SIN PASAR POR LA VICARÍA
Antes de primavera coseché las ganancias del otoño;
a destiempo mi campo se vistió de grano blanco.
Y a mi pena le confió el año sus secretos.
Desflorada y forzada, una estación enferma a la otra sucedía,
dio misteriosamente la abundancia paso a la escasez;
vi llegar el ocaso antes de que otros contemplaran el día,
yo, que sé demasiado de lo que no debiera.
BITTER WATERS
I
—Pero ¿y si fuera niña?
—No, por Dios. Tantas noches he rezado y tantas ofrendas he enviado al altar de Sheij Badl, que estoy segura de que Dios nos dará un hijo… un varón que se convertirá en un hombre. Debes estar contento. Mi madre será su madre hasta que yo pueda ocuparme de él, y el mullah de la mezquita pastún anunciará su nacimiento… ¡Dios quiera que nazca en hora auspiciosa! Y entonces tú nunca te cansarás de mí, tu esclava.
—¿Desde cuándo eres tú una esclava, mi reina?
—Desde el principio… desde que esta bendición vino a mí. ¿Cómo podía estar segura de tu amor, sabiendo que me habías comprado con plata?
—No; eso fue la dote que le pagué a tu madre.
—Que la enterró y se pasa el día entero sentada encima de ella, como una gallina clueca. ¡Qué dices de dote! Me compraste como a una bailarina de Lucknow, no como a una muchacha.
—¿Y lamentas la compra?
—Lo he lamentado; pero ahora estoy contenta. ¿Verdad que nunca dejarás de amarme? Di, mi rey.
—Nunca… nunca. No.
—¿Ni siquiera cuando las mem-log, las mujeres blancas de tu propia sangre, te ofrezcan su amor? Recuerda que las he visto pasar en coche por las tardes, y son muy hermosas.
—Y yo he visto centenares de cometas. Y he visto la luna; y ya no quiero ver más cometas.
Amira aplaudió y rió.
—Muy bien dicho —dijo. Luego, adoptando un aire solemne, añadió—: Con eso me basta. Tienes mi permiso para marcharte… si lo deseas.
El hombre no se movió. Estaba sentado en el lecho lacado en rojo, en una habitación sin más adornos que una alfombra en el suelo, azul y blanca, unas cuantas esteras y una amplia colección de almohadones. A sus pies se encontraba una mujer de dieciséis años, casi el único mundo que veían sus ojos. Amira no se ajustaba a ninguna norma o ley, pues él era inglés y ella una joven musulmana comprada dos años antes a una madre que, al verse sin dinero, habría sido capaz de vender a su hija, por más que hubiera protestado, al mismísimo príncipe de las tinieblas, siempre y cuando el precio le pareciese satisfactorio.
El contrato se firmó con ligereza, pero aun antes de que la niña alcanzara su madurez sexual ya había empezado a colmar la mayor parte de la vida de John Holden. Para ella y la arpía que tenía por madre había alquilado Holden una casita con vistas a la gran muralla roja de la ciudad, y cuando las caléndulas florecieron junto al pozo del jardín, Amira se hubo instalado según su propia idea de confort y la madre dejó de protestar por la incomodidad de los fogones, la distancia hasta el mercado y otras cuestiones de orden doméstico, él descubrió que aquella casa era su hogar. Cualquiera podía entrar en su bungalow de soltero de día o de noche, y la vida que llevaba allí le resultaba muy poco satisfactoria. En la casa de la ciudad no podía pasar más allá del jardín que daba a las habitaciones de las mujeres, y cuando el gran portón de madera se cerraba y atrancaba a sus espaldas, Holden se sentía rey en sus propios dominios, con Amira por reina. Y a este reino estaba a punto de incorporarse un tercer habitante, cuya llegada perturbaba en cierto modo a Holden. Interfería en su felicidad perfecta. Alteraba la paz y la armonía de su hogar. Amira, por su parte, estaba loca de alegría, y la madre no le iba a la zaga. El amor de un hombre, y especialmente de un hombre blanco, era en el mejor de los casos un asunto inconstante, pero ambas mujeres coincidían en que las manos de un bebé podían atarlo.
—Y entonces —decía siempre Amira— nunca se fijará en las mem-log blancas. Las odio…, las odio a todas.
—Con el tiempo volverá junto a los suyos —opinaba la madre—, pero gracias a Dios ese tiempo aún está lejos.
Holden estaba sentado en el lecho, silencioso, pensando en el futuro, y sus pensamientos no eran placenteros. Los inconvenientes de una doble vida son múltiples. Con singular cautela, el gobierno lo había destinado en misión especial por espacio de una quincena, para sustituir a un hombre que debía cuidar de su mujer enferma. La notificación verbal del traslado llegó acompañada de la frívola observación de que Holden debía considerarse afortunado por el hecho de ser un hombre soltero y libre. Acudió para comunicar la noticia a Amira.
—No es bueno —dijo Amira despacio—; pero tampoco es del todo malo. Tengo a mi hermano y no me pasará nada, salvo que muera de pura felicidad. Cumple con tu deber y no permitas que nada te preocupe. Cuando llegue el momento creo que… no, estoy segura… Lo pondré en tus brazos y me amarás para siempre. El tren sale hoy a medianoche, ¿no es así? Ve pues, y no dejes que tu corazón se entristezca por mí. Pero no te retrases. No te detengas en el camino para hablar con esas descaradas mem-log blancas. Vuelve enseguida a mi lado, amor mío.
Cuando salió al jardín para marcharse en su caballo, que esperaba atado a un poste, Holden habló con el anciano vigilante de pelo blanco a cargo de la casa y le rogó que, en el caso de que se produjeran determinadas contingencias, le enviara un telegrama ya escrito, que le entregó en ese mismo momento. Era todo cuanto podía hacer, y, con la sensación de un hombre que ha asistido a su propio funeral, Holden partió en el tren correo nocturno camino de su exilio. A cada hora del día temía la llegada del telegrama, y cada hora de la noche imaginaba la muerte de Amira. En semejante situación, no fue su trabajo para el Estado de primera calidad, ni su carácter el más amable hacia sus colegas. La quincena concluyó sin noticias de casa y, desgarrado de ansiedad, Holden volvió y malgastó dos preciosas horas cenando en el club, donde, como sumido en una especie de trance, oyó voces que le recriminaban su execrable actuación en aquel servicio, por lo cual se había granjeado el cariño de todos sus compañeros. Partió luego a caballo en plena noche, con el corazón agitado. Al principio no hubo respuesta a sus golpes en el portón, y ya se disponía a marcharse cuando Pir Jan apareció con un farol y le sujetó el estribo.
