EL FILO DE LA NOCHE
¡Ah! ¿De qué sirve el giro clásico
o la palabra precisa,
ante la fuerza del hecho,
contado sin amañar?
¿Qué es el Arte que plasmamos
en pintura, rima y prosa
ante a la Naturaleza bruta
que mil veces nos derrota?
—¡ Eh! ¡Eh! ¡Contén a tus caballos! ¡Detente!… ¡Bien! ¡Bien! —Un hombre enjuto, con un abrigo forrado de marta, saltó de un vehículo privado, impidiéndome el paso camino de Pall Mall—. ¿No me conoces? Es comprensible. Apenas llevaba nada encima la última vez que nos vimos… en Sudáfrica.
Cayeron las escamas de mis ojos y lo vi con una camisa militar de color azul claro, tras un alambre de espino, entre los prisioneros holandeses que se lavaban en Simonstown, hace más de doce años.
—Pero ¡si eres Zigler…! ¡Laughton O. Zigler! —exclamé—. ¡Cuánto me alegro de verte!
—¡Por favor! No malgastes tu inglés conmigo. «Cuánto me alegro de verte… y bla, bla, bla». ¿Vives aquí?
—No, he venido a comprar provisiones.
—En ese caso, sube a mi automóvil. ¿Adónde vas?… ¡Sí, los conozco! Mi querido lord Marshalton es uno de los directores. Piggott, llévanos a la Cooperativa de Suministros Navales y Militares, S. L., en Victoria Street, Westminster.
Se acomodó en los mullidos asientos neumáticos color paloma y su sonrisa fue como si todas las luces se encendieran de pronto. Tenía los dientes más blancos que los accesorios de marfil del coche. Olía a un jabón extraño y a cigarrillos, los mismos que me ofreció de una pitillera dorada con un encendedor automático. En mi lado del coche había un espejo con marco de oro, una baraja y un estuche de tocador. Lo miré con aire inquisitivo.
—Sí —asintió—, dos años después me marché de El Cabo. Pero no creas que es por una chica de Ohio. Ahora está en el campo. ¿Qué te parece? Está en nuestra casita del campo. Iremos allí en cuanto hayas comprado tus provisiones. ¿Algún compromiso? Tu único compromiso es recoger tu bolsa de viaje, del hotel, quiero decir, y venir ahora mismo a conocerla. Estás cautivo de mi arco y mi flecha.
—Me rindo —dije obedientemente—. ¿Y todo esto lo ha conseguido tu Zigler automática? —señalé a los accesorios del coche.
—¡Vaya! ¡Sabía que te acordarías! La Zigler es un arma magnífica… la mejor que existe… pero la vida es demasiado corta y demasiado interesante para desperdiciarla en la sociedad militar. He cedido mis derechos sobre ella a un ciudadano de Pensilvania-Transilvania lleno de inteligencia y arrojo. Si eso tiene alguna influencia en las cancillerías de Europa, seguro que tendrá éxito y yo quedaré muy sorprendido. ¡Disculpa!
Se descubrió la cabeza al pasar junto a la estatua de la gran reina frente a Buckingham Palace.
—¡Qué gran dama! —dijo—. He disfrutado de su hospitalidad. Representa a una de la instituciones más espléndidas del mundo. La siguiente es el lugar al que nos dirigimos. La señora Zigler también compra allí, y la obligan a devolver los envases vacíos todas las semanas.
—¡Ah! ¿Te refieres a los almacenes de la Cooperativa? —pregunté.
—A la señora Zigler le gustan mucho. Tienen un aspecto muy señorial. Yo te esperaré fuera y rezaré mientras tú te peleas con ellos.
Concluida mi misión en los almacenes, y recuperada mi bolsa del hotel, su palacio sobre ruedas nos condujo al campo.
—Debo decirte —dijo Zigler, con tanta suavidad como el vehículo—, lo que soy ahora. Represento el aspecto comercial de la Invasión Americana. La culpa no es de los coches, no me encontrarán muerto en uno, sino de las herramientas con que se construyen. Soy la Herramienta Zigler de Alta Velocidad y el Consorcio del Torno. El Consorcio, amigo mío, es enteramente mío, fruto de mi invención. Soy la aeronave Renzalaer de diez cilindros, el aeroplano más ligero del mercado; precio, potencia y garantía. Soy la procesadora de papel Orlebar, la compañía de paneles de pulpa para estructuras de aeroplanos; y soy el silenciador Rush para aeronaves militares, absolutamente silencioso, usado en Europa previo pago de su patente. Los británicos todavía no están a la aluna, con tres excepciones. Eso es lo que ahora represento. ¿Me has visto descubrirme ante tu difunta reina? Le debo a esa gran dama hasta el último céntimo. Sí, señor, me vine de África tras una cura de descanso de dieciocho meses, aire libre y baños de mar; fui su prisionero de guerra, pero volví como un gigante refrescado. Después de esa experiencia, nada podía detenerme cuando tomaba una decisión. Y a ti, como representante de la ciudadanía británica, te digo aquí y ahora que te considero el fundador de la fortuna familiar… la de Tommy y la mía.
—Yo sólo te di unos papeles y tabaco.
