13

Lyss

Ottar se había marchado tal y como había aparecido en un primer momento, sin decir nada, como si de un fantasma se tratara. Por el contrario, Aila entró de nuevo con unos cepillos y abalorios que aún no había entendido dónde acabarían.

Desvié la mirada de nuevo hacia el espejo que había frente a mí. No podía dejar de observar el hermoso vestido que me cubría y se unía a mi piel como si de esta se tratara. Pasé mis manos a lo largo de mi cintura, subiendo hacia el pecho y los hombros, que estaban cubiertos de plumas. Por un instante me imaginé que eran de Hugin y Munin, los chivatos de Odín, los cuervos que recorrían los nueve reinos vigilando lo que ocurría en ellos para después volver al Asgard y contárselo al padre de todos.

—Lyss —me llamó la joven elfo.

Me fijé en ella, en cómo su oscuro cabello se recogía en una larga trenza en la parte trasera, dejando que dos mechones acunaran su rostro con delicadeza. Sus ojos eran tan claros que incluso llegaban a parecer grisáceos. Los había enmarcado en un ahumado de kohl negro que hacía que resaltaran aún más; eran realmente hermosos. No parecía como el resto, y no solo físicamente, sino que sus gestos eran completamente distintos a los que había visto. Los elfos oscuros eran rencorosos, duros, y manipuladores, pero Aila era todo lo contrario. Era delicada, tímida y recatada, y no había mal en ella, o eso creía. Me hacía sentir confusa.

—Debo arreglarle el cabello —me dijo temerosa.

La miré, alzando una de mis cejas. No comprendía a qué venían tantos preparativos. ¿No se suponía que los elfos oscuros no eran más que unos bárbaros sanguinarios? Ottar había enviado a la joven para que cuidara de mí, pero no entendía por qué.

—Adelante.

Con un ligero movimiento de su cabeza, me pidió que me sentara frente a ella en una de las sillas que había al otro lado de los aposentos, junto a una gran mesa de madera. Acarició mi cabello y fue peinándolo poco a poco, con una delicadeza pasmosa, deshaciendo cada uno de los nudos que había en él.

—¿Por qué llevas el pelo recogido? —le pregunté curiosa.

No dijo nada. Permaneció en silencio, peinándome con cuidado y colocándome los pequeños abalorios. Tenía ganas de ver qué era lo que estaba haciéndome en el cabello. Me sentía ansiosa e incluso emocionada, como hacía eones que no estaba.

—Porque no soy más que una sierva.

La miré de reojo. Su gesto se había torcido y parecía triste, pero poco después se volvió seria y fría como el hielo.

—Cuéntame más —le pedí.

Sentí cómo de golpe se detenía ante mis palabras. Miró hacia atrás y fue a cerrar la puerta para que nadie pudiera escucharnos. Se acercó de nuevo a donde nos encontrábamos y siguió con lo que estaba haciendo.

—Realmente no recuerdo mucho de lo que fue mi infancia —murmuró sin dejar de peinarme—. Mi madre y yo vivimos durante años en un sitio del que apenas podíamos salir. El resto de los elfos nos vigilaban noche y día para que permaneciéramos allí… —Suspiró—. De algún modo, estábamos siempre custodiadas. —Tragué saliva al sentir cómo la pena y el dolor iban invadiendo su ser y, por tanto, toda su energía—. Grimm hizo que mi madre sirviera a los más altos cargos de nuestra raza, pero lo que yo no sabía es que había algo oculto en ese favor… —Su voz se quebró.

De entre sus manos se le escapó el cepillo metálico, haciendo que cayera al suelo, provocando un fuerte estruendo que me erizó el vello.

—¿Qué ocultaron? —me interesé. Me di la vuelta para poder mirarla fijamente, haciendo que mi cabello se escapara de entre sus manos. Parecía muy dolida, pero también había rabia en ella—. ¿Qué hicieron, Aila? —volví a preguntarle, acongojada.

—Ellos… —susurró con pesar.

