AFICIONADOS
Como la astronomía es aún menos lucrativa que la arquitectura, fue una suerte para Harries que un tío suyo comprara un desierto en un país lejano que resultó contener petróleo. La consecuencia para Harries, su único sobrino, fue una inversión cercana a las mil libras que reportaba sus beneficios anuales.
Una vez que los albaceas se hubieron ocuparon de todo, Harries, a quien bien podría calificarse de ayudante casi sin sueldo del observatorio Washe, invitó a cenar a tres hombres tras evaluarlos y ponerlos a prueba bajo lunas refulgentes y hostiles en Tierra de Nadie.
Vaughan, auxiliar de cirugía en St. Peggoty’s, construía por entonces un consultorio cerca de Sloane Street. Loftie, un patólogo de incipiente reputación, era —pues se había casado con la inestable hija de una de sus antiguas patronas londinenses— asesor bacteriológico de un departamento público, donde ganaba quinientas setenta libras anuales y esperaba alcanzar la antigüedad necesaria para obtener una pensión. Ackerman, que también trabajaba en St. Peggotty’s, recibió en herencia unos cientos de libras al año nada más terminar su carrera y renunció a cualquier trabajo serio que no fuera la gastronomía y sus artes afines.
Vaughan y Loftie estaban al corriente de la suerte de Harries, quien les explicó todos los detalles durante la cena y señaló cuáles serían sus ingresos calculando por lo bajo.
—Tachuelas puede corroborarlo —dijo.
Ackerman se empequeñeció en su silla, como si se tratara del agujero del proyectil donde un día tramara la retirada para todos.
—Nos conocemos bastante bien —empezó a decir—. Nos hemos visto todos diseccionados hasta el último átomo con bastante frecuencia, ¿no es cierto? No necesitamos camuflaje. ¿Estáis de acuerdo? Siempre decís lo que haríais si fuerais independientes. ¿Habéis cambiado de opinión?
—Yo no —respondió Vaughan, cuyo sueño tantas veces relatado era dirigir su propia clínica cerca de Sloane Street, e incluso ya había elegido el edificio.
—¿Creéis que yo seguiría trabajando en las alcantarillas si no fuera por la pensión? —preguntó Loftie. Se había entregado por completo a la investigación desde que su felicidad personal naufragó a los veintidós años.
—En ese caso, sed libres —dijo Ackerman—. Aceptad tres mil…
—Un momento —lo interrumpió Harries en tono quejumbroso—. Yo dije «hasta cinco».
—¡Perdona, amigo! Yo hablaba de la comisión. Aceptad cinco mil anuales de Harries mientras queráis… de por vida, si os apetece. Tú podrás investigar en lo que te interese, Loftie, y… y… contárselo al Toro si descubres algo. ¿No es ésa la idea?
—No del todo. —Harries se incorporó un poco en su asiento—. Un hombre tiene derecho a usar un telescopio además de un microscopio, ¿cierto? Veréis… tengo algunas ideas que me gustaría verificar. Eso exige tener los ojos abiertos y… registrar el momento exacto en que ocurren las cosas.
—Eso dijiste cuando nos diste esa conferencia de astrología… aquella noche en Arras. ¿Te refieres a «influencias planetarias»? —preguntó Loftie con desprecio científico.
—No fue una conferencia. —Harries se sonrojó—. Mi apuesta es la siguiente. No sabemos a qué sistema está engranada la maldita dinamo de nuestro universo, pero sí sabemos que vivimos rodeados por todo tipo de ondas. Antes las llamaban «influencias».
—¿Cómo Venus, Cáncer y los demás? —preguntó Vaughan.
—Sí… si lo prefieres. Lo que quiero es que Vaughan abra su clínica y me dé la oportunidad de verificar mis impresiones de vez en cuando. ¡No! ¡No hablo de curación por la fe! Loftie puede trastear con sus células y sus tejidos a su antojo sirviéndose del radio. Pero…
—Sólo estamos en el umbral del radio —le espetó Loftie.
—¡En ese caso olvídate del radio! El radio es un post hoc, no un propter. Sólo me interesa observar el crecimiento de tus células con un reloj en la mano. ¡No pensar! Observar… y registrar los cambios que detectes.
—¿O imagine? —sugirió Loftie.
—Exacto. Imaginación es lo que necesitamos. Este «pensamiento» tan rígido está frenando la investigación. Tú mismo lo dijiste la otra noche; que todo se convertía en técnica y así no se avanza —concluyó Harries.
—Eso es ir demasiado lejos. Estamos a punto de realizar grandes progresos.
—¡Mejor me lo pones! Acepta el dinero y ponte a ello. ¡Piensa en tu laboratorio, Genio! Hornillos, filtros, esterilizadores, cámaras frigoríficas… ¡todo lo que quieras!
—He traído el último catálogo de Schermoltz. A lo mejor te apetece echarle un vistazo. —Ackerman le pasó el folleto a Loftie, que extendió la mano.
—Cinco mil anuales —murmuró Loftie, pasando las fascinantes páginas—. ¡Dios! ¡La de cosas que podría hacer! Pero yo no merezco ese dinero, Toro. Además, sería una estafa… Con esto de la astrología nunca se llega a nada.
—¿Quién sabe? ¿Cuál es la utilidad de la investigación?
—Sabe Dios —respondió Loftie, devorando las ilustraciones—. Aunque… aunque a veces parece como si Él estuviera a punto de decirlo.
—Eso es lo que todos queremos —lo animó Harries—. Tú no Lo pierdas de vista, y si ves que se decide a revelar algo, anótalo.
—Hace medio año que le eché el ojo a ese edificio. Se podría construir un anexo detrás. —Vaughan hablaba y miraba al futuro.
