Londres, 14 de noviembre de 1501

A Catalina la llamaron muy temprano la mañana del día de su boda, pero ya llevaba horas despierta, desde que el frío sol otoñal había empezado a iluminar el pálido cielo. Sus damas le habían preparado un baño y le habían contado que los ingleses se habían quedado perplejos al saber que la princesa pensaba bañarse antes de la boda. Muchos de ellos, incluso creían que estaba poniendo su vida en peligro. Y Catalina, que se había criado en la Alhambra, donde los baños eran las estancias más hermosas del palacio —lugares en los que el agua estaba perfumada, espacios que se convertían en el núcleo de los chismorreos y de las risas—, se había quedado igual de perpleja al saber que a los ingleses les parecía perfectamente normal bañarse sólo de vez en cuando y que los pobres se bañaban como mucho una vez al año.

Ya se había dado cuenta de que la fragancia de almizcle y ámbar gris que despedían el rey y el príncipe Arthur sólo servía para disimular el olor a sudor y a caballo… y que tendría que pasarse el resto de su vida rodeada de gente que sólo se cambiaba la ropa interior una vez al año. Era otra de las cosas que debía aprender a soportar, lo mismo que un ángel del cielo soporta las privaciones terrenales. Catalina había salido de al-Yanna —el jardín, el paraíso— y había ido a parar al mundo vulgar. Había salido de la Alhambra y había ido a parar a Inglaterra, motivo por el cual ya había previsto algunos cambios desagradables.

—Siempre hace tanto frío que da igual, supongo —le dijo, no muy convencida, a doña Elvira.

—A nosotras no nos da igual —respondió la dueña—. Y vos os bañaréis como infanta de España, aunque todos los cocineros de palacio tengan que dejar lo que están haciendo para poner agua a calentar.

Doña Elvira había hecho traer una enorme marmita del Cuarto de Escaldar —la que se utilizaba para hervir huesos de animales—, había ordenado que tres galopines de la cocina la fregaran bien, luego la habían forrado con sábanas de hilo y por último la habían llenado hasta el borde con agua caliente. Después habían arrojado al interior pétalos de rosa y habían aromatizado el agua con aceite de rosas traído desde España. La dueña supervisó encantada el proceso: lavar las largas y blancas extremidades de Catalina, arreglarle las uñas de los pies, limarle las uñas de las manos, cepillarle los dientes y, finalmente, aclararle tres veces el pelo. Las perplejas doncellas inglesas iban una y otra vez a la puerta, donde recogían de manos de pajes exhaustos un aguamanil tras otro de agua caliente, que después vaciaban en la tina para mantener la temperatura del baño.

—Si tuviéramos unos baños como Dios manda —se lamentó doña Elvira—. ¡Con vapor, tepidarium y un suelo de mármol limpio y decente! Agua caliente en los grifos y un lugar para que pudierais sentaros y os pudiéramos lavar como es debido.

—No os preocupéis —dijo Catalina, distraída, mientras la ayudaban a salir del baño y le secaban el cuerpo con toallas perfumadas. Una de las doncellas le cogió la melena, se la escurrió para eliminar el agua y la frotó suavemente con una tela de seda roja empapada en aceite, para darle más brillo y color.

—Vuestra madre estaría muy orgullosa de vos —dijo doña Elvira, mientras acompañaban a la infanta a su guardarropa y le ponían, sucesivamente, enaguas y vestidos—. Aprieta más esos lazos, niña, para que la falda quede recta. Éste es vuestro día, Catalina, pero también el de vuestra madre. Dijo que os casaríais con Arthur costara lo que costase.

Sí, pero ella no pagó el mayor precio. Sé que para comprar esta boda mis padres tuvieron que pagar un dineral por mi dote, sé que soportaron largas y penosas negociaciones y también sé que a mí me ha tocado sobrevivir al peor viaje que se pueda imaginar. Pero se pagó otro precio del cual no hemos hablado nunca… ¿o acaso no es cierto? Y hoy pienso en ese precio, como pensé durante el camino hasta aquí y durante el viaje, porque desde que lo supe jamás he dejado de pensar en ello.

