Otoño de 1509

Una noche de octubre, cuando ya hacía tres semanas que la reina se negaba a bailar después de la medianoche, pero insistía en que sus damas de honor bailaran con Henry, Katherine le dijo a su esposo que estaba encinta y le rogó que mantuviera el secreto.

—¡Quiero decírselo a todo el mundo! —exclamó él. Había acudido en camisa de dormir a los aposentos de la reina y estaban sentados frente a frente junto al calor del fuego.

—Podéis escribirle a mi padre el próximo mes —especificó Katherine—, pero de momento no quiero que lo sepa todo el mundo. Tampoco tardarán mucho en darse cuenta.

—Tenéis que descansar —se apresuró a decir Henry—. ¿Debéis comer algo en especial? ¿Tenéis antojo de alguna comida? Pediré de inmediato lo que queráis, aunque haya que despertar a los cocineros. Decidme, amor mío, ¿qué deseáis?

—¡Nada! ¡Nada! —respondió Katherine, entre risas—. Tenemos dulces y vino. ¿Me habéis visto alguna vez comer otras cosas a estas horas?

—¡Normalmente, no! Pero ahora es distinto.

—Mañana por la mañana les preguntaré a los médicos —dijo ella—, pero ahora no necesito nada. De verdad, amor mío.

—Quiero traeros lo que necesitéis —insistió él—. Quiero cuidaros.

—Ya me cuidáis —lo tranquilizó ella—. Estoy perfectamente alimentada y me siento muy bien.

—¿No tenéis náuseas? Será niño, estoy seguro.

—Por las mañanas estoy un poco mareada —dijo Katherine, mientras observaba la expresión de radiante felicidad de su esposo—. No tengo ninguna duda de que es niño. Espero que sea nuestro Arthur Henry.

—¡Ah! Así que estabais pensando en él cuando me lo dijisteis durante la competición de tiro con arco.

—Sí, pero entonces no estaba segura y no quería decíroslo aún.

—¿Cuándo calculáis que nacerá?

—A principios de verano, creo.

—¡No puede tardar todo ese tiempo!

—Amor mío, me temo que tardará todo ese tiempo.

—Mañana mismo escribiré a vuestro padre —afirmó Henry— y le diré que se prepare para recibir una gran noticia en verano. Es posible que para entonces ya hayamos vuelto a casa, tras una fabulosa campaña contra los franceses. Tal vez yo os traiga una victoria y vos me deis un hijo.

Henry me ha mandado a su propio médico, el mejor de todo Londres, para que me visite. El hombre permanece en pie en un extremo de la habitación, mientras yo estoy sentada en el otro. Por supuesto, no puede examinarme, pues nadie puede tocar a una reina excepto el rey. Tampoco puede preguntarme si mis períodos o mis deposiciones son regulares, porque esos temas son sagrados. Se siente tan violento por el hecho de que le hayan ordenado visitarme que está paralizado: tiene la mirada fija en el suelo y me hace preguntas breves en tono cortante. Habla en inglés y tengo que esforzarme para oír lo que dice y entenderlo.

Me pregunta si como bien y si tengo náuseas. Yo le respondo que como muy bien, pero que siento náuseas nada más oler o ver la carne cocinada. Echo de menos la fruta y la verdura que formaban parte de mi dieta habitual en España. Tengo antojo de baklava, esos dulces hechos con miel, o de tajín de verduras y arroz. El médico dice que no me preocupe, pues a los seres humanos no les aporta ningún beneficio comer verduras o fruta; es más, me aconseja no comer ningún alimento crudo durante el embarazo.

Me pregunta si sé cuándo he concebido. Le digo que no estoy del todo segura, pero que recuerdo la fecha de mi último período. Me sonríe como le sonreiría un hombre con estudios a un estúpido y me dice que eso ayuda poco a la hora de saber cuándo debe nacer el bebé. Sin embargo, yo sé que los doctores árabes calculan la fecha de nacimiento con un ábaco especial. Dice que jamás ha oído hablar de esas cosas, pero que esos artilugios infieles son antinaturales y no deben usarse con un niño cristiano.