El padrone entró para decir que si deseaban más bebidas era el momento de pedirlas.
Ackerman aceptó el ofrecimiento; Harries se quedó mirando el fuego; Loftie se sumergió en el catálogo y Vaughan en su visión de la casa deseada para su clínica. El mayordomo regresó con una bandeja cargada.
—Es demasiado dinero para aceptarlo, incluso de ti, Toro —dijo Vaughan con voz tensa—. Si me prestaras un par de cientos para mi clínica, yo podría…
Loftie emergió del catálogo y balbuceó en el mismo sentido, mientras calculaba cuántas libras a la semana necesitaría para salir de la miserable pensión donde vivía y acabar dignamente con el horror que envilecía su vida hasta aniquilarlo por completo.
Harries se irguió sobre ellos como una morsa acorralada.
—¿Os acordáis del fortín de Zillebeeke[32] y del esqueleto en la puerta? ¿Quién se ocupó entonces de robar las bombas? —dijo con impaciencia.
—El Genio y yo —respondió Vaughan, enfurruñado como un colegial.
—¿Y por qué?
—Porque las necesitábamos.
—¡Pues ahora las necesitamos todavía más! Nos enfrentamos al mendigo del fortín. Se llama Muerte… no sé si habéis oído hablar de él alguna vez. Lo que yo tengo no es dinero, ¡imbéciles! Es una emisión en especie… como unos calcetines. ¡No hemos luchado tanto por salvar nuestras estúpidas vidas para esto! ¡No me digáis que no! ¿Es que no os dais cuenta? —Su voz airada tembló.
—¡Vamos, camarada Toro! —dijo Loftie.
Vaughan había sido el primero en levantar las manos, y fue el primero en recuperarse para decir:
—¿Y qué pasa con Tachuelas? ¿No ira a quedarse fuera?
—No. Yo recibiré una comisión de todos vosotros —dijo Ackerman—. ¡Entretanto! ¡Vamos, multimillonarios! El calvo mendigo del fortín es viejo, pero la noche todavía es joven.
Los efectos de cinco mil libras anuales son estimulantes.
Nada menos que un ministro del gabinete, cuyo puesto dependía de las elecciones, visitó uno de los comités donde Loftie ofrecía su asesoramiento técnico y preguntó, en voz demasiado alta, si aquel veterano funcionario era «uno de sus sabuesos temporales». Loftie presentó su dimisión esa misma tarde. Con ayuda de una tía, Vaughan puso en marcha una pequeña clínica cerca de Sloane Street, donde el problema del menaje y la ropa blanca casi lo lleva a dejarse cazar por «la muchacha perfecta, amigo mío, para ser la esposa ideal de un profesional».
Harries continuó con su observación del cielo y le pidió a Ackerman que buscara un lugar donde pudieran reunirse todos. Éste —Simson House era su nombre— había sido en otro tiempo una pequeña escuela para chicos en un barrio sin demasiados tranvías. Ackerman lo dotó de agua, luz y calefacción, una cocina casi inspirada, criado y cocinera, además de un ex suboficial de marina en calidad de fontanero-ayuda de cámara, ingeniero-camarero y electricista-mayordomo; puso cuatro catres en cuatro habitaciones pequeñas y transformó el aula del jardín trasero en una sala con suelo de cemento de grandes posibilidades, que Harries fue el primero en apreciar. En un extremo de la sala instaló un cubículo donde almacenaba libros, relojes y aparatos. Loftie pidió y obtuvo más tarde un laboratorio, prístino y estanco, con montones de artículos de Schermoltz dispuestos entre grifos, fregaderos y estantes de cristal. Se llevó allí algunos cachivaches numerados que Vaughan y otros especialistas le habían remitido en el pasado y que, tras el oportuno examen, le habían servido para emitir importantes veredictos sobre hombres y mujeres desconocidos. Algunas de las muestras —meros fragmentos de tejido canceroso— las mantenía vivas merced a sus propias artes en caldos y sales aun después de haberse ejecutado la sentencia sobre sus fuentes de origen.
Conservaba dos muestras, las números 127 y 128, de una extraña enfermedad en idéntico estado de desarrollo y en idéntica posición, correspondientes a dos mujeres de la misma edad y condición física que acudieron a Vaughan la misma tarde, justo después de que éste fuera nombrado auxiliar de cirugía en St. Peggotty’s. Y una vez concluidas las operaciones ridículamente idénticas, Vaughan recibió las felicitaciones de un hombre cuyo elogio resultaba halagador, pero cuya presencia le había hecho sudar tinta. Según la información de St. Peggotty’s, ambos casos evolucionaban favorablemente varios meses más tarde. Estas muestras le parecieron a Harries especialmente interesantes, y les dedicaba interminables horas de estudio, pues siempre había sido muy hábil en el manejo del microscopio.
—¿Qué tal si vigilas a éstas dos, para ver qué hacen? —le propuso un día a Loftie.
—Sé perfectamente lo que harán —respondió el otro, que había iniciado su propia línea de investigación sobre las células cerebrales.
—¿Y no podrías pedirle a Frost que las vigile con una lente de baja potencia? —insistió Harries—. Es un observador con experiencia en su propio campo. ¿Qué? Claro que está a tu disposición, amigo mío. Haría cualquier cosa por ti. Ah, por cierto, ¿por casualidad recuerdas a qué hora del día operaste a la 127 y la 128?
—Por la tarde, desde luego… en St. Peggotty’s… entre las tres y las cinco. Está registrado en alguna parte.
—No importa. Me basta con tener una idea aproximada. ¿Le pedirás entonces a Frost que vigile las muestras? Muchísimas gracias.