—¿Ha ocurrido? —preguntó Holden.
—De mi boca no saldrá la noticia, protector de los pobres, aunque… —Tendió una mano temblorosa, como corresponde al portador de una buena nueva que merece una recompensa.
Holden cruzó presurosamente el jardín. Había una luz encendida en el piso de arriba. Oyó relinchar a su caballo y un llanto agudo que le concentró toda la sangre en la nuez. Era una voz nueva, aunque eso no probaba que Amira estuviera viva.
—¿Hay alguien ahí? —llamó por el estrecho hueco de la escalera.
Amira lanzó un grito de alegría, y se oyó después la voz de la madre, trémula de orgullo y de vejez:
—Dos mujeres y… un hombre… tu hijo.
En el umbral de la habitación, Holden pisó un puñal desenvainado con el que se pretendía ahuyentar la mala suerte, partiendo la empuñadura con su impaciente talón.
—¡Dios es grande! —susurró Amira en la penumbra—. Tú cargarás con el peso de sus desgracias.
—Sí, pero ¿cómo estás tú, vida mía? ¿Cómo está ella, señora?
—Tan feliz de que el niño haya nacido que ya ha olvidado su sufrimiento. Todo ha ido bien, pero hable en voz baja —respondió la madre.
—Sólo necesitaba tu presencia para sentirme bien —dijo Amira—. Has estado mucho tiempo fuera, mi rey. ¿Qué regalos me has traído? ¡No, no! Soy yo la que ofrece regalos esta vez. Mira, mi vida, mira. ¿Has visto un bebé igual? Ay, apenas tengo fuerzas para mover el brazo.
—Descansa, entonces, y no hables. Estoy aquí, bachari («mujercita»).
—Bien dicho, porque ahora hay un vínculo entre nosotros que nada puede romper. Mira… ¿ves bien con esta luz? No tiene mancha ni defecto. Nunca ha habido un niño igual. Ya illah! Será un explorador… no, un soldado de la reina. ¿Me quieres, vida mía, tanto como siempre, aunque esté débil, dolorida y agotada? Dime la verdad.
—Sí, te quiero como siempre, con toda mi alma. No te muevas, mi perla; descansa.
—No te vayas entonces. Siéntate a mi lado… así. Madre, el señor de la casa necesita un almohadón. Tráelo. —La nueva vida, acurrucada en el brazo de Amira, realizó un movimiento apenas perceptible—. ¡Vaya! —exclamó ella, la voz rebosante de amor—. Este bebé es un campeón nato. ¡No sabes con qué fuerza me da patadas en el costado! ¿Has visto un bebé igual? Y es nuestro… tuyo y mío. Acaricíale la cabeza, pero con cuidado; es muy pequeño, y los hombres sois poco hábiles para estas cosas.
Con mucho cuidado, Holden rozó la sedosa cabeza con la punta de los dedos.
—Ya está bautizado —dijo Amira—; en las noches en vela le he susurrado al oído la llamada a la oración y la profesión de fe. Y es maravilloso que haya nacido en viernes, igual que yo. Ten cuidado con él, mi vida; aunque ya casi es capaz de agarrar con las manos.
Holden encontró una manita indefensa que se cerró débilmente en torno a su dedo. Sintió que la presión le recorría todo el cuerpo, y luego se posó en su corazón. Hasta entonces todos sus pensamientos habían sido para Amira. Empezaba a comprender que había alguien más en el mundo, pero aún no alcanzaba a sentir que se trataba de un hijo de verdad, dotado de alma. Se sentó a reflexionar mientras Amira se adormecía.
—Salga, sahib —dijo la madre en voz muy baja—. No es bueno que se quede aquí esperando. Ella necesita descansar.
—Voy —dijo sumisamente Holden—. Tenga estas rupias. Ocúpese de que mi baba engorde y tenga todo lo necesario.
El tintineo de la plata despertó a Amira.
—Soy su madre, no una asalariada —protestó con voz débil—. ¿Crees que cuidaré de él mejor o peor, según el dinero? Madre, devuélveselo. Le he dado un hijo a mi señor.
El profundo sueño inducido por el cansancio casi no le permitió completar la frase. Holden bajó al patio con mucho sigilo y el corazón en paz. Pir Jan, el guardés, lo recibió riendo alegremente.
—La casa está ahora completa —dijo, y sin más comentarios depositó en las manos de Holden la empuñadura de un sable gastado mucho tiempo atrás, cuando él, Pir Jan, trabajaba en la policía, al servicio de la reina. El balido de una cabra llegó desde la acera.
—Serán dos —anunció Pir Jan—, dos cabras de la mejor calidad. Las he comprado y me han costado mucho dinero, y como no habrá fiesta por el nacimiento toda su carne será para mí. ¡Un golpe diestro, sahib! El sable está un poco alabeado. Espere a que levanten la cabeza, cuando dejen de comer caléndulas.
—¿Para qué? —preguntó Holden, atónito.
—Para el sacrificio del nacimiento. ¿Para qué iba a ser? El niño puede morir si no se le protege del destino. El protector de los pobres sabrá encontrar las palabras adecuadas.
Holden las había aprendido en el pasado, sin pensar que algún día las pronunciaría con la mayor seriedad. El tacto de la empuñadura fría en su mano se transformó de pronto en el apretón del niño que estaba arriba, del niño que era su hijo, y el miedo a la pérdida se apoderó de él.
—¡Ahora! —dijo Pir Jan—. Jamás llegó la vida al mundo, sin que hubiera que pagar un precio. Mire, las cabras han levantado la cabeza. ¡Ahora! ¡Un buen tajo!
Apenas consciente de lo que hacía, Holden dio los dos cortes, al tiempo que rezaba la oración mahometana que dice así: «¡Dios Todopoderoso! En lugar de este hijo mío te ofrezco vida por vida, sangre por sangre, cabeza por cabeza, hueso por hueso, pelo por pelo y piel por piel». El caballo resopló y brincó junto a su estaca al sentir el olor de la sangre, que se derramó sobre las botas de montar de Holden.
—¡Buen golpe! —dijo Pir Jan, limpiando el sable—. Lleva usted oculto un espadachín. Vaya sin miedo, hijo de los cielos. Soy su siervo y el siervo de su hijo. Que mil años dure la vida de la Presencia y… ¿es toda para mí la carne de las cabras?
Pir Jan había obtenido en un momento las ganancias de todo un mes. Holden subió a su montura y cabalgó entre los jirones del humo de las hogueras al atardecer. Sentía una exaltación desenfrenada que alternaba con una vasta e imprecisa ternura hacia ningún objeto en particular, y se ahogó al inclinarse sobre el cuello del inquieto caballo. «Nunca me había sentido así», pensó. «Pasaré por el club para tranquilizarme».