Había un hombre de veinticuatro años, Edward Plantagenet, duque de Warwick e hijo de reyes de Inglaterra, que tenía —dicha sea la verdad— más derecho al trono de Inglaterra que mi suegro. Era príncipe, sobrino del rey y tenía sangre real. No cometió crimen alguno, no hizo nada malo, pero lo arrestaron por mi bien, lo llevaron a la Torre y finalmente lo asesinaron, lo decapitaron para beneficiarme a mí, para que mis padres estuvieran seguros de que no había pretendientes al trono que ellos me habían comprado.

Mi propio padre le dijo al rey Henry que no me enviaría a Inglaterra mientras el duque de Warwick siguiera con vida y, por tanto, yo soy como la Muerte que va a todas partes con su guadaña. Cuando se dispuso que un barco me trajera a Inglaterra el duque de Warwick ya era hombre muerto.

Dijeron de él que era un bobo. Ni siquiera entendió que en realidad estaba detenido, pues le hicieron creer que alojarlo en la Torre era una forma de hacerle los honores. Edward sabía que era el último príncipe Plantagenet y también sabía que la Torre había sido siempre hogar de reyes, además de prisión. Cuando encerraron a un pretendiente al trono —un hombre muy astuto que había intentado hacerse pasar por príncipe real— en la habitación contigua a la del pobre Warwick, creyó que lo hacían para que tuviera compañía. Cuando el otro hombre lo animó a huir, Edward creyó que era una idea muy inteligente y, dado que era un ingenuo, comentó sus planes cuando los guardias podían oírle. Les dio la excusa que necesitaban para acusarlo de traición. Lo atraparon sin dificultad y lo decapitaron sin que nadie protestara.

El país quiere la paz y la seguridad de un rey incuestionable. Y el país hará la vista gorda ante uno o dos pretendientes muertos. De mí se espera que haga también la vista gorda, sobre todo porque me beneficia. Se hizo por petición de mi padre, por mí… para allanarme el camino.

No dije nada cuando me contaron que estaba muerto, pues soy una infanta de España y, por encima de todo, soy hija de mi madre. No lloro como una niña, ni le cuento a todo el mundo lo que pienso. Pero cuando al atardecer me quedé sola en los jardines de la Alhambra, mientras el sol se ocultaba y dejaba el mundo fresco y agradable, paseé junto a un largo canal de agua inmóvil, oculto entre los árboles, y pensé que jamás volvería a caminar bajo la sombra de los árboles y disfrutar de los rayos intermitentes de sol entre las frescas hojas verdes sin pensar que Edward, duque de Warwick, no vería el sol nunca más… y todo para que yo pudiera vivir entre lujos y riquezas. Recé entonces para que se me perdonara por la muerte de un hombre inocente.

Mis padres han luchado a lo largo y a lo ancho de Castilla y Aragón, han recorrido toda España para que la justicia se imponga en todos los pueblos, hasta en las aldeas más remotas… para que ningún español muera por voluntad de otros. Ni siquiera los grandes nobles del país pueden asesinar a un campesino, pues ellos también deben acatar la ley. Pero parece que mis padres olvidaron esos principios cuando se trataba de Inglaterra y de mí. Olvidaron que vivíamos en un palacio en cuyos muros hay una promesa grabada: «Entra y pregunta. No temas buscar justicia, pues aquí la encontrarás». Se limitaron a escribir al rey Henry para decirle que no me enviarían hasta que Warwick estuviera muerto. Y poco después se cumplió su deseo: Warwick fue ejecutado.

A veces, cuando no me acuerdo de que soy infanta de España ni princesa de Gales, cuando sólo soy la Catalina que cruzó tras su madre las fabulosas puertas del palacio de la Alhambra, la Catalina que veía en su madre a la mujer más poderosa que ha conocido jamás este mundo… a veces me pregunto un poco ingenuamente si no habrá cometido mi madre un terrible error. Si no habrá llevado demasiado lejos la voluntad de Dios, tal vez incluso más lejos de lo que Dios mismo desearía. Ésta boda zarpó manchada de sangre y navega en un mar de sangre inocente. ¿Cómo va a ser una boda así el punto de partida de un buen matrimonio? ¿No es natural, lo mismo que la noche sigue al atardecer, que mi matrimonio sea también trágico y sangriento? ¿Cómo podremos ser felices el príncipe Arthur y yo, si por mí se ha pagado un precio tan espantoso? Y si fuéramos felices… ¿no sería la nuestra una dicha pecaminosa y egoísta?