Frost, el fontanero-mayordomo, había sido capitán en un torpedero, tenía la mirada azul y fría del tirador nato y era un hombre de mediana edad, poco agradable, no mal mecánico y acostumbrado a manejar instrumentos de precisión. Le gustaba sentarse en una habitación bien caldeada y mirar a través del microscopio lo que él llamaba «porquerías» con instrucciones de «observarlas durante veinticuatro horas y registrar todos los cambios». Pero en cuanto Frost inició su observación resultó que Loftie, celoso como dos mujeres y sabedor de la suerte que puede tener el principiante, decidió acompañarlo en sus guardias. Loftie andaba enzarzado en un arduo trabajo con sus células cerebrales, y la monotonía de la vigilancia le hizo temer que a su mente le diera por construir teorías a partir de una evidencia inducida. Fue así como al cabo de poco tiempo le dijo a Frost que todo aquello era absurdo, además de malo para la vista. ¿No le parecía?
—No sé cómo será para usted, señor —fue la respuesta de Frost—. Yo a veces tengo la sensación de ver una especie de onda que recorre los bordes. Como la espuma de una ola iluminada por el sol. Como en la Regata de Portland cuando hay nubes y claros.
—Eso es fatiga ocular. Pero ¿cuándo lo ve?
—A veces en la guardia de la noche… entre las doce y las cuatro de la madrugada. Y vuelvo a sentirlo después en la guardia de la tarde, entre las cuatro y las ocho, señor.
—¿Y eso le pasa con cualquiera de las dos muestras? —preguntó Loftie con mucho interés.
—Yo diría que sí. Sin embargo, la 128… me parece que lo hace en la guardia nocturna, a partir de la medianoche; y la 127 por la tarde. Lo he anotado todo.
Tres meses más tarde Loftie anunció en Simson House, sin desviarse siquiera mínimamente de sus propias teorías, la observación de un fenómeno que, en aras de la brevedad, definiría como una «marea» en las muestras 127 y 128. Se producía a unas horas determinadas, todas ellas debidamente registradas y comunicadas a Harries… «por si sirve de algo».
Harries sonrió y contrató a un experto muy caro para que fotografiara y filmara las muestras, lo cual llevó varias semanas y costó varios cientos de libras. Todos observaron las magníficas «mareas» junto a unas curiosas tablas elaboradas por Harries… «porque ha servido de algo», según explicó Loftie.
Harries aseguró que el gasto había merecido la pena y empezó a pasar buena parte de su tiempo libre en Simson House. También a Vaughan le dio por refugiarse allí cuando la persecución de la que era víctima (fomentada por su tía) se intensificó a causa de sus éxitos. Loftie había sido una presencia fija en el laboratorio desde el primer momento; y el pobre Tachuelas, que era tan incapaz de hacerse con un penique fraudulentamente como de ahorrar uno honestamente ganado, cocinaba para todos con tanta generosidad que incluso la cocinera se asustaba de las facturas semanales, mientras que Harries se negaba rotundamente a controlarlas.
Tres meses después del «lanzamiento» de su primera película, poco antes de cenar, Loftie les leyó un texto impreso en el que se afirmaba la existencia de una «corriente» en las células normales de todos los tejidos que él y su ayudante, Frost, habían observado; sin embargo, no era capaz de apreciar signos de «corriente» en las zonas malignas. Detalló las pruebas y las observaciones hasta que los demás bostezaron y Frost proyectó entonces la última filmación, a cámara lenta y a cámara rápida. Luego se sentaron todos alrededor del fuego.
—No quiero comprometerme con nada —dijo Loftie, hablando como un hombre profundamente impresionado—, pero cada maldito tejido parece tener, hasta ahora, su propio momento para sus propias «mareas». Las distintas muestras de una misma fuente tienen las mismas mareas, con la misma fuerza y a la misma hora. Pero, como acabo de mostraros, hay en cada marea constantes variaciones mínimas (reacciones a algo), tan individuales como una huella dactilar. Sólo ante vosotros me jugaría mi reputación. Pero estoy seguro de que es así.
—¿Y qué crees que significa? —casi susurró Vaughan.
—Por lo que he leído —terció Harries en voz baja— las diferencias mínimas de esas «mareas» en los tejidos son causadas por interferencias en la influencia principal o externa, sea cuál sea, que es la que determina, o mejor dicho «es», la marea principal de toda la materia. Ambas vienen de fuera. No de dentro.
—¿De muy lejos? —preguntó Vaughan.
—No sabría precisarlo… aunque… puede que de unos cuantos años luz. He intentado desentrañar esas interferencias o influencias menores… que podrían ser debidas a las… eh… influencias más próximas de la marea principal. En mi opinión…
—¡Para! —gritó Loftie estridentemente—. Juraste no teorizar antes de un año.
—¡Escúchame! He verificado algunos de mis cálculos en «mi» final de partida, y justifican mi… justifican que todos nos emborrachemos esta noche.
Así lo hicieron: se emborracharon con el fermento de sus propias especulaciones antes de sentarse a la mesa. Loftie, a quien Ackerman sólo permitió beber cerveza fuerte por ser lo mejor para la fatiga de las células cerebrales, se levantó a los postres y dijo que era «el criado de un minuto infinitesimal, pero no del gordo Tachuelas, afectado por la tenia». Harries describió cómo los vastos Confines del Universo burbujeaban formando espirales «como el champán», si bien todo era una única estación generadora de una misma Energía extraída de lo Absoluto, y de una misma esencia y sustancia común a todas las cosas. Luego se quedó profundamente dormido. Vaughan —el profesional— sólo quería pedir un taxi por teléfono para desacreditar a un odiado rival del West End, llamando a su ventana, y obligarle a discutir la «dicotomía», un término muy duro a las tres de la madrugada.
