LA CIUDAD DE LA NOCHE ATROZ
El calor denso y húmedo que cubría como un manto el rostro de la tierra aniquilaba de raíz cualquier esperanza de sueño. Las cigarras ayudaban al calor, y el aullido de los chacales a las cigarras. Era imposible estarse quieto en el eco de la casa oscura y vacía viendo cómo el abanico golpeaba el aire muerto. A las diez de la noche clavé la punta de mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver cómo caía. Señaló directamente hacia el camino iluminado por la luna que conduce a la Ciudad de la Noche Atroz. El ruido del bastón al caer asustó a una liebre, que corrió a refugiarse en un cementerio mahometano en desuso, donde los cráneos sin mandíbulas y los fémures de cabeza roma, cruelmente expuestos a las lluvias de julio, refulgían como la madreperla en la tierra acanalada por el agua. El aire caliente y la tierra pesada habían hecho salir incluso a los muertos en busca de frescor. La liebre avanzó renqueando, olisqueó con curiosidad un trozo de cristal ahumado procedente de una lámpara rota, y se perdió en la sombra de unos tamariscos.
La choza del tejedor de alfombras situada al abrigo del templo hindú estaba abarrotada de hombres dormidos que yacían como cadáveres en sus sudarios. Brillaba en el cielo el ojo fijo de la luna. La oscuridad proporcionaba al menos una falsa sensación de frescura. Costaba no creer que la cascada de luz que llegaba del cielo fuese templada. No era tan caliente como el sol, pero seguía teniendo una desesperante tibieza, y caldeaba el aire denso más de lo que merecíamos. Recta como una barra de acero pulido discurría la carretera hasta la Ciudad de la Noche Atroz, y en las cunetas, en actitudes fantásticas, yacían cadáveres tendidos en camastros: ciento setenta cadáveres humanos. Algunos estaban envueltos en sábanas blancas y embozados hasta la nariz; otros estaban desnudos y eran negros como el ébano bajo la intensa luz; y había uno —yacía boca arriba con la mandíbula caída, bastante alejado de los demás— blanco plateado y gris ceniza.
«Un leproso dormido; y los demás eran criados exhaustos, sirvientes, modestos tenderos y cocheros de la estación de taxis cercana. La escena es la siguiente: un hombre se aproxima a la ciudad de Lahore; la noche: una cálida noche de agosto». Esto era todo cuanto se veía, aunque en modo alguno todo lo que se podía ver. El embrujo de la luna lo envolvía todo, y el mundo parecía horrorosamente transformado. La larga hilera de cadáveres desnudos, custodiada por la rígida estatua de plata, no era una imagen grata a la vista. Estaba formada exclusivamente por hombres. ¿Se habían visto forzadas las mujeres a dormir en sofocantes cabañas de adobe como mejor pudieran? El quejoso llanto de un niño en una de las casas respondió a la pregunta. Allí donde están los niños están las madres para atenderlos. Necesitan cuidados en estas noches de calor sofocante. Una cabeza pequeña y negra, como una bala, asomaba por una barandilla, y una pierna oscura y delgada —dolorosamente delgada— colgaba por encima de una cañería. Se oyó el tintineo de unas pulseras de cristal; un brazo de mujer se dejó ver por un instante sobre el parapeto, se enroscó alrededor del cuello fino y se llevó al niño, a pesar de sus protestas, al refugio del lecho. El grito agudo y penetrante se ahogó en la densidad del aire casi en el mismo momento de ser proferido, pues incluso los niños nativos sentían demasiado calor para llorar.
Más cadáveres; más franjas de carretera blanca iluminada por la luna; una reata de camellos tranquilamente dormidos junto a la cuneta; una visión fugaz de chacales deslizándose; ponis dormidos en sus ekka, el arnés aún sobre el lomo, y los carros de hojalata de los campesinos, parpadeando a la luz de la luna; y más cadáveres. Donde hubiera un carro de grano volcado, un tronco de árbol, un tablón de madera, un par de cañas de bambú o unos montones de paja para proyectar alguna sombra, la tierra aparecía repleta de cadáveres. Unos yacían en el suelo, boca abajo, con los brazos flexionados, otros con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza; otros enroscados como perros; otros tirados sobre el costa do de los carros como sacos de arpillera vacíos; y otros con la frente apoyada en las rodillas bajo el intenso fulgor de la luna. Sería tranquilizador si se limitaran a roncar; pero no es así, y su parecido con un cadáver es inequívoco en todos los casos menos uno. Los perros flacos se acercan a olfatearlos y dan media vuelta. A veces se ve a un niño diminuto tendido en el catre de su padre, siempre rodeado por un brazo protector. Sin embargo, la mayoría de los niños duerme en las azoteas junto a sus madres. No se puede confiar en los parias de piel amarilla y dientes blancos ante la proximidad de los cuerpos morenos.