Empezaba en ese momento una partida de billar, y el salón estaba lleno de hombres. Holden entró, ávido del buen humor y de la compañía de sus amigos, cantando a voz en grito: «¡Paseando por Baltimore a una dama conocí!».
—¿Es eso cierto? —preguntó el secretario del club desde su esquina—. ¿Por casualidad te dijo quizás que tenías las botas empapadas? ¡Por Dios bendito, si es sangre!
—¡Majaderías! —dijo Holden, cogiendo su taco del soporte—. ¿Puedo sumarme al juego? Es rocío. He estado cabalgando entre los cultivos. Pero ¡es verdad que llevo las botas hechas un asco!
Y si fuera una niña llevará una alianza,
y si fuera un muchacho luchará por su rey,
con su daga y su gorra y su chaqueta azul,
recorrerá el alcázar…
—La amarilla a la azul… el siguiente verde —anunció el árbitro con escaso entusiasmo.
—«Recorrerá el alcázar». ¿Me toca a mí la verde, árbitro? «Recorrerá el alcázar». ¡Vaya! ¡Qué mal golpe! «… como hacía su papá».
—¿A qué viene tanta ostentación? —observó en tono cáustico un joven funcionario muy celoso de su deber—. El gobierno no está precisamente satisfecho con tu trabajo al sustituir a Sanders.
—¿Significa eso que me caerá un rapapolvo del cuartel general? —preguntó Holden con abstraída sonrisa—. Creo que podré soportarlo.
La charla giró en torno a los últimos incidentes del trabajo de cada cual, y Holden se tranquilizó hasta la hora de regresar a su bungalow vacío y oscuro, donde el mayordomo lo recibió como si estuviera al corriente de todos sus asuntos. Holden pasó la mayor parte de la noche en vela y tuvo plácidos sueños.
II
—¿Qué tiempo tiene ya?
—Ya illah! ¡Qué pregunta tan masculina! Tiene casi seis semanas, y esta noche subiré contigo a la azotea, amor mío, para contar las estrellas. Eso trae buena suerte. Y nació en viernes, bajo el signo del Sol; me han dicho que nos sobrevivirá a los dos y que será un hombre rico. ¿Verdad que no podíamos esperar nada mejor, amor mío?
—Nada mejor. Subamos a la azotea para que cuentes las estrellas… aunque no serán muchas, porque el cielo está muy cubierto.
—Las lluvias del invierno se están retrasando; puede que lleguen a destiempo. Corramos, antes de que se oculten todas las estrellas. Me he puesto mis mejores joyas.
—Has olvidado la mejor de todas.
—¡Ah! La nuestra. Él también vendrá. Todavía no ha visto el cielo.
Amira subió la angosta escalera que llevaba a la azotea. El bebé iba cómodamente instalado en su brazo derecho, sin parpadear, vestido con un magnífico trajecito de muselina con flecos de plata y un gorrito en la cabeza. Amira lucía sus más preciadas pertenencias. El diamante que realza el pliegue de la aleta de la nariz, el adorno de oro en el centro de la frente, con diminutas esmeraldas e imperfectos rubíes, el pesado collar de oro batido ceñido al cuello con la suavidad del metal puro y las tintineantes esclavas de plata en el tobillo rosado. Vestía una túnica de muselina verde jade, como corresponde a una hija de la Fe y lucía de hombro a codo y de codo a muñeca brazaletes de plata ensartados con hilo de seda, delicadas pulseras de cristal que se deslizaban sobre la muñeca, dando prueba de la delgadez de sus manos, y otras de oro macizo que no formaban parte de los adornos típicos de su país, pero que deleitaban inmensamente a Amira poique se las había regalado Holden y se aseguraban con un ingenioso broche europeo.
Se sentaron en el parapeto blanco de la azotea, sobre la ciudad y sus luces.
—Los que están ahí abajo son felices —observó Amira—. Pero no creo que puedan compararse a nosotros. Ni creo tampoco que las mem-log blancas sean tan felices. ¿Tú que crees?
—Seguro que no.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque dejan a sus hijos al cuidado de niñeras.
—Nunca he visto cosa igual —dijo Amira con un suspiro—. Yo no pienso hacer eso. Ahí! —Apoyó la cabeza en el hombro de Holden—. He contado cuarenta estrellas y estoy cansada. Mira al bebé, amor mío; él también las está contando.
El bebé contemplaba la oscuridad del cielo con los ojos muy abiertos. Amira lo puso en brazos de Holden, donde se quedó sin protesta alguna.
—¿Cómo lo llamaremos entre nosotros? —preguntó Amira—. ¡Míralo! ¿Te cansas alguna vez de mirarlo? Tiene tus ojos. Aunque la boca…
—Es tuya, querida mía. ¿Quién puede saberlo mejor que yo?
—¡Es una boquita tan delicada! ¡Tan pequeña! Y, sin embargo, atrapa mi corazón entre sus labios. Dámelo ya. Llevo demasiado tiempo separada de él.
—No; espera un poco; ni siquiera ha llorado.
—Cuando llore me lo devuelves… ¿de acuerdo? ¡Qué buen corazón tienes! Si llorara, lo querría todavía más. Pero dime, vida mía, ¿cómo lo llamaremos?
El bebé estaba pegado al corazón de Holden. Era completamente indefenso y muy tierno. Holden apenas se atrevía a respirar por miedo a aplastarlo. El loro verde, que en la mayoría de los hogares nativos se considera una especie de espíritu guardián, se movió en su percha, dentro de la jaula, extendiendo perezosamente un ala.
—Ahí tienes la respuesta —dijo Holden—. Mian Mittu ha hablado. Lo llamaremos loro. Cuando esté preparado hablará sin parar y correteará por todas partes. Mian Mittu es el loro en tu… en la lengua musulmana, ¿no es así?
—¿Por qué me alejas de ti? —respondió Amira con decepción—, Prefiero un nombre más inglés… aunque no demasiado. Porque es mío.
—Entonces lo llamaremos Tota, que suena más inglés.
—Pero Tota sigue siendo loro. Perdóname, amor mío, por lo que acabo de decir, pero creo que es demasiado pequeño para cargar con el peso de un nombre como Mian Mittu. Será Tota… será nuestro Tota para nosotros. —Amira acarició la mejilla del bebé, que se despertó llorando y volvió entonces a los brazos de su madre, y ésta lo tranquilizó cantando la preciosa canción de «Aré koko, Yaré koko», que dice así:
¡Vete cuervo! ¡Márchate de aquí! El bebé está durmiendo,
y las ciruelas crecen en la jungla, a sólo un penique el kilo.