—¿Y qué más necesita un ciudadano? Ni el diamante de Clullinam me habría ayudado tanto; y, hablando de Sudáfrica, cuéntame…
Hablamos de Sudáfrica hasta que el coche se detuvo junto al pabellón georgiano rodeado de grandes jardines.
—Bajaremos aquí. Quiero enseñarte una vista que merece la pena —dijo Zigler.
Caminamos cosa de ochocientos metros, entre madera salpicada de turba, pasamos junto a un lago, nos adentramos en un oscuro bosque de rododendros en el que resonaban las ligeras pisadas de los faisanes y salimos de los árboles en un punto donde se cruzaban cinco caminos, junto a un pequeño templo clásico rodeado de estatuas de estuco cubiertas de líquenes, que miraba hacia un círculo de turba de varias hectáreas de extensión. Tejos irlandeses de un tamaño que jamás había visto cercaban el umbrío círculo como precipicios de obsidiana partida, salvo en uno de los extremos inferiores, donde los arbustos daban paso a una franja de terreno ondulado y desnudo que concluía en una ladera arbolada ochocientos metros más abajo.
—Aquí es donde Marshalton celebraba sus carreras de caballos —dijo Zigler—. Esa nevera se llama el Templo de Flora. Nell Gwyne y la señora Siddons y Tagliom y todos los demás interpretaban aquí obras de teatro para el rey Jorge III. ¿Lo sabías? Lo cierto es que Jorge es el único rey que me entretiene. Dejémoslo ahí. Este círculo era el escenario, supongo. Los reyes y la nobleza se sentaban en el Templo de Flora. He olvidado quién esculpió las estatuas de la puerta. Son las musas de la tragedia y de la comedia. ¿Verdad que es una vista espléndida?
El sol abandonaba el parque. Atísbé un destello de plata al sur, más allá del risco arbolado.
—Es el mar… el canal de la Mancha —dijo Zigler—. Está a unos treinta o cuarenta kilómetros. ¿Verdad que es una vista espléndida?
Observé los severos tejos, las bocas de las dos estatuas que lanzaban su mudo grito hacia las sombras verde azuladas de la hierba sin sol, y la llanura brillante y serena donde pacían algunos ciervos.
—El contraste es magnífico, aunque supongo que será mejor un día de verano —dije.
Y anduvimos al menos medio kilómetro por uno de los silenciosos paseos, hasta que llegamos a la entrada porticada de un enorme edificio georgiano. Cuatro lacayos surgieron en un vestíbulo cubierto de cuadros.
—Le alquilé la residencia a lord Marshalton —explicó Zigler, mientras nos ayudaban a quitarnos los abrigos bajo la adusta mirada de los antepasados con pelucas y chorreras—. Sí. A mí también me miran siempre como si acabara de salir de una alcantarilla. Y así es en realidad. Ésa es Mary, lady Marshalton. Retratada por Joshua. ¿Encuentras algún parecido con lord Marshalton? ¿Cómo? ¿Ni siquiera lo conoces? Era el capitán Mankeltow… mi capitán en la Artillería Real británica, el que me sacaba de mis casillas en la guerra y luego quiso «enterrarme» en contra de mis principios religiosos. Sí. Heredó el título de lord al morir su padre. Casi no le quedó nada más después de pagar vuestros impuestos de sucesiones. Me dijo que le haría un favor si le alquilaba este rancho. Exige un trabajo de mil demonios, pero Tommy, la señora Laughton, lo comprende. Pasa directamente al salón y sé bienvenido.
Me condujo, la mano en el hombro, hasta un enorme alón rebosante de risas y de conversaciones. Me presentó como el fundador de la fortuna familiar a una mujer menuda y ágil, de ojos oscuros, que me saludó con meloso acento sureño. La mujer, a su vez, me presentó a su madre, una anciana de cejas negras y pelo blanco como la nieve, tocada con un ridículo gorrito de punto veneciano, unas manos que en su día seguramente sostuvieron a muchos corazones y una dignidad tan incuestionable e incondicional como la de una emperatriz. Era ciertamente una Burton de Savannah que superaba en la jerarquía a los Lee de Virginia. El resto de la compañía procedía de Buffalo, Cincinnati, Cleveland y Chicago, con alguna que otra veta sureña. Un grupo de jóvenes hacían palomitas de maíz en la chimenea presidida por un Gainsborough. Dos hombres corpulentos, semiocultos por un arpa enfundada, discutían sobre un montón de documentos mecanografiados los términos de algún contrato. Un puñado de matronas hablaba de criados —irlandeses contra alemanes— al otro lado del piano de cola. Un chico asaltaba una vieja estantería de libros mientras, a su lado, una muchacha alta contemplaba el retrato de una mujer de muchos amores, fallecida tres siglos atrás, que volvía a la vida y lanzaba su advertencia bajo la lamparilla del marco. Media docena de niñas examinaban en un rincón las vitrinas que contenían las condecoraciones —inglesas y extranjeras— del difunto lord Marshalton.
—¡Mirad esto! ¿Será la Orden de la Jarretera? —dijo una de ellas, señalando una medalla.
—Podría ser. ¡No! La de la Jarretera dice «¿Dónde estoy?…»[17]. Eso lo sé. Aquí pone «Tria juncia» algo.