Después empaquetaron a Loftie para que se marchara un mes de vacaciones, con un metro cúbico de novelas baratas de detectives, y la tía de Vaughan, quien se ocuparía de que se alimentara y vistiera como es debido. A su regreso comenzó ciertos experimentos con ratones, de los que Frost se ocupaba en la sala de calderas, pues recordaba los tiempos en que sus antepasados sirvieron en los primeros submarinos. Al parecer, las «mareas» también estaban presentes en los tejidos de los ratones, pero se producían a horas ligeramente distintas, según la época del año en que nacía cada nueva camada.
Y allí vieron nacer a montones de ratones con prodigiosas «mareas». Algunos, a los que inoculaban en el momento de la «crecida», superaban la enfermedad y eran ascendidos por Frost a la categoría de mascotas. Cuando les aplicaban el tratamiento en el momento del «reflujo» tardaban en morir más que la media. Harries llevaba minuciosa cuenta de las horas en que se producían todos los fenómenos y le pedía a Frost que sacara a algunos ratones de sus jaulas y los colocara sobre distintos artilugios magnéticos, o que los llevara al exterior cuando había una tormenta o en las noches de luna llena.
Esto último sacaba de sus casillas a Loftie, que una vez más volvía al legítimo drama de los cultivos y las emanaciones del radio, y a los misterios de las células malignas que jamás reconocen «marea» alguna. Al cabo de tres semanas él y Frost interrumpieron la campaña.
Una tarde, después de ver la filmación habitual, Loftie le preguntó a Harries:
—¿En qué crees que piensan los gérmenes?
—Si sigues por ese camino acabarás desarrollando una verdadera imaginación —fue la respuesta.
En ese momento apareció Vaughan, cargado de problemas. Su enfermera jefe estaba inmovilizada por un ataque de ciática y su personal doméstico se aprovechaba de un modo mezquino. Necesitaba con urgencia manteles, toallas, dos jarras de agua con funda y un juego de desayuno de metal… no de porcelana. Ackerman dijo que hablaría con Frost y vería qué podía arañar del pedido.
Mientras todos se reían de Vaughan, éste recibió una llamada de St. Peggotty’s.
—¡Bien, bien! Esto podía ocurrir en cualquier momento… ¿Una cama vacía?… Sí, puedes contar con ella… Que venga a verme… ¡Debes!… ¿Aviso para que la esperen?… ¿Sí? Me parece muy bien… Enviaré el coche… Sí, y el resto de los gastos… Porque yo fui quien la operó. La esperamos a las nueve. ¡Perfecto!… En absoluto. Gracias, amigo.
Acto seguido telefoneó a casa para comunicar la llegada de una paciente y regresó al círculo reunido en silencio junto al fuego.
—Es uno de mis casos gemelos —explicó—. Una de las mujeres ha vuelto a enfermar. Recidiva… en la cicatriz… al cabo de dieciocho meses.
—¿Y eso significa? —preguntó Harries.
—Con esa dolencia en particular… tres… cinco meses de gracia… quizás. Luego la recaída definitiva. Dicen que la otra está perfectamente de momento.
—Es normal. Ésa es la 128 —dijo Loftie.
—¿Cómo lo sabes?
Frost acababa de llegar y se encargaba con Ackerman del pedido de Vaughan.
—¿Cuál es el ritmo de la 128, Frost? —preguntó Loftie.
—¿La 128, señor? Crecida desde la medianoche hasta las cuatro… reflujo entre las cuatro y las ocho de la tarde… Sí, señor, puedo proporcionarle los manteles y las jarras. Pero andamos escasos de toallas en este momento.
—¿Demostraría algo que esa mujer muriera en un plazo de nueve meses? —preguntó Harries, retomando el hilo de la conversación con Vaughan.
—No. Hay repuntes y treguas.
—¿Un año completo?
—Eso lo aceptaría. Pero sé quién no haría lo mismo. —Vaughan pronunció un nombre muy importante.
—Gracias por recordármelo —dijo Ackerman por encima del hombro—. La tubería del agua caliente del baño tiene esclerosis arterial, Frost. Opérala.
—¿Cuándo operarás tú, Galés? —insistió Harries.
—Mañana a las diez menos cuarto. Es mi mejor momento.
—Piensa en tu paciente, para variar. ¿Por qué no esperas hasta unos minutos antes de la medianoche de mañana? Te telefonearé desde aquí a las doce en punto.
Vaughan parecía ligeramente sorprendido.
—¿A medianoche? Sí, desde luego. Pero tendré que avisar a mi anestesista.
—Y Ferrers jurará que has estado bebiendo o drogándote —dijo Ackerman—. Además, piensa en tu pobre supervisora y en la enfermera que tendrá la tarde libre. Mucho mejor dejar que la mujer estire la pata en horario sindical, Galés.
—Cierra el pico, posadero —dijo Loftie—. No necesitamos a Ferrers. Yo ocuparé su lugar… si me consideras apto.
Dado que la propuesta era como si Raeburn se ofreciera a imprimir un lienzo para Benjamin West, Vaughan aceptó, y se sentaron a comer.
Cuando ambos hubieron refrescado sus recuerdos sobre la constitución y los detalles de la 128 le preguntaron a Harries por qué había elegido esa hora para la operación.
Harries dijo que, según sus cálculos, era el momento más cercano al nacimiento de la mujer. Anotó en un papel la fecha estimada y, se lo estaba pasando a Vaughan, cuando a éste lo llamaron de la clínica para informar de la llegada de la paciente, bastante fatigada y muy ansiosa por agradecer al «doctor» su extraordinaria amabilidad al rescatarla de la sala del hospital.