A sólo un penique el kilo, baba, a sólo un penique el kilo.
Tranquilizado sobre el precio de las ciruelas, Tota se acurrucó y se quedó dormido. Los dos bueyes blancos del pozo del jardín rumiaban sin pausa su alimento de esa tarde; el anciano Pir Jan estaba acuclillado junto a la cabeza del caballo de Holden, su sable de policía en las rodillas, amodorrado y fumando en la pipa de agua que croaba como una rana toro en una charca. La madre de Amira hilaba en el porche, y el portón de madera estaba cerrado y atrancado. La música de un cortejo nupcial llegó hasta la azotea, alzándose sobre el suave murmullo de la ciudad, y una bandada de murciélagos surcó la faz de la luna baja.
—He rezado —dijo Amira tras una larga pausa—. He rezado por dos cosas. La primera es morir en tu lugar si se exigiera tu muerte, y la segunda es morir en lugar del niño. Se lo he pedido al Profeta y a la Virgen María. ¿Crees que alguno de los dos me escuchará?
—¿Quién podría no prestar atención a una sola palabra de tus labios?
—Te pido sinceridad y tú me das dulzura. ¿Crees que escucharán mis oraciones?
—¿Cómo voy a saberlo? Dios es bondadoso.
—De eso no estoy segura. Escúchame. Si muero, o si el niño muere, ¿cuál será tu destino? Regresarás con esas descaradas mem-log blancas, porque los de la misma clase se arriman.
—No siempre.
—Las mujeres no; los hombres son distintos. Con el paso del tiempo volverás junto a los tuyos. Podré soportarlo, porque estaré muerta; pero cuando te llegue la hora de morir, te llevarán a un lugar extraño y a un paraíso que yo no conozco.
—¿Será un paraíso?
—Seguro. ¿Quién podría hacerte daño? Sin embargo, nosotros, el niño y yo, iremos a otra parte y no podremos acudir a ti, ni tú a nosotros. Antes de que naciera el niño no pensaba en estas cosas, pero ahora las tengo siempre presentes. Resulta muy duro hablar de ellas.
—Será como tenga que ser. No sabemos lo que pasará mañana, pero sabemos bien lo que pasa hoy y cómo es nuestro amor. Ahora somos felices.
—Tan felices que se diría que nuestra felicidad está asegurada. Y tu Virgen María me escuchará, porque ella también es mujer. ¡Aunque seguro que me envidia! No está bien que los hombres veneren a una mujer.
Holden rió de buena gana y Amira sintió una leve punzada de celos.
—¿No está bien? ¿Por qué entonces consientes que yo le venere?
—¡Tú venerando a alguien! ¿Y a mí? ¡Qué palabras tan dulces, mi rey! Por ellas sé que soy tu sierva y tu esclava, y el polvo bajo tus pies. Y no quiero que sea de otro modo. ¡Mira!
Antes de que Holden pudiera impedirlo, Amira se inclinó y le tocó los pies; incorporándose luego con una carcajada, estrechó a Tota contra su pecho. Y después, muy alterada, preguntó:
—¿Es cierto que esas descaradas mem-log blancas viven tres veces más que yo? ¿Es cierto que se casan cuando son casi viejas?
—Se casan como las demás… cuando son mujeres.
—Eso ya lo sé, pero se casan a los veinticinco años. ¿Es cierto?
—Es cierto.
—Ya illah! ¡A los veinticinco! A esa edad seré una anciana… Y esas mem-log nunca envejecen. ¡Cuánto las odio!
—¿Y ellas qué tienen que ver con nosotros?
—No lo sé. Sólo sé que en este momento, en algún lugar del mundo, tal vez haya una mujer diez años mayor que yo que puede acercarse a ti y robarme tu amor diez años después de que yo sea una mujer mayor, con el pelo gris, cuando me ocupe del hijo de Tota. Eso es injusto y malvado. Ellas también deberían morir.
—A pesar de los años que tienes sigues siendo una niña, y tengo que llevarte abajo.
—¡Tota! ¡Ten cuidado con Tota, mi señor! ¡Eres tan insensato como un bebé! —Amira colocó a Tota a salvo de todo daño, en el hueco de su cuello, y Holden la bajó en brazos, mientras ella reía y Tota abría los ojos para sonreír a la manera de los ángeles menores.
Era un bebé silencioso, y casi antes de que Holden tuviera tiempo de asimilar su presencia en el mundo, se convirtió en un pequeño dios dorado y en el indiscutible tirano de la casa encaramada sobre la ciudad. Fueron éstos meses de absoluta felicidad para Holden y Amira, una felicidad alejada del mundo, encerrada tras el portón de madera custodiado por Pir Jan. De día, Holden cumplía con su trabajo y se compadecía profundamente de todos los que no eran tan dichosos como él, y mostraba hacia los niños una simpatía que asombraba y divertía a muchas madres en las reuniones del cuartel. De noche volvía junto a Amira… Amira, que le contaba las maravillosas ha2añas de Tota; cómo había unido las manos y movido los dedos con intención y propósito —lo cual era manifiestamente un milagro—, o cómo por iniciativa propia había salido a gatas de su cama y se había sostenido en pie mientras ella contenía la respiración.
—Y fueron tres respiraciones largas, porque se me había parado el corazón de alegría —aseguró Amira.
Poco después, Tota empezó a interesarse por los animales: los bueyes blancos, las pequeñas ardillas grises, la mangosta que vivía en una oquedad cerca del pozo y, sobre todo, Mian Mittu, el loro, al que tiraba de la cola sin piedad, haciéndole gritar hasta que llegaban Amira y Holden.
—¡Ah, bribón! ¡Qué fuerza tienes! ¿Cómo tratas así al hermano que vive en la azotea? Tobah, tobah! ¡Qué vergüenza! Pero yo conozco un hechizo que lo volverá tan sabio como Salomón y Platón. Verás —dijo Amira. Sacó de un bolsito bordado un puñado de almendras—. ¡Mira! Contamos hasta siete. ¡En el nombre de Dios!
Colocó a Mian Mittu, muy enfadado y encogido, en el piso superior de la jaula, y sentándose entre el bebé y el pájaro partió y peló una almendra menos blanca que sus dientes.
