BEE, BEE, OVEJITA NEGRA
Bee, ovejita negra,
dime, ¿tienes lana?
Sí, señor, sí; tres sacos llenos tengo.
Uno para el amo, uno para el ama…
Nada para el niño
que llora en la cama.
Canción infantil
EL PRIMER SACO
Cuando estaba en la casa de mi padre, estaba en un lugar mejor.
Estaban acostando a Punch: el aya, el hamal y Meeta, el muchacho surti del turbante dorado y rojo. Judy ya casi estaba dormida debajo de su mosquitera. A Punch le dejaron quedarse hasta la hora de la cena. Fueron muchos los privilegios que se le concedieron en los últimos diez días, y todos los que integraban su mundo aceptaban de mejor grado sus modales y sus hazañas, normalmente escandalosas. Punch se sentó en el borde de la cama y se puso a balancear las piernas desnudas con aire desafiante.
—¿Nos dará Punch-baba[3] las buenas noches? —le pidió el aya.
—No. Punch-baba quiere el cuento del Ranee que se convirtió en tigre. Que lo cuente Meeta, y el hamal que se esconda detrás de la puerta y que ruja como un tigre cuando corresponda.
—Si hacemos eso despertaremos a Judy -baba —observo el aya.
—Judy-baba está despierta —anunció una vocecilla cantarina desde debajo del mosquitero—. Érase una vez un Ranee que vivía en Delhi. Sigue, Meeta —dijo Judy, y volvió a quedarse dormida mientras Meeta empezaba a contar la historia.
Nunca había conseguido Punch que le contaran el cuento con tan poca resistencia. Reflexionó un buen rato. El hamal hacía los ruidos del tigre en veinte claves distintas.
—¡Para! —ordenó Punch en tono autoritario—. ¿Por qué no viene papá a darme mua-mua?
—Punch-baba se marchará pronto —dijo el aya—. Dentro de una semana ya no estará aquí para tomarme el pelo. —Suspiró ligeramente, pues quería mucho al niño.
—¿En un tren por las montañas? —preguntó Punch, poniéndose de pie en la cama—. ¿Hasta Nassick, donde vive el tigre Ranee?
—Este año no irás a Nassick, pequeño sahib —le explicó Meeta, sentando al niño en su hombro—. Irás hasta el mar, donde caen los cocoteros de las palmeras, y cruzarás el mar en un barco muy grande. ¿Llevarás a Meeta contigo a Belait?
—Vendréis todos —aseguró Punch, sostenido por los fuertes brazos de Meeta—. Meeta, el aya, el hamal, Bhini el jardinero y el salaam-capitán-sahib, el domador de serpientes.
No había burla en la voz de Meeta cuando replicó:
—Grande es el favor del sahib —y volvió a dejar al niño en su cama; y el aya, sentada en el umbral de la puerta, a la luz de la luna, lo arrulló hasta que se quedó dormido, con una canción parecida a la que se canta en las iglesias católicas de Parel. Punch se hizo un ovillo y se durmió.
A la mañana siguiente, Judy anunció a gritos que había una rata en la habitación, y Punch se olvidó de contarle las excelentes noticias. No tenía mucha importancia, porque Judy sólo tenía tres años y tampoco lo entendería. Pero Punch tenía cinco, y sabía que ir a Inglaterra sería mucho más bonito que ir a Nassick.
Papá y mamá vendieron el cupé y el piano, vaciaron la casa, redujeron la vajilla de uso diario y deliberaron acerca del montón de cartas recibidas, con matasellos de Rocklington.
—Lo malo es que no podemos estar seguros de nada —dijo papá, tirándose del bigote—. Las cartas son todas excelentes y las condiciones razonables.
«Lo malo es que los niños crecerán lejos de mí», pensó mamá, sin decirlo en voz alta.
—No somos más que un caso entre cientos —observó papá con amargura—. Volverás a casa dentro de cinco años, querida.
—Para entonces Punch ya tendrá diez… y Judy ocho. ¡Qué largos, qué larguísimos serán esos años! Y tendremos que dejarlos allí, en manos de extraños.
—Punch es un niño muy alegre. Seguro que hará amigos en todas partes.
—¿Y quién puede no adorar a mi Ju?
Se encontraban junto a las dos camitas, en el cuarto de los niños, bien avanzada la noche. Creo que mamá lloraba muy bajito. Cuando papá se marchó, mamá se arrodilló junto a la cuna de Judy. El aya la vio y entonó una oración para que la memsahib jamás perdiera el amor de sus hijos mientras estuvieran lejos de ella y al cuidado de desconocidos.
La oración de mamá, por su parte, era bastante ilógica.
En resumen decía: «Que esas personas desconocidas quieran a mis hijos y sean con ellos tan buenas como yo, pero que pueda conservar su amor y su confianza para siempre. Amén». Punch se rascó entre sueños, y Judy gimió un poquito.
Al día siguiente fueron todos al puerto, y hubo una escena en el Apollo Bunder[4] cuando Punch supo que Meeta no podía ir con ellos y Judy comprendió que el aya tenía que quedarse allí. Pero Punch ya había encontrado mil motivos de fascinación en las maromas, la cubierta y la chimenea del gran vapor antes de que Meeta y el aya hubieran secado sus lágrimas.
—Vuelve, Punch-baba —dijo el aya.
—Vuelve —repitió Meeta, y conviértete en un burra sahib («un gran hombre»).
—Sí —dijo Punch, subido en brazos de su padre para decirles adiós—. Volveré y seré un burra sahib bahadur («un hombre muy grande»).
Al final del primer día, Punch dijo que quería llegar a Inglaterra, pues estaba seguro de que debían de hallarse muy cerca. Al día siguiente soplaba una alegre brisa, y Punch se mareó mucho.
—Cuando vuelva a Bombay —anunció Punch en cuanto se recuperó del mareo— lo haré por carretera… en un gharri. Este barco es muy malo.
El contramaestre sueco lo consoló, y Punch cambió de opinión en cuanto al viaje de vuelta. Había tantas cosas que ver, tocar y preguntar, que Punch ya casi se había olvidado del aya, de Meeta y del hamal, y apenas recordaba unas cuantas palabras en indostaní, que era su segunda lengua.
El caso de Judy era mucho peor. Un día antes de que el vapor llegase a Southampton, mamá le preguntó si le gustaría volver a ver al aya. Judy volvió sus ojos azules hacia el mar que se había tragado su diminuto pasado y dijo: «¡El aya! ¿Qué aya?».
Mamá lloró, y a Punch le pareció muy extraño. Fue entonces cuando oyó por primera vez la insistente súplica de mamá: «No dejes que Judy se olvide de mamá». Viendo lo pequeña que era Judy, lo ridículamente pequeña que era, y viendo que mamá, todas las noches durante las últimas cuatro semanas, había entrado en su camarote para cantarles a ella y a Punch una misteriosa canción que él llamaba «Hijo de mi vida», Punch no entendió lo que mamá quería decir.
Pero se esforzó por cumplir con su deber, y en cuanto mamá salió del camarote le dijo a Judy:
—Ju, ¿te «decuerdas» de mamá?
—Claro que sí —dijo Judy.
—Pues «decuérdate» siempre de mamá. Si no, no te daré los patos de papel que me ha regalado el sahib capitán de pelo rojo.
Y Judy prometió que siempre se «decordaría» de mamá.
Mil veces le repitió mamá la misma súplica a Punch; y, con la misma insistencia, papá decía:
—Punch, debes aprender enseguida a escribir, para que puedas escribirnos cartas a Bombay.
—Iré a tu habitación —respondió Punch, y papá tuvo que ahogar las lágrimas.
Papá y mamá estaban todo el rato ahogando las lágrimas esos días. Cuando Punch reñía a Judy por no «decordarse», papá y mamá ahogaban las lágrimas. Cuando Punch se tumbaba en el sofá de la casa de huéspedes de Southampton y planificaba su futuro rojo y dorado, papá y mamá ahogaban las lágrimas; y lo mismo hacían cuando Judy acercaba los labios para darles un beso.