Antes de que pudiera decir nada más, alguien tocó la puerta, sobresaltándonos, por lo que rápidamente miramos hacia ella. Tragué saliva y cerré con fuerza los puños, alerta por si quien se encontraba tras esta era una amenaza.

—Adelante.

Moa apareció con una media sonrisa en sus labios, por lo que pude suspirar de alivio. Aquella mujer era la bondad personificada.

—¿Qué os ocurre, niñas? —nos preguntó la elfo de la luz.

—Pensábamos que podías ser otra persona.

—Oh, disculpad. —Su sonrisa se torció. Hizo una mueca y se pasó las manos por la cara. Cerró la puerta a su espalda para que nadie más entrara—. Solo venía a ver cuán hermosa estabas.

Su voz se apagó cuando me puse en pie para recibirla. Durante unos segundos permaneció pasmada, quieta, como si hubiera visto un fantasma. Lo cierto era que incluso yo me veía despampanante con aquel vestido. Pero no solo eso, sino que estaba segura de poder conseguir lo que me propusiera y más.

—Por los dioses… —murmuró a la vez que se tapaba la boca.

Aila la miró sorprendida por lo que había dicho. En aquel lugar estaba prohibido mentar a los dioses, y Moa lo había hecho.

—No digas nada —le pidió a la sierva.

La joven asintió con la mirada fija en ella, a pesar de que no parecía muy segura de aceptar lo que le estaba pidiendo Moa.

—Madre mía, Lyss, estás tan sumamente bella… Jamás había visto a una mujer como tú.

—Es una valkiria, Moa —precisó Aila.

—Ella es más que eso. Tiene lo mejor de los dos mundos: valkiria de corazón y humana de nacimiento.

—¿Cómo…? —intenté preguntar.

Dejó ir una melódica carcajada y negó con la cabeza. Sus ojos brillaban esperanzados, igual que lo hacía la energía que la recorría. Era feliz, pero no lograba comprender por qué.

—Joven valkiria, hay tantas cosas que sé y que tú aún desconoces… Tantas que ni siquiera sé si algún día conseguirás saberlas todas. —Rio.

Se acercó a donde nos encontrábamos, con una enorme sonrisa dibujada en sus labios, sin apartar la vista de mí. Con un leve gesto, me pidió que me sentara de nuevo. Acarició mi cabello con delicadeza y siguió peinándolo como había estado haciendo Aila.

—Ya puedes marcharte —le dijo a la joven sierva.

—Pero Ottar…

—Ya me encargaré de hablar con él, no te preocupes. —Moa sonrió.

—Gracias.

Aila se inclinó un poco hacia delante, agradecida. Moa tenía un corazón puro, noble y lleno de amor, ese que no se cansaba de repartir entre todos aquellos que eran bondadosos con ella.

—Hay algo que no entiendo… —murmuré.

Fijé mi vista en el gran ventanal. La noche estaba cayendo y, poco a poco, el sol se iba escondiendo tras las altas montañas que rodeaban la fortaleza en la que nos encontrábamos. Porque sí, aquello era un bastión inexpugnable.

—¿Qué no comprendes, Lyss?

—¿Por qué eres feliz, Moa? —le pregunté, llena de curiosidad—. Estás en un lugar lleno de enemigos, de gente que no te quiere, que no te respetan, que no cuidan de ti… No le importas a nadie.

—Eso es cierto… Pero no me preocupa. —Hizo una mueca—. Lo único que me hace feliz es saber que, a pesar de tu dolor, serás capaz de traer algo de luz a este pozo de oscuridad en el que estamos metidas.

—Confías demasiado en mí, Moa.

—Lo hago porque sé a ciencia cierta que puedo hacerlo. —Comenzó a trenzar parte de mi cabello—. Y debes hacerlo tú también, Lyss. Debes confiar en ti misma.

—Sé lo que me ofrecen, Moa —murmuré, jugueteando con mis manos—, y lo que quiero. No tengo nada que pensar.

Tragó saliva. Vi cómo su gesto cambiaba, pero no acababa de difuminársele la sonrisa que aún había en sus labios.

—Es hora de que terminemos.