—Esto es un hechizo de verdad, vida mía; no te rías. ¡Mira! Le doy la mitad al loro y la mitad a Tota. —Mian Mit tu mordisqueó delicadamente con el pico su mitad de almendra de entre los labios de Amira, quien con un beso introdujo la otra mitad en la boca del niño, y éste la masticó despacio, poniendo ojos de asombro—. Haré lo mismo todos los días, durante siete días, y nuestro hijo se volverá sabio y elocuente, sin ninguna duda. Dime, Tota, ¿qué serás cuando te hagas un hombre y mi pelo se haya vuelto gris?
Tota flexionó las piernas regordetas, formando unos pliegues adorables. Podía gatear y no tenía intención de desperdiciar su infancia en ociosa cháchara. Quería pellizcarle la cola a Mian Mittu.
Cuando se le concedió la dignidad de un cinturón de plata —que, junto a un cuadrado mágico del mismo metal labrado y colgado de su cuello constituía la mayor parte de su indumentaria—, Tota emprendió una peligrosa aventura por el jardín hasta donde se encontraba Pir Jan, a quien ofreció todas sus joyas a cambio de un paseo en el caballo de Holden, aprovechando que la abuela charlaba con los vendedores ambulantes en el porche. Pir Jan lloró y apoyó los inexpertos pies de Tota en su cabeza gris, en señal de fidelidad, antes de devolver al intrépido aventurero a los brazos de su madre, asegurando que Tota se convertiría en un gran líder incluso antes de que le creciera la barba.
Una tarde de mucho calor, cuando el niño, sentado entre su padre y su madre, contemplaba desde la azotea el incesante duelo de las cometas de los muchachos de la ciudad, Tota pidió una cometa propia para que Pir Jan la hiciese volar, pues tenía miedo de manipular cualquier cosa que fuera más grande que él, y cuando Holden lo llamó «pizca», el niño se puso en pie y respondió muy despacio, afirmando su recién descubierta identidad: «Hum ‘park nahin hai. Hum admi hai» («No soy una pizca; soy un hombre»).
La respuesta de Tota dejó a Holden perplejo y le hizo reflexionar seriamente acerca del futuro de su hijo. Apenas se había parado a considerar el asunto. Aquella vida tan deliciosa no podía durar. Y le fue arrebatada, como se arrebatan tantas cosas en la India: de improviso y sin previa advertencía. El pequeño señor de la casa, como lo llamaba Pir Jan, empezó a mostrarse apagado y a quejarse de dolores ante quienes desconocían el significado de la palabra dolor. Amira lo veló toda la noche, aterrada, y al amanecer del segundo día la fiebre se llevó la vida del pequeño: la fiebre del otoño. Parecía de todo punto imposible que Tota muriera, y ni Amira ni Holden pudieron creerlo al ver su cuerpecito en la cuna. Amira empezó a darse cabezazos contra la pared, y se habría arrojado al pozo del jardín si Holden no lo hubiera impedído con todas sus fuerzas.
Una sola bendición se le concedió a Holden. Volvió a caballo hasta el cuartel a plena luz del día y descubrió que allí lo esperaba un paquete postal inusualmente pesado que exigía plena concentración y mucho trabajo. Sin embargo, no le quedaba ánimo para agradecer el favor de los dioses.
III
El impacto de una bala no es más intenso que un buen pellizco. Las protestas del cuerpo herido no llegan al espíritu hasta pasados diez o quince segundos. Holden tomó conciencia de su dolor gradualmente, tal como había tomado conciencia de su felicidad, y con la misma necesidad imperiosa de seguirle el rastro hasta el final. Al principio sólo sintió que se había producido una pérdida, y que Amira necesitaba consuelo cuando se sentaba con la cabeza en las rodillas y temblaba mientras Mian Mittu, desde la azotea, gritaba «¡Tota! ¡Tota! ¡Tota!». Poco después, todo lo que conformaba el mundo y la vida cotidiana empezó a dolerle. Era ultrajante que los niños que tocaban en la orquesta por las tardes estuvieran vivos y alborotasen tanto cuando su hijo había muerto. Sentía más que dolor cuando uno de ellos le rozaba, y si alguno de los padres le refería lleno de orgullo las últimas proezas de su pequeño, Holden lo interrumpía bruscamente. No podía expresar su dolor. No encontraba ayuda, consuelo ni compasión; y cuando el fatigoso día terminaba al fin, Amira lo arrastraba hasta el infierno de reproches y acusaciones reservado para quienes han perdido a un hijo y creen que con un poquito —sólo un poquito más— de cuidado, podrían haberlo salvado.
—Tal vez no le di la importancia necesaria —decía Amira—. ¿Crees que sí o que no? Ese día pasó mucho tiempo jugando en la azotea bajo el sol, mientras yo… ¡ay!, me trenzaba el pelo… puede que fuera el sol lo que trajo la fiebre. Si le hubiera protegido del sol quizás estaría vivo. ¡Por favor, vida mía, di que no soy culpable! Sabes que yo lo amaba tanto como te amo a ti. Di que no soy culpable o moriré… ¡moriré!
—No eres culpable… lo digo ante Dios; en absoluto. Estaba escrito. ¿Cómo íbamos a salvarlo? Así ha sido. Acéptalo, amor mío.
—Era mi vida entera. ¿Cómo voy a aceptarlo cuando mis brazos me recuerdan todas las noches que ya no está aquí? ¡Ay! ¡Ay! ¡Ah, Tota, vuelve conmigo… vuelve y estemos todos juntos como antes!
—¡Paz! ¡Paz! Por tu bien y por el mío. Si me amas… descansa.
—Eso significa que no te importa; ¿cómo iba a importarte? Los hombres blancos tienen el corazón de piedra y el alma de hierro. ¡Ah, ojalá me hubiera casado con un hombre de mi raza… aunque me pegara… ojalá no hubiera probado nunca el pan de un extranjero!
—¿Soy un extranjero para la madre de mi hijo?
—¿Qué eres si no… sahib?… ¡Ah, perdóname! ¡Perdóname! Su muerte me ha trastornado. Eres mi vida entera, la luz de mis ojos y el aire que respiro, y… y te he alejado de mí, siquiera por un momento. ¿Quién me ayudará si tú te vas? No te enfades. Es el dolor quien ha hablado, no tu esclava.
—Lo sé, lo sé. Ahora somos dos, cuando antes éramos tres. Más necesario por tanto que seamos uno.
Se encontraban en la azotea, como de costumbre. Era una noche templada de comienzos de primavera, y los relámpagos danzaban en el horizonte al compás de la intermitente melodía del trueno en la distancia. Amira se echó en brazos de Holden.
—La tierra seca muge como una vaca llamando a la lluvia, y yo… tengo miedo. Cuando contábamos las estrellas no me sentía así. ¿Me amas tanto como antes, aunque nuestro vínculo se haya roto? ¡Di!
