Primavera de 1513

Henry se pasó el invierno hablando de la guerra y, al llegar la primavera, Katherine empezó a reclutar tropas y a reunir materiales para invadir el norte de Francia. Según el tratado con Fernando, el rey español invadiría Guienne para entregársela a los ingleses, mientras las tropas anglosajonas tomaban Normandía. Maximiliano, emperador del Sacro Imperio Romano, se uniría al ejército inglés en la batalla del norte. Era un plan infalible si las tres partes atacaban de forma simultánea y si cada uno confiaba ciegamente en los otros.

Para mí no fue ninguna sorpresa descubrir que mi padre había iniciado conversaciones de paz con Francia durante los mismos días en que Thomas Wolsey, que es el limosnero real y mi mano derecha, escribía por orden mía a todos los pueblos y ciudades de Inglaterra y preguntaba cuántos hombres podían reclutar al servicio del rey para la guerra contra Francia. Sé muy bien que mi padre sólo piensa en la supervivencia de España: España es lo primero. No lo culpo, pues ahora que soy reina entiendo un poco mejor qué significa amar un país con tanta pasión que uno sería capaz de traicionar a cualquiera —incluso a su propia hija, como ha hecho él— para mantenerlo a salvo. Mi padre se enfrenta a un dilema: por un lado, la perspectiva de una guerra problemática que no le va a reportar beneficio alguno y, por el otro, la perspectiva de la paz con Francia, que presenta muchas ventajas. En esa situación, mi padre elige la paz y convierte a Francia en su aliada. Nos ha traicionado en el más absoluto secreto y hasta ha conseguido engañarme.

Cuando se da a conocer la noticia de la gran perfidia, mi padre le echa la culpa a su embajador y a unas supuestas cartas extraviadas. Es una burda excusa, pero no me quejo, pues sé que mi padre se unirá a nosotros en cuanto todo indique que vamos a ganar esta guerra. Lo más importante ahora es que Henry tenga su propia campaña bélica en Francia y me deje sola para arreglar cuentas con los escoceses.

—Tiene que aprender a guiar a los hombres en la batalla —me dice Thomas Howard—. No son un montón de críos en un burdel… disculpadme, vuestra gracia.

—Lo sé —le contesto—, tiene que demostrar su valía, pero es muy peligroso.

El veterano soldado apoya una mano en la mía.

—Muy pocos reyes mueren en la batalla —dice—. Y no penséis en el rey Richard, porque él mismo se lanzó contra las espadas. Sabía que lo habían traicionado. Lo que se hace con la mayoría de los reyes es pedir un rescate por ellos, lo cual no es ni la mitad del riesgo que correréis vos si equipáis un ejército, lo mandáis a Francia cruzando el estrecho y luego os enfrentáis a los escoceses con las tropas que queden.

Guardo silencio durante un instante. No sabía que Thomas Howard hubiera descubierto mis planes.

—¿Y quién dice que eso es lo que voy a hacer?

—Sólo yo.

—¿Se lo habéis contado a alguien?

—No —afirma sin vacilar—. Yo me debo a Inglaterra. Además, creo que tenéis razón: debemos acabar de una vez por todas con los escoceses y será mejor hacerlo mientras el rey se halla a salvo en el extranjero.

—Ya veo que no os preocupa en exceso mi seguridad —comento.

Howard se encoge de hombros y sonríe.

—Vos sois una reina —dice—. Muy querida, sí, pero siempre podemos encontrar otra. En cambio, no nos queda ningún otro rey Tudor.

—Lo sé —digo. Es una verdad tan clara como el agua: a mí pueden sustituirme, pero a Henry no. Por lo menos, hasta que yo tenga un hijo suyo.

Thomas Howard ha adivinado mis planes, pero no me cabe ninguna duda acerca de cuál es mi auténtico deber. Es exactamente como me dijo Arthur: el mayor peligro para la seguridad de Inglaterra viene del norte, de los escoceses; por tanto, debo avanzar hacia el norte. Debo animar a Henry para que se ponga su mejor armadura y parta con sus entrañables amigos a luchar contra los franceses en una especie de gloriosa justa. En el norte, sin embargo, quedará una sangrienta batalla por librar, pero la victoria nos mantendrá a salvo durante generaciones. Si quiero convertir Inglaterra en un lugar seguro para mí, para el hijo que aún no he tenido y para los reyes que vendrán después de mí, debo derrotar a los escoceses.