—¿Y qué es esa cruz de cobre tan bonita que dice «For Valour»? —gritó una tercera.
—¡Vaya! ¡Mira esto! —dijo el joven que estaba junto a la estantería—. Es una primera edición de Handley Cross, y al lado está el Birds de Beewick… además de otros muchos libros de éxito. ¡Mira, Maidie!
La muchacha que se encontraba bajo el cuadro se volvió a medias, sin mirar al joven.
—¡No me digas! —dijo despacio—. Seguro que sus mujeres también llegaron a algo.
—Pero los intereses y la perspectiva de la mujer eran muy limitados en esa época —terció una de las matronas desde el piano.
—¿Limitados? ¿Para ella? Si lo eran, me parece que era ella quien ponía el límite. ¿Quién era? ¿Dónde está el catálogo, Peters?
Un mayordomo delgado, a cargo de dos criados que retiraban el servicio del té, se acercó hasta una mesa y le entregó a la muchacha un libro azul y dorado. El mayordomo se vio acorralado por uno de los hombres que estaban detrás del arpa y quería telefonear a Edimburgo.
La oficina de aquí cierra a las seis —dijo Peters—. Pero podría llevarle a… —dijo el nombre de alguna localidad cercana— en diez minutos, señor.
—Eso me va bien. Ven a buscarme cuando hayas enganchado el coche. ¡Ah, una cosa, Peters! El señor Olpherts y yo no cogeremos el primer tren de la mañana sino el otro… el de la otra línea… no sé cómo se llama.
—La 927, señor. De acuerdo, señor. Les servirán el desayuno a las ocho y media y el coche estará en la puerta a las nueve.
—¡Peters! —llamó una imperiosa voz juvenil—. ¿Qué pasa con la Orden de la Jarretera de lord Marshalton? No la vemos por ningún lado.
—Verá, señorita, he oído decir que la Orden fue devuelta a su majestad tras la muerte del caballero. Sí, señorita. —Penas le susurró entonces a uno de los criados—: Más mantequilla para las palomitas en el rincón del rey Carlos. —Y se detuvo detrás de mi silla—. Su habitación es la número 11, señor. ¿Puedo ofrecerle las llaves?
Peters abandonó el salón en compañía de una damita de seis años llamada Alice, quien anunció que no pensaba irse a la cama si «Peter, Peter, Comeconfites» no la llevaba personalmente.
Tuvo la amabilidad de pasar a verme un momento mientras me vestía para la cena.
—En absoluto, señor —replicó Peters a un cumplido mío—. Serví al difunto lord Marshalton durante quince años. Era un hombre de movimientos poco previsibles, señor. Nunca me avisaba de sus viajes hasta una hora antes de marcharse. Íbamos a Siria con frecuencia. He estado dos veces en Babilonia. Las exigencias del señor y la señora Zigler son escasas, comparativamente hablando.
—Pero ¿y los invitados?
—Muy poco fuera de lo ordinario en cuanto uno conoce sus costumbres. Extremadamente sencillos, si se puede decir así, señor.
Tuve el privilegio de acompañar a la señora Burton al comedor y fui recompensado con una visión completamente nueva para mí y bastante asombrosa de Abraham Lincoln, quien, según mi acompañante, arrasó la tierra heredada con sangre y fuego, y entregó el resto a los extranjeros.
—Mi hermano, señor —dijo—, cayó en Gettysburg para que los armenios hoy puedan colonizar Nueva Inglaterra. Si me interesara por alguno de esos yanquis aparte de mi yerno Laughton, diría que la muerte de mi hermano ha sido ampliamente vengada.
El hombre que se encontraba a su derecha aceptó el desafío y así empezó la batalla. Los ojos de la señora Burton centellearon sobre las llamas que ella misma había prendido.
—¿No le recuerda esta gente —me preguntó más tarde— a los árabes que almuerzan bajo las pirámides?
—Nunca he visto las pirámides —dije.
—¡Ah! No sabía que fuese usted tan inglés. —Y al ver que me echaba a reír, añadió—: ¿Lo es?
—Siempre. Ahorra muchos problemas.
—Eso es lo que me parece tan significativo de los ingleses. —Creo que quien dijo eso era la madre de Alice, metiendo el codo entre las almendras saladas—. Comprendo cómo se siente, señora Burton, pero una mujer norteña, como yo, que soy de Buffalo… aunque venimos aquí todos los años… percibe el deseo de comodidad que se respira en Inglaterra. En la sociedad británica hay poquísimos conflictos o exaltaciones.
—Nos gusta sentirnos cómodos —dije.
—Lo sé. Es muy característico. Pero ¿no le parece un poco, sólo un poco, falto de flexibilidad y de imaginación?
—No tienen ninguna necesidad de flexibilidad —dijo señora Burton—. No tienen que adaptarse a ningún modelo como los de Ellis Island[18].
—Pero nosotros sabemos asimilar —contraatacó la mujer de Buffalo.
—¡Buena la ha hecho! —le susurré a la anciana, mientras la bendita palabra «asimilación» despertaba todos los argumentos posibles en pro y en contra.
