59

—¡¿Qué demonios hacías ahí dentro con esa panda de malnacidos?! —exclamó al entrar en el caserío, hecho una furia.

Había permanecido en silencio las más de dos horas de camino en las solo había sabido revolucionar el vehículo, igual que lo estaba él. Podía ver la cólera corriendo por sus venas, tomando el control de su cuerpo y su mente, nublándole los sentidos.

—Yo… —intenté hablar.

—¡Tú nada! —gruñó exasperado—. ¡No puedo creer lo que he visto!

De su hombro derecho colgaba el gran arco que siempre lo había acompañado, el que usaba desde que nos conocimos. El carcaj, la funda de las flechas, colgaba al otro lado, moviéndose en su espalda a cada paso que daba.

—No has visto nada —contesté—. ¡Nada! —alcé la voz.

Se volvió hacia mí con el ceño fruncido y la mandíbula apretada, tanto que incluso parecía que los dientes iban a acabar saltándosele. Caminó hacia donde me encontraba como si fuera una auténtica bestia. Estaba completamente ido. No era el mismo Ottar que se había preocupado por Moa y por mí. Volvía a ser el elfo sanguinario, cruel y déspota que me encontré al descender al Midgard.

—¿Qué se supone que estaba haciendo, Ottar? —le pregunté desafiante—. ¡¿Qué?! —grité.

Dejó ir un gruñido tan fuerte como el de un oso furioso y tan aterrador como el grito que dio Ymir, el primer gigante de hielo, cuando Odín y sus hermanos Vili y Ve lo mataron para crear el Midgard.

—¡Pensabas quedarte con ellos! —exclamó—. Te dije tres horas, ¡tres!

—Jamás habría llegado a la casa en tres horas.

Di un paso atrás cuando lo tuve más cerca, hasta que mi espalda chocó contra uno de los desgastados muros que rodeaban la casa. Cogí aire a la vez que él acercaba su rostro al mío. Giré la cabeza hacia la derecha, apartando la mirada de la suya y aguantando las ganas que tenía de abrasarle la piel. Ottar era capaz de hacerme sentir paz y a los dos segundos sentir un profundo enfado.

—Te prometí que volvería, y eso iba a hacer.

—¿Cuándo?

—Cuando terminara con lo que estaba haciendo. ¡Tú no eres nadie para controlarme así!

Le dije que no una y otra vez. No dejaría que me volviera a dominar, no dejaría que fuera él quien decidiera qué pasos debía dar. ¡No!

—¡Eres mi mujer! —vociferó.

—Soy libre, no tu mujer —le respondí ofendida. Con un rápido gesto, golpeó el duro muro, haciendo que temblara, igual que lo hacía mi cuerpo al sentir su rabia—. No soy nada tuyo, Ottar. Lo fui tiempo atrás y mi corazón sigue amándote, pero… —Mi voz se apagó—. Yo no puedo quererte siendo como eres.

—Claro que puedes, lo has hecho cientos de veces —contestó casi suplicando.

Cerré los ojos al notar que volvía a separar la mano ensangrentada de la pared, creyendo que habría otro golpe más.

—No, Ottar.

—¿Crees que alguien va a poder amarte, Lyss? —me preguntó con crueldad—. Eres una humana con complejo de valkiria —resopló—, un ser híbrido que no pertenece a ninguno de los reinos, un alma perdida a la que ligaron un espíritu errante como el mío. —Fijó su mirada en la mía, haciendo que todo mi vello se erizara. Cada vez sentía más ganas de ahogarlo, de que la piel se le cayera a trozos por todas las palabras que habían salido de su maldita boca—. Tus propios dioses te condenaron antes incluso de ser conscientes de lo que ocurriría. Esas malditas nornas hilaron nuestro destino, y jamás se deshilachará.

Negué una y otra vez. Me negaba a tener que estar con alguien a quien realmente no correspondía. Amaba a Ottar, era cierto, pero tan solo a la parte bondadosa que había en él. Su naturaleza le impedía dejar que el resto la viera, pero conmigo era totalmente distinto, hasta que su mente se nublaba y tan solo el elfo oscuro aparecía para arrasar con todo lo bueno que había hecho el otro.