Fueron durante muchos días cuatro vagabundos sobre la faz de la tierra: Punch no tenía a quién dar órdenes, Judy era demasiado pequeña para todo, y mamá y papá se mostraban serios, distraídos y ahogaban las lágrimas.
—¿Dónde —preguntó Punch, cansado del horrible artefacto de cuatro ruedas, con un montón de equipaje encima— está nuestro gharri? Esto hace tanto ruido que no puedo hablar. ¿Dónde está nuestro gharri? Cuando estábamos en Bandstand, antes de salir, le pregunté al sahib Inverarity por qué estaba sentado en nuestro gharri, y me dijo que era suyo. Yo le dije: «Te lo regalo». Me gusta sahib Inverarity. Y le pregunté: «¿Puedes deslizarte con las piernas por las correas de cuero a través de las ventanillas?». Me dijo que no, y yo me reí. Yo sí que puedo deslizarme con las piernas por las correas de cuero. Puedo deslizarme con las piernas por «es tas» correas de cuero. ¡Mira! ¡Vaya! ¡Mamá ya se ha puesto a llorar otra vez! Yo no sabía que eso no se hace.
Punch se sujetó con las piernas a las correas de cuero del coche de caballos; la puerta se abrió y el niño se deslizó hasta el suelo entre una cascada de paquetes, a la puerta de una austera casita de campo, con un cartel en la verja que rezaba «Downe Lodge». Punch se recompuso y miró la casa con disgusto. Se encontraba en mitad de un camino de tierra, y un viento frío le hacía cosquillas en las piernas, donde no las cubrían sus bombachos.
—Quiero irme de aquí —dijo Punch—. Este sitio no me gusta.
Pero papá, mamá y Judy habían bajado del coche, y los mozos estaban metiendo el equipaje en la casa. En el umbral había una mujer de negro, que sonreía mucho, con los labios secos y agrietados. Tras ella había un hombre, grande, huesudo, gris y cojo de una pierna, y tras el hombre un niño de doce años, de pelo negro y aspecto desaliñado. Punch examinó al trío y avanzó sin temor, como hacía en Bombay cuando alguien llegaba a casa y él estaba jugando en el porche.
—¿Cómo están ustedes? —dijo—. Soy Punch. —Pero ellos miraban el equipaje, menos el hombre gris, que le dio la mano y observó que era «un chico muy listo». Había mucho trasiego y ruido de cajas, y Punch se acurrucó en el sofá del comedor para considerar la situación.
«Esta gente no me gusta. Pero no importa; pronto nos iremos de aquí. Siempre nos vamos pronto de todas partes. Tengo ganas de volver a Bombay».
Sus deseos no fueron atendidos. Mamá se pasó seis días llorando a intervalos, y le enseñó a la mujer de negro toda la ropa de Punch, una licencia que a Punch no le gustó lo más mínimo. «Aunque a lo mejor es una nueva aya blanca», reflexionó.
—Yo debo llamarla Titarrosa, pero ella no me llama sahib. Me llama Punch —le confió a Judy—. ¿Qué significa Titarrosa?
Judy no lo sabía. Ni ella ni Punch habían oído hablar de ninguna cosa o ningún animal que se llamara así. Su mundo se limitaba a papá y a mamá, que lo sabían todo, lo permitían todo y querían a todo el mundo… incluso a Punch cuando salía al jardín en Bombay y se ensuciaba las uñas de tierra cuando acababan de hacerle la manicura semanal, porque, según le explicaba a su desesperado padre entre dos azotes con la zapatilla, «quería probar las nuevas puntas de sus dedos».
Punch creyó oportuno, sin saber decir por qué, que sus padres estuvieran siempre entre él y la mujer de negro y el chico de pelo oscuro. No le caían bien. Le gustaba el hombre gris, que le había dicho que lo llamase «Tioharri». Se saludaban con la cabeza cuando se encontraban, y el hombre gris le enseñó un barquito de vela.
—Es una maqueta del Brisk… del pequeño Brisk, que tanto sufrió aquel día en Navarino. —El hombre gris se sumió en sus recuerdos tras murmurar las últimas palabras—. Ya te hablaré de Navarino, Punch, cuando salgamos a pasear juntos; pero no debes tocar el barco, porque es el Brisk.
Mucho antes de ese primer paseo, el primero de muchos, despertaron a Punch y a Judy un frío amanecer del mes de febrero, para decir adiós, entre todos los habitantes del planeta, precisamente a papá y a mamá, que esta vez lloraban abiertamente. Punch tenía mucho sueño y Judy estaba de mal humor.
—No os olvidéis de nosotros —les suplicó mamá—. No lo olvides de nosotros, hijito mío, y no dejes que Judy se olvide.
—Ya le he dicho a Judy que se «decuerde» —dijo Punch retorciéndose, porque la barba de su padre le hacía cosquillas en el cuello—. Se lo he dicho… diez… cuarenta… once mil veces. Pero Judy es muy pequeña… es casi un bebé, ¿verdad?
—Sí —dijo papá—, casi un bebé. Tú tienes que ser bueno con Judy y aprender a escribir muy pronto… y… y… y…
Punch volvió a su cama. Judy estaba medio dormida, y se oyó el traqueteo de un coche en la carretera. Papá y mamá se habían marchado. No a Nassick, que estaba al otro lado del mar. A algún lugar mucho más cerca, y no tardarían en volver. Volverían después de una fiesta, y papá volvería después de ir a un lugar llamado «Las Nieves», y mamá con él; volverían con Punch y con Judy a casa de la señora Inverarity, en Marine Lines. Seguro que volvían. Por eso Punch durmió hasta bien entrada la mañana, cuando el chico del pelo negro le saludó con la noticia de que papá y mamá se habían marchado a Bombay, y Judy y Punch se quedarían en Downe Lodge «para siempre». Llorando acudió Punch a Titarrosa para que contradijera la información, pero ella se limitó a decir que Harry había dicho la verdad, y que Punch debía dejar su ropa bien doblada encima de la cama. Punch se marchó y lloró mucho con Judy, en cuya cabecita había logrado inculcar cierta idea de lo que significaba la separación.
Cuando un hombre maduro descubre que ha sido abandonado por la Providencia, privado de su dios y de su casta, desprovisto de ayuda, consuelo o simpatía, en un mundo nuevo y extraño para él, su desesperación, que puede expresarse con una mala conducta, la puesta por escrito de sus experiencias o la más satisfactoria evasión del suicidio, suele parecer impresionante. Un niño en idénticas circunstancias no alcanza a comprender, ni puede maldecir a Dios y morir. Llora hasta que se le irrita la nariz, le escuecen los ojos y le estalla la cabeza. Punch y Judy acababan de perder todo su mundo, sin tener culpa alguna. Se sentaron a llorar en el vestíbulo; el chico del pelo negro los observaba a cierta distancia.
La maqueta del velero no sirvió de nada, por más que el hombre gris le dijera a Punch que podía subir y bajar las velas cuanto quisiera; a Judy le garantizaron acceso libre a la cocina. Pero ellos querían a papá y a mamá, que se habían marchado a Bombay por el mar, y su dolor fue inconsolable mientras duró.
La casa quedó en un gran silencio cuando cesó el llanto. Titarrosa decidió que era mejor dejar «que los niños sacaran las lágrimas», y el chico de doce años se había marchado al colegio. Punch levantó la cabeza del suelo y sorbió por la nariz, abrumado por la pena. Judy casi se había quedado dormida. Sus tres años escasos no le habían enseñado a soportar el dolor con pleno conocimiento. Había en el ambiente un ruido sordo y lejano… un golpe repetido. Punch recordaba aquel sonido de Bombay, en la temporada del monzón. Era el mar… el mar que había que cruzar para llegar a Bombay.
—Vamos, Ju, date prisa. Estamos cerca del mar. ¡Lo estoy oyendo! ¡Escucha! Allí es donde han ido papá y mamá. A lo mejor podemos alcanzarlos si nos damos prisa. Ellos no querían irse sin nosotros. Sólo se han olvidado.
—Sí —coincidió Judy—. Sólo se han olvidado. Vamos al mar.
La puerta del vestíbulo estaba abierta, y también la verja del jardín.