Me aconseja que descanse y me pide que lo mande llamar si me encuentro mal y vendrá a aplicarme sanguijuelas. Cree firmemente que sangrar con frecuencia a las mujeres es muy útil para evitar que sufran calor. Luego hace una reverencia y se marcha.

Perpleja, miro a María de Salinas, que ha permanecido en un rincón de la alcoba durante esta parodia de visita.

—¿Y éste es el mejor médico de Inglaterra? —le pregunto—. ¿Esto es lo mejor que tienen?

María sacude la cabeza en un gesto de asombro.

—Me pregunto si podríamos traer a alguien de España —digo, pensando en voz alta.

—Vuestros padres eliminaron de España a todos los eruditos —dice. En ese momento, casi me avergüenzo de mis padres.

—Sus conocimientos eran heréticos —digo, poniéndome a la defensiva.

María se encoge de hombros.

—Bueno, la Inquisición arrestó a muchos de ellos y los demás huyeron.

—¿Adónde fueron? —le pregunto.

—Adonde van todos. Los judíos se marcharon a Portugal, y luego a Italia y a Turquía. Creo que están por toda Europa. Y supongo que los moros se marcharon a África y a Oriente.

—¿Y no podemos encontrar a alguien en Turquía? —insinúo—. Un infiel no, desde luego, pero tal vez alguien que haya aprendido de doctores árabes… Tiene que haber doctores cristianos con conocimientos o alguien que sepa más que éste.

—Le preguntaré al embajador —dice.

—Pero tiene que ser cristiano —especifico.

Sé que voy a necesitar un doctor más capacitado que este hombre apocado e ignorante, pero no quiero poner en cuestión la autoridad de mi madre ni la de la Santa Iglesia. Si ellos dicen que esos conocimientos son pecado, entonces no dudaré en aceptar la ignorancia, desde luego, pues ese es mi deber. Yo no soy ninguna erudita y es mejor que me deje guiar por las normas de la Santa Iglesia. Y sin embargo… ¿de verdad es la voluntad de Dios que renunciemos al conocimiento? ¿Y si esa ignorancia me cuesta el hijo y el heredero de Inglaterra?

Katherine no redujo sus tareas, entre ellas dar órdenes que debían comunicar al rey, escuchar a los peticionarios que acudían en busca de justicia o comentar con los miembros del Consejo Privado las noticias del reino. Sin embargo, envió una carta a España en la que insinuaba que tal vez su padre quisiese enviar un embajador que representase los intereses españoles, sobre todo porque Henry estaba decidido a aliarse con España para declararle la guerra a Francia, y quería hacerlo en cuanto llegase el momento idóneo para una guerra, en primavera. Seguramente, habría mucha correspondencia entre los dos países.

«Está decidido a hacer lo que vos deseéis —le escribió Catalina a su padre, traduciendo cada palabra al complejo código que utilizaban—. Es consciente de que él jamás ha estado en una guerra y desea que al ejército angloespañol le salga todo bien. Me preocupa mucho, ciertamente, que se exponga a peligros. No tiene herederos y, aunque los tuviera, este país es complicado para un príncipe menor de edad. Cuando vaya con vos a la guerra, confío en que cuidaréis de él. Desde luego, desea conocer de cerca la guerra y estoy segura de que aprenderá a luchar de vos, pero confío en que lo mantendréis alejado del verdadero peligro. No me malinterpretéis —afirmó, en tono contundente—, debe experimentar la sensación de estar en plena guerra y debe aprender cómo se ganan las batallas, pero no debe asumir ningún peligro real. Y —añadió—, jamás debe saber que lo hemos protegido».

El rey Fernando, que una vez más se hallaba en plena posesión de Castilla y Aragón como regente de su hija Juana —quien se había sumido en un tenebroso mundo de dolor y locura, y había perdido toda capacidad de gobernar— se apresuró a responder a su hija pequeña y le dijo que no debía preocuparse por la seguridad de su esposo durante la guerra, que él mismo se ocuparía de que Henry sólo se viera expuesto a emociones. «Y no permitas que tus temores de esposa lo distraigan de sus obligaciones —le recordó—. Tu madre jamás rehuyó el peligro durante todos los años que estuvo a mi lado. Tienes que ser la reina que ella quería que fueses. Debemos luchar en esta guerra por la seguridad y el bien de todos, y el joven rey debe representar su papel junto al viejo monarca y al viejo emperador. Es ésta una alianza entre dos veteranos y un joven inexperto, pero estoy seguro de que él también desea tomar parte». El rey Fernando había dejado un espacio en la carta, como si reflexionara, y luego había añadido un colofón: «Por supuesto, ambos nos aseguraremos de que para él no sea más que un juego. Y, por supuesto, él no lo sabrá jamás».

