CAPÍTULO 3
PERMANECÍ sentado una hora entera. Aunque normalmente uso el tabaco con moderación, me fumé durante ese rato dos pipas y un cigarrillo, pero tampoco me sirvió de nada. Transcurrida esa hora, aquel obstinado pedazo de papel seguía negándose a decir nada que no fuera mi incapacidad para averiguar el modo de interpretarlo. Estaba seguro de que aquellas palabras eran hasta elocuentes, pero todo lo que oía era Watson, venga inmediatamente, y no podía actuar porque no sabía adónde tenía que ir. Indudablemente Holmes me daba allí algún indicio adicional, algo que habría debido permitirme saber adónde tenía que ir, pero yo era incapaz de verlo. Por apremiante que hubiera sido su situación en aquella calle envuelta en las sombras de la noche y la niebla —quizá a solo un paso del alcance de Moriarty o de uno de sus numerosos compinches—, si tuvo tiempo de escribir aquellas palabras, su rápido cerebro debió añadir algo más, suponiendo que yo lo entendería. Pero todo lo que conseguía ver eran unos cuarenta centímetros cuadrados de papel y cinco palabras enigmáticas.
Por fin me levanté a estirar las piernas. Eran las siete en punto. Miré por la ventana y vi que se había hecho completamente de noche. Lo único que interrumpía mi reflexión era la trápala de los cascos de los caballos y el traqueteo de los simones y demás carruajes, los gritos de un vendedor de periódicos, el ritmo de una canción que tocaba un armonio en un pub cercano, el lejano gemido de un tren que silbaba, y el apagado latir de la ciudad, del que todos esos sonidos formaban parte.
Me volví a mirar el papel bajo la lámpara con una sensación de furiosa impotencia. Me hallaba tan desesperado que no podía evitar comparar mi aturdimiento con la aguda mente y el talento deductivo de Sherlock Holmes. A partir de unas claves que desconcertaban a Scotland Yard él era capaz, casi en todas las ocasiones, de reconstruir el plan de cualquier crimen y la imagen de quien lo había perpetrado. ¡Comparados con él, tanto yo como la policía y el mundo entero parecíamos bebés! Sus extraordinarios conocimientos me habían maravillado siempre.
—El genio —me dijo una vez— no consiste en otra cosa que en ser capaz de esforzarse.
Como médico yo me había preguntado muchas veces cuales habrían sido las proezas que habría sido capaz de realizar Holmes de haberse dedicado a otro campo de actividad, como la medicina o la biología. Habría sido otro Pasteur, otro Lister, otro Erlich, o habría podido deducir la lógica de la naturaleza con la habilidad de un Darwin. También me había preguntado qué era lo que había dirigido sus pasos al campo de la criminalidad. Pero en aquel momento lo único que podía hacer era morirme de ganas por poseer su capacidad de resolver el acertijo de aquel maldito papel.
Lo cogí de la mesa y por enésima vez lo coloqué a la luz de la lámpara para tratar de ver su filigrana. Pero no tenía ninguna. Lo olí para intentar captar un aroma de tabaco, de perfume o cualquier otro olor significativo, pero no encontré más que el olor de mi propia colonia y el de Arcadia Mixture, mi marca de tabaco. Llegué incluso a encender una vela y pasar el mensaje cerca de su llama, tal como había visto hacer a Holmes cuando quería comprobar si había escritura secreta en un papel, pero lo único que conseguí fue retorcer las esquinas de aquella preciosa nota. Nada. Sintiéndome frustrado, hice una pelota con él y lo arrojé al suelo, donde rodó hasta esconderse debajo de una silla.
En aquel instante se me ocurrió una idea. Era muy simple pero, al mismo tiempo, persuasiva: ¡quizá la solución no estuviera en el papel!