Aunque jamás llegue a tener un hijo, aunque jamás tenga un motivo para ir a Walsingham a darle las gracias a Nuestra Señora por habérmelo concedido, habré cumplido con mi deber más importante en este país —mi querida Inglaterra— si consigo aplastar a los escoceses. Aunque muera en el intento.

Respaldo a Henry en su determinación, no le permito que pierda los ánimos ni la voluntad. Me enfrento con el Consejo Privado, que se empeña en ver en la poca palabra de mi padre una señal más de que no debemos participar en esta guerra. En parte, estoy de acuerdo con ellos: creo que no tenemos motivos reales para declararle la guerra a Francia y que una contienda así tampoco nos reportará grandes beneficios. Pero también sé que Henry se muere por ir a la guerra, que cree que Francia es su enemigo y el rey Luis su rival. Quiero quitar a mi esposo de en medio este verano, pues me propongo destruir a los escoceses, y sé que lo único que puede distraerlo es una batalla heroica. Quiero una guerra, no porque esté enfadada con los franceses ni porque pretenda demostrarle nuestro poder a mi padre. Quiero una guerra porque tenemos los franceses al sur y los escoceses al norte: para que Inglaterra esté segura, tenemos que distraer a unos y entablar un combate con los otros.

Me paso horas arrodillada en la capilla, perdida en una especie de ensueño largo y silencioso, pero con quien hablo es con Arthur. «Sé que tengo razón, amor mío —susurro con mis manos entrelazadas—. Sé que vos teníais razón cuando me advertisteis del peligro que suponen los escoceses. Tenemos que dominarlos o de lo contrario nuestro reino jamás podrá dormir tranquilo. Si consigo lo que me propongo, éste será el año en que se decida el futuro de Inglaterra. Si consigo lo que me propongo, enviaré a Henry a luchar con los franceses y yo me enfrentaré a los escoceses, porque así podremos decidir nuestro destino. Sé que los escoceses son nuestra mayor amenaza. Todo el mundo cree que son los franceses —vuestro hermano no piensa en nada que no sea Francia—, pero no conocen la realidad de una guerra. Por mucho que lo odiemos, el enemigo que se halla al otro lado del mar es menos peligroso que el enemigo capaz de invadir nuestras fronteras en una sola noche».

Casi puedo ver a Arthur en la imprecisa oscuridad, tras mis párpados cerrados. «Ah, sí —le digo, con una sonrisa—. Seguramente pensáis que una mujer no puede guiar un ejército, ni puede ponerse una armadura, pero yo sé de la guerra mucho más que la mayoría de los hombres de esta pacífica corte. Ésta es una corte amante de las justas y todos los jóvenes creen que la guerra es un juego. Pero yo sé lo que es una guerra, porque lo he visto. Éste año me veréis cabalgar igual que hacía mi madre, me veréis enfrentarme a nuestro enemigo… el único enemigo que importa. Ahora, éste es mi país, pues vos mismo lo convertisteis en mi país. Y lo defenderé por vos, por mí y por nuestros herederos».

Los preparativos de los ingleses para la guerra contra Francia avanzaban a buen ritmo. Katherine y Thomas Wolsey, su fiel ayudante, se ocupaban a diario de asuntos como las listas de reclutamiento, la recogida de provisiones para el ejército, la forja de armaduras y la formación de los voluntarios para obedecer las órdenes de avanzar, atacar o batirse en retirada. Wolsey se fijó en que la reina tenía dos listas de reclutamiento, como si estuviera preparando dos ejércitos.

—¿Creéis que tendremos que enfrentarnos a los escoceses, además de a los franceses? —le preguntó.

—No me cabe ninguna duda.

—Los escoceses se nos echarán encima en cuanto nuestras tropas se marchen a Francia —dijo—. Tendremos que enviar refuerzos a las fronteras.

—Espero hacer mucho más que eso.

—Su gracia el rey no desea que lo distraigan de su guerra con Francia —señaló Wolsey.

Sin embargo, y a diferencia de lo que esperaba el hombre, la reina no le confió sus planes.

—Lo sé. Debemos asegurarnos de que disponga de una poderosa fuerza para entrar en Calais. Nada debe impedirle ir a la guerra.

—Pero tendremos que quedarnos con algunos hombres para defendernos de los escoceses, pues es seguro que nos atacarán —la advirtió Wolsey.

—Los guardias fronterizos —respondió ella con cierto desdén.