Fernando tenía razón. Henry estaba ansioso de formar parte de una alianza que derrotara a Francia. El Consejo Privado, integrado por los hombres sensatos que habían asesorado a Henry VII durante su prudente reinado, se quedó perplejo al descubrir que el joven rey estaba convencido de que reinar significaba declarar guerras y que no concebía mejor forma de demostrar que había heredado el trono. Los muchachos impacientes y bulliciosos que integraban la joven corte incitaban a Henry a declarar la guerra, pues también ellos ansiaban la oportunidad de demostrar su valor. Hacía tanto tiempo que los ingleses odiaban a los franceses que parecía increíble que en algún momento se hubiera firmado la paz y que, además, durase. En cierta manera, era antinatural vivir en paz con los franceses. En cuanto existiese la certeza de que la victoria era posible, las cosas regresarían a su estado bélico natural… y la victoria era ya una certeza, gracias a un rey joven y a una corte joven.

Los discretos comentarios de Katherine no servían para aplacar la fiebre de la guerra. Henry se mostró tan belicoso con el embajador francés durante la primera reunión que mantuvieron que el perplejo diplomático informó a sus superiores de que el nuevo rey estaba colérico e incluso negaba haber escrito una carta pacífica al rey de Francia… cosa que el Consejo Privado había hecho sin que él lo supiera. Por fortuna, la segunda reunión salió mejor, pues Katherine se aseguró de estar presente.

—Saludadlo gentilmente —se apresuró a decirle a su esposo, cuando vio acercarse al embajador.

—No pienso simular amabilidad si lo que quiero es declarar la guerra.

—Tenéis que ser astuto —le dijo Katherine—. Tenéis que dominar el arte de decir una cosa y pensar otra.

—No pienso fingir. Jamás doblegaré mi orgullo.

—No, no debéis fingir exactamente, sólo permitir que os malinterprete. Existen muchas formas de ganar una guerra y lo que cuenta es ganar, no amenazar. Si cree que sois su amigo, podremos coger por sorpresa a los franceses. ¿Por qué avisarlos de un ataque?

Henry estaba confuso y observó a su esposa con el ceño fruncido.

—No soy ningún mentiroso.

—No, puesto que la última vez ya le dijisteis que os ibais a encargar de poner freno a las vanas ambiciones de su rey. No podemos dejar que los franceses se hagan con Venecia, pues nosotros tenemos una antigua alianza con ella…

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo Katherine en tono firme—. Inglaterra tiene una antigua alianza con Venecia y, además, es la primera defensa de la Cristiandad contra los turcos. Al amenazar Venecia, los franceses están a punto de permitir la entrada de infieles en Italia. Deberían avergonzarse. Sin embargo, vos ya advertisteis al embajador francés la última vez que os reunisteis con él y no podríais haber sido más claro. Ahora es momento de que lo saludéis con una sonrisa. No hay ninguna necesidad de que le expliquéis con todo detalle vuestra campaña. Es mejor que nos guardemos nuestras opiniones y que no las comentemos con gente como él.

—Ya se lo he dicho una vez, no es necesario que se lo repita. Yo no repito las cosas —dijo Henry, encantado con la idea.

—Nosotros no alardeamos de nuestro poder —añadió Katherine—. Sabemos lo que podemos hacer y sabemos muy bien lo que vamos a hacer. En cuanto a ellos, ya lo descubrirán cuando llegue el momento.

—Ciertamente —dijo Henry, mientras descendía del estrado para saludar con la mayor cortesía al embajador, quien tartamudeó al devolverle el saludo y lo obsequió con una torpe reverencia.

—Lo he dejado totalmente desconcertado —le comentó más tarde Henry a su esposa, en tono alegre.