Una asfixiante ráfaga de calor que emana de la boca de la Puerta de Delhi está a punto de quebrar mi decisión de entrar a esa hora en la Ciudad de la Noche Atroz. Se compone de todos los malos olores, animales y vegetales, que una ciudad amurallada es capaz de producir en un día y una noche. La temperatura bajo las inmóviles arboledas de plátanos y naranjos extramuros de la ciudad resulta fresca en comparación. ¡Que los cielos ayuden a los enfermos y a los niños de la ciudad esta noche! Los altos muros de las casas siguen irradiando un calor infernal, y de los callejones oscuros llega una brisa fétida, capaz de envenenar a un búfalo. Pero los búfalos no le prestan atención. Unos cuantos desfilan por la desierta calle principal, deteniéndose aquí y allá para apoyar sus grandes hocicos en los postigos cerrados de un tienda donde se vende forraje, y resoplando luego como orcas.
Se palpa el silencio: el silencio cargado de los ruidos nocturnos de una gran ciudad. Un instrumento de cuerda resulta apenas, sólo apenas, audible. Allá arriba alguien abre bruscamente una ventana, y el ruido de la madera resuena en la calle vacía. En una azotea se oye el borboteo de un narguile, y la suave conversación de los hombres mientras la pipa parpadea. Un poco más allá, el sonido de las voces resulta más nítido. Una rendija de luz asoma entre los cierres de un comercio. En el interior, un tendero con barba de varios días y ojos cansados cuadra sus libros de cuentas rodeado de telas de algodón. Tres figuras cubiertas con túnicas lo acompañan, y de cuando en cuando hacen algún comentario. El tendero anota su asiento, y a continuación llega el comentario; se pasa luego el dorso de la mano sobre la frente sudorosa. El calor en las calles es atroz. En el interior de las tiendas debe de ser casi insufrible. Pese a todo, la actividad sigue su curso; asiento, gruñido gutural y pasada de mano se suceden con la precisión de un mecanismo de relojería.
Un policía —adormilado y sin turbante— está tumbado en el camino que lleva a la mezquita de Wazirjan. Un rayo de luna le cruza la frente y los ojos, pero el hombre no se mueve. Es cerca de medianoche, y el calor parece ir en aumento. La explanada de la mezquita está repleta de cadáveres, y es preciso avanzar con cuidado para no pisarlos. La luz de la luna se derrama en amplias franjas diagonales sobre la alta fachada de la mezquita cubierta de esmaltes de colores, y cada una de las palomas que sueña por separado en los nichos y rincones del edificio proyecta una sombra pequeña y blanda. Espectros cubiertos con túnicas se levantan fatigosamente de sus camastros para internarse en las profundidades oscuras de la mezquita. ¿Se podrá subir hasta los grandes alminares para contemplar la ciudad desde las alturas? En cualquier caso, vale la pena intentarlo; cabe la posibilidad de que la puerta de la escalera no esté cerrada con llave. No lo está; pero un vigilante profundamente dormido está atravesado en mitad del umbral, el rostro vuelto hacia la luna. Una rata escapa veloz de debajo de su turbante al oír que se acercan pasos. El hombre gruñe, abre los ojos un instante, se da media vuelta y sigue durmiendo. El calor de toda una década de feroces veranos indios se concentra en las paredes negras y pulidas de la escalera de caracol. A mitad de camino hay algo vivo, tibio y suave; ronca. Impulsado de peldaño en peldaño por el ruido de mis pisadas, revolotea hasta la cima y resulta ser una enfurecida cometa de ojos amarillos. Docenas de come tas duermen en éste y en los demás alminares, y también bajo las cúpulas. La brisa es ligeramente más fresca o al menos no tan bochornosa en las alturas, y, aliviado, me vuelvo para contemplar la Ciudad de la Noche Atroz.
¡Doré podría haberlo dibujado! Zola podría describir este espectáculo de miles de personas que duermen a la luz de la luna y a la sombra de la luna. Las azoteas se ven repletas de hombres, mujeres y niños, y el aire está cargado de sonidos indistinguibles. Todos están inquietos en la Ciudad de la Noche Atroz, y no es extraño que así sea. Lo prodigioso es que todavía puedan respirar. Si se observa atentamente a la multitud, se percibe que su inquietud es la de un gentío a la luz del día, aunque el bullicio es contenido. La intensa claridad permite ver a los que duermen por todas partes sin dejar de dar vueltas; levantándose de la cama para volver a acostarse. El mismo movimiento se observa en los jardines de las casas, como pozos.
La implacable luna lo muestra todo. Muestra también las llanuras que se dilatan más allá de la ciudad, y el Ravee parece hallarse en algunas zonas al alcance de la mano, al otro lado de la muralla. Revela por último una mancha de reluciente plata en una azotea, justo debajo de la mezquita Minar. Algún pobre diablo se ha levantado para echarse una jarra de agua sobre el cuerpo febril. El chapoteo del agua al caer resulta ligeramente audible. En recónditos rincones de la Ciudad de la Noche Atroz, otros dos o tres hombres siguen su ejemplo, y el agua lanza destellos como señales heliográficas. Una nube pequeña pasa por delante de la luna, y la ciudad, con sus habitantes —nítidamente dibujados antes en blanco y negro—, se tornan borrosas masas negras de distinta intensidad. El inquieto sonido no cesa; el bordoneo de una gran ciudad abrumada por el calor, y de su gente que en vano intenta descansar. Sólo las mujeres de clase baja duermen en las azoteas. ¿Qué tormento se vivirá en los zenanas, tras las celosías, donde aún parpadean algunas lámparas? Se oyen pisadas abajo, en la explanada. Es el almuédano, el ministro de la fe; debería haber llegado una hora antes para anunciar a los fieles que la oración es mejor que el sueño, ese sueño que no llega a la ciudad.