A sus diez años, el príncipe Harry, también duque de York, estaba tan orgulloso de su traje blanco de tafetán que apenas miró a Catalina hasta que llegaron a la entrada oeste de la catedral de San Pablo. Fue entonces cuando se volvió, la miró y trató de ver su rostro entre el delicado encaje de la mantilla blanca que llevaba la princesa. Ante ellos se extendía una pasarela elevada, forrada con una tela roja tachonada con clavos dorados, que avanzaba a cierta altura desde la inmensa puerta de la catedral, donde los londinenses se habían congregado para ver mejor, y recorría el largo pasillo hasta el altar. Allí estaba el príncipe Arthur, pálido y nervioso, a unos seiscientos pasos ceremoniales de la princesa.

Catalina le sonrió al joven Harry, cuyo rostro resplandeció de alegría, y apoyó con decisión la mano en el brazo que el muchacho le ofrecía. Harry aguardó un instante más, hasta que todo el mundo se dio cuenta de que la novia y el príncipe estaban en la puerta esperando el momento de entrar. Se hizo el silencio, todo el mundo estiró el cuello para ver a la novia y entonces, en ese preciso y solemne momento, Harry echó a andar.

La princesa oyó a sus pies el murmullo de los congregados, mientras caminaba sobre la pasarela que el rey Henry había ordenado construir para que todo el mundo pudiera presenciar la unión de la flor de España con la rosa de Inglaterra. El príncipe Arthur se volvió cuando Catalina se acercó a él, pero por un momento lo cegó la irritación de ver a su hermano llevando a la princesa al altar, como si él fuera el novio. El joven Harry miraba a su alrededor mientras caminaba y saludaba con una sonrisa petulante, tanto a quienes se descubrían ante él como a quienes le hacían reverencias. Parecía creer que todos los presentes habían acudido para verlo a él.

En ese momento llegaron junto al príncipe y el joven Harry tuvo que apartarse, aunque a regañadientes, en el momento en que la princesa y su prometido se volvieron hacia el arzobispo y se arrodillaron sobre unos cojines de tafetán blanco bordados para la ocasión.

«Jamás ha habido una pareja más casada —pensó el rey Henry, que se hallaba en el banco real con su madre y su esposa—. Sus padres se fiaban de mí menos que de Judas y yo siempre he pensado que el padre de Catalina era un charlatán medio moro. Nueve veces se han prometido. Nada podrá romper este matrimonio. El padre de la princesa ya no puede evitarlo, por mucho que cambie de idea. Ahora me protegerá de Francia: ése es el legado de su hija. La sola idea de una alianza con España asustará tanto a los franceses que aceptarán la paz conmigo. Y paz es lo que necesitamos».

Miró a su esposa, que permanecía junto a él con los ojos llenos de lágrimas. Estaba contemplando a su hijo y a la futura esposa de éste, en el preciso instante en que el arzobispo levantaba las manos unidas de la pareja y las envolvía en su estola sagrada. El rostro hermoso y emocionado de la reina no conmovió al rey. ¿Cómo saber los pensamientos que se ocultaban tras aquella adorable máscara? ¿Estaría pensando en su propio matrimonio, en la unión de las casas de York y Lancaster, que la había colocado como reina consorte en un trono que podría haber reclamado por derecho propio? ¿O pensaba en el hombre que le habría gustado tener por marido? El rey frunció el ceño. Jamás estaba muy seguro de lo que pensaba su esposa, Elizabeth de York. De hecho, prefería no tenerla muy en cuenta.

Y más allá estaba su madre, la adusta Margaret Beaufort, que contemplaba a la joven pareja con un asomo de sonrisa. Era una victoria para Inglaterra y una victoria para su hijo, pero sobre todo era su victoria… Ella había conseguido rescatar de la desgracia a su familia bastarda y de innoble origen, desafiar el poder de la casa de York, derrotar al monarca reinante y conquistar, contra todo pronóstico, el trono de Inglaterra. Todo era obra suya: ella había hecho regresar a su hijo de Francia en el momento preciso para reclamar el trono; ella había forjado las alianzas necesarias para que él pudiera tener soldados con los que luchar; ella había ideado el plan de guerra que había acabado con Richard el Usurpador en la batalla de Bosworth; y ella era la que celebraba esa victoria todos los días de su vida. El matrimonio de Arthur y Catalina era la culminación de una larga lucha: la princesa le daría un nieto, un Tudor español que reinaría en Inglaterra. Y ese nieto tendría un hijo y así sucesivamente, hasta establecer una interminable dinastía Tudor.