No me aburrí ni un momento en esa cena, ni tampoco cuando los jóvenes interpretaron al piano melodías rag-time de su tierra, al tiempo que los mayores, con un interés insaciable, retomaban la discusión sobre el futuro del país, hasta que alguien propuso una partida de rummy. Cuando todo el mundo se hubo sentado a las mesas, Zigler me llevó a su estudio forrado de libros, donde vi que guardaba sus palos de golf, y habló con la sencillez de un niño y la gravedad de un obispo acerca de los años transcurridos desde nuestro último encuentro…
—Creo que eso es casi todo… hasta la fecha —dijo tras desplegar el brillante mapa de su fortuna en tres continentes—. Me gusta ser rico. Y también me gusta tu país, señor. ¿Mi país? Ya has oído a ese hombre de Detroit durante la cena. «Un gobierno de extranjeros, hecho por los extranjeros para los extranjeros». Madre tiene razón. Lincoln nos mató. Por los más nobles motivos, pero nos mató. Ah, eso me recuerda algo. ¿Alguna vez has matado a un hombre por los más nobles motivos?
—Por ningún motivo… que recuerde.
—Pues yo sí. No me remuerde la conciencia, pero fue interesante. La vida es interesante para un hombre rico… para cualquier hombre en Inglaterra. Sí. La vida en Inglaterra es como sentarse en primera fila de un teatro sin saber cuándo va a desbordarse sobre uno el drama del escenario. Eso no lo he sabido siempre. Ahora, cuando me acuesto, me sonrojo al pensar en algunas de las cosas que hice en Sudáfrica. En cuanto a los británicos, no me refiero a vuestro método oficial de hacer negocios, sino al espíritu. Yo estaba muy, muy lejos de ese espíritu. ¿Conoces algún otro país en el que sea necesario matar a un par de hombres para captar el espíritu nacional?
—Bueno —dije—, creo que después de casarse con una de sus mujeres, matar a uno de sus hombres es la mejor manera de intimar con cualquier país. Deduzco que mataste a un ciudadano británico.
—Claro que no. Nuestro sindicato limitó sus operaciones a los extranjeros… unos extranjeros rematadamente idiotas… ¿Conoces a un lord inglés llamado Lundie? Suena a anuncio de jabón y comida envasada. Creo que fue miembro de vuestro Tribunal Supremo antes de ser nombrado lord.
—Es un jurista, lo que llamamos un juez lord; un juez de apelación, no un lord por herencia.
—¡Eso es tan inconcebible para mí como «esto»! —dijo Zigler, dando un manotazo a un grueso volumen de Debrett que había sobre la mesa—. Aunque supongo que las decisiones de ese juez lord sin ascendencia real son más o menos reales. Tuve ocasión de comprobarlo. Y, una pregunta más. ¿Conoces a un hombre llamado Walen?
—¿Te refieres a Burton-Walen, el editor de…? —mencioné el nombre del periódico.
—El mismo. Tiene pinta de duro, habla como una ametralladora y se codea con reyes.
—Así es —asentí—. Burton-Walen conoce íntimamente a todos los monarcas europeos. Es su pasatiempo.
—Pues ya conoces a todo el grupo… además de lord Marshalton, Mankeltow de nacimiento, y yo. Todos asesinos activos, especialmente el juez lord, o encubridores de los hechos. ¿Y qué te cae por eso en este país?
—Veinte años, creo —fue mi respuesta.
Zigler reflexionó un momento.
—No —dijo, haciendo a continuación un aro de humo. Veinte meses en El Cabo es mi límite. Digamos que el asesinato no es ese suceso desgarrador que nos presentan en las revistas los falsificadores de la verdad. Se desarrolla de manera natural, como cualquier otra propuesta… ¿Has jugado alguna vez a eso del golf? En Estados Unidos se ha extendido por todas partes, desde Maine hasta California, y estamos produciendo a todos los campeones del momento. No es un deporte para hombres de negocios, pero es interesante. Tengo un campo de golf en el jardín que según dicen es el mejor del interior. Tuve que pagar una cantidad adicional por él cuando alquilé la finca, el año pasado. Nuestro asesinato ocurrió justo antes de que firmara el contrato. Lord Marshalton me pidió que viniera a pasar el fin de semana para resolver un asunto… algo relacionado con Peters y la ropa de hogar, creo. La señora Zigler cazó la ocasión al vuelo. Se entendió bien con Peters desde el primer momento. No había exactamente una fiesta en la finca; éramos sólo quince o veinte personas. Tommy dice que caben treinta y dos en la casa. Creo que esta noche debemos de andar cerca. Y aquí, en esta sala de fumadores, lord Marshalton, es decir Mankeltow, me presentó a ese entrometido de Walen. También había participado en la guerra, de principio a fin. Conocía todas las columnas y a todos los generales contra los que yo había combatido en los días de mi Zigler. Nos echamos el uno en brazos del otro, por así decir, y nos olvidamos del mundo cruel por algún tiempo.
»Walen me presentó a tu lord Lundie. Fue una novedad para mí. Habría sido un ganadero perfecto si no fuera jurista. Creo que jugamos unas partidas de poker. Otra de mis evasiones. ¡Sí! Me salió por mil cien dólares además de las protestas de Tommy cuando me retiré. No tengo reparos en relacionarme con tu aristocracia, ni con tu judicatura, ni con tu prensa.