—Ha sido una actuación magistral —le aseguró ella.

Si Henry fuera un zopenco, no me quedaría más remedio que tragarme mi impaciencia y controlar más a menudo el genio, pero lo cierto es que no le falta inteligencia. Es hábil y brillante, incluso puede que tenga un ingenio tan vivo como el de Arthur. Sin embargo, a Arthur lo habían educado para pensar, lo habían educado para ser rey ya desde la cuna, mientras que este segundón ha progresado gracias a su encanto y a su labia. Todo el mundo lo encontraba encantador y no se le exigía otra cosa que simpatía. Es muy inteligente y es capaz de aprender, conversar y pensar por su cuenta, pero sólo cuando el tema le interesa… y, si ése es el caso, sólo por un breve espacio de tiempo. Lo obligaron a estudiar, pero únicamente para que demostrara su inteligencia, pues es un muchacho vago, tremendamente vago… Prefiere que alguien realice por él las tareas más minuciosas, lo cual es un grave defecto en un rey, pues deja todo su poder en manos de sus subordinados. Un rey que no cumple con su deber está siempre en manos de sus consejeros. Es la manera más rápida de otorgar excesivos poderes a los consejeros.

Henry me pide que sea yo quien redacte los términos del contrato entre España e Inglaterra. A él no le gusta esa tarea, prefiere limitarse a dictar y que sea un escribano quien lo pase en limpio. Y tampoco se molesta en aprender el código, lo cual significa que soy yo quien escribe o traduce toda la correspondencia entre Henry y el emperador o entre Henry y mi padre. Lo quiera o no, estoy en el mismísimo centro de los planes de guerra. No puedo hacer otra cosa que tomar las decisiones esenciales de esta alianza, mientras mi marido se queda al margen.

Por supuesto, a mí no me cuesta cumplir con mi obligación. Ningún hijo de mi madre rehuiría jamás su deber, menos aún si ese deber implica una guerra con los enemigos de España. Nos inculcaron desde pequeños que reinar es un deber, no un regalo. Ser rey significa gobernar, y gobernar implica siempre trabajo. Ningún hijo de mi padre se habría resistido a planear o conspirar, ni a prepararse para la guerra. En la corte inglesa no hay nadie más capacitado que yo para conducir a este país a la guerra.

No soy tonta, me di cuenta desde el principio de que lo que planea mi padre es utilizar las tropas inglesas contra los franceses: mientras nosotros nos enfrentamos a ellos en el momento y lugar que mi padre elija, no me cabe la menor duda de que él invadirá el reino de Navarra. Le he oído decirle decenas de veces a mi madre que si conquistaba Navarra, habría conseguido cerrar la frontera norte de Aragón. Además, es una región próspera, con viñedos y trigales. Mi padre ha codiciado Navarra desde que subió al trono de Aragón: sé que intentará conquistarla en cuanto tenga la oportunidad. Y si consigue que sean los ingleses quienes le hagan el trabajo, mejor.

Sin embargo, yo no libraré esta guerra para complacer a mi padre, aunque dejo que lo piense. No permitiré que me convierta en un instrumento suyo, sino que yo lo utilizaré a él en mi propio provecho. Deseo esta guerra por Inglaterra y por Dios. El mismísimo papa ha declarado que los franceses no deben invadir Venecia; el mismísimo papa ha enviado sus tropas al campo de batalla para luchar contra los franceses. Quien se precie de ser un verdadero hijo de la Iglesia no necesita mayor causa que ésta: saber que el Santo Padre ha solicitado ayuda.