—Este sitio es grandísimo —dijo Punch, mirando el camino con recelo— y seguro que nos perdemos; pero encontraré a un hombre y le ordenaré que me lleve a mi casa… como hacía en Bombay.
Tomó a Judy de la mano, y juntos echaron a andar con la cabeza descubierta, en dirección al sonido del mar. Downe Lodge era casi la última de una hilera de casas de reciente construcción que discurría entre un descampado repleto de ladrillos hasta un brezal donde los gitanos acampaban ocasionalmente y donde practicaba la guarnición de artillería de Kocklington. Había muy poca gente, y los niños podían confundirse fácilmente con soldados que se alejaban de maniobras. Pasaron media hora andando con sus cortas piernecitas entre el brezo, los patatales y las dunas.
—Estoy muy cansada —dijo Judy—, y mamá se enfadará.
—Mamá nunca se enfada. Seguro que nos está esperando en el mar, mientras papá saca los billetes. Los encontraremos y nos iremos con ellos. No te sientes, Ju. Ya falta muy poco para llegar al mar. Ju, si te sientas, te pego —la amenazó Punch.
Subieron otra duna y llegaron hasta el mar vasto y gris, con la marea baja. Cientos de cangrejos correteaban por la playa, pero allí no había ni rastro de papá y mamá, ni tampoco de un barco en el agua… no había nada más que arena y lodo por espacio de muchos kilómetros.
Y Tioharri los encontró de casualidad, llenos de barro y desesperados… Punch deshecho en llanto, aunque intentando entretener a Judy con un «gangrejo» y Judy gimiendo «¡Mamá! ¡Mamá!», la mirada perdida en el cruel horizonte… «¡Mamá!».
EL SEGUNDO SACO
¡Disfrutemos del día, pues afligido está nuestro corazón!
No hay bajo el inmenso cielo
seres más desesperanzados
que nosotros, que tanto esperábamos,
ni más descreídos
que nosotros, que tanto creíamos.
The City of Breadful Night
Ni una sola palabra sobre la Oveja Negra en todo este tiempo. La Oveja Negra llegó más tarde, y Harry, el chico del pelo negro, fue el principal responsable de su llegada.
Judy —¿quién podía no querer a la pequeña Judy?— tenía permiso para entrar en la cocina, y desde allí directamente al corazón de tía Rosa. Harry era el único hijo de tía Rosa, y Punch el chico que sobraba en la casa. No había espacio para él y sus pequeños asuntos, y tenía prohibido tumbarse en los sofás o exponer sus ideas acerca de la arquitectura del mundo y sus esperanzas para el futuro. Tumbarse era cosa de haraganes, y además estropeaba el sofá, y los niños no hablaban. A los niños se les hablaba, y la conversación se dirigía a su bien moral. Punch, el déspota incuestionable de la casa de Bombay, no alcanzaba a entender cómo en su nueva vida no contaba para nadie.
Harry podía estirarse por encima de la mesa para coger lo que quisiera; Judy podía señalar y pedir lo que quisiera. A Punch ambas cosas le estaban prohibidas. El hombre gris fue su única esperanza y asidero durante muchos meses después de que papá y mamá se hubieran marchado y Punch se hubiera olvidado de decirle a Judy que se «decordara» de mamá.
Fue un error inexcusable pues, entretanto, tía Rosa inició a Punch en dos asuntos impresionantes: una abstracción llamada Dios, íntimo amigo y aliado de tía Rosa, que según la creencia general vivía lejos de la cocina, porque allí hacía mucho calor… y un libro sucio, de color marrón, lleno de puntos y de signos incomprensibles. Punch se mostraba siempre ansioso por complacer a todos. De ahí que amalgamara la historia de la Creación con lo que alcanzaba a recordar de sus cuentos indios, con el consiguiente escándalo de tía Rosa cuando le contaba el resultado a Judy. Era un pecado, un pecado muy grave, y Punch recibía un sermón que duraba un cuarto de hora. Él no entendía qué maldad había cometido, pero se cuidaba mucho de repetir la ofensa, porque tía Rosa le aseguraba que Dios lo había oído todo y estaba muy enfadado con él. Si eso era cierto, ¿por qué no venía Dios para decírselo?, pensaba Punch, y luego se quitaba el asunto de la cabeza. Poco después aprendió que el Señor era lo único en el mundo más temible que tía Rosa; un ser que nunca se dejaba ver y contaba los golpes de la vara.
Sin embargo, la lectura fue desde el principio una cuestión mucho más seria para Punch que cualquier creencia, tía Rosa lo sentaba a la mesa y le explicaba que la A con la B se leía AB.
—¿Por qué? —preguntaba Punch—. A es ay B es b. ¿Por qué A y B son AB?
—Porque te lo digo yo —respondía tía Rosa—. Y tú tienes que repetirlo.
Punch lo repetía obedientemente. Pasó un mes entero, muy en contra de su voluntad, peleando con el libro marrón, sin comprender en absoluto lo que significaba. Pero tío Harry, a quien le gustaba mucho pasear, casi siempre solo, entraba en la habitación de los niños y le decía a Tía Rosa que a Punch le sentaría bien salir a dar un paseo. Tío Harry rara vez hablaba, pero le enseñó a Punch todo Rocklington, desde los lodazales y la arena de la bahía hasta los grandes puertos donde se encontraban anclados los barcos, y los astilleros, donde jamás cesaba el ruido de los martillos, y las tiendas del paseo marítimo, y los mostradores de reluciente latón de las oficinas a las que tío Harry acudía una vez cada tres meses con un trozo de papel azul a cambio del cual recibía soberanos, porque tenía una pensión de guerra. De sus labios escuchó Punch la historia de la batalla de Navarino, donde los marinos de la flota pasaron tres días sordos como tapias y comunicándose por señas.
—Era por el ruido de los cañones; y ahora tengo un trozo de metralla de bala en algún lugar del cuerpo —le explicó tío Harry.
Punch lo miraba con curiosidad. No tenía la menor idea de lo que significaba «metralla», y su noción de «bala» era la de un proyectil de cañón más grande que su cabeza. ¿Cómo podía tener tío Harry una bala de cañón dentro del cuerpo? No se atrevía a preguntar, por miedo a que tío Harry pudiera enfadarse.
Sin embargo, Punch nunca había visto a tío Harry enfadado —enfadado de verdad—, hasta un día horrible en que Harry, el hijo, le quitó a Punch su caja de pinturas para pintar un barco, y Punch protestó. Entonces apareció tío Harry, murmuró algo así como «niños extraños» y azotó en la espalda al chico del pelo negro con una vara hasta que lo hizo llorar y gritar, y entonces llegó tía Rosa, acusó a tío Harry de crueldad con el hijo de su propia carne, y Punch tembló hasta la punta de los zapatos.
—No ha sido culpa mía —le dijo al chico; pero tanto Harry como tía Rosa dijeron que sí, y que Punch mentía, y que no habría más paseos con tío Harry durante una semana.
Esa semana, no obstante, le trajo a Punch una gran alegría.
Repitió hasta el agotamiento que «subieron en Carro hasta el Cerro y jugaron al Corro».
—Ahora que ya sé leer —declaró Punch— no volveré a leer nunca más en la vida.
Guardó el libro marrón en el armario donde tenía sus libros escolares, y tiró sin querer un venerable volumen sin cubiertas titulado Sharpe’s Magazine. Ocupaba la primera página la portentosa imagen de un grifo, con unos versos al pie. El grifo robaba una oveja cada día en un pueblo de Alemania, hasta que aparecía un hombre con un «sable» y lo partía en dos. A saber lo que era un sable; lo que importaba era el grifo, y su historia era mucho mejor que la del «Carro».
«Esto significa cosas», se dijo Punch, «y ahora lo sabré todo sobre todo lo que existe en el mundo». Leyó hasta que la luz se extinguió, sin entender ni la décima parte, pero hipnotizado al vislumbrar los nuevos mundos que en lo sucesivo se le revelarían.
—¿Qué es un sable? ¿Qué es un carnero? ¿Qué es un «ursupador»? ¿Qué es un prado verdeante? —preguntaba con rubor en las mejillas en el momento de acostarse a la atónita tía Rosa.