El almuédano forcejea un instante con la puerta de uno de los alminares, desaparece un rato, y con un sonido grave y poderoso como el rugido de un toro anuncia que ha llegado a la cima del alminar. ¡El grito debe de oírse incluso en las orillas del mermado Ravee! Aun al otro lado de la explanada resulta casi ensordecedor. La nube pasa y revela la negra silueta del al muédano recortada contra el cielo, las manos cubriendo los oídos, hinchado el amplio pecho por el tirón de los pulmones: «Allah ho Akbar»; luego una pausa, mientras en algún lugar, en dirección al Templo Dorado, otro almuédano responde a la llamada: «Allah ho Akbar». Y así sucesivamente, hasta un total de cuatro veces; y una docena de hombres ya se han levantado de sus catres. «Proclamo que no hay más dios que Dios». ¡Qué prodigiosa profesión de fe ésta que arranca a docenas de hombres de sus camastros en plena noche! Temblando por la fuerza de su propia voz, el almuédano lanza de nuevo su mensaje, y entonces, en todas partes, cerca y lejos, la respuesta reverbera en el aire: «Mahoma es Su profeta». Se diría que su grito desafía al horizonte, donde el relámpago estival juega y salta como una espada. A pleno pulmón gritan todos los almuédanos de la ciudad, y algunos hombres comienzan a arrodillarse en las azoteas. Una larga pausa precede la última llamada, «La ilaha illallah», y tras ésta el silencio se cierra, como la cápsula sobre la cabeza de una bola de algodón en su rama.
El almuédano desciende a trompicones por la escalera oscura, refunfuñando entre sus barbas. Pasa por debajo del arco de la entrada y se pierde de vista. El silencio sofocante vuelve a posarse sobre la ciudad, apaciguándola. Las cometas del alminar duermen de nuevo, roncando ahora con más fuerza; llegan perezosas ráfagas y remolinos de brisa caliente, y la luna se desliza hacia el horizonte. Acodado en el parapeto de la torre, uno puede contemplar hasta el amanecer esa colmena torturada por el calor sin dejar de maravillarse. «¿Cómo viven ahí abajo? ¿Qué piensan? ¿Cuándo despertarán?». Más chapoteos de agua derramada; leves disonancias de catres de madera arrastrados hacia dentro o hacia fuera de las sombras; tosca melodía de instrumentos de cuerda atenuada por la distancia hasta tornarse un gemido lastimero, y a lo lejos, el grave retumbar del trueno. El vigilante que a mi llegada dormía atravesado en el umbral de la escalera se despierta sobresaltado, se lleva las manos a la cabeza, murmura algo y vuelve a caer. Acunado por los ronquidos de las cometas, que parecen hombres atiborrados de comida, me adormilo y caigo en un sopor agitado, consciente de que son las tres de la madrugada y de que hay en el aire un leve, un levísimo frescor. La ciudad está ahora sumida en un silencio absoluto, alterado tan sólo por la canción de amor de algún perro vagabundo. Nada salva a los muertos de su sueño profundo.
Se suceden a continuación varias semanas de oscuridad. La luna se ha retirado. Hasta los perros descansan, y vigilante aguardo la llegada de las primeras luces del alba antes de emprender la vuelta a casa. Otra vez un sonido de pasos arrastrados. La llamada de la mañana está a punto de empezar, y mi vigilia concluye. «Allah hoAkbar! Allah hoAkbar!». El cielo se torna gris en el oriente, y luego azafrán; el viento del amanecer llega como si respondiera a la llamada del almuédano; y, como un solo hombre, la Ciudad de la Noche Atroz se levanta y vuelve el rostro hacia el albor del día. Con la vida regresa el sonido. Primero un leve murmullo; luego un zumbido intenso y grave, pues hay que recordar que toda la ciudad se encuentra en las azoteas. Me pesan los párpados de sueño aplazado y decido bajar del alminar; cruzo el patio y salgo a la explanada, donde la gente ya está en pie, lejos de sus catres, preparando el primer narguile del día. El ligero frescor del aire se ha esfumado, y el calor es tan intenso como al principio.
«¿Tiene el sahib la bondad de hacerme sitio?». ¿Qué sucede? Algo se acerca en la penumbra, cargado a hombros de un hombre, y retrocedo. Es el cadáver de una mujer a la que llevan a la pira funeraria, y alguien que está cerca dice: «Murió de calor a medianoche». De modo que la ciudad no era sólo de la noche; también era de la muerte.