—Te amo más, porque la pena que compartimos ha creado un nuevo vínculo, y tú lo sabes.
—Sí, lo sé —consentía Amira, con un leve suspiro—. Pero me gusta oírtelo decir, vida mía; porque tú eres fuerte y puedes ayudarme. Ya no volveré a ser una niña, sino una mujer; y te ayudaré. ¡Escucha! Trae mi sitar y cantaré con valentía.
Tomó el ligero sitar con adornos de plata y entonó la canción del gran héroe, el rajá Rasalu. La mano cayó sobre las cuerdas, la melodía se detuvo, se ajustó y, tras atacar una nota grave, se transformó en la triste canción infantil del cuervo malo…
Y las ciruelas crecen en la jungla, a sólo un penique el kilo.
A sólo un penique el kilo, baba… a sólo…
Llegaron entonces las lágrimas y la triste rebelión contra el destino, hasta que Amira se quedó dormida, gimiendo a veces en sueños, el brazo derecho separado del cuerpo, como si protegiera algo que no estaba allí. A partir de esa noche, la vida empezó a resultar un poco más fácil para Holden. El eterno dolor de la pérdida lo empujaba a trabajar, y el trabajo le recompensaba manteniendo su mente ocupada por espacio de nueve o diez horas al día. Amira se pasaba el día en casa, sola, rumiando su dolor, aunque se alegró al ver que Holden se animaba un poco, como es costumbre en las mujeres. Volvieron a rozar la felicidad, pero esta vez con más cautela.
—Tota murió porque lo amábamos. Dios se puso celoso de nosotros —decía Amira—. He colgado una tinaja negra en la ventana para alejar el mal de ojo, y no debemos dar muestras de alegría, sino pasar con sigilo bajo las estrellas, para que Dios no nos descubra. ¿Crees que lo que digo no está bien, que no tiene sentido?
Pronunciaba con un énfasis especial la palabra «amado», dando muestra de la sinceridad de sus intenciones; y el beso que siguió al nuevo bautizo habría despertado la envidia de cualquier divinidad. Siguieron adelante, diciendo «¡No importa! ¡No importa!» y albergando la esperanza de que los Poderes los escucharan.
Los Poderes se hallaban ocupados en otros menesteres. Habían concedido a treinta millones de personas cuatro años de abundancia, en el curso de los cuales los hombres pudieron alimentarse sin problemas, las cosechas estuvieron garantizadas y el índice de nacimientos creció año tras año; los distritos albergaban a una población exclusivamente agrícola que oscilaba entre los seiscientos y los mil doscientos habitantes por kilómetro cuadrado, y la tierra estaba superpoblada. El representante del Lower Tooting que recorría la India con frac y sombrero hongo hablaba mucho de los beneficios del gobierno británico y señalaba como mayor necesidad el establecimiento de un sistema electoral con las debidas garantías, basado en el sufragio universal. Sus sufridos anfitriones sonreían y le daban la bienvenida, y cuando él se detenía para admirar con términos cuidadosamente elegidos las flores del dhak, rojas como la sangre, que florecían a destiempo como indicio de lo que se avecinaba, ellos sonreían más que nunca.
Fue el delegado del gobierno de Kot-Kumharsen quien, un día que pasó en el club, contó alegremente una historia cuyo final hizo que a Holden se le helara la sangre al escucharlo de pasada.
—Ya no podrá molestar a nadie. En la vida he visto a un hombre más preocupado. ¡Incluso pensé que se proponía plantear la cuestión en el Parlamento! Un pasajero de su mismo barco, que cenaba en la mesa de al lado, se cayó redondo, por el cólera, y murió en cuestión de dieciocho horas. No se rían, amigos. El representante de Lower Tooting está muy enfadado, pero sobre todo está asustado. Creo que está pensando en sacar a su ilustre persona de la India.
—Yo pagaría bastante por verlo tumbado. Así, todos los de su calaña se quedarían en su parroquia. Pero ¿qué dice usted del cólera? Es muy pronto para eso —dijo el encargado de unas salinas muy poco rentables.
—No lo sé —respondió el delegado del gobierno en tono circunspecto—. Tenemos langostas y se están presentando brotes de cólera esporádicos en todo el norte del país… a menos que los llamemos esporádicos por decoro. Las cosechas de la primavera están siendo muy escasas en cinco distritos, y nadie sabe por qué no llegan las lluvias. Ya estamos casi en marzo. No deseo alarmar a nadie, pero tengo la impresión de que la naturaleza revisará sus cuentas este verano con un gran lápiz rojo.
—¡Justo cuando yo pensaba pedir permiso! —dijo una voz desde el otro lado de la sala.
—No habrá muchos permisos este año, aunque podría haber muchos ascensos. He venido para persuadir al gobierno de que incluya mi canal de riego en la lista de medidas para paliar la hambruna. No hay mal que por bien no venga. Al fin podré terminar ese canal.
—¿La misma pauta de siempre? —se interesó Holden—. ¿Hambre, fiebre y cólera?
—No, no. Sólo escasez localizada y una inusual presencia de la enfermedad en esta época del año. Lo verá en todos los informes si sigue con vida el año que viene. Es usted un hombre con suerte por no tener una esposa a la que proteger del mal. Se prevé que las estaciones de montaña estarán repletas de mujeres esta temporada.
—Tengo la impresión de que exagera usted un poco —intervino un joven funcionario de la secretaría—. Sin embargo, he observado que…
—Seguro que sí —lo interrumpió el delegado del gobierno—, pero aún le queda mucho por observar, hijo mío. Entretanto, me gustaría señalarle… —Y se lo llevó a un aparte para discutir sobre la construcción de su querido canal.
Holden se retiró a su bungalow y empezó a comprender que no estaba solo en el mundo y que temía por el bienestar de otra persona… que es el temor más satisfactorio para el alma de un hombre.
Dos meses más tarde, tal como vaticinara el delegado, la naturaleza comenzó a revisar sus cuentas con lápiz rojo. El pan escaseó al poco de recogerse las cosechas de primavera, y el gobierno, que había decretado que nadie moriría de hambre, envió trigo. Estalló luego el cólera en los cuatro puntos cardinales, alcanzando a los peregrinos en un templo sagrado, donde se habían congregado medio millón de personas. Muchos murieron a los pies de su dios; otros huyeron en estampida, llevando consigo la plaga. La enfermedad cayó sobre una ciudad amurallada, cobrándose doscientas vidas en un solo día. La gente abarrotaba los trenes, encaramada a las plataformas, hacinada en los tejados de los vagones, y era evidente que el cólera la seguía, pues en cada estación tenían que sacar a los muertos y a los agonizantes. Morían en las cunetas, y los caballos de los ingleses se asustaban de los cadáveres que encontraban entre la hierba. Las lluvias no llegaban, y la tierra se transformó en hierro para evitar que el hombre escapara de la muerte ocultándose en ella. Los ingleses enviaron a sus mujeres a las montañas y prosiguieron con sus quehaceres, actuando como si tuvieran que cubrir las bajas en el frente. Holden, aterrado ante la perspectiva de perder su mayor tesoro, hizo cuanto pudo por convencer a Amira para que se marchara con su madre al Himalaya.