—Reza tus oraciones y duérmete —replicaba ella; y ésa fue toda la ayuda que Punch recibió de tía Rosa en el nuevo y delicioso ejercicio de la lectura, tanto entonces como en lo sucesivo.
«Tía Rosa sólo sabe cosas de Dios», razonaba Punch «Tío Harry me lo dirá».
Resultó que tío Harry tampoco pudo ayudarle cuando dieron su siguiente paseo, pero dejó hablar a Punch, incluso se sentó en un banco para interesarse sobre el grifo. Con otros paseos llegaron otras historias, a medida que Punch progresaba con sus lecturas, pues la casa albergaba una amplia provisión de libros viejos que nadie abría jamás, desde Frank Fairlegh por entregas y los primeros poemas de Tennyson, publicados como colaboración anónima en Sharpe’s Magazine, hasta los catálogos de la Exposición Universal de 1862, de vivos colores y exquisitamente incomprensibles, junto a extrañas ediciones de Los viajes de Gulliver.
En cuanto Punch fue capaz de unir los trazos de las letras escribió a Bombay y pidió que le enviaran por correo «todos los libros del mundo». Papá no pudo satisfacer su modesto encargo, si bien le envió Los cuentos de Grimm y uno de Hans Andersen. Con eso fue suficiente. Si lograba quedarse solo, Punch podía estar, cualquier hora, en su propio mundo, lejos del alcance de tía Rosa y de su Dios, de las bromas pesadas de Harry y de las súplicas de Judy para que jugase con ella.
—No me «intedrumpas», estoy leyendo. Ve a jugar a la cocina —gruñía Punch—. Tía Rosa a ti te deja entrar. —Judy estaba muy quejosa, porque le estaba saliendo un diente. Entonces acudía a tía Rosa, y ésta la tomaba con Punch.
—Estaba leyendo —explicaba—; leyendo un libro. Quiero leer.
—Eso sólo lo haces para llamar la atención —decía tía Rosa—. Ya hablaremos. Ahora juega con Judy y no vuelvas a abrir un libro hasta que transcurra una semana.
Judy no lo pasaba bien jugando con Punch, que se consumía de indignación, desconcertado por la mezquindad que encerraba aquella prohibición.
A mí me gusta leer —decía—; y ahora que ella lo sabe no me deja. —N o llores Ju…, no ha sido culpa tuya. No llores, por favor; si lloras dirá que soy yo quien te hace llorar.
Ju se secaba lealmente las lágrimas, y los dos jugaban en el cuarto de juegos, entre la primera planta y el sótano, adonde les mandaban siempre después de comer, mientras tía Rosa dormía. Tía Rosa bebía vino —es decir, bebía un poco de una botella que guardaba en el sótano— porque le hacía bien a su estómago, pero cuando no se quedaba dormida a veces pasaba por el cuarto de los niños para comprobar si de verdad estaban jugando. Los bloques de construcción, los aros de madera, los bolos y la vajilla de juguete ya no proporcionaban la misma diversión ahora que era posible trasladarse al País de la Fantasía mediante el simple acto de abrir un libro, y en muchas ocasiones tía Rosa sorprendía a Punch leyendo o contándole a Judy interminables historias. Eso era una violación de la ley, por lo que tía Rosa se llevaba a Judy y dejaba a Punch jugando solo, tras advertirle: «Más vale que te oiga jugar».
La cosa no tenía gracia, porque Punch se veía obligado a hacer ruido, como si estuviera jugando. Con infinito ingenio ideó al fin el modo de apoyar tres patas de la mesa sobre unos bloques de construcción y dejar la cuarta en el suelo. Así podía empujar la mesa con una mano mientras sostenía un libro con la otra. Y eso hizo hasta un día aciago en que tía Rosa lo pilló desprevenido y le dijo que estaba «mintiendo».
—Si tienes edad suficiente para mentir —anunció (siempre estaba de peor humor después de comer)—, tienes edad suficiente para ser azotado.
—Pero… ¡yo… yo no soy un animal! —exclamó Punch, aterrado. Se acordó de tío Harry y de la vara, y se puso blanco. Tía Rosa escondía una caña detrás de ella y allí mismo azotó a Punch en la espalda. El castigo fue una revelación para Punch. La puerta de la habitación se cerró, y lo deja ron solo, llorando hasta que se arrepintiera, y elaborando su propio credo acerca de la vida.
Tía Rosa, razonaba Punch, tenía poder para darle muchos azotes. Eso era injusto y cruel, y mamá y papá jamás lo tolerarían. A menos que, como tía Rosa parecía insinuar, le hubieran dado órdenes secretas, en cuyo caso estaría cierta mente abandonado. Debía conducirse con prudencia para ganarse la simpatía de tía Rosa, pero muchas veces, aunque fuera inocente, le habían acusado de querer «llamar la atención». Había «llamado la atención» en presencia de las visitas, cuando acosó a un caballero desconocido —pues era tío de Harry y no suyo— con preguntas sobre el grifo y el sable y sobre el modelo exacto de tílburi que usaba Frank Fairlegh, asuntos de la mayor importancia que Punch anhelaba comprender. De nada serviría fingir amabilidad con tía Rosa.
En ese momento entró Harry y se quedó a cierta distancia, mirando con disgusto a Punch, que estaba desmadejado en un rincón del cuarto.
—Eres un mentiroso… un pequeño mentiroso —dijo Harry con fervor—. Y tendrás que cenar aquí solo, porque no eres digno de hablar con nosotros. Y tampoco podrás hablar con Judy hasta que mamá te lo autorice. La vas a corromper. Sólo sirves para relacionarte con la criada. Eso dice mamá.
Tras dejar a Punch nuevamente anegado en llanto, Harry subió para dar la noticia de que Punch seguía rebelándose.
Tío Harry parecía incómodo.
—Maldita sea, Rosa —dijo al fin—. ¿No puedes dejar al chico en paz? Conmigo siempre se porta muy bien.
—Contigo emplea sus mejores modales, Henry, pero me temo, mucho me temo que es la oveja negra de la familia.
Harry oyó el comentario y decidió archivarlo para hacer uso de él en el futuro. Judy lloró hasta que le ordenaron que se callara, pues no valía la pena llorar por su hermano; y la velada concluyó con el regreso de Punch a las regiones superiores de la casa y una reunión privada en la que a Punch le fueron revelados todos los horrores del infierno, con tanta profusión de imágenes como cabía en la estrecha mente de tía Rosa.
L, o que más le dolió a Punch fue sin embargo el abierto reproche de Judy, y se fue a dormir en las profundidades del Valle de la Humillación. Compartía su habitación con Harry, y sabía la tortura que le aguardaba. Durante una hora y media, tuvo que contestar las preguntas del joven caballero en torno a sus razones para decir una mentira, y una mentira tan grave, la cantidad exacta de azotes que tía Rosa le había propinado, y tuvo además que profesar su más honda gratitud por la instrucción religiosa que Harry había tenido la gentileza de ofrecerle.
Ese día empezó la decadencia de Punch, en lo sucesivo la Oveja Negra.
—El que miente en una cosa miente en todas —aseguraba tía Rosa, y Harry sentía que le ponían en bandeja a la Oveja Negra. Lo despertaba a media noche para preguntarle por qué era tan mentiroso.
—No lo sé —respondía Punch.
—¿No crees que deberías levantarte y pedirle a Dios un corazón nuevo?
—Sssí.
—¡Pues levántate y reza!
Y Punch salía de la cama con el corazón rebosando odio hacia el mundo entero, tanto conocido como por conocer. No paraba de meterse en líos. El modo en que Harry lo interrogaba sobre sus acciones del día rara vez dejaba de producir en él, adormilado y furioso, media docena de contradicciones que a la mañana siguiente eran puntualmente comunicadas a tía Rosa.
—No era una mentira —empezaba Punch, enzarzándose en una elaborada explicación que lo dejaba aún más indefenso en el punto de mira—. Dije que no había rezado dos veces, pero eso fue el martes. Recé una vez. Es verdad, pero Harry dice que no. —Etcétera, etcétera, hasta que la tensión daba paso al llanto, y lo expulsaban de la mesa, castigado.