Aturdida, Catalina repitió los votos del matrimonio, notó en el dedo el peso de un anillo frío, se volvió para mirar a su esposo y recibió su gélido beso. Cuando recorrió de vuelta la absurda pasarela y vio los rostros sonrientes que se apiñaban a sus pies y llegaban hasta los muros de la catedral, empezó a darse cuenta de que ya estaba hecho. Y cuando abandonaron la fresca oscuridad de la iglesia para salir al exterior, bajo el radiante sol otoñal, y oyeron la ovación que la multitud les dedicaba a Arthur y a su esposa, los príncipes de Gales, Catalina supo que había cumplido al pie de la letra con su deber. Llevaba toda la vida prometida a Arthur y ahora, por fin, estaban casados. La habían llamado princesa de Gales desde que tenía tres años y ahora, por fin, había recibido su título y había ocupado su lugar en el mundo. Levantó la mirada y sonrió. La multitud estaba alegre porque había vino gratis, porque la princesa era guapa y porque al afianzar la sucesión real se aseguraba el fin de las guerras civiles, y mostró su aprobación con una ruidosa ovación.

Ya eran marido y mujer, pero apenas cruzaron unas palabras durante el resto de aquel largo día. Hubo un ceremonioso banquete y, aunque estaban sentados el uno junto al otro, debían brindar con todo el mundo, aplaudir discursos y escuchar a los músicos. Tras la interminable comida, que constaba de diversos platos, llegaron los espectáculos: poesía, canto y un cuadro viviente. Nadie recordaba una ocasión en la que se hubiera despilfarrado tanto dinero: la celebración fue más lujosa que la boda del mismísimo rey, más lujosa incluso que la ceremonia de coronación. Era una redefinición de la monarquía inglesa, pensada para que el mundo supiera que el matrimonio de la rosa de los Tudor con la princesa española era uno de los grandes acontecimientos de la nueva era. A través de esa unión, dos dinastías se reafirmaban a sí mismas: Fernando e Isabel, el nuevo país que estaban construyendo a partir de al-Andalus, y los Tudor, que se estaban adueñando de Inglaterra.

Los músicos interpretaron una danza española y, a un gesto de su suegra, la reina Elizabeth se dirigió a Catalina.

—Sería un gran placer para nosotros veros bailar —le dijo con dulzura.

Muy serena, Catalina se levantó de su silla y se dirigió al centro del gran salón. Sus damas se unieron a ella, formaron un círculo y se cogieron de las manos para bailar una pavana, la misma danza que Henry le había visto interpretar en Dogmersfield. El rey observó a su nuera con los ojos entornados. Desde luego, era la mujer más apetecible de todo el salón: lástima que fuera un tipo tan soso como Arthur quien tuviera que enseñarle los placeres del lecho conyugal. Si permitía que la joven pareja se marchase al castillo de Ludlow, Catalina se moriría de aburrimiento o bien se volvería completamente frígida. Por otro lado, si la retenía a su lado, Catalina le alegraría la vista, la vería bailar y animaría un poco la corte. El rey suspiró y pensó que más le valía no retenerla.

—Es una joven encantadora —comentó la reina.

—Eso espero —dijo el rey con amargura.

—¿Señor?

El monarca sonrió al ver la expresión perpleja e interrogante de su esposa.

—No, nada. Tenéis razón, es una joven encantadora. Y parece sana, ¿no creéis? Por lo que se ve…

—No me cabe la menor duda. Y su madre me ha asegurado que es muy regular en sus hábitos.

El rey asintió.

—Ésa mujer sería capaz de decir cualquier cosa.

—No puede ser, no nos engañaría, y menos en un asunto de tanta importancia —insinuó la reina.

El rey asintió de nuevo y dejó el tema. No podía cambiar el carácter afable de su esposa, ni tampoco el hecho de que confiara siempre en los demás. Y puesto que la reina no tenía poder alguno en política, sus opiniones no importaban.

—¿Y Arthur? —preguntó Henry—. Parece que ha crecido, que es más fuerte. Le pido a Dios que tenga el entusiasmo de su hermano.