»El domingo fuimos todos a la iglesia del jardín… ¡Bah! ¡Supongo que recuerdas cuál es mi religión! Me hice episcopaliano cuando me casé. Si. Después de comer, Walen nos estuvo hablando de esos atrofiados monarcas europeos. Era un entendido en reyes. Y en crisis continentales. No es que yo siga de cerca la política británica, pero un hombre que está en el negocio de la aviación debe conocer las posibilidades internacionales. En este momento los británicos estáis centrados en quimonos o en barriles de dinamita. La conversación con Walen me alertó sobre la localización y el tamaño de algunos barriles. ¡Sí!
»Después salimos los cuatro a ver el campo de golf que yo iba a alquilar. Llevábamos un palo cada uno. El mío —echó un vistazo a una gran bolsa marrón que había junto a la chimenea— era un palo de principiante. La verdad es que este asunto del golf me atrapó tan deprisa como… como la muerte. Tuvieron que sacarme del green cuando ya casi no se veía, y volvimos a casa. Yo iba en cabeza con lord Marshalton, hablando de golf, como hacen los principiantes. (Era yo a quien le hubiera correspondido morir). Atajamos campo a través hacia el Templo de Flora, ese lugar que te enseñé esta tarde. Lundie y Walen iban a unas veinte o treinta varas[19] por detrás de nosotros, en la oscuridad. Marshalton y yo nos detuvimos en el teatro para admirar esos tejos ancestrales. Me llevó hasta el más grande de todos (el tejo de un rey que no recuerdo) y mientras yo calculaba su tamaño con mi pañuelo, me dijo: “¡Mira!”, como si fuera un conejo; y de pronto veo un biplano que aterriza en el teatro, silencioso como un muerto. Mi silenciador Rush es el único en el mercado capaz de realizar esa labor de espionaje… ¿Qué? Un biplano, ocupado por dos hombres. Saltaron del avión y se pusieron a examinar los motores. Yo empecé a decirle a Mankeltow, ya no me acuerdo de llamarle Marshalton, que la Real Fuerza Aérea británica al parecer había adoptado finalmente mi silenciador Rush; pero él salió de debajo del tejo para dirigirse a los furtivos y dijo: “¿Tienen algún problema? ¿Puedo ayudarles en algo?”. Pensó, como yo, que debían de ser dos muchachos de Aldershot o de Salisbury. Y a partir de ese momento, la situación se desarrolló como una película en el infierno. El que estaba más cerca del avión giró en redondo, sacó un arma y disparó a Mankeltow en la cabeza. Yo lo abatí automáticamente con mi palo de golf. Cualquiera que disparar a un amigo mío recibirá su merecido si estoy cerca. Cayó al suelo. Mankeltow se frotó el cuello con un pañuelo. El otro echó a correr. Lundie, o tal vez fuera Walen, apareció por el sendero gritando:
»—¿Qué ha pasado?
»—Coged a ese hombre —dijo Mankeltow.
»El segundo empezó a correr alrededor del avión, y una mano lo agarró por la espalda. Mankeltow le cerró el paso, y el otro intentó huir a ciegas por donde venían Walen y Lundie, corriendo por el sendero. Nos pareció que forcejeaban, aunque estaba demasiado oscuro para poder verlo, y oímos un golpe seco. Walen dijo: “¡Lo tenemos!”.
»Y Lundie respondió:
»—¡Eso es lo único que no aprendí en Harrow!
»Mankeltow corrió hacia ellos, sin dejar de frotarse el cuello y dijo:
»—Ése no es el que me ha disparado. Ha sido el otro. ¿Dónde está?
»—Lo he tumbado junto a la máquina —dije.
»—¿Son furtivos? —preguntó Lundie.
»—No. Aviadores. No lo entiendo —dijo Mankeltow.
»—Un momento —dijo Walen, con cierta brusquedad—. Éste hombre no respira. ¿No oíste una especie de chasquido cuando lo agarramos, Lundie?
»—¡Dios mío! —exclamó Lundie—. Creí que eran mis tirantes —lo cierto es que dijo mis “suspensores”.
»Los dejé allí y volví de puntillas junto al otro, con la esperanza de que hubiera revivido y se hubiera largado. Pero no fue así. El maldito palo le había alcanzado justo en la base del cráneo, por debajo del casco. Recibió su merecido. Lo supe por cómo rodó su cabeza entre mis manos. Los otros subían por el sendero con su carga. El ruido que hacían al arrastrarlo sobre la hierba era inconfundible. ¿Te acuerdas… en Sudáfrica? Sí.
»—¡Pfff! —dijo Lundie—. ¿Os dais cuenta de que le he roto el cuello?
»—Yo también —dije.
»—¿Cómo? ¿Los dos? —dijo Mankeltow.
»—¡No es posible! —dijo lord Lundie—. ¿Quién iba a imaginarse que estaba en tan mala forma? Un hombre que no está en forma no debería volar.
»—¿Qué hacían aquí? —preguntó Walen.
»Y Mankeltow dijo:
»—No podemos dejarlos a descubierto. Alguien podría verlos. Llevémoslos al Templo de Flora.