—Antes no eras tan malo —decía Judy, impresionada por el historial delictivo de la Oveja Negra—. ¿Por qué te has vuelto tan malo?
—No lo sé —respondía la Oveja Negra—. No soy malo; lo que pasa es que no me dejan en paz. Yo sé lo que he hecho y quiero explicarlo, pero Harry lo cuenta siempre de un modo distinto, y tía Rosa nunca me cree. ¡No digas tú también que soy malo, Ju; por favor!
—Tía Rosa lo dice. Ayer se lo dijo al vicario, cuando vino —fue la respuesta de Judy.
—¿Y por qué le habla de mí a todo el mundo? Eso no es justo —dijo la Oveja Negra—. Cuando estaba en Bombay y era malo… malo de verdad, no como ahora que se lo inventan… mamá se lo decía a papá, y papá me decía que lo sabía; y nada más. La gente de fuera no se enteraba… ni siquiera Meeta lo sabía.
—Yo no me acuerdo —decía Judy, llena de añoranza—. Era muy pequeña. Mamá no te quería tanto como a mí, ¿verdad que no?
—Claro que sí. Y papá también. Todo el mundo.
—Tía Rosa me quiere más a mí que a ti. Dice que eres una cruz y una oveja negra y que no debo hablar contigo más que lo justo.
—¿Nunca? ¿Ni siquiera cuando ya ha pasado el tiempo en que no puedes hablar conmigo?
Judy asintió tristemente con la cabeza. La Oveja Negra se dio la vuelta, desesperado, pero Judy lo abrazó.
—No te preocupes, Punch —le susurró—. Yo seguiré hablando contigo siempre. Eres mi único hermano, aunque seas… aunque tía Rosa diga que eres malo, y aunque Harry diga que eres un cobarde. Dice que si te tiro del pelo con fuerza te echarás a llorar.
—Prueba a hacerlo —dijo Punch.
Judy le tiró del pelo con cautela.
—Tira más fuerte… ¡tira con todas tus fuerzas! ¡Así! No me importa. Si sigues hablando siempre conmigo te dejaré que me tires del pelo todo lo que quieras… tira si te gusta. Aunque sé que si Harry viene y te dice que me tires del pelo me pondré a llorar.
Así fue como los niños sellaron su pacto con un beso, y el corazón de la Oveja Negra se llenó de alegría, y con suma prudencia y mucho tacto para evitar a Harry fue haciendo méritos y le dejaron leer una semana entera sin interrupciones. Tío Harry lo llevaba a pasear y lo consolaba con su ternura tosca; nunca lo llamaba Oveja Negra.
—Supongo que te hace bien, Punch —le decía—. Sentémonos un poco. Estoy cansado. —Sus pasos no lo llevaban ahora hasta la playa, sino al cementerio de Rocklington, entre los patatales. El hombre gris se pasaba horas sentado en una lapida, mientras la Oveja Negra leía los epitafios, y volvía a cusa a grandes zancadas.
—No tardaré en estar ahí dentro —le anunció tío Harry una tarde de invierno bajo el porche de entrada al camposanto; tenía la cara blanca como una moneda de plata gastada—. Pero no se lo digas a tía Rosa.
Un mes más tarde, poco después de haber salido a pasear a media mañana, tío Harry dio media vuelta para regresar bruscamente a casa.
—Llévame a la cama, Rosa —murmuró—. Ya he dado mi último paseo. La metralla me ha alcanzado.
Lo acostaron; la sombra de su enfermedad envolvió la casa por espacio de quince días, y Oveja Negra entró y salió sin que nadie se fijara en él. Papá le había enviado libros nuevos, y le habían ordenado que no hiciera ruido. Se refugió en su propio mundo y fue plenamente feliz. Ni siquiera de noche veía interrumpida su felicidad. Podía estar tranquilo en la cama y contarse historias de viajes y aventuras, mientras Harry seguía en el piso de abajo.
—Tío Harry se está muriendo —dijo Judy, que entonces vivía casi exclusivamente con tía Rosa.
—Lo siento mucho —dijo escuetamente la Oveja Negra—. Ya me lo dijo hace mucho tiempo.
Tía Rosa oyó la conversación.
—¿Es que no hay nada que te haga contener esa lengua malvada? —dijo, muy enfadada. Tenía cercos azules alrededor de los ojos.
La Oveja Negra se retiró al cuarto de juegos para leer Cometh up as a Flower con enorme interés, aunque sin entender apenas nada. Le habían prohibido abrirlo, por sus «pecados», pero el universo se desmoronaba, y tía Rosa estaba profundamente sumida en su pena.
«Me alegro», se dijo la Oveja Negra. «Ahora ella está sufriendo. Pero no era mentira. Yo lo sabía. Pero él me dijo que no lo contara».
Esa noche, Oveja Negra se despertó sobresaltado. Harry no estaba en la habitación, y oyó sollozos en el piso de abajo. La voz de tío Harry, que cantaba la canción de la batalla de Navarino, le llegó entonces a través de la oscuridad:
Era nuestro buque el Asia…
¡El Génova y el Albión!
«Está mejorando», pensó la Oveja Negra, que había aprendido los diecisiete versos de la canción. Pero, al pensarlo, se le heló la sangre en su pequeño corazón. La voz subió una octava y sonó aguada como el silbato del contramaestre:
Llegó luego el lindo Rosa,
el brulote se acercó,
y expuesto quedó el Brioso
ese día en Navarino.
—¡Ese día en Navarino, tío Harry! —gritó la Oveja Negra, desesperado y medio loco de miedo a no sabía qué.
Una puerta se abrió, y tía Rosa gritó desde el rellano:
—¡Calla! Por Dios, calla, desaprensivo. ¡Tío Harry ha muerto!
EL TERCER SACO
Y concluye el viaje cuando al fin se reúnen los amantes, como bien sabe todo hombre sabio.
«¿Qué será de mí ahora?», se preguntó la Oveja Negra una vez que hubieron concluido los peculiares ritos semipaganos propios del funeral en un hogar de clase media, y tía Rosa, espantosamente vestida de negro, volvió a la vida. «Creo que de momento no he hecho nada malo, aunque supongo que no tardaré en hacerlo. Ella estará muy enfadada por la muerte de tío Harry, y Harry también. Más vale que no salga de la habitación».
Punch vio sus planes truncados cuando se tomó la decisión de que fuera al mismo colegio que Harry. Eso significaba que tendría que salir con él por las mañanas, y acaso también regresar con él por la tarde; la perspectiva de felicidad en el intervalo resultaba, sin embargo, refrescante. «Harry le contará todo lo que haga; pero no haré nada», pensó la Oveja Negra. Fortalecido con tan meritoria decisión, Punch fue al colegio, donde descubrió que su mala fama le había precedido, merced a los oficios de Harry, y la vida resultó un tormento. Evaluó a sus compañeros. Unos eran sucios, otros hablaban en dialecto, algunos no pronunciaban las «haches» y había dos judíos y un negro, o de piel bastante oscura. «Es un hubshi (“negro”)», se dijo la Oveja Negra. «Hasta Meeta se reía de los hubshis. No me parece que éste sea un lugar decente». Pasó una hora indignado, hasta que concluyó que cualquier objeción que pudiera poner sería transformada por tía Rosa en «llamada de atención» y Harry se lo contaría a los demás chicos.
—¿Qué te ha parecido el colegio? —le preguntó tía Rosa al final de su primer día.
—Es un sitio muy bonito —respondió tranquilamente Punch.
—¿Supongo que habrás prevenido a los chicos del carácter de la Oveja Negra? —le dijo tía Rosa a Harry.
—Desde luego —respondió el censor moral de la Oveja Negra—. Están al corriente de todo.
—Si estuviera con mi padre —saltó la Oveja Negra, sin poder contenerse—, no hablaría con esos chicos. Él no me lo permitiría. Viven en tiendas. Los he visto entrar… donde sus padres viven y venden cosas.