Ambos dirigieron la mirada hacia el joven Harry, que estaba en pie y observaba a las bailarinas con una expresión de entusiasmo y una mirada centelleante.

—Ah, Harry —dijo la reina en tono indulgente—. Jamás ha habido un príncipe más apuesto y divertido que Harry.

La danza terminó y el rey aplaudió.

—Ahora, Harry y su hermana —ordenó.

No quería obligar a Arthur a bailar delante de su flamante esposa, ya que el joven era torpe en la danza: demasiado desgarbado, pendiente en exceso de sus movimientos. Harry, en cambio, estaba deseoso de salir a bailar y en cuestión de segundos ya estaba en el centro del salón con la princesa Margaret. Los músicos conocían los gustos musicales de los pequeños de la casa real y empezaron a tocar una alegre gallarda. Harry arrojó su chaqueta a un rincón y se puso a bailar en mangas de camisa, como un campesino.

Los grandes de España contuvieron una exclamación al ver el escandaloso comportamiento del joven príncipe, pero la corte inglesa, incluidos los reyes, sonrió ante el entusiasmo y la energía del muchacho. Cuando los dos jóvenes ejecutaron sin problemas los últimos giros y la cabriola, todo el mundo aplaudió y se echó a reír. Todo el mundo excepto el príncipe Arthur, que tenía la vista fija en un punto intermedio y se había propuesto no mirar a su hermano mientras éste bailaba. Sólo salió de su abstracción cuando su madre le rozó el brazo con la mano.

—Esperemos que esté imaginando su noche de bodas —comentó el rey con su madre, lady Margaret—, aunque lo dudo.

La dama soltó una áspera carcajada.

—La novia no me ha causado una gran impresión —dijo en tono crítico.

—¿No? —preguntó Henry—. Vos misma visteis el tratado.

—El precio es atractivo, pero la mercancía no es de mi gusto —dijo, haciendo gala de su aguzado ingenio—. No es más que una cría menuda.

—¿Hubierais preferido una robusta vaca?

—Quiero una chica con buenas caderas para darnos hijos —dijo sin tapujos—. Muchos hijos que llenen los aposentos de los niños.

—Pues a mí no me desagrada —concluyó el rey.

Sabía perfectamente que jamás podría decir lo mucho que le agradaba. Ni siquiera debía pensarlo.

Las damas de Catalina acostaron a la princesa en el lecho nupcial, María de Salinas le dio un beso de buenas noches y doña Elvira la bendición de una madre. Arthur, sin embargo, aún tenía que soportar otra ronda más de palmaditas en la espalda y comentarios procaces antes de que sus caballeros y los cortesanos lo escoltaran hasta la puerta de la alcoba. Lo acostaron en la cama junto a la princesa, que permaneció inmóvil y en silencio mientras los desconocidos se reían y les deseaban buenas noches. Después llegó el arzobispo para rociar la cama con agua bendita y rezar por la joven pareja. No podrían haberlos acostado de una forma más pública, a menos que se hubiesen abierto las puertas a todos los londinenses para que pudiesen ver a los jóvenes juntos sobre el lecho conyugal, tan tiesos como el cabezal. Ambos tuvieron la sensación de que habían transcurrido horas antes de que las puertas se cerraran por fin y dejaran fuera a todos aquellos rostros curiosos y sonrientes. Se quedaron solos, incómodamente apoyados en los cojines, tan inmóviles como muñecas.

Se hizo el silencio.

—¿Os apetece un vaso de cerveza? —le ofreció Arthur, tan nervioso que su voz era apenas audible.

—No me gusta mucho la cerveza —respondió Catalina.

—Ésta es diferente. La llaman cerveza nupcial y la endulzan con aguamiel y especias. Nos infundirá valor.

—¿Necesitamos valor?

La sonrisa de Catalina envalentonó a Arthur, que se levantó para ir a buscar una copa.

—Creo que sí —dijo—. Sois extranjera en un país nuevo y las únicas mujeres que yo conozco son mis hermanas. Creo que ambos tenemos mucho que aprender.

Catalina cogió la copa de cerveza caliente y bebió un sorbo del embriagador líquido.

—Oh, me gusta mucho.