Los comensales escucharon la respuesta de Vaughan, destinada a dar tranquilidad y confianza, y por el tono dedujeron que cualquier desenlace feliz quedaba descartado tras la enojosa recaída. Vaughan colgó el teléfono y dijo:
—Quiere que la opere pasado mañana, porque es su cumpleaños. Cree que eso le dará suerte.
—En ese caso que sea a medianoche, o pasado mañana, y mira la fecha que he escrito… ¡No! El diablo no tiene nada que ver en esto. Por cierto, si no es muy contrario a tu estilo, ¿podrías poner bajo la mesa…? —Harries le entregó un compás magnético.
—No te asustes —dijo Ackerman—. Él sería capaz de convencerla para que se operase ahora mismo, si el Toro se lo pidiera. ¿Te marchas, Galés? Frost enviará tus trapos y tus cacharros en un taxi. Disculpa si he herido tus sentimientos.
El relato de la operación que le hizo Loftie no interesó a Frost tanto como las muestras que traía. Tardaron tres o cuatro días en prepararlas debidamente. Frost a su vez le contó a Loftie que «nuestra parte del espectáculo», con el mayor Harries a cargo del reloj sideral, «a la espera de que apareciese el fenómeno», y el capitán Ackerman al teléfono, preparado para dar la señal al capitán Vaughan en Sloane Street, había sido «como la batalla de Jutlandia».
—Esa mujer —preguntó, tras un atareado silencio—, ¿en qué posición estaba acostada?
Loftie le indicó la posición que Harries le había facilitado a Vaughan.
—Supongo que si alguien lo sabe es el mayor Harries —dijo Frost plácidamente—. Pasa lo mismo con las agujas náuticas, que varían según la posición de sus cabezas en el momento de su construcción.
—Es una locura. ¡Eso es!
—¿Qué dijo el Almirantazgo cuando se habló por primera vez de usar vapor en la Marina? —dijo Frost con una mueca. Apartó un juego de filtros protectores y volvió a colocar con reverencia algunas lentes en sus altares de terciopelo.
—Al margen de esa paciente suya —dijo, incorporándose—… algunos de mis ratones no están reaccionando como yo quisiera.
—¿Cuáles? —preguntó Loftie. Estaban realizando varios experimentos simultáneos.
—A uno o dos de los que se recuperaron tras la inoculación los he liberado y ascendido a mascotas. Pero parece que han sufrido una recaída. Están muy nerviosos; intentan escaparse a todas horas, como si fueran salvajes en lugar de blancos. No me gusta.
—Recoge y bajemos a la sala de calderas —dijo Loftie.
En una de las jaulas chillaba una hembra con el lomo de color ciruela, luchando desesperadamente por abrirse camino entre los alambres con las patas delanteras casi transparentes y semejantes a manos. Frost colocó la jaula sobre una mesa bajo una luz eléctrica y le pasó a Loftie la ficha de la hembra. Reflejaba su fecha de nacimiento, edad, fecha y tipo de inoculación, fecha en que su sistema pareció eliminar los efectos de la dosis y, naturalmente, las horas y la fuerza de sus «mareas». Mostraba que en esa hora se encontraba en marea muerta.
—¿Qué se propone? —susurró Loftie—. Ni siquiera su grito es natural.
Observaron. La hembra arremetía con creciente fuerza contra la pared de la jaula; sentada, como si escuchara con suma atención, saltó hacia delante y embistió contra los alambres bajo la bombilla.
—Apaga la luz —dijo Loftie—. La está poniendo nerviosa.
Frost obedeció. En pocos segundos los chillidos se convirtieron en un silbido y cesaron finalmente.
—¡Lo que suponía! Sigamos —dijo Loftie—. ¡Ay! ¡Ay! ¡Dios!
—Demasiado tarde —exclamó Frost—. ¡Se ha partido el cuello! ¡Se ha partido su precioso cuello entre los alambres! ¿Cómo lo ha hecho?
—Al convulsionar —balbució Loftie—. Ha terminado convulsionando. Ha empujado tanto con la cabeza entre los alambres que han actuado como una cuña… y… y… ¿Qué te parece?
—Creo que estoy pensando lo mismo que usted, señor. —Frost volvió a dejar la jaula bajo los plomos y los fusibles que había pintado a la manera del soldado—. Parece como si se encontraran dos mareas —añadió—. Eso siempre desencadena una carrera, y la carrera es peor cuando baja la marea. Es como si hubiera quedado atrapada en la marea baja… como si la hubiera arrollado. ¡Pobre! Debería haber algún modo de ayudarlos.
—Veamos si no lo hay —dijo Loftie, y levantó el cuerpo pequeño y tibio, con una gotita de sangre en la punta del hocico.
La 128 (la señora Berners) se recuperó favorablemente, y como parecía estar sola en el mundo Vaughan le pidió, como pago por sus cuidados, que se quedara en su casa y terminara de restablecerse para darle una satisfacción. Ella se mostró conmovedoramente agradecida. Transcurridos unos meses (cuando recobró las fuerzas), la mujer quiso hacer algo por sus benefactores. Nadie parecía ocuparse de la ropa blanca del señor Vaughan. Se ofreció a clasificar, guardar y desechar, pues tenía experiencia como doncella. Sus deseos le fueron concedidos, y le sentó bien ocuparse de las cosas con las que Vaughan había montado su clínica, las que había comprado y nunca llegaron a entrar en ella, las que le había saqueado a Ackerman y creía —o peor aún, estaba completamente seguro— que éste había vuelto a llevarse y las que había perdido en las lavanderías o le habían robado las criadas. Esta tarea llevó a la señora Berners hasta Simson House para devolverle a Frost algunos artículos, y allí Harries y Ackerman elogiaron su buen aspecto y Loftie le pidió que se ocupara también de su ropa blanca comprada de ocasión. Ella se mostró encantada. Dijo que cuando no tenía nada que hacer se sentía un estorbo y como si debiera estar en otra parte. Loftie le preguntó por qué. Ella dijo que mientras estuvo enferma se mantuvo ocupada, al menos para intentar no llorar. Pero ahora que unos caballeros tan amables la habían liberado de sus problemas, el día más cargado de actividad no le parecía suficiente. Tenía un modo curioso de mover la cabeza hacia un lado y hacia arriba, a veces cuando se encontraba en plena supervisión, y decía: «¡Bien, bien! No puedo quedarme aquí todo el tiempo. Debo ir a donde me necesitan». A casa de Loftie o a la Simson House, según el caso.