—¿Por qué tengo que irme? —preguntó ella una tarde, en la azotea.
—Hay una plaga, la gente está muriendo, y todas las mem-log blancas se han marchado.
—¿Todas?
—Todas… excepto alguna vieja obstinada que tortura a su marido arriesgándose a morir.
—No; la que se queda es mi hermana, y no te permito que la insultes; yo también soy una obstinada. Me alegro de que todas esas descaradas mem-log se hayan marchado.
—¿Estoy hablando con una mujer o con un bebé? Ve a las montañas, y yo me encargaré de que te traten como a la hija de una reina. Piénsalo, mi niña. En un carro de bueyes lacado en rojo, con velos y cortinas, pavos reales de bronce en los postes y colgaduras rojas. Enviaré a dos ordenanzas para que cuiden de ti, y…
—¡Paz! Eres tú el bebé, por hablar de ese modo. ¿Para qué quiero yo esos juguetes? Él habría acariciado a los bueyes y habría jugado con todos los artefactos. Por él quizá (me has vuelto muy inglesa) me marcharía. Pero ahora no pienso hacerlo. Que corran las mem-log.
—Sus maridos las envían allí, querida.
—¡Bonita conversación! ¿Desde cuándo eres tú mi marido, para decirme lo que he de hacer? Yo sólo te he dado un hijo. Tú eres lo único que mi alma anhela. ¿Cómo voy a marcharme, sabiendo que si te pasa algo malo, aunque sea tan pequeño como la uña de mi meñique (¿verdad que es pequeña?) yo lo sabría aunque estuviera en el paraíso? Podrías morir aquí este verano (ai, yanee, ¡morir!), y si cayeras enfermo, podrían enviar a una mujer blanca para que cuidara de ti, y ella me robaría tu amor.
—¡El amor no nace en un momento ni en un lecho de muerte!
—¿Qué sabes tú de amor, corazón de piedra? Al menos se ganaría tu agradecimiento, y por Dios y el Profeta y la Virgen María, madre del Profeta, que no lo soportaría. Mi amor y mi señor, no hablemos más de mi partida. Yo estaré donde tú estés. Ya basta —concluyó Amira, pasándole un brazo alrededor del cuello y sellando sus labios con un dedo.
Pocas felicidades son tan completas como las que se arrancan bajo la amenaza de una espada. Allí siguieron, juntos, riendo, dirigiéndose el uno al otro con toda clase de nombres tiernos, capaces de despertar la ira de los dioses. A sus pies, la ciudad vivía encerrada en sus propios tormentos. Ardían hogueras de azufre en las calles; gritaban y bramaban las caracolas de los templos hindúes, porque los dioses se mostraban poco atentos esos días. Se celebró un servicio religioso en el gran templo mahometano, y la llamada a la oración desde los alminares era casi incesante. Oyeron el llanto en las casas de los difuntos, y una vez el grito de una madre que había perdido a su hijo y pedía que se lo devolvieran. A la luz gris del amanecer vieron cómo sacaban a los muertos por las puertas de la ciudad, cada camilla seguida de su pequeño cortejo fúnebre. Por todo ello, se besaron y se estremecieron.
Fue ciertamente una exhaustiva auditoría con lápiz rojo, pues la tierra estaba muy enferma y necesitada de un poco de espacio para respirar antes de verse nuevamente inundada por el torrente de la vida superflua. Los niños de padres inmaduros y madres con escasas dotes no ofrecían resistencia. Se acobardaban y se quedaban sentados hasta recibir la estocada en el mes de noviembre, si así se había dispuesto. Se produjeron algunas bajas entre los ingleses, que de inmediato fueron sustituidas. Las labores de intendencia para aliviar la hambruna, la búsqueda de refugios donde aislar a los enfermos, la distribución de medicinas y cualquier otra medida sanitaria posible se desarrollaban según lo previsto.
Holden recibió aviso de que estuviera listo para sustituir la próxima baja. Pasaba doce horas sin poder ver a Amira, y ella podía morir en sólo tres. Imaginaba cómo sería su dolor si no pudiera verla durante tres meses, o si ella muriera y él no estuviera a su lado. Tenía la absoluta certeza de que la muerte de Amira estaba escrita, tanto es así que al levantar la vista del telegrama y ver a Pir Jan jadeando en el umbral se echó a reír.
—¿Y bien?
—Cuando se oye un grito en plena noche y el espíritu se agita en la garganta, ¿quién conoce el hechizo capaz de evitarlo? Venga deprisa, hijo del cielo. ¡Es el cólera!
Holden acudió al galope a su casa. El cielo estaba cargado de nubes, pues las lluvias que tanto se habían demorado se acercaban al fin, y el calor era sofocante. La madre de Amira lo esperaba en el jardín, sollozando.
—Se está muriendo. Se está preparando para morir. Está casi muerta. ¿Qué será de mí, sahib?
Amira yacía en la habitación en la que había nacido Tota. No hizo señal alguna al entrar Holden, porque el alma humana es una cosa muy solitaria y cuando se dispone a partir se refugia en una costa envuelta en bruma que los vivos no pueden alcanzar. El cólera actúa en silencio y sin dar explicaciones. Amira estaba siendo expulsada de la vida como sí el mismísimo Ángel de la Muerte la hubiese rozado con su mano. Su agitada respiración parecía indicar que tenía miedo o dolor, mas ni sus ojos ni su boca respondían a los besos de Holden. Imposible decir o hacer nada. Holden no podía más que esperar y sufrir. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer en el tejado, y desde la sedienta ciudad llegaron gritos de júbilo.
El alma de Amira regresó un instante y sus labios se movieron. Holden se inclinó para escuchar.