Y para mí existe, además, otra razón aún más poderosa que ésa. Jamás olvido la advertencia de mi madre: que los moros atacarán de nuevo la Cristiandad. Jamás olvido lo que me dijo mi madre: que debo estar preparada en Inglaterra, igual que ella siempre lo estuvo en España. Si los franceses derrotan los ejércitos del papa y se apoderan de Venecia… ¿qué duda cabe de que los moros lo verán como la oportunidad perfecta para arrebatar Venecia a los franceses? Y una vez que los moros pongan de nuevo un pie en el corazón de la Cristiandad, tendremos que librar otra vez la guerra de mi madre. En esta ocasión llegarán desde el este, desde Venecia, y tendrán a su merced a toda la Europa cristiana. Mi propio padre me dijo que Venecia, con su próspero comercio y sus fabulosos astilleros, no debía caer jamás en manos de los moros. Jamás debemos permitirles que conquisten una ciudad en la que podrían construir galeras en una semana, armarlas en pocos días y dotarlas de tripulación en una mañana. Si los moros se hacen con el control de los astilleros y de los carpinteros de navío venecianos, habremos perdido los mares. Sé cuál es la tarea que me han encomendado, tanto mi madre como Dios: enviar tropas al servicio del papa y defender Venecia de sus invasores. No me será difícil convencer a Henry para que piense lo mismo.

Y, sin embargo, no me olvido de Escocia. Jamás olvido lo mucho que temía Arthur a los escoceses. El Consejo Privado tiene a varios espías apostados en la frontera: el anterior rey situó allí —me atrevería a decir que deliberadamente— a Thomas Howard, el anciano conde de Surrey. El rey Henry, mi suegro, regaló a Thomas Howard muchas tierras en el norte, de modo que es precisamente él quien más interés tiene en salvaguardar la frontera. El anterior rey no era ningún tonto: no permitía que los demás se ocuparan de sus asuntos ni confiaba en sus capacidades, sino que los vinculaba a su éxito. Si los escoceses invaden Inglaterra, tendrán que atravesar las tierras de Howard y él desea tanto como yo que eso no suceda jamás. Me ha asegurado que los escoceses no nos atacarán este verano, en todo caso, no harán más que sus habituales incursiones de pillaje. La información que hemos podido reunir gracias a los mercaderes ingleses que han estado en Escocia y a los viajeros a los que hemos pedido que mantengan los ojos bien abiertos, parece confirmar la opinión del conde. Por lo menos durante este verano estaremos a salvo, así que puedo aprovechar este momento para mandar al ejército inglés a la guerra con los franceses. Henry, por su parte, puede marcharse sin peligro y aprender a ser un soldado.

Katherine contempló el baile de los festejos de Navidad, aplaudió las cabriolas de su esposo con otras damas, se divirtió con los bufones y firmó las facturas de las enormes cantidades de vino, cerveza, carne de ternera y selectos manjares que se habían consumido en la corte. Como regalo de Navidad, obsequió a Henry con una preciosa silla de montar de taracea y unas cuantas camisas que ella misma había confeccionado y bordado con dibujos geométricos de hilo negro, siguiendo la moda de España.

—Quiero que vos confeccionéis todas mis camisas —le dijo Henry, acariciándose la mejilla con el delicado tejido—. No quiero volver a ponerme nada que hayan tocado las manos de otra mujer. Sólo vos haréis mis camisas.

Katherine sonrió y apoyó una mano en el hombro de su esposo para obligarlo a ponerse a la misma altura que ella. Igual que un niño mayor, Henry obedeció y ella lo besó en la frente.

—Siempre —le prometió— seré yo quien os haga las camisas.

—Y ahora, vuestro regalo —dijo el rey, al tiempo que le entregaba una cajita alargada de piel. Katherine la abrió y descubrió en su interior un magnífico conjunto de joyas: una diadema, un collar, dos brazaletes y anillos a juego.

—¡Oh, Henry!

—¿Os gusta?

—Me encanta —respondió Katherine.

—¿Os las pondréis esta noche?

—Me las pondré esta noche y la Noche de Reyes —le prometió ella.

La joven reina resplandecía de felicidad durante la primera Navidad de su reinado. Las faldas de su vestido ya no podían disimular la curva de su vientre. Allí donde fuera la reina, su joven esposo pedía que le trajeran una silla, pues no debía estar en pie ni un solo momento, ni tampoco debía cansarse. Henry compuso para ella canciones que interpretaban los músicos, danzas y mascaradas que se celebraban en su honor. Satisfecha de la fertilidad de la reina, de la juventud y fortaleza del rey, y en general de sí misma, la corte alargaba la alegría hasta bien entrada la noche, mientras la reina permanecía sentada en su trono, con las piernas ligeramente separadas para acomodar la curva de su vientre, y sonreía de contento.