El apuesto Edward Howard, vestido con una capa nueva de color azul marino, acudió a despedirse de la reina cuando la flota se disponía a zarpar. Tenía órdenes de bloquear a los franceses en puerto o de entablar combate con ellos, de ser posible en alta mar.

—Dios os bendiga —le dijo Katherine con voz ligeramente temblorosa por la emoción—. Que Dios os bendiga, Edward Howard, y que la suerte os acompañe como siempre ha hecho.

El joven almirante inclinó la cabeza.

—Tengo la suerte de un hombre que goza del favor de una gran reina al servicio de un gran país —dijo—. Es un honor servir a mi país, al rey y… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible— y a vos, mi reina.

Katherine sonrió. Los amigos de Henry tenían en común cierta tendencia a creerse los protagonistas de un romance y a soñar con Camelot. Desde que había llegado al trono, Katherine había encarnado para todos ellos el mito femenino del amor cortés, pero Edward Howard era su preferido, por encima de los otros jóvenes. Su alegría y su carácter abiertamente afectuoso le habían granjeado el cariño de todo el mundo. Por otro lado, su pasión por la armada y por los barcos que tenía a sus órdenes le habían valido el respeto de Katherine, quien creía que Inglaterra sólo estaría a salvo cuando los ingleses tuvieran el control de los mares.

—Vos sois mi caballero y confío en vos para que llevéis vuestro nombre, y el mío, a la gloria —le respondió la reina, mientras observaba la resplandeciente mirada de satisfacción que apareció en los ojos del joven cuando éste inclinó la morena cabeza para besarle la mano.

—Os traeré unos cuantos barcos franceses —le prometió—. Os traje piratas escoceses y ahora os traeré galeones franceses.

—Los necesito.

—Pues los tendréis, aunque eso suponga que haya de morir en el intento.

Katherine levantó un dedo.

—Nada de morir —lo advirtió—. A vos también os necesito —dijo, mientras le tendía la otra mano—. Pensaré en vos cada día y rezaré por vos —le prometió.

Edward se levantó y se marchó, envuelto en el revoloteo de su capa nueva.

Es la fiesta de San Jorge y aún no tenemos noticias de la flota inglesa cuando por fin llega un mensajero con el semblante muy serio. Henry permanece a mi lado mientras el joven nos da razón de la batalla en el mar que Edward estaba tan seguro de ganar, esa misma batalla que debía demostrar la superioridad de los barcos ingleses frente a los navíos franceses. El padre de Edward está junto a mí cuando nos enteramos del destino del joven, mi caballero Edward, tan convencido él de que traería un galeón francés hasta el puerto de Londres.

Edward bloqueó en Brest a la flota francesa, que no se atrevía a abandonar el puerto. Sin embargo, era demasiado ansioso para esperar a que los franceses movieran ficha. Era demasiado joven y no tenía paciencia para una partida larga. Fue un tonto, un tonto entrañable, igual que la mayoría de los muchachos de esta corte, que se creen invencibles. Edward se lanzó a la batalla como un niño que no le tiene miedo a la muerte, que no sabe qué es la muerte, que ni siquiera tiene la sensatez de temer su propia muerte. Como los grandes de España que poblaron mi infancia, Edward creía que el miedo era una enfermedad que él nunca padecería. Creía que Dios lo protegía a él, por encima de todos los demás, y que era intocable.

En vista de que la flota inglesa ya no podía avanzar más y de que la flota francesa se hallaba segura en el puerto, Edward cogió unos cuantos botes de remos y se lanzó al ataque bajo el fuego de los franceses. Fue una maniobra inútil, una maniobra estúpida que acabó con la vida de sus hombres y con la suya propia… y todo porque era demasiado impaciente para esperar y demasiado joven para pensar. Lamento haber enviado a mi querido Edward, mi querido y estúpido Edward, a su propia muerte. Mientras escucho al mensajero, sin embargo, recuerdo que mi esposo no es mayor ni más sensato que él y, desde luego, sabe menos que Edward del mundo de la guerra… y que yo, una mujer de veintisiete años casada con un muchacho que acaba de alcanzar la mayoría de edad, también he cometido el error de creer que no fracasaré.