»Cargamos con ellos y los dejamos sobre un banco de piedra. Estaban muertos, pese a todas nuestras atenciones. Lo sabíamos, pero continuamos con los procedimientos hasta que oscureció por completo.
»—Me pregunto si todos los asesinos harán lo mismo.
»—Necesitamos una luz —dijo Walen, tras un silencio general—. Seguramente hay una en el avión. ¿Por qué no la encenderían?
»Salimos del Templo de Flora y cerramos las puertas. Empezaban a brillar algunas estrellas, como cuando Caín cometió su fechoría, supongo. Subí a registrar el avión. Estaba muy bien equipado. Encontré dos antorchas eléctricas sujetas a lo largo de los barómetros, junto al asiento trasero.
»—¿Qué clase de máquina es? —preguntó Mankeltow.
»—Una Renzalaer Continental —dije—. Lleva mis motores y mi silenciador Rush.
» Walen lanzó un silbido y dijo:
»—Déjame ver —y cogió la otra antorcha.
»Estaba perfectamente equipado. Reunimos un buen montón de cámaras, mapas, cuadernos y un álbum de fotos; lo trasladamos todo al Templo de Flora y lo extendimos sobre una mesa de mármol (ya te la enseñaré mañana) que el rey de Nápoles le regaló al abuelo Marshalton. Walen empezó a inspeccionarlo todo. Queríamos saber por qué nuestros amigos tenían tantos prejuicios contra nosotros.
»—Un momento —dijo lord Lundie—. Prestadme un pañuelo.
»Sacó el suyo; Walen le pasó su pañuelo verde y rojo, y Lundie les cubrió el rostro. Luego dijo:
»—Ahora podemos examinar las pruebas.
»No había ni un solo fallo en las pruebas. Walen leyó las últimas observaciones de los pilotos, Mankeltow hizo algunas preguntas y lord Lundie ofreció una especie de resumen, mientras yo ojeaba el álbum de fotos.
»—¿Habéis visto alguna vez una crónica fotográfica de Inglaterra a vista de pájaro realizada con fines militares? Es interesante, pero indecente, como poner a un hombre boca abajo. Sin mi silenciador no habría sido posible tomar ninguna de esas panorámicas de los fuertes a corta distancia —dije.
»—Ojalá fuéramos tan concienzudos como ellos —dijo Mankeltow, cuando Walen dejó de traducir.
»—Hemos sido bastante concienzudos —dijo lord Lundie—. Las pruebas contra ambos son concluyentes. En cualquier otro país los encerrarían siete años en una fortaleza. Nosotros probablemente los condenaríamos a dieciocho meses por un delito menor. Pero su causa no está en nuestras manos. Debemos ocuparnos de la nuestra. Señor Zigler —dijo—, ¿quiere decirnos cómo provocó la muerte del primer acusado?
»Se lo expliqué. Quería saber sobre todo si golpeé al primer acusado antes o después de que éste disparase a Mankeltow. Mankeltow testificó que le había disparado, y mostró su cuello como prueba. Lo tenía chamuscado.
»—Ahora, señor Walen —continuó lord Lundie—. ¿Tiene la bondad de decirnos qué hizo usted con el segundo acusado?
»—Se me echó encima, milord —dijo Walen—. Yo le dije: “No hagas eso”. Y le di un golpe en la cara.
»Lord Lundie levantó una mano y descubrió el rostro del segundo acusado. Tenía una herida en una mejilla y la barbilla manchada de verde por la hierba. Era un hombre muy corpulento.
»—¿Qué ocurrió después? —preguntó lord Lundie.
»—Lo que recuerdo es que se apartó de mí para atacar a su Señoría.
»Y Lundie continuó:
»—Yo me agaché y lo sujeté por los tobillos. Lo pillé desprevenido y cayó parcialmente sobre mi hombro izquierdo. Me lo sacudí de encima, sin soltarle los tobillos, y cayó al suelo con fuerza, al parecer sobre la barbilla; la muerte fue instantánea.
»—La muerte fue instantánea —repitió Walen.
»Lord Lundie se quitó la toga y la peluca (resultó evidente cómo lo hizo) para convertirse en cómplice de nuestro asesinato. Y dijo:
»—Ésa es nuestra causa. Sé cómo debería dirigirme a un jurado, pero me parece indigno de un juez de apelación manipularlo, y creo que algunos de mis doctos hermanos se mostrarían predispuestos a la burla.
»Supongo que no tengo la debida sensibilidad. Quien pudiera sacarme del aprieto, por mí podía reírse a sus anchas por espacio de varias generaciones. Pero yo sólo soy un millonario. Propuse que registráramos al segundo acusado para ver si llevaba armas ocultas.
»—Me parece una buena idea —dijo lord Lundie—. Aunque lo importante para el jurado sería si yo he ejercido más fuerza de la necesaria para evitar que las usara.
»Guardé silencio, porque no hablábamos el mismo idioma. El segundo acusado llevaba un arma, como es natural, pero encajada en el bolsillo de la cadera. Estaba demasiado gordo para sacarla sin dificultad y tampoco parecía un pistolero. Los dos llevaban encima un montón de cartas personales. Cuando Walen terminó de traducirlas supimos cuántos hijos tenía el gordo en casa y cuándo pensaba casarse el flaco. ¡Tremendo! Sí.
