado y los pajes recorren el palacio de arriba abajo, buscándolo.
Las únicas que nos mostramos tranquilas y confiadas somos lady Margaret Pole, María de Salinas y yo. María, porque la serenidad es algo innato en ella; lady Margaret, porque desde el principio ha sabido que esta vez todo iba a salir bien; y yo, porque me doy cuenta de que nada puede detener la llegada de mi bebé, así que más me vale agarrarme al cíngulo con una mano, sujetar con la otra mi relicario de la Virgen María, clavar la mirada en el pequeño altar que hay en un rincón de la habitación y rezarle a santa Margarita de Antioquía para que me conceda un parto rápido y sin complicaciones, y un bebé sano.
Resulta increíble que el parto dure poco más de seis horas, aunque una de esas horas se me hace tan larga como un día entero. Empujo una vez más, algo se desliza y la comadrona murmura «¡Alabado sea Dios!». Entonces oigo un llanto fuerte y crispado, casi como un grito, y me doy cuenta de que en la alcoba hay una voz nueva: la de mi bebé.
—Es un niño, alabado sea Dios, un niño —dice la comadrona. María de Salinas me mira y ve mi expresión de radiante alegría.
—¿De verdad? —pregunto—. ¡Quiero verlo!
Le cortan el cordón umbilical y me lo entregan, todavía desnudo y cubierto de sangre. Abre la boquita para gritar y cierra los ojos, apretándolos con rabia igual que su padre.
—Es mi hijo —susurro.
—El hijo de Inglaterra —dice la comadrona—. Alabado sea Dios. Apoyo la cara en su cabecita caliente, pegajosa aún, y lo huelo como una gata huele a sus crías.
«Es nuestro hijo —le susurro a Arthur, a quien en ese momento siento tan cerca que es casi como si estuviera a mi lado, contemplando por encima de mi hombro a este pequeño milagro que en ese momento vuelve la cabeza y busca mis pechos con la boquita abierta—. Oh, Arthur, mi amor, éste es el hijo que te prometí y que le prometí a Inglaterra. Éste es el hijo que le hemos dado a Inglaterra, el niño que será rey».