—¿Te crees superior para ir a ese colegio? —preguntó Tía Rosa con una sonrisa amarga—. Deberías estar agradecido de que esos chicos te dirijan la palabra. No creas que en todos los colegios se acepta a los mentirosos.
Harry no perdió la ocasión de capitalizar el desafortunado comentario de la Oveja Negra, a resultas de lo cual varios chicos, incluido el hubshi, ofrecieron a la Oveja Negra una demostración de la eterna igualdad de la raza humana, a base de golpes en la cabeza, y el único consuelo que recibió de tía Rosa fue el comentario de que «le estaba bien empleado, por ser tan engreído». Aprendió sin embargo a guardarse sus opiniones para sí y a ganarse la simpatía de Harry llevándole los libros y cosas por el estilo, para disfrutar de un poco de paz. Su existencia no era en absoluto feliz. Pasaba todo el día en el colegio, de nueve a doce y de dos a cuatro, menos los sábados. Por la tarde le mandaban a su cuarto a hacer los deberes para el día siguiente y de noche debía afrontar los temidos interrogatorios de Harry. A Judy apenas la veía. Judy se había vuelto profundamente religiosa —a los seis años, la religión era fácil de aceptar— y se hallaba dolorosamente dividida entre su amor natural por la Oveja Negra y su amor por tía Rosa, que era incapaz de hacer nada malo.
La mezquina mujer recibía con interés el amor de la pequeña, y a veces Judy se atrevía a aprovecharlo para aliviar las penas de su hermano. Cuando no se sabía la lección, en casa lo castigaban a no leer más que libros de texto durante una semana, y era Harry quien se encargaba de transmitir la noticia con alegría. Además, tenía que recitarle la lección a Harry antes de acostarse, y éste generalmente conseguía que Punch perdiera el control para luego consolarlo con las más lúgubres perspectivas sobre su porvenir. Harry era el espía, el inquisidor y el encargado de las bromas pesadas, y tía Rosa la ejecutora. Harry ejercía admirablemente sus múltiples funciones, y ahora que tío Harry había muerto, la Oveja negra no tenía posibilidad de apelación. No se le permitía el menor fallo en la escuela, mientras que en casa no contaba con ninguna credibilidad y agradecía cualquier muestra de compasión de las jóvenes criadas, que no duraban mucho en Downe Lodge, porque también eran unas «mentirosas». «Eres igual que la Oveja Negra», era la frase que cada nueva Jane o Eliza no tardaba ni un mes en oír de boca de tía Rosa; de ahí que la Oveja Negra tuviera costumbre de preguntar a las chicas si ya las habían comparado con él. Harry era para ellas el «señorito Harry»; Judy era oficialmente la «señorita Judy», pero la Oveja Negra nunca fue más que la Oveja Negra tout court.
A medida que pasaba el tiempo y el recuerdo de papá y mamá quedaba velado por la ingrata tarea de escribirles todos los domingos, bajo la vigilante supervisión de tía Rosa, la Oveja Negra se olvidó de la vida que había llevado con anterioridad. Ni siquiera los llamamientos de Judy, «intenta acordarte de Bombay», tenían efecto alguno en él.
—No me acuerdo —decía—. Sólo recuerdo que daba muchas órdenes y que mamá me besaba.
—Tía Rosa también te besará si eres bueno —le suplicaba Judy.
—¡Puaj! No quiero que tía Rosa me bese. Diría que lo hago para conseguir más comida.
Las semanas se convirtieron en meses, y llegaron las vacaciones; pero justo antes de las vacaciones la Oveja Negra cayó en pecado mortal.
Entre los muchos chicos a los que Harry había incitado a «pegar a la Oveja Negra en la cabeza, porque no se atrevía a devolver el golpe» había uno más exasperante que los demás, y en un momento en que Harry no andaba cerca, se abalanzó sobre la Oveja Negra. Los golpes fueron muy duros, y la Oveja Negra los devolvió a diestro y siniestro con toda su alma. El otro cayó y se puso a llorar. La Oveja Negra no daba crédito a lo que estaba haciendo, pero, al sentir el cuerpo del otro debajo del suyo, sin ofrecer resistencia, lo zarandeó con las dos manos, ciego de ira, y se dispuso luego a estrangular al enemigo, con la sincera intención de matarlo. La lucha duró hasta que Harry y otros compañeros separaron a la Oveja Negra del otro chico y lo llevaron a casa, dolorido pero exultante. Tía Rosa había salido, y mientras aguardaban su llegaba, Harry aleccionó a la Oveja Negra sobre el pecado del asesinato, que describió como el delito de Caín.
—¿Por qué no luchaste limpiamente? ¿Por qué te ensañaste con él cuando ya estaba derrotado, bellaco? —La Oveja Negra miraba la garganta de Harry y el cuchillo que había sobre la mesa del comedor.
—No lo sé —dijo con hastío—. Tú siempre le dices que se meta conmigo y luego me llamas cobarde porque lloro. ¿Quieres dejarme en paz hasta que vuelva tía Rosa? Tú dile que tiene que pegarme, que ella ya me pegará, y con eso se arregla todo.
—Con eso no se arregla nada —respondió Harry en tono profesoral—. Has estado a punto de matarlo, y no me sorprendería que se muriera.
—¿Se morirá? —preguntó la Oveja Negra.
—Creo que sí —dijo Harry—; y entonces te ahorcarán e irás al infierno.
—Muy bien —concluyó la Oveja Negra, echando mano del cuchillo—. En ese caso te mataré. Siempre estás diciendo cosas y haciendo cosas… y yo no entiendo lo que pasa, y nunca me dejas en paz… ¡y no me importa lo que pase!
Corrió hacia él cuchillo en mano, y Harry huyó escaleras arriba augurándole la mayor de las palizas en cuanto volviera tía Rosa. La Oveja Negra se sentó al pie de la escalera, sin soltar el cuchillo, y lloró por no haber matado a Harry. La criada salió de la cocina, le quitó el cuchillo y lo consoló, pero nada podía consolar a la Oveja Negra. Recibiría una buena paliza de tía Rosa, y luego otra paliza de Harry; y prohibirían a Judy hablar con él; y en el colegio se enterarían de todo y…
No tenía a nadie que lo ayudara ni a nadie a quien querer, y el mejor modo de acabar con todo era la muerte. El cuchillo le haría mucho daño, pero tía Rosa le había dicho un año antes que si chupaba la pintura se moriría. Fue al cuarto de juegos, desenterró el Arca de Noé, que ya nadie usaba, y se comió la pintura de todos los animales que quedaban allí. Tenía un sabor asqueroso, pero había dejado limpia a la paloma cuando volvieron tía Rosa y Judy. La Oveja Negra subió al piso de arriba y las recibió diciendo:
—Por favor, tía Rosa, creo que casi he matado a un niño en el colegio, y también he intentado matar a Harry, pero ¿me darás una paliza y me dejarás en paz cuando hayas terminado de hablarme de Dios y del infierno?
El relato de los hechos, tal como lo expuso Harry, no tenía más que una explicación: la Oveja Negra estaba poseído por el diablo. De ahí que no sólo recibiera una paliza descomunal de tía Rosa y, una vez completamente acobardado, también de Harry, sino que la familia rezó por él además de por Jane, la criada, que había robado una croqueta fría de la despensa y sollozaba ruidosamente mientras su pecado era debidamente expuesto ante el Trono de la Gracia. La Oveja Negra estaba magullado y entumecido, pero se sentía victorioso. Moriría esa misma noche y se libraría de todos ellos. No; no le pediría perdón a Harry; y no toleraría su interrogatorio a la hora de acostarse, aunque lo llamara «Caín».
—He recibido una paliza —dijo— y he hecho cosas. Ya no me importa lo que hago. Si te atreves a hablarme esta noche. Harry, intentaré matarte. Ahora, si quieres, mátame tú.
Harry se llevó su cama a una habitación desocupada, y la Oveja Negra se acostó preparado para morir.