Hablaron de ella largo y tendido una noche, mientras veían una película —en la que habían colaborado Vaughan y Loftie—, basada en las últimas muestras de la señora Berners.
Vaughan estaba muy satisfecho.
—¡Ya lo veis! No hay recaída. Sé que esta mujer (fijaos cómo se han estabilizado las mareas… y creo que nuestras mantas nuevas también influyen un poco) tiene una fuerza por encima de lo normal. Ha superado siete meses y veintitrés días y os aseguro que su cicatriz es sencillamente preciosa.
—Te tomamos la palabra —dijo Harries—. Ahora, pon tu película de los ratones, Loftie.
Y mientras Frost ralentizaba, aceleraba o retrocedía a petición de alguien, Loftie habló de los ratones que aparentemente se habían recuperado de ciertas infecciones, pero más tarde habían caído en un extraño estado de inquietud, seguido de crisis nerviosas —tal como se mostraba—, que culminaban en lo que parecían ser intentos de suicidio.
En todos los casos en los que el intento había triunfado, los vacudos —los centros vacíos e incoloros— de las células cerebrales parecían haber estallado en una zona minúscula, como («Sé que esto os va a interesar. Me lo ha facilitado el instituto meteorológico la semana pasada»)… como estalla una casa y revientan sus ventanas por el vacío que produce un tornado. Luego vieron cómo estallaba un hotel de madera de tres plantas mientras el gancho negro de la punta de un tornado se retorcía para pescarlo.
Loftie siguió diciendo que a veces un ratón afectado se recuperaba tras sufrir unas crisis nerviosas muy parecidas a las que produce el tétanos —como habían visto—, seguidas de un colapso y una temperatura asombrosamente inferior a la normal, y de pronto reanudaba su vida habitual como si nada. Podían sacar sus propias conclusiones.
Ackerman rompió el silencio colectivo.
—Frost, vuelve a pasar esa parte que muestra el movimiento de las cabezas cuando se producen las crisis, por favor. —Frost empezó de nuevo.
—¿A quién se parece «eso»? —preguntó Ackerman de repente—. ¿Me equivoco?
—No, señor —gruñó Frost desde la oscuridad. Y todos lo vieron entonces.
—«¡No puedo quedarme aquí! Tengo que marcharme a donde me necesitan» —citó Ackerman a media voz—. ¡Y sus manos cuando trabaja! ¡Las patas delanteras… quiero decir sus manos! ¡Mirad! ¡Es ella!
—Y exactamente la misma actitud cuando escucha —añadió Harries—. Nunca me había fijado.
—¿Cómo ibas a fijarte… si no tenías con qué compararlo? —dijo Loftie—. ¿Qué significa esto?
—Significa que tiene muchas posibilidades de lanzarse bajo las ruedas de un camión cualquier día, entre esta casa y Sloane Street —interrumpió Frost, como si tuviera pleno conocimiento y certeza.
—¿Cómo lo sabes? —empezó a decir Vaughan—. Es una mujer completamente normal.
No habían desconectado los cables de la cámara, y seguían a oscuras.
—¡No lo es! Está perdida. A saber adónde va; pero no está aquí. Es como si ya hubiera muerto.
Frost guardó la cámara y salió. Los demás se agruparon alrededor de Harries.
—Por lo que he leído —dijo, tras algunos preliminares—, a esa mujer la ha arrastrado la marea más o menos en el mismo momento en que su enfermedad debería haber terminado con ella. De eso hace dos o tres meses, ¿no es así, Galés? Pero no es la operación lo que la ha salvado, sino la operación en el momento preciso de la marea.
—Ha sobrevivido siete meses y veintitrés días. Admito que es atípico con esa clase de enfermedad, pero no concluyente —replicó Vaughan.
—Escuchad. En lo que se refiere a la muerte, tal como ha sido creada y ha evolucionado en este planeta (y como sabéis, no tiene necesidad de existir en otra parte), y sobre todo en lo que se refiere al instrumento de deterioro que debía matarla, hace ya semanas que debería estar en la tumba. Pero, en lo que se refiere a la influencia, la marea, si queréis, exterior de esta muestra de cultivo que llamamos nuestro mundo, una nueva corriente de vida ha vuelto a empujarla. La cuestión es si, después de una crisis, de algo parecido a lo que hemos visto en los ratones, esa marea podría llevarla más allá de… las exigencias de la tumba. Supongo que esto empieza a ser un tira y afloja entre ambas cosas.
—Entiendo tu argumento, Toro —dijo Loftie—. ¿Cuándo deberían empezar sus crisis? Porque… es igual de descabellado que todo lo demás, pero… podría quedar una posibilidad de…
—Primero aparecen los instintos suicidas —dijo Ackerman—. ¿Por qué no la vigilamos cuando salga? Las enfermeras del Galés pueden echarle un ojo en la clínica.
—Tú has estado leyendo mis novelas de detectives. —Loftie sonrió.
—Hagámoslo así, si lo prefieres. Supongo que podríamos encargar el trabajo a una agencia de investigación respetable —dijo Harries.