El mismísimo Edward condujo el pelotón de abordaje hasta el buque insignia del almirante francés —una acción extremadamente audaz— y fue en ese momento cuando sus hombres lo abandonaron, Dios los perdone. Le pidieron que se batiera en retirada cuando la batalla se volvió demasiado cruenta. Saltaron de la cubierta del barco francés a sus botes de remos; algunos, desesperados por huir, se arrojaron al mar mientras las balas caían alrededor como granizo. Y se marcharon, lo dejaron luchando en solitario como un demente, arrinconado contra el mástil y defendiéndose desesperadamente con su espada. Pero estaba en inferioridad numérica. Trató de huir por la borda y, de haber permanecido allí alguno de los botes, tal vez podría haber saltado a su interior, pero los botes ya no estaban. Se arrancó del cuello el silbato de oro propio de su cargo y lo arrojó al mar, para que los franceses no pudieran quedárselo, y luego siguió luchando, hasta que una docena de espadas lo atravesaron. Aún luchaba cuando resbaló y cayó: se sostuvo con un brazo y con el otro siguió esquivando los golpes, hasta que una hoja ávida de sangre se clavó en el brazo que aún empuñaba la espada. Fue en ese momento cuando dejó de luchar. Los franceses podrían haberse apartado entonces y honrar el valor de Edward, pero no lo hicieron: siguieron atacándolo y se lanzaron sobre él como perros hambrientos disputándose un pellejo en el mercado de Smithsfield. Edward murió con el cuerpo atravesado por un centenar de espadas.

Los soldados franceses, supuestos cristianos, tenían tan poco interés en Edward que arrojaron su cuerpo al mar. Dada la poca caridad cristiana que demostraron, lo mismo podían haber sido salvajes o moros. No pensaron en la suprema unción, ni en rezar por el difunto, ni en enterrarlo cristianamente, aunque entre los que presenciaron su muerte se hallaba un sacerdote. Se limitaron a arrojarlo al mar, igual que los restos de comida que se echan a los peces.

Y después se dieron cuenta de que era Edward Howard, mi Edward Howard, el almirante de la flota inglesa, hijo de uno de los hombres más importantes de Inglaterra, y lamentaron haberlo arrojado por la borda como si fuera un perro muerto. No por su honor —no, qué les importaba a ellos—, sino porque tal vez podrían haber pedido un rescate a su familia… y sabe Dios que habríamos pagado muy bien para que nos devolvieran a nuestro querido Edward. Los franceses mandaron a unos cuantos marineros en botes para que pescaran el cadáver, como quien trata de salvar los restos de un naufragio. Le sacaron las tripas igual que a una carpa, le arrancaron el corazón y lo salaron como si fuera bacalao. Después vendieron algunas de sus ropas a modo de recuerdo y otras las mandaron a la corte francesa. Lo poco que quedó de él tras la carnicería lo enviaron a Inglaterra, a su padre y a mí.

Ésta cruel historia me recuerda a Hernando Pérez del Pulgar, quien llevó a cabo aquella temeraria incursión en la Alhambra. Si lo hubieran apresado habría muerto, pero creo que ni siquiera los moros le habrían arrancado el corazón por pura diversión. Habrían reconocido en él a un noble adversario, a un hombre merecedor de respeto. Y nos habrían devuelto su cadáver en uno de esos gestos caballerescos tan habituales en ellos. Bien sabe Dios que en menos de una semana le habrían dedicado una canción, que esa canción se habría cantado en todos los rincones de España en menos de quince días y que en menos de un mes habrían construido una fuente para conmemorar su belleza. Eran moros, sí, pero hacían gala de una cortesía que esos cristianos ni siquiera conocen. Cuando pienso en los franceses, me avergüenzo de llamar «bárbaros» a los moros.

Henry se queda impresionado al escuchar la historia y al conocer nuestra derrota, mientras que el padre de Edward envejece diez años en los diez minutos que tarda el mensajero en decirle que el cuerpo de su hijo se encuentra abajo, en una carreta, pero que sus ropas son el botín que ha recibido madame Claude, la hija del rey de Francia, y que su corazón no es más que un recuerdo de guerra en manos del almirante francés. Estoy tan aturdida que no me siento capaz de consolar ni a uno ni a otro. Me dirijo a mi capilla y le transmito mi dolor a Nuestra Señora, pues ella sabe lo que es amar a un muchacho y verlo dirigirse a su propia muerte. Y mientras me hallo de rodillas, juro que los franceses lamentarán el día en que asesinaron a mi campeón. Ésta acción atroz no quedará impune y yo jamás los perdonaré.