Pudiera ser que quienes fabricaron el Arca de Noé supieran que los animales llegaban fácilmente a la boca de los niños y lo tuvieran en cuenta a la hora de pintarlos. Lo cierto es que, una vez más, la mañana se presentó con el tedio de siempre al otro lado de la ventana y encontró a Oveja Negra perfectamente sano y bastante avergonzado, aunque fortalecido por el conocimiento de que, en casos extremos, podía defenderse de Harry en lo sucesivo.
Cuando bajó a desayunar, el primer día de vacaciones, recibió la noticia de que Harry, tía Rosa y Judy se marchaban a Brighton, mientras que la Oveja Negra se quedaría en casa con la criada. Su última mala acción le vino de perlas a tía Rosa, pues le proporcionó una buena excusa para dejarlo allí. Papá, que desde Bombay parecía adivinar al instante los deseos del joven pecador, le envió un nuevo paquete de libros. Y con ellos y la compañía de Jane pasó la Oveja Negra un mes en soledad.
Los libros le duraron diez días. Los devoró con ansia a razón de doce horas de un tirón. Llegaron entonces días en los que no había absolutamente nada que hacer, días de soñar y desplegar ejércitos imaginarios escaleras arriba y abajo, de contar el número de barrotes y de medir la longitud y la anchura de cada habitación de la casa con palmos: cincuenta de largo, treinta de ancho, y otra vez cincuenta. Jane hizo muchas amistades y, cuando la Oveja Negra prometió que no daría cuenta de sus ausencias, empezó a pasar muchas horas fuera de casa todos los días. La Oveja Negra observaba el desplazamiento de los rayos del sol de la cocina al comedor, y de ahí a su dormitorio, hasta que todo se tornaba oscuro y gris, y bajaba corriendo a la cocina para leer a la luz del fuego. Se alegraba de estar solo y de poder leer cuanto se le antojara, aunque al cabo de un rato empezaba a tener miedo de las sombras de las cortinas, el batir de las puertas y el crujido de las persianas. Salía al jardín, y el rumor de los laureles lo asustaba.
Se alegró cuando todos volvieron —tía Rosa, Harry y Judy—, llenos de noticias, y Judy cargada de regalos. ¿Quién podía no querer a la adorable y fiel Judy? La Oveja Negra respondió al alegre parloteo de su hermana informándole de que la distancia entre la puerta del vestíbulo y el primer rellano de la escalera era exactamente de ciento ochenta y cuatro palmos. Lo había descubierto por sí solo.
Se reanudó entonces la vieja rutina, con una diferencia y un nuevo pecado. Al resto de las muchas maldades de la Oveja Negra se había añadido recientemente una increíble torpeza, de ahí que en sus acciones pudiera confiarse tan poco como en su palabra. Ni siquiera él entendía por qué se le caía todo lo que tocaba, por qué volcaba los vasos en cuanto les ponía las manos encima, por qué se golpeaba en la cabeza con las puertas que estaban manifiestamente cerradas. Todo su mundo quedó velado por una neblina gris, y fue estrechándose mes tras mes hasta que la Oveja Negra no tuvo más compañía que el aleteo de las cortinas, que tanto se parecían a fantasmas, y los indecibles terrores de la luz del día, que a la postre resultaban no ser más que abrigos colgados de sus perchas.
Las vacaciones llegaron y se marcharon, y la Oveja Negra tuvo que ir de visita a casa de mucha gente, cuyos rostros eran exactamente iguales los unos a los otros; recibía una paliza siempre que lo exigía la ocasión y a todas horas sufría las torturas de Harry, aunque Judy salía en su defensa haciendo un relato de lo bueno y de lo malo, por más que para entonces ya se hubiera contagiado de la ira de tía Rosa.
Las semanas resultaban interminables, y papá y mama cayeron completamente en el olvido. Harry había terminado sus estudios y trabajaba como empleado en un banco. Liberado de su presencia, la Oveja Negra decidió que ya no tenía por qué privarse del placer de la lectura. Así, cuando suspendía en el colegio, aseguraba que todo le iba bien, y empezó a albergar un profundo desprecio por tía Rosa al comprobar lo fácil que era engañarla. «Dice que soy un mentiroso cuando no digo mentiras, y ahora que miento no se da cuenta», pensaba la Oveja Negra. Tía Rosa lo había acusado en el pasado de viles argucias y estratagemas que jamás habían tenido cabida en su cabeza. A la luz de los sórdidos conocimientos que ella le había revelado, se lo estaba devolviendo todo con creces. En una casa donde el más inocente de sus motivos, el natural anhelo de un poco de cariño, se había interpretado como el deseo de recibir más pan y jamón o de buscar la complicidad de los extraños, la ausencia de Harry lo volvía todo más fácil. Tía Rosa descubría algunos engaños, pero no todos. Punch empezó a utilizar su inteligencia contra ella y nunca más recibió una paliza. A cada mes se le hacía más duro el estudio, y hasta las páginas de los libros de historia se le borraban al ponerse las letras a bailar. Así cavilaba Oveja Negra, envuelto en sombras y alejado del mundo, inventando terribles castigos para el «querido Harry» o tramando una nueva maraña de engaños en la que atrapar a tía Rosa.
Hasta que se produjo el choque que rompió su telaraña. Era imposible predecirlo todo. Tía Rosa se interesó personalmente por los progresos de la Oveja Negra, y la información que recibió la dejó perpleja. Paso a paso, con el mismo e intenso deleite con que acusaba a una criada mal nutrida por robarle un poco de carne fría, siguió el rastro de los delitos de la Oveja Negra. ¡La Oveja Negra llevaba semanas y semanas burlándose de tía Rosa para que no lo apartara de sus libros, burlándose de Harry y, sobre todo, burlándose de Dios! Eso era horrible, era el mayor de los horrores, y revelaba su profunda depravación mental.
La Oveja Negra evaluó las consecuencias. «Me dará la mayor paliza de mi vida y luego me colgará en la espalda un cartel de “Mentiroso”, como otras veces. Harry me azotará y rezará por mí, y ella me tendrá presente en sus oraciones me dirá que soy hijo del diablo, y me obligará a aprender algunos himnos de memoria. Pero he logrado leer todos mis libros sin que se diera cuenta, aunque dirá que lo ha sabido en todo momento. Ella también es una vieja embustera».
Pasó tres días encerrado en su habitación, para preparar su ánimo. «Habrá dos palizas. Una en la escuela y otra aquí.
La de aquí dolerá más». Y casi empezó a sentir el dolor, sólo de pensarlo. En el colegio recibió una paliza de los judíos y el hubshi, por el asqueroso pecado de mentir en casa sobre sus progresos escolares. En casa recibió una paliza de tía Rosa, por la misma razón, y a continuación le colgaron el cartel. Tía Rosa se lo cosió entre los hombros y le ordenó que saliera a dar una vuelta con el letrero puesto.
—Si me obligas a hacer eso —dijo la Oveja Negra sin alterarse en absoluto—, quemaré esta casa y puede que te mate. No sé si conseguiré matarte, con tantos huesos como tienes, pero al menos lo intentaré.
No hubo castigo para esta blasfemia, aunque la Oveja Negra estaba preparado para agarrar el ajado cuello de tía Rosa y apretar hasta que lo redujeran. Puede que tía Rosa se asustara porque, una vez alcanzado el nadir del pecado, la Oveja Negra se comportaba de un modo implacable.
En mitad de esta crisis llegó a Downe Lodge un visitante de ultramar que conocía a papá y a mamá y había recibido el encargo de visitar a Judy y a Punch. Ordenaron a la Oveja Negra que bajara al salón y se sentara a la mesa repleta de porcelana.
—Veamos, caballerito —dijo el visitante, volviendo despacio hacia la luz el rostro de la Oveja Negra—. ¿Qué pájaro es ése que está en la valla?
—¿Qué pájaro? —preguntó la Oveja Negra.
El visitante observó intensamente los ojos de la Oveja Negra por espacio de medio minuto y exclamó:
—¡Dios mío! ¡El pobre chico está casi ciego!
Era un visitante muy expeditivo. Dio orden, bajo su propia responsabilidad, de que la Oveja Negra no fuera al colegio ni abriese un libro hasta que llegara mamá.