—Que lo decida Frost. Yo corro con los gastos. Se avecinan momentos sensacionales. ¡Hablamos de una mujer, no de un ratón blanco! —dijo Ackerman; y en tono pensativo añadió—: ¡Pero el campeón de los idiotas, a diferencia del simple necio profesional, es entre nosotros el Galés!
Vaughan había ordenado que no permitieran a la señora Berners ir andando de Simson House a la clínica, y también que regresara en taxi tras sus breves paseos por los parques, donde a menudo se encontraba con la agradable señorita de compañía de la anciana, la dependienta de los almacenes y otras extranjeras educadas de su misma clase (a tantos chelines la hora). Al señor Frost lo vio muy poco ese verano, debido a sus muchas obligaciones y a una recaída, según le dijeron, del reúma contraído cuando defendía a su país. Ella no tuvo nada peor que una ligera contractura cervical, por sentarse en un espacio donde había corriente. En cuanto a su salud, admitía que a veces se sentía un poco nerviosa, aunque por lo demás se encontraba de maravilla.
Una tarde acudió a Simson House para llevarle a Loftie varias camisas nuevas recién marcadas, y allí, en la sala común, enumeró sus bendiciones con su efusividad ligeramente exagerada. Frost se llevó las camisas al piso de arriba y Loftie insinuó que debía volver a su trabajo. Ella ladeó la cabeza y dijo que también tenía cosas que hacer. Sin pausa, aunque con un susurro, empezó a decir:
—No quiero morir, señor Loftie. Pero no tengo más remedio. Tengo que salir de aquí. Me necesitan en otro lugar, pero —se estremeció— no quiero marcharme.
Dicho lo cual bajó la cabeza y echó a correr directamente hacia la pared. Loftie la sujetó del vestido y la obligó a darse la vuelta, de manera que la señora Berners cayó al suelo tras golpearse el hombro contra la pared; y al regresar Frost encontró a Loftie forcejeando con ella, no sin habilidad.
Ella se zafó de él e intentó cruzar la habitación. Frost se apresuró a ponerle la zancadilla, y consiguió derribarla. Pudo haberse dado con la cabeza contra el suelo, pero Frost lo impidió poniéndole una mano bajo la barbilla y tiró de ella hasta levantarla. No la soltó.
Ella guardó silencio, absorta en el empeño de lanzarse contra la pared más próxima sin reparar en ningún obstáculo. Aunque era menuda y frágil, embestía una y otra vez contra los setenta y siete kilos de Frost para soltarse, y de un manotazo mandó a Loftie dando tumbos hasta el otro lado de la habitación. La batalla prosiguió sin tregua, aunque la respiración de la señora Berners no se había acelerado; hasta que de pronto se desmadejó, repitiendo que no quería morir. Pidiendo a gritos a Loftie que se lo impidiera, logró colarse entre los dos hombres, que tuvieron que perseguirla entre los muebles.
Al fin consiguieron sentarla en el sofá; Loftie le sujetaba las rodillas mientras Frost le inmovilizaba los brazos por encima de la cabeza con todas sus fuerzas, cargando todo el peso del cuerpo sobre ella. La señora Berners volvió a relajar se y con un suave y despreocupado susurro empezó a decir:
—Después de lo que me dijo usted el otro día en la puerta de Barker, bajo la lluvia, no pensará de verdad que quiero morir. ¿Verdad, señor Frost? No quiero… ni un poquito. Pero no tengo más remedio. Debo ir a donde me necesitan.
Frost tuvo entonces que sujetarle el brazo derecho con la rodilla y bajarle el brazo izquierdo con las dos manos. Loftie, apoyado contra el sofá, le inmovilizaba los pies, hasta que la crisis concluyó con unos espasmos que los sacudieron a los tres. La señora Berners tenía los ojos cerrados. Frost le levantó un párpado con el pulgar y miró atentamente.
—¡Dios mío! —dijo ella, ruborizándose hasta las sienes.
Los hombres se apartaron de un salto, asustados. Ella se llevó una mano al pelo revuelto.
—¿Quién me ha hecho esto? ¿Cómo es que estoy así? Debería estar muriéndome.
Loftie se disponía a lanzarse de nuevo sobre ella, pero Frost levantó una mano.
—Puede hacer lo que más le convenga en ese sentido, señora Berners —dijo—. Lo que intento averiguar es qué ha hecho usted con nuestra rejilla de las tostadas, nuestras toallas y todo lo demás.
La zarandeó, sujetándola de los hombros, y al hacerlo cayó el resto de su pelo claro.
—Una rejilla de tostadas y dos tazas de huevos que se le enviaron al señor Vaughan sobre pedido el pasado 28 de abril, junto con cuatro manteles y seis sábanas. Lo pregunto porque soy el responsable.
—Pero yo tengo que morir.
—Igual que todos, señora Berners. Pero antes de que muera, quiero saber qué ha hecho con… —Repitió la lista y la fecha—. Usted conoce la rutina entre las dos casas tan bien como yo. Las envié por orden del señor Ackerman, a petición del señor Vaughan. ¿Cuándo repasa usted la ropa de casa? ¿Una vez al mes o cada quince días?
—Cada quince días. Pero me necesitan en otra parte.
—Si no se centra un poco más en el asunto, señora Berners, yo mismo le diré enseguida dónde la necesitan y para qué. No estoy dispuesto a perder mi reputación por su descuido… o algo peor. Y aquí está el señor Loftie…
—A mí no me metas —murmuró Loftie con horror masculino.
—¡Déjenos en paz! Conozco a los de mi clase, señor… El señor Loftie, que lo ha hecho todo por usted.
—Ha sido el señor Vaughan. Él no me dejaría morir. —Intentó levantarse, cayó y se quedó sentada en el sofá.