»Y mientras les abotonaba las chaquetas (no iban de uniforme), Walen me dijo:
»—¿Has leído un libro titulado The Wreckers[20]?
»—No que recuerde en este momento —dije.
»—Pues léelo —dijo—. Te gustará. Te aseguro que ahora te gustará.
»—Lo tendré en cuenta —dije—. En todo caso, no veo de qué manera va a ayudarnos todo este jaleo. Tenemos dos cadáveres, su avión está aquí y en algún momento se hará de día.
»—¡Cielos! —exclamó Lundie—. Eso me recuerda algo. ¿A qué hora se cena?
»—A las ocho y media —dijo Mankeltow—. Son las cinco y media. Dejamos de jugar al golf a las cinco menos veinte, y si no hubieran sido tan imbéciles para disparar como civiles los habríamos invitado a cenar. Ahora mismo podrían estar sentados con nosotros en el estudio —dicho lo cual añadió que ningún hombre tenía derecho a tomarse su profesión tan en serio como aquellos dos embaucadores.
»—¡Qué interesante! —señaló Lundie—. He observado la misma actitud de impaciencia hacia las víctimas en bastantes asesinos. Hasta este momento no la había comprendido. Lo que les fastidia es la necesidad de deshacerse del cadáver.
De todos modos, me pregunto quién se ocupará de nuestro caso. Repasémoslo de nuevo.
»Walen se volvió rápidamente. Llevaba un rato mordiéndose las uñas en un rincón. Para entonces estábamos todos bastante nerviosos. ¿Yo? El que más. Debía pensar también en Tommy.
»—No pueden juzgarnos —dijo Walen—. ¡No deben juzgarnos! Se armaría un gran escándalo internacional. ¿Qué os dije en el estudio después de comer? Estamos en un momento de máxima tensión. Esto sería el detonante. ¿Os dais cuenta?
»—Yo pensaba en los aspectos legales del caso —explicó Lundie—. Con un buen jurado es muy posible que quedáramos absueltos.
»—¡Absueltos! —exclamó Walen—. ¿Quién se atrevería a absolvernos ante la exigencias de… la otra parte? ¿Has oído hablar de la guerra de Jenkins? ¿De Mason y Slidell? ¿Sabes lo que es un ultimátum? Sabes quiénes son esos dos idiotas, y sabes quiénes somos nosotros: un juez lord, un vizconde inglés y yo… yo que sé todo lo que sé, ¡y los hombres que lo saben todo perfectamente saben que lo sé! Es nuestro pellejo o el Armagedón. ¿Qué crees que elegiría este gobierno? ¡No pueden juzgarnos! —dijo.
»—En ese caso supongo que tendré que presentar la dimisión en mi club —continuó Lundie—. Creo que ningún miembro ex-officio lo ha hecho con anterioridad. Tendré que consultar con el secretario. —Imagino que en ese momento se sintió atrapado, o quizá le salió el lord que llevaba dentro.
»—¡Tonterías! —dijo Mankeltow—. Walen está en lo cierto. No podemos permitir que nos juzguen. Tendremos que enterrarlos; lo malo es que mi jardinero guarda con llave todas las herramientas a las cinco.
»—¡Ni se te ocurra! —le advirtió Lundie. Volvía a ocupar el tribunal, como jurista de alto rango—. Esté o no esté en lo cierto, si intentamos ocultar los cuerpos estamos perdidos.
»—Me alegra oír eso —dijo Mankeltow—, porque enterrarlos no es jugar limpio.
»Por alguna razón, claro que yo no soy inglés, esta consideración no me preocupaba tanto como debiera. Además, intentaba pensar, pues no tenía más remedio, y empecé a ver una luz… una pequeña y brillante luz de salvación.
»—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Walen—. ¿Tú qué propones Zigler? Tu pellejo también está en juego.
»—Caballeros —dije—, algo que lord Lundie acaba de decir me ha dado una idea. Propongo que este comité autorice al gran Claus y al pequeño Claus, que han decidido suicidarse entre nosotros, a salir de esta finca tal como llegaron. Lo que sugiero entraña grandes riesgos, pero no tenemos otra opción —y me acerqué al avión.
»¡No me digas que los ingleses no son capaces de pensar con la misma rapidez que cualquiera cuando están en un aprieto! Sacaron los cadáveres del Templo de Flora, con decoro, pero sin pérdida de tiempo, mientras yo buscaba la razón por la que el avión había descendido. Un cilindro no quemaba bien. No me detuve a repararlo. Mi Renzalaer puede volar con seis. Y lo demostramos. Si los pilotos hubieran confiado en mis garantías, en ese momento habrían estado ya a medio camino de casa, en lugar de sentados en sus asientos con las cabezas colgando, como si estuvieran avergonzados. ¡Más vergüenza debería darles jugar a pistoleros en el jardín de un aristócrata inglés! Corrí grandes riesgos poniendo en marcha el avión sin controles, pero era una noche muy tranquila y no hay obstáculos en el terreno que cruza el teatro y se adentra en el parque, como has visto; rogué que la máquina se elevara antes de chocar contra las ramas de los árboles. La forcé todo lo que me atreví para un despegue rápido. Le advertí a Mankeltow que si aceleraba demasiado el morro podía levantarse y caer. Mankeltow no quería otra investigación judicial en su finca. ¡No, señor! De manera que tuve que levantar el avión en la oscuridad. ¡Sí!