—No conserves nada mío —dijo Amira—. No me cortes ningún mechón de pelo. Ella te obligaría a quemarlo después. Y yo sentiría esa llama. ¡Acércate! ¡Acércate más! Sólo recuerda que he sido tuya y que te he dado un hijo. Pero si mañana te casaras con una mujer blanca, el placer de haber tenido en tus brazos a tu primer hijo se alejará de ti para siempre. Acuérdate de mí cuando nazca tu hijo… el que llevará tu nombre ante el resto del mundo. Yo me haré cargo de sus desgracias. ¡Soy testigo… soy testigo… —los labios de Amira formaban las palabras en los oídos de Holden— de que no hay más dios que tú, amor mío!
Y en ese instante murió. Holden se quedó inmóvil, y todo pensamiento lo abandonó hasta que oyó que la madre de Amira levantaba la cortina.
—¿Ha muerto, sahib?
—Ha muerto.
—En ese caso la lloraré, y luego haré inventario de todo lo que hay en la casa. Todo será para mí. ¿Tiene el sahib intención de llevárselo? Es tan poco, tan poco, sahib… y yo ya soy mayor. Me gustaría tener una muerte dulce.
—Por el amor de Dios, cállese un rato. Salga y llore donde yo no la oiga.
—Será enterrada dentro de cuatro horas, sahib.
—Conozco la costumbre. Me marcharé antes de que se la lleven. Eso corre por su cuenta. Ocúpese de que el lecho en el que… en el que va a yacer…
—¡Ajá! Esa hermosa cama roja. Siempre he querido…
—Esa cama se queda aquí, intacta y a mi disposición. Lo demás es suyo. Alquile un carro, lléveselo todo y váyase de aquí; antes de que salga el sol no quiero que quede en esta casa nada más que lo que le he ordenado respetar.
—Soy una mujer mayor. Me gustaría quedarme al menos hasta que pase el luto; además, acaban de empezar las lluvias. ¿Adónde iré?
—¿Y eso a mí qué me importa? La orden es que se marche. Lo que hay en la casa vale mil rupias, y mi ordenanza le traerá otras cien rupias esta noche.
—Eso es muy poco. Piense que necesito alquilar un carro.
—Menos será si no se marcha de aquí enseguida.
La madre bajó las escaleras arrastrando los pies y, en su ansia por hacer acopio de los enseres domésticos, se olvidó de llorar su pérdida. Holden se quedó junto a Amira mientras la lluvia golpeaba en el tejado. El ruido le impedía pensar con claridad, por más que lo intentaba. Cuatro fantasmas con sábanas blancas entraron en la habitación, chorreando, y lo miraron fijamente a través de sus velos. Eran los encargados de lavar a los difuntos. Holden salió de allí y fue en busca de su caballo. Reinaba en el exterior una calma asfixiante y muerta, y Holden se hundía en el barro hasta los tobillos. El jardín se había convertido en una charca azotada por la lluvia y repleta de ranas; un torrente de agua amarilla corría por debajo del portón, y el viento rugía, disparando la lluvia como perdigones contra las paredes de adobe. Pir Jan tiritaba en su cabaña, junto al portón, y el caballo no paraba de piafar con inquietud bajo el aguacero.
—Ya me he enterado de la orden del sahib —dijo Pir Jan—. Es correcta. Esta casa se ha quedado desolada. Yo también me marcharé; mi cara de mono será un recordatorio de lo ocurrido. En cuanto a la cama, la llevaré a su casa mañana a primera hora, pero recuerde, sahib, que será para usted como un cuchillo clavado en una herida crónica. Partiré en peregrinación y no aceptaré dinero. He engordado bajo la protección de la Presencia, cuya pena es mi pena. Por última vez sujeto su estribo.
Tocó con las dos manos el pie de Holden, y el caballo salió como un rayo al camino, donde las cañas de bambú se quebraban bajo el azote de los cielos y las ranas se ahogaban. La lluvia en el rostro impedía ver a Holden. Se cubrió los ojos con las manos y murmuró:
—¡Ah, qué bestia! ¡Qué completa bestia!
La noticia de sus dificultades ya había llegado a su bungalow. Lo leyó en los ojos de su mayordomo, cuando Ahmed Jan le sirvió la comida y, por primera vez en la vida, puso una mano en el hombro de su amo y dijo: «Coma, sahib; coma. La carne es buena contra la tristeza. Yo ya he pasado por ello. Además, las sombras vienen y van, sahib; las sombras vienen y van. Son huevos al curry».
Holden no podía ni comer ni dormir. Esa noche la lluvia acumulada alcanzó una altura de veinte centímetros y lavó la tierra. Las aguas derribaron muros, rompieron carreteras y abrieron las sepulturas del cementerio mahometano. Tampoco al día siguiente paró de llover, y Holden lo pasó sentado en casa, sumido en su dolor. En la mañana del tercer día recibió un telegrama que decía escuetamente: «Ricketts, Myndonie. Agoniza. Se requiere a Holden. Inmediato». Se dijo entonces que antes de partir quería ver por última vez la casa de la que había sido dueño y señor. El cielo se había despejado y la tierra pestilente desprendía vapor.
Comprobó que las lluvias habían partido los pilares de adobe de la entrada y que el pesado portón de madera que había guardado su vida colgaba de un solo gozne. La hierba del jardín había crecido ocho centímetros; la vivienda de Pir Jan se encontraba vacía y la techumbre de paja, empapada, se había hundido entre las vigas. Una ardilla gris había tomado posesión del porche, como si la casa llevara deshabitada treinta años en lugar de tres días. La madre de Amira se lo había llevado todo, salvo un colchón mohoso. El único sonido de la casa era el tic-tic de los pequeños escorpiones en su carrera por el suelo. La habitación de Amira y la de Tota estaban cubiertas de moho, y la angosta escalera que conducía a la azotea embarrada por la lluvia. Holden vio todas estas cosas, salió de la casa y en el camino se topó con Durga Dass, su casero: corpulento, afable, vestido con muselina blanca y conduciendo una calesa. Había pasado para echar un vistazo a su propiedad y ver cómo había soportado el tejado el embate de las primeras lluvias.
—Me he enterado —dijo—. Supongo que no querrá seguir conservando esta casa, sahib.
—¿Qué piensa hacer con ella?
—Tal vez vuelva a alquilarla.
—En ese caso, la conservaré durante mi ausencia.
Durga Dass guardó silencio unos instantes.
—No debe hacerlo, sahib. Cuando era joven, yo también… pero hoy soy miembro del ayuntamiento. ¡Ja! ¡Ja! No. ¿De qué sirve guardar el nido cuando los pájaros ya lo han abandonado? Ordenaré que la derriben… la madera siempre puede venderse. La derribarán, y el ayuntamiento construirá una carretera, tal como desea, desde la escalinata del río hasta la muralla de la ciudad, para que nadie pueda decir dónde estaba esta casa.