Arthur se bebió su copa de un solo trago y se sirvió otra antes de regresar a la cama. Apartar las mantas y tenderse junto a su esposa le parecía una imposición, pero la idea de levantarle el camisón y montarla era algo que escapaba a su entendimiento.

—Apagaré la vela —dijo.

De repente los envolvió la oscuridad, alterada tan sólo por el resplandor rojo de las brasas.

—¿Estáis muy cansada? —le preguntó el príncipe, con la esperanza de que ella respondiera que estaba demasiado cansada para cumplir con sus deberes de esposa.

—En absoluto —dijo ella amablemente, con una voz incorpórea que surgió de la oscuridad—. ¿Y vos?

—No. ¿Preferís dormir? —le preguntó.

—Sé lo que tenemos que hacer —dijo ella con brusquedad—. Todas mis hermanas han estado casadas, lo sé todo.

—Yo también —dijo él, ofendido.

—No estaba insinuando que vos no lo supierais, lo que quería decir es que no debéis tener miedo de empezar. Yo sé lo que tenemos que hacer.

—No tengo miedo, es sólo que… —Horrorizado, Arthur notó la mano de Catalina, que le subía la camisa de dormir y le acariciaba el estómago—. No quería asustaros —dijo, con voz temblorosa. Su deseo era cada vez mayor, aunque le daba pánico la idea de ser incapaz de hacer lo que debía hacer.

—No tengo miedo —dijo la hija de Isabel de Castilla—. Jamás le he tenido miedo a nada.

En mitad del silencio y de la oscuridad, Arthur notó la mano de Catalina, que cogió su miembro y lo sujetó con fuerza. El contacto hizo crecer tanto y tan bruscamente su deseo que temió correrse en la mano de su esposa. Gimió de placer, se colocó sobre Catalina y se dio cuenta de que ella se había subido el camisón y estaba desnuda de cintura hacia abajo. Se movió con torpeza y notó el estremecimiento de Catalina cuando se apretó contra su cuerpo. Se le antojó un proceso imposible: no había forma de saber qué debía hacer, nada que pudiera ayudarlo o guiarlo, ni siquiera conocía la misteriosa geografía del cuerpo de su esposa. Y entonces, Catalina sofocó con la mano un grito de dolor y Arthur supo que ya lo había hecho. Sintió tanto alivio que se corrió de inmediato: la eyaculación le resultó dolorosa y placentera a partes iguales, pero supo que a pesar de lo que pensaran de él su padre y su hermano Harry, lo había hecho. Ya era un hombre y un esposo, y la princesa era su esposa, ya no era una doncella que no conocía varón.

Catalina esperó hasta que Arthur se quedó dormido; luego se levantó y se lavó en su cámara privada. Estaba sangrando, pero sabía que la hemorragia no duraría mucho. El dolor no era peor de lo que esperaba: su hermana Isabel le había dicho que dolía menos que caerse de un caballo y estaba en lo cierto. Margarita de Austria, su cuñada, le había dicho que era como estar en el paraíso, pero Catalina no se imaginaba que la vergüenza y la incomodidad que había sentido pudieran ser gozosas. Así pues, concluyó que Margarita exageraba, cosa que hacía a menudo.

La princesa regresó a la alcoba, pero no se metió en la cama, sino que se sentó en el suelo, junto al fuego. Colocó los brazos alrededor de las rodillas y se quedó allí, contemplando las brasas.

«No ha sido un mal día», me digo a mí misma y sonrío. Es una frase de mi madre. Deseo tanto escuchar su voz que repito sus palabras para mis adentros. A veces, cuando yo no era más que una criatura, mi madre montaba a caballo todo el día, pasaba revista a las avanzadas o regresaba a la retaguardia para meter prisa a la comitiva más lenta. Cuando terminaba, volvía a su tienda, se quitaba las botas de montar, se dejaba caer sobre las lujosas alfombras moras y, rodeada de cojines junto al fuego que ardía en un brasero de latón, decía: «No ha sido un mal día».

—¿Alguna vez tenéis un mal día? —le pregunté en una ocasión.

—No cuando se cumple la voluntad de Dios —me contestó con expresión grave—. Algunos días es fácil y otros no tanto, pero cuando una cumple la voluntad de Dios, nunca tiene días malos.