—Jamás encontrarás a nadie, pequeña. —Sonrió con maldad—. No puedes huir de mí, mi reina.

—No seré nunca tu reina, Ottar —gruñí—. Yo soy reina de mi propio reino, y ya es hora de que lo asimiles.

Dejó ir un poderoso grito que inundó todos los confines del bosque, haciendo que incluso los pocos pájaros que había cerca de nosotros salieran volando, huyendo de la furia del elfo. La calma que tuvo durante apenas unos segundos desapareció, dando paso al enfado más grande de la historia.

Una de sus manos voló hacia mi cuello, haciendo que ni siquiera el aire pudiera llegar a mis pulmones con la suficiente frecuencia como para poder respirar con tranquilidad. Cogí una bocanada; no dejaría que aquello ocurriera. Forcejeé, intentando zafarme de sus manos, pero me sujetaba con tanta fuerza que no lograba apartarlo.

—Será mejor que no te muevas —gruñó, enseñando los dientes como lo haría un lobo enfurecido. Porque así estaba él: totalmente encolerizado.

Negué con la cabeza. Estaba segura de que acabaría soltándome antes de lo que le hubiera gustado. Dejé que las pequeñas hebras de luz empezaran a recorrer mi cuerpo. Sin embargo, por alguna razón, ninguna de ellas era capaz de herir su piel. Hice una mueca. Su rabia cada vez iba a más, tanto que su piel se oscureció, como había ocurrido en el poblado de los valkyr.

—¡Te he dicho que no te muevas!

Era imposible no hacerlo. El aire cada vez entraba con menos frecuencia y en menos cantidad, por lo que acabaría quedando inconsciente como no me deshiciera de sus fuertes manos.

—Si quieres guerra, tendrás guerra, valkiria —me susurró al oído—. No habrá nada que te separe de mí.

Su boca se posó sobre mi clavícula, provocando que un fuerte escalofrío recorriera todo mi cuerpo, hasta que sus dientes se hundieron en mi piel. Pude sentir el veneno, cómo la toxicidad que tenían esos malditos seres empezaba a recorrer mi sangre, esparciéndose por todos lados, debilitándome. Pensé que no era más que un cuento para niños, que nada de eso era cierto, pero me equivocaba.

—¿Qué has hecho, Ottar? —le pregunté sin apenas fuerza.

Cuando vio lo que estaba ocurriendo, sin ser plenamente consciente de lo que conllevaba un mordisco así de un elfo, dejó de sujetarme por el cuello. Mis piernas apenas podían aguantarme en pie, por lo que acabé desplomándome, sintiendo que mis párpados iban cerrándose.

—Lyss… —susurró.

Luché para que mis ojos no se cerraran, para ver cómo su expresión cambiaba del enfado al terror. Su piel se volvió clara como había sido siempre y su mirada se llenó de arrepentimiento. Pero de nada sirvió aquello. El veneno estaba en mi cuerpo, y su efecto sería inmediato.

Moa

—¡Moa! —escuché que me llamaba Ottar.

En su voz había urgencia, auténtico pánico. Oí un fuerte ruido de madera, por lo que no lo dudé. Salí de mis aposentos tan rápido como pude, hasta que lo vi aparecer en la planta baja con el cuerpo de Lyss entre sus brazos, completamente inerte. Durante unos segundos todo mi ser se detuvo, quedando petrificando ante lo que veía.

—¿Qué has hecho, niño? —le pregunté.

—Moa… —me dijo con los ojos encharcados en lágrimas, roto por completo.

«Por los dioses…», me dije a mí misma. Vi que subió las escaleras de tres en tres y de cuatro en cuatro, intentando llegar a mí con la mayor rapidez posible. La joven yacía aún sujeta sin apenas respirar, con los ojos cerrados. Parecía estar muerta. Por suerte, pude ver por su energía que todavía quedaba un halo de luz que la rodeaba, pero era tan débil que no sabía si llegaría a sobrevivir.