»Y corrí también grandes riesgos al poner el motor a plena potencia, mientras los otros tres sujetaban el avión. Mi Renzalaer no es un ventilador. Conseguí saltar justo a tiempo. Enganché la luz de señalización en la cola, para que pudiéramos seguirle el rastro. De lo contrario, puesto que llevaba mi silenciador Rush, podríamos haber espantado a alguna lechuza en un granero. Así se alejó cuando lo soltamos. Sólo se oía el ruido de las hélices: ¡uuuuuuuu! ¡uuuuuuuu! Un poco más adelante había una zanja en el terreno. La luz se ocultó un segundo, aunque en la vida real el tiempo no existe. Luego vimos que la lámpara se movía ladera arriba, muy despacio, demasiado despacio. Después nos pareció que se levantaba un poco. Y a continuación no cupo duda de que se estaba levantando. Se elevó sin problemas. ¿Sabe por qué? Porque debajo sudaban nuestras cuatro almas desnudas, empujándola hacia los cielos. ¡Sí, señor! ¡Lo logramos!… Y la lámpara siguió elevándose más y más. ¡De pronto se inclinó lateralmente! ¡Dios mío! ¡Se inclinó lateralmente dos veces, que era lo que yo me estaba temiendo todo el tiempo! Luego se enderezó y se alejó remontando hacia la gloría, pues te aseguro que esa bendita estrella de nuestra esperanza fue empequeñeciéndose hasta que le perdimos el rastro. Y entonces respiramos. No habíamos respirado desde su llegada, pero no lo supimos hasta ese momento, cuando respiramos todos a la vez. Nos limpiamos las uñas a conciencia y volvimos a la casa sanos y salvos.
»Lundie fue el primero en hablar, y dijo:
»—Así encomendamos sus cuerpos al aire. —Y se puso la gorra.
»—Al inmenso… inmenso —dijo Walen—. Estamos a sólo treinta kilómetros del canal de la Mancha.
»—¡Pobres hombres! ¡Pobres hombres! —dijo Mankeltow—. Podríamos haberles invitado a cenar si no hubieran perdido la cabeza. No te imaginas cuánto me apena esto, Laughton.
»—Míralo de este modo, Arthur —le dije—. Sólo por la clemencia de Dios tú y yo no estamos ahora muertos en el Templo de Flora, y si ese hombre gordo hubiera podido sacar el arma cuando intentaba huir, lord Lundie y Walen habrían corrido la misma suerte que nosotros.
»—Lo sé, pero nosotros estamos vivos y ellos están muertos. ¿No lo entiendes?
»—Lo entiendo —dije—. En ese punto es donde los muertos son siempre terriblemente injustos con los que sobreviven.
»—Eso también lo sé —respondió—. Pero habría dado cualquier cosa porque no hubiera ocurrido, ¡pobres hombres!
»—Amén —dijo Lundie.
»¿Y después? Bueno, volvimos andando al Templo de Flora y encendimos cerillas para comprobar si nos habíamos dejado algo allí. Walen había confiscado los cuadernos antes de que los sacáramos. Encontramos la pistola del primer hombre, que olvidamos devolverle cuando lo tendimos en el banco de piedra. Mankeltow la cogió ni siquiera rozó el gatillo, y como era una automática el maldito chisme se disparó, ¡como una malvada serpiente de cascabel!
»—¡Vaya! Al final terminarán matándonos a alguno —dijo Walen en la oscuridad.
»Pero no lo lograron, porque el señor no había dejado de ser nuestro pastor; oímos el zumbido de la bala en el veldt, como en los viejos tiempos. ¡Sí!
»—¡Canalla! —dijo Mankeltow.
»Y a partir de entonces no volvió a decir “¡Pobre hombre!”. ¿Yo? En ningún momento me preocupé de haber manido a ese hombre. Estaba demasiado ocupado imaginando cómo interpretaría el suceso un jurado británico. Creo que a Lundie le ocurría lo mismo.
»Luego tuvimos una cena interesante. Esperábamos a unas personas que se quedaron en la carretera al estropearse su coche. No pudieron avisar por cable, y Peters ya había puesto dos cubiertos más. Reparamos en ellos en cuanto nos sentamos. Lamento decir que resultaban muy llamativos. Mankeltow, que tenía el cuello vendado (se había puesto un informal pañuelo de golf) llamó a Peters y le dijo que retirase los dos servicios… por favor. Peters no se altera fácilmente, pero en esa ocasión se alteró. Nadie más se dio cuenta. Y ahora…
—¿Dónde cayeron? —pregunté, mientras Zigler se ponía en pie.
—En el canal de la Mancha, supongo. Los periódicos no dijeron nada. ¿Vamos al salón a ver qué hacen los chicos? Pero, dime una cosa, ¿verdad que la vida en Inglaterra es muy interesante?