No dudo ni por un segundo de que acostarme con Arthur, e incluso haberlo tocado sin pudor alguno para que me penetrara, es la voluntad de Dios. Y también es la voluntad de Dios que exista una alianza inquebrantable entre España e Inglaterra. España sólo podrá desafiar la expansión de Francia si Inglaterra se convierte en un aliado de confianza. Sólo si contamos con las riquezas de los ingleses y, especialmente, con su flota de navíos, podremos los españoles llevar la guerra contra el infiel al corazón mismo de los imperios árabes de África y Turquía. Mientras los príncipes italianos están perdidos en su propio mar de ambiciones y rivalidades, los franceses suponen un peligro para todos sus vecinos: tiene que ser Inglaterra quien se una a España en la cruzada para defender la Cristiandad del temible poder de los moros, ya sean los moros negros de África que me horrorizaron durante la infancia, o los moros de piel clara del aterrador Imperio otomano. Y cuando los hayamos derrotado, las cruzadas continuarán y viajarán hasta la India, hacia Oriente, todo lo lejos que sea necesario para acabar con la siniestra religión de los moros. Mi mayor miedo es que los reinos sarracenos se extiendan sin límite, hasta un fin del mundo que ni siquiera Cristóbal Colón conoce.

—¿Y si no podemos terminar nunca con ellos? —le pregunté una vez a mi madre. Estábamos asomadas a los muros de la fortaleza, calentados por el sol, y contemplábamos la marcha de otro grupo de moros que abandonaban Granada. Unas cuantas mulas cargaban con sus bultos, las mujeres lloraban y los hombres iban con la cabeza gacha. El estandarte de Santiago ondeaba sobre la fortaleza roja, en el mismo lugar presidido durante siete siglos por la media luna, y las campanas que llamaban a misa habían sustituido a los cuernos que antes convocaban a los herejes a la oración—. ¿Y si ahora hemos derrotado a éstos, pero se marchan a África y vuelven dentro de un año?

—Por eso tienes que ser valiente, mi princesa de Gales —me respondió mi madre—. Por eso tienes que estar preparada para luchar contra ellos cuando lleguen. Ésta guerra durará hasta el fin del mundo, hasta el fin de los tiempos, cuando Dios la termine definitivamente. Adoptará muchas formas y no cesará jamás. Vendrán una y otra vez, y tú tendrás que estar preparada en Gales, como nosotros lo estaremos aquí, en España. Te traje al mundo para que fueras una princesa guerrera, igual que yo soy una reina guerrera. Tu padre y yo te hemos colocado en Inglaterra igual que María está en Portugal y Juana con los Habsburgo, en los Países Bajos. Vosotras debéis defender las tierras de vuestros esposos y conservar su alianza con nosotros. Es tu misión preparar a Inglaterra y hacer de ella un lugar seguro. Cerciórate de no fallarle nunca a tu país: de igual manera, tus hermanas jamás deben fallarle al suyo como yo jamás le he fallado al mío.

Catalina se despertó de madrugada al notar que Arthur le separaba muy despacio las piernas. Lo dejó hacer a regañadientes, pues sabía que era la única forma de concebir un hijo y consolidar la alianza. Algunas princesas, como su madre, habían tenido que asegurar su reino luchando en el campo de batalla, pero la mayoría —como ella— se habían visto obligadas a soportar dolorosas pruebas en privado. Arthur no tardó mucho y de inmediato se quedó dormido. Catalina se quedó inmóvil, para no volver a despertarlo.

El príncipe no se movió hasta el alba, cuando sus criados de la Cámara Privada llamaron alegremente a la puerta. Arthur se levantó, saludó a Catalina con un incómodo «Buenos días» y salió. Sus amigos lo aclamaron y lo acompañaron triunfalmente a sus aposentos. Catalina lo oyó cuando dijo, en tono vulgar y jactancioso:

—Caballeros, esta noche he estado en España.

Oyó también las carcajadas con las que sus amigos celebraron la broma. Las damas de Catalina entraron en ese momento con el vestido de la princesa y oyeron las risas de los hombres. Doña Elvira arqueó sus finísimas cejas para mostrar su contrariedad ante los modales de los ingleses.

—No quiero ni pensar qué diría vuestra madre —comentó la dueña.

—Diría que lo que importa no son las palabras, sino la voluntad de Dios… y la voluntad de Dios se ha cumplido —respondió Catalina en tono categórico.