—No crea que va a librarse de ese modo. ¡Haga memoria e intente aclararse!
Frost volvió a la carga científicamente, como un inquisidor, mezclando detalles, deducciones, fechas e insinuaciones con recordatorios del ritual doméstico: sin abrumarla, salvo cuando ella intentaba salir por la tangente y volvía a su penosa idea fija, pero sin aceptar sus excusas. Le costó a la mujer alejarse de su obsesión: protestó, explicó, se esforzó por concentrar en su trabajo su razón dividida, aunque siempre volvía a verse acorralada por las distintas divagaciones que usaba en su defensa, y al fin, con la mirada de una liebre aterrorizada, gimió:
—¡Ay, Fred! ¡Fred! Lo único que yo me he llevado, tú mismo lo dijiste en la puerta de Barker, ha sido tu insensible corazón.
Frost cambió de expresión, aunque su voz siguió siendo la del oficial de marina frente al insubordinado.
—Señora Berners, esos nombres no tienen cabida entre nosotros hasta que hayamos resuelto este asunto. —Frost entrecerró los ojos húmedos como si evaluara un inmenso campo de tiro. Luego señaló deliberadamente—: Si alguien me pregunta diré que es usted una vulgar ladrona.
Ella lo miró tanto tiempo como tardaría un proyectil en alcanzar el horizonte. Después estalló la natural ira huma na —dijo que no se rebajaría siquiera a negarlo— hasta que, ahogada por los insultos, le dio a Frost un débil manotazo en la boca y cayó a sus pies.
—¡Ha vuelto! —dijo Frost, con el rostro transfigurado—. ¿Qué hacemos ahora?
—A mi habitación. Dile a la cocinera que la meta en la cama. Llena todas las botellas de agua caliente que tengamos y calienta las mantas. Llamaré a la clínica. Luego nos arriesgaremos con las inyecciones.
Frost se cargó al hombro a la señora Berners, fláccida como un trapo, y se volvió para preguntar:
—Éstos… todos estos síntomas no hace falta que los anote, ¿verdad, señor? Ya… ya los conocemos.
Loftie asintió.
La señora Berners volvió en sí temblando, tras burlar la tumba después de días de resfriado, y las enfermeras de Vaughan le dijeron que había pillado una gripe terrible y había estado inconsciente, pero le aseguraron que en pocas semanas podría volver a su trabajo. Ackerman, que sentía por Vaughan más afecto que todos los demás juntos, declaró en su siguiente sesión de cine nocturno que el Galés casi era digno de ser llamado médico, por cómo había manejado el caso.
—Tachuelas —dijo Vaughan con cariño—, eres tan necio en lo que atañe a mi trabajo como yo lo fui con Frost. Yo me he limitado a inyectarle lo que me dio Lofter, en el momento indicado por Harries. Lo demás ha sido cosa de viejas.
—Esa mujer siempre parecía una gallina mojada —dijo Harries—. Y ahora va por ahí como una oveja risueña. Me gustaría haber presenciado su crisis. ¿Lo habéis registrado Frost o tú, Lofter?
—No valía la pena —respondió Lofter sin darle importancia—. Era simple histeria. Pero ya ha pasado su año. ¿Creéis que la hemos salvado?
—Yo diría que sí. No sé que sentirás tú, pero —Vaugham sonrió encantado— a mí me produce un placer inmenso ver su cicatriz. ¡Ah! ¡Fue un trabajo estupendo, Tachuelas, y eso que yo sólo soy carpintero!
—¿Qué demuestra toda esta locura en lo que afecta a la vida real? —preguntó Ackerman.
—Nada en absoluto, aparte de los datos y de las deducciones que podrían servir como base para comprender algunos detalles del trabajo que otros realicen en el futuro —dijo Harries—. Lo principal, a mi entender, es que esto le hace a uno… no tanto pensar, puesto que la investigación está unida al pensamiento, como imaginar un poco.
—Creo que eso también será posible… cuando Frost y yo hayamos terminado esta película.
La película incluía una secuencia de cultivos de ratones que habían superado sus instintos suicidas, reconfortados por un ser humano que, en los intervalos de la proyección, describía sumamente complacido los efectos de ciertas inyecciones en su propio y resistente organismo; y reconocía que las primeras «le habían tumbado por completo».
—Había que correr el riesgo —se disculpó Loftie—. Este verano no sabíamos si la señora Berners volvería a dar la lata con el asunto de la tumba; por eso preferí probar las inyecciones en Frost. Todavía no he ordenado mis notas. Pronto las veréis.
Se quedó ayudando a Frost a recoger el equipo más delicado mientras los demás iban a cambiarse.
—¡Cuántos problemas nos ha dado esta mujer! —dijo Frost—. Mi primera mujer bebía un poco, y, naturalmente, su madre nunca me lo advirtió. Me avergonzaba por todo Fratton y se gastó casi todo lo que yo había ganado con una comisión. Murió en el Hospital Lock. Yo ya he recibido un buen palo.
—Eso nos pasa a algunos. Yo también he pasado lo mío —respondió Loftie.
—No lo sabía. Aunque —cambió la voz para decir—: estaba tan seguro como si me lo hubieran contado.
—Sí. ¡Dios nos ayuda! —dijo Loftie, tendiéndole la mano a Frost.
Frost, sin soltarla, dijo:
—Una cosa más, señor. No llegué a entenderlo bien en su momento, porque entonces no me afectaba, pero… esa primera operación de mi mujer, ¿era de una naturaleza que impedía… la posibilidad de tener descendencia?
—Absolutamente, amigo mío —respondió Loftie, apoyando la mano libre en el hombro de Frost.
—¡Lástima! Debería haber alguna manera de ayudarlas, ¿no le parece?