—Estará aquí dentro de tres semanas, como bien sabes. Yo soy el Sahib Inverarity. Fui quien te trajo a este malvado mundo, jovencito, y parece que has sabido hacer buen uso de tu tiempo. No debes hacer absolutamente nada. ¿Eres capaz de eso?
—Sí —respondió Punch, bastante aturdido. Sabía que mamá llegaría pronto. Era por tanto probable que recibiera otra paliza. Gracias a Dios que papá no venía también. Tía Rosa le había dicho recientemente que debería ser castigado por un hombre.
La Oveja Negra quedó estrictamente autorizado a no hacer nada en las tres semanas siguientes. Se pasaba el día entero en el cuarto de juegos, mirando los juguetes rotos, de todo lo cual darían puntual cuenta a mamá. Tía Rosa le pegaba en las manos si se rompía siquiera un barco de madera, pero ése era un pecado nimio en comparación con el resto de las oscuras insinuaciones de tía Rosa.
—Cuando venga tu madre y escuche lo que tengo que decirle te dará tu merecido —decía en tono grave, y vigilaba muy de cerca a Judy, no fuera a ser que la niña intentara consolar a su hermano, con gran peligro para su alma.
Y al fin llegó mamá, en un coche de cuatro ruedas, arrebolada de ilusión y de ternura. ¡Mamá! Joven, frívolamente joven, y hermosa, con las mejillas levemente sonrosadas, los ojos refulgentes como estrellas y una voz que no necesitaba de la llamada de sus brazos extendidos para atraer a los pequeños hacia sí. Judy corrió directamente hacia ella, pero la Oveja Negra vaciló.
Sería aquel prodigio un modo de «llamar la atención». Seguro que cuando se enterara de sus crímenes mamá no le tendería los brazos. ¿Era posible que intentara obtener algo de la Oveja Negra, fingiendo cariño? Mamá quería todo su amor y toda su confianza, pero eso la Oveja Negra no lo sabía. Tía Rosa se retiró y dejó a mamá arrodillada entre sus dos hijos, a medias riendo a medias llorando, en el mismo vestíbulo donde Punch y Judy habían llorado cinco años antes.
—¿Os acordáis de mí, ratoncitos?
—No —dijo sinceramente Judy—. Pero yo le pido a Dios todas las noches que bendiga a papá y a mamá.
—Un poco —dijo la Oveja Negra—. Al menos recuerdo que os he escrito todas las semanas. Y no lo hacía para llamar la atención sino por lo que pasa después.
—¿Y qué pasa después? ¿Qué es lo que debe pasar después, amor mío? —preguntó mamá, volviendo a atraerlo hacia sí. Punch se acercó torpemente, con mucho recelo. La madre fue rápida como el rayo—: No está acostumbrado a recibir cariño. La niña sí —dijo.
«Es demasiado pequeña para hacer daño a nadie», pensó la Oveja Negra, «y se asustará si le digo que la voy a matar. Me pregunto qué le contará tía Rosa».
Hubo una cena cortésmente tensa, al término de la cual mamá cogió a Judy y la llevó a la cama con toda clase de mimos y cariños. La desagradecida Judy ya se había olvidado de tía Rosa, que soportó la ofensa con amargura.
—Ven a darme las buenas noches —le dijo tía Rosa a la Oveja Negra, ofreciendo una mejilla marchita.
—¿Cómo? —exclamó la Oveja Negra—. Nunca te he besado y ahora no pienso fingir. Cuéntale a esta mujer todo lo que he hecho y ya veremos lo que dice.
La Oveja Negra se metió en la cama con la sensación de haber perdido el cielo nada más atisbarlo entre sus verjas. Media hora más tarde «esta mujer» estaba inclinada sobre su cama. La Oveja Negra movió rápidamente el brazo derecho. No era justo que viniera a pegarle en la oscuridad. Ni siquiera la tía Rosa lo había intentado. Pero no recibió ningún golpe.
—¿Estás fingiendo? No pienso decirte nada más de lo que te haya contado tía Rosa, y eso que ella no lo sabe todo —dijo la Oveja Negra intentado hablar lo más claramente posible, pues tenía unos brazos alrededor del cuello.
—¡Ay, hijo mío… mi pequeño! Todo es culpa mía… es culpa mía, cariño… Pero no pudimos evitarlo. Perdóname, Punch. —La voz se apagó hasta convertirse en un murmullo roto, y dos lágrimas calientes cayeron sobre la frente de la Oveja Negra.
—¡A ti también te ha hecho llorar! —exclamó—. No te imaginas cómo llora Jane. Pero tú eres buena, y Jane es una mentirosa nata… eso dice tía Rosa.
—¡Calla, Punch, calla! No hables así, mi niño. Intenta quererme un poquito… sólo un poquito. No sabes cuánto lo añoro. ¡Vuelve a mí, Punch-baba! Soy tu madre… tu verdadera madre… y todo lo demás no importa. Lo sé, mi vida, lo sé. Pero ya no importa. ¿Me querrás al menos un poquito, Punch?
Resulta extraordinaria la cantidad de cariño que puede soportar un chico que ya ha cumplido los diez años cuando tiene la certeza de que no hay nadie para reírse de él. La Oveja Negra no había recibido mucho, y de pronto allí estaba aquella mujer hermosa, tratándolo —a él, a la Oveja Negra, al hijo del diablo— como si fuera un pequeño dios.
—Te quiero mucho, madre querida —susurró al fin—, y me alegro de que estés aquí. Pero ¿estás segura de que tía Rosa te lo ha contado todo?
—Todo. ¿Y eso qué importa? Aunque —la voz se quebró con un sollozo que era mitad risa—, ¿no crees mi pobre y querido Punch, mi hijito medio ciego, que ha sido un poco tonto de tu parte?
—No. Me ahorré una paliza.
Mamá se estremeció y se alejó en la oscuridad para escribir una larga carta a papá. He aquí un fragmento:
… Judy es una mojigata regordeta que adora a la mujer y ha asimilado con enorme seriedad sus creencias religiosas… ¡y no tiene más que ocho años, Jack! ¡Lleva puesta una auténtica atrocidad de crin a la que llama su miriñaque! Acabo de quemarla. Judy está dormida en mi cama mientras te escribo. A Punch no llego a entenderlo. Está bien alimentado, pero al parecer se ha ido enredando en una serie de pequeños embustes que la mujer magnifica y transforma en pecados mortales. ¿Recuerdas cómo nos educaron a nosotros, querido, cuando el temor de Dios era tantas veces la antesala de la mentira? No tardaré en ganarme a Punch. Pienso llevarme a los niños al campo hasta que me conozcan; en conjunto estoy contenta, o lo estaré cuando tú vengas a casa, cariño, y entonces daré gracias a Dios, ¡cuando todos estemos al fin juntos bajo el mismo techo!
Tres meses más tarde, Punch, que ya no es la Oveja Negra, ha descubierto que es el legítimo propietario de una madre de verdad, amorosa y viva, que es también una hermana, una fuente de consuelo y una amiga, y debe protegerla hasta que papá llegue a casa. El engaño no tiene cabida en un protector, y cuando uno puede hacer cualquier cosa sin ser cuestionado, ¿de qué sirve engañar?
—Mamá se enfadará mucho si saltas esa zanja —dice Judy, continuando una conversación.
—Mamá nunca se enfada —dice Punch—. Sólo dirá: «Eres un pagal[5]». Y eso no está bien, pero te lo demostraré. Punch salta la zanja y se hunde hasta las rodillas.
—¡Mamá! —grita después—. ¡Me he ensuciado todo lo po-si-ble!
—¡Pues cámbiate de ropa lo antes po-si-ble! —La voz clara de mamá llega desde la casa—. Y no seas tan pagal.
—¡Lo ves! ¡Te lo dije! —exclama Punch—. Ahora todo es distinto, y somos tan de mamá como si nunca se hubiera marchado.
¡Ah, Punch! No del todo, pues cuando unos labios jóvenes han bebido de las profundas y amargas aguas del odio, la sospecha y la desesperación, todo el amor del mundo no basta para borrar ese descubrimiento; aunque por un instante el amor pueda volver hacia la luz los ojos oscurecidos, y enseñar Fe donde antes no la había.