Para mi madre fue distinto. Ella se enamoró al instante de mi padre y se casó llena de dicha. Cuando crecí empecé a entender que se deseaban de verdad, que no se trataba tan sólo de una poderosa alianza entre un rey y una reina formidables. Tal vez mi padre tuviera amantes, pero necesitaba a su esposa, no era feliz sin ella. Y mi madre ni siquiera miraba a otros hombres, sólo tenía ojos para mi padre. De todas las cortes de Europa, la española era la única en la que no se estilaban los juegos amorosos, ni los coqueteos, ni la adoración de la reina en la práctica del amor cortés, porque habría sido una pérdida de tiempo: mi madre ni se fijaba en los otros hombres y cuando alguno suspiraba por ella y le decía que tenía los ojos tan azules como el cielo, mi madre se limitaba a echarse a reír y a decir: «Qué tontería». Y eso era todo.

Si mis padres tenían que separarse por algún motivo, se escribían a diario. Él era incapaz de dar un paso sin consultarlo antes con ella y pedirle consejo. Y cuando él estaba en peligro, ella apenas podía conciliar el sueño.

Mi padre no podría haber atravesado Sierra Nevada si mi madre no le hubiera enviado más soldados y cuadrillas de trabajadores que le aplanaran el camino. Nadie más podría haberse abierto camino por aquellas tierras. Mi padre no hubiera confiado en nadie más para apoyarlo, para mantener unido el reino mientras él avanzaba. Y mi madre no hubiera conquistado las montañas por nadie excepto por mi padre, pues él fue el único que consiguió su apoyo. Lo que parecía la excepcional unión de dos partes calculadoras era, en realidad, falso: su política respondía al profundo amor que se profesaban. Mi madre era una gran reina porque así era como podía despertar el deseo de mi padre. Y él era un gran general para poder estar a la altura de ella. Era el amor y el deseo lo que los movía… casi tanto como Dios.

Somos una familia de apasionados. Cuando mi hermana Isabel, Dios la tenga en su gloria, volvió viuda de Portugal, juró que había amado tanto a su esposo que jamás volvería a casarse. Sólo habían estado juntos seis meses, pero mi hermana dijo que sin él la vida no tenía sentido. Juana, mi segunda hermana, está tan enamorada de su esposo Felipe que no soporta perderlo de vista. Y cuando descubre que él está interesado por otra mujer, jura que envenenará a su rival. Está loca de amor por él. Y mi hermano… mi querido hermano Juan… se murió de amor. Él y su bellísima esposa, Margarita de Austria, sentían tanta pasión, estaban tan perdidamente enamorados, que a él le falló la salud y murió seis meses después de la boda. ¿Hay algo más trágico que la muerte de un joven cuando sólo lleva seis meses casado? Procedo de un linaje de apasionados, pero… ¿y yo? ¿Me enamoraré algún día?

No de ese muchacho ridículo, desde luego. El interés que sentí por él al principio se ha desvanecido. Es tan tímido que ni siquiera me dirige la palabra: se limita a farfullar y finge que no encuentra las palabras. Me obligó a asumir el mando en la alcoba y me avergüenza el hecho de haber tenido que dar el primer paso. Me ha convertido en una desvergonzada, en una vulgar verdulera, cuando lo que yo deseo es que me cortejen como a las damas de los romances. Pero si yo no lo hubiera incitado… ¿qué habría hecho Arthur? Ahora me siento como una tonta y él es el responsable de mi vergüenza. «En España», ¡ja! Ni siquiera habría llegado a la esquina si yo no le hubiera enseñado lo que tenía que hacer. Estúpido.

La primera vez que lo vi pensé que era tan apuesto como los caballeros de los romances, como un trovador o un poeta. Pensé que yo podría ser como la dama de la torre, que él cantaría bajo mi ventana y me convencería para que lo amase. Pero aunque Arthur tiene el aspecto de un poeta, le falta el ingenio. Jamás consigo que me dirija más de dos palabras. Empiezo a pensar que me estoy rebajando al intentar complacerlo.

Por supuesto, no olvido que mi deber es soportarlo. Mi deseo es concebir un hijo, mi destino es mantener Inglaterra a salvo de los moros. Y eso haré. Ocurra lo que ocurra, seré reina de Inglaterra y protegeré mis dos países: la España en la que nací y la Inglaterra en la que me casé.