10 de septiembre de 1513
—¡Vuestra gracia! —exclamó un paje, entrando precipitadamente en la tienda de Katherine. Hizo una reverencia apresurada y poco ortodoxa—. ¡Ha llegado un mensajero y trae noticias de la batalla! ¡Lo envía lord Surrey!
Katherine se volvió a toda prisa, sin haber desatado todavía la correa que le sujetaba la alabarda al hombro.
—¡Que pase!
El hombre se hallaba ya en la estancia. Aún se apreciaba en su ropa el polvo de la batalla, pero tenía la expresión radiante de quien trae buenas noticias, muy buenas noticias.
—¿Sí? —inquirió Katherine, casi sin aliento por la emoción.
—Vuestra gracia ha vencido —dijo—. El rey de Escocia ha muerto y junto a él veinte nobles escoceses, además de obispos, condes y abades. Es una derrota de la cual no se recuperarán jamás, pues la mitad de los hombres importantes de Escocia han muerto en un solo día.
El mensajero observó las mejillas pálidas de la reina, que de repente se volvieron sonrosadas.
—¿Hemos ganado?
—Vos habéis ganado —confirmó el hombre—. El conde me ha ordenado que os diga que vuestros hombres, esos hombres a los que vos habéis reclutado y entrenado, han hecho lo que vos les ordenasteis que hicieran. Es vuestra victoria. Vos habéis salvado a Inglaterra.
Katherine se llevó de inmediato la mano al vientre, oculto bajo la curva metálica del peto.
—Estamos a salvo —dijo.
El mensajero asintió.
—El conde os manda esto… —dijo, mientras le entregaba un manto roto, desgarrado y manchado de sangre.
—¿Qué es?
—El manto del rey de Escocia. Se lo quitamos al cadáver para que sirva de prueba. También tenemos el cuerpo, que ahora están embalsamando. James está muerto y los escoceses, derrotados. Habéis conseguido lo que no había conseguido ningún otro rey desde Edward I. Habéis salvado a Inglaterra de la invasión de los escoceses.
—Escríbeme un informe —dijo Katherine sin vacilar—. Díctaselo al oficial. Incluye todo lo que sepas y todo lo que haya dicho el conde de Surrey. Tengo que escribir al rey.
—Lord Surrey quería saber…
—¿Sí?
—¿Debe adentrarse en Escocia y asolarla con sus tropas? Dice que no espera encontrar mucha resistencia. Es nuestra oportunidad. Podríamos destruirlos, pues están por completo a nuestra merced.
—Desde luego —respondió de inmediato la reina, pero luego reflexionó. Ésa era la respuesta que habría dado cualquier monarca europeo, con el objetivo de debilitar a un vecino problemático, a un enemigo inveterado. Cualquier rey de la Cristiandad habría avanzado para vengarse—. No, no, espera un momento.
Le dio la espalda al mensajero y se alejó hacia la entrada de la tienda. En el exterior, los hombres se preparaban para pasar otra noche en el camino, lejos de sus hogares. Por todo el campamento se veían pequeñas hogueras en las que los soldados cocinaban y antorchas encendidas. En el aire se respiraba el olor de la comida, del estiércol y del sudor. Eran los olores de la infancia de Katherine, una infancia cuyos primeros siete años habían transcurrido en una guerra constante contra un enemigo que iba reculando más y más hacia la esclavitud, el exilio y la muerte.
«Piensa —me digo a mí misma, con vehemencia—. No te dejes llevar por tu corazón débil, piensa con un cerebro implacable, con el cerebro de un soldado. No reflexiones sobre este asunto como una mujer encinta que sabe que esta noche hay muchas viudas en Escocia. Piensa como una reina. He derrotado a mi enemigo, su territorio se halla a mi merced, su rey ha muerto y su reina no es más que una cría estúpida… además de mi cuñada. No sería ningún esfuerzo hacer trizas a los escoceses, aplastarlos. Cualquier general con un poco de experiencia acabaría ahora con ellos para que esa destrucción durase generaciones. Mi padre no vacilaría y, desde luego, mi madre ya habría dado la orden».
Me contengo. Tanto mi padre como mi madre estaban equivocados. Finalmente, digo lo que no podía decirse, lo que ni siquiera podía pensarse. Tanto mi padre como mi madre estaban equivocados. Tal vez fueran excelentes soldados, por lo menos estaban convencidos de serlo, y todo el mundo los conocía como los Reyes Católicos… pero estaban equivocados. Y yo he necesitado toda una vida para darme cuenta.
La guerra constante es un arma de doble filo, que puede herir tanto al vencedor como al derrotado. Si ahora perseguimos a los escoceses, no hay duda de que triunfaremos, de que arrasaremos su territorio y de que los destruiremos durante varias generaciones. Pero lo único que crece en un territorio asolado son las ratas y la peste. Con el tiempo se recuperarían y nos atacarían de nuevo: los hijos de los escoceses derrotados se enfrentarían a mis hijos y de nuevo habría que combatir en una espantosa batalla. El odio sólo engendra odio. Mis padres expulsaron de España a los moros, pero todo el mundo sabe que lo único que consiguieron fue ganar una batalla en una guerra que no terminará hasta que cristianos y musulmanes aprendan a convivir en paz y armonía. Isabel y Fernando masacraron a los moros, pero sus hijos y los hijos de sus hijos iniciarán una yihad en respuesta a la cruzada. La guerra no es la respuesta a la guerra, la guerra no termina con la guerra. Lo único que acaba con la guerra es la paz.
—Que venga otro mensajero —dijo Katherine y aguardó hasta que llegó el hombre—. Quiero que vayas a buscar a lord Surrey —le ordenó— y le digas que le doy las gracias por mandarme la espléndida noticia de nuestra gloriosa victoria. Quiero que le digas que ordene a los soldados escoceses que entreguen sus armas y que después los deje marcharse en paz. Yo misma le escribiré a la reina de los escoceses y le prometeré la paz si se comporta como una buena hermana y vecina. Somos los vencedores, sí, y seremos misericordiosos. Convertiremos esta victoria en una paz duradera, no en una batalla efímera ni en una excusa para la violencia.
El hombre saludó con una inclinación de cabeza y se marchó, mientras Katherine se volvía hacia el soldado.
—Ve a comer algo —le digo—. Y di a todo el mundo que hemos ganado una gran batalla y que ahora ya podemos regresar a casa y vivir en paz.
Katherine se dirigió a su mesa y sacó la caja en la que guardaba sus artículos de escritorio. La tinta estaba en una botellita de cristal cerrada con un tapón de corcho y la pluma era de tamaño reducido, para que cupiera en la minúscula cajita. Tenía a mano el papel y el lacre. Cogió una hoja y reflexionó. Escribió un saludo para su esposo y le contó que le enviaba el manto del difunto rey de los escoceses.
Con esto, vuestra gracia, os daréis cuenta de que he cumplido mi promesa: os envío el manto de un rey para vuestros estandartes. Pensaba enviaros al mismísimo rey, pero creo que nuestros queridos ingleses no lo permitirían.
Me detengo. Gracias a esta gloriosa victoria, puedo regresar a Londres, descansar y prepararme para el nacimiento de ese hijo que ya estoy segura de llevar en el vientre. Quiero contarle a Henry que vuelvo a estar encinta, pero quiero decírselo sólo a él. Ésta carta, como todas las que nos enviamos, la leerá más gente. Henry jamás abre sus cartas. Siempre ordena a alguien que las abra y se las lea. Tampoco es habitual que él escriba las respuestas. En ese momento, sin embargo, recuerdo la promesa que le hice a mi esposo: que si Nuestra Señora volvía a bendecirme alguna vez con un hijo, acudiría de inmediato a su santuario de Walsingham para dar gracias. Si Henry lo recuerda, será como un código entre nosotros. Cualquiera podrá leerle la carta, pero sólo él entenderá a qué me refiero. Es la mejor manera de contarle mi secreto: que vamos a tener un hijo y que tal vez sea un niño. Sonrío y empiezo a escribir. Sé que Henry entenderá lo que estoy diciendo y sé que esta carta le hará muy feliz.
Termino, pues, pidiéndole a Dios que os devuelva pronto a casa, pues sin vos no existe dicha alguna, y rezo por ello. Ahora me dirijo a Nuestra Señora de Walsingham, cuyo santuario prometí visitar hace tanto tiempo.
Vuestra humilde esposa y fiel servidora,
KATHERINE