Aunque durante varios años había tenido teléfono, Holmes no era muy partidario de este instrumento; siempre prefería los mensajes escritos o los telegramas. A menudo me habían llegado mensajes como aquél en otras ocasiones, casi siempre de la mano de Billy. Cuando Holmes quería verme no indicaba el lugar porque yo siempre sabía adónde tenía que ir; hacía veintidós años que el lugar era siempre el mismo: Baker Street.
Me di una palmada en la frente, solté una exclamación, me agaché y busqué bajo la silla la críptica nota. La extendí apresuradamente sobre la mesa y comprobé una última vez que no había otra clave; si Holmes no había añadido absolutamente nada más era porque quería decir que teníamos que encontrarnos en el mismo lugar de siempre; el escenario de los peligros y triunfos de antaño iba a ser de nuevo el lugar de nuestro encuentro. La idea me emocionó profundamente; me dispuse a salir y noté al aspirar que volvía a percibir el aroma de la aventura.
Tras echarme el abrigo sobre los hombros y apagar las luces, había apoyado la mano en el pestillo cuando me detuve. Repentinamente había recordado la última orden que Holmes me dio personalmente, y me entraron dudas. En mi ansiedad por ponerme en acción había olvidado que, de acuerdo con las instrucciones de Holmes, yo no debía hacer nada a no ser que estuviera absolutamente seguro de que las órdenes que había recibido procedían de él. Me quedé paralizado en la oscura habitación; la luz que penetraba en el vestíbulo a través del cristal de la puerta iluminaba mi desconcertado rostro. Me sentí abrumado por el recelo. ¿No se trataba de una trampa? Sin embargo, Billy, que tenía con Holmes unas relaciones prácticamente tan íntimas como yo, había testimoniado que quien se le había acercado era, sin duda de ninguna clase, nuestro común amigo. Holmes había mirado alrededor como si supiera que le seguían, y luego había desaparecido. ¿Era posible que hubiese temido traicionar su presencia incluso con un susurro?
Estas nuevas consideraciones me dejaron en suspenso.
Por otro lado, parecía perfectamente posible que en un momento dado Holmes se viera sencillamente imposibilitado de aparecer ante mí en persona y hubiese elegido ante ese problema la mejor alternativa de que disponía. En seguida tomé una decisión. Podía confiar en Billy por lo que se refiere a la identidad de la figura que había visto a la luz de la farola. Y la caligrafía de la nota, que era indudablemente la de Holmes, era como su «voz». Estaba claro: ¡iría a Baker Street!
En la calle había una de esas desagradables nieblas amarillentas que cubren Londres en invierno y transforman los vehículos y la gente en formas grotescas y desdibujadas. Por suerte no soy una persona dada a las fantasías, sabía exactamente adónde me dirigía y pensaba que pronto iba a reunirme con mi amigo, y además tuve la fortuna de encontrar un simón al salir a la calle. El cochero iba tapado hasta los ojos para protegerse del terrible frío. Mientras subía, le di instrucciones.
—¡Allá vamos señor! —ladró secamente lanzando a su yegua hacia el tránsito.
Las calles estaban congestionadas por la numerosa presencia de otros simones, carruajes, tranvías y otros carros pesados que avanzaban cautelosamente. Sus lámparas parecían los ojos de unos gatos que estuvieran jugando al escondite entre la niebla; en los cruces surgían de repente unas formas oscuras que los tapaban. Al cabo de tres cuartos de hora conseguimos llegar a Baker Street a través de aquella noche poblada de miasmas.
Bajé y pagué al cochero. De pura costumbre levanté los ojos hacia el piso superior, pero no había ninguna luz en las habitaciones donde residía el joven actor. Sin duda el nuevo inquilino estaba en esos momentos en el escenario. Llegué hasta la puerta y llamé.
La señora Hudson se mostró encantada aunque también sorprendida de verme.
—Entre, doctor. ¡Qué agradable! Pero, menuda noche ha elegido para venir. Habría debido quedarse usted en casa.
Pasé del frío de la calle al calor del conocido vestíbulo, pero vi que sus palabras no contenían el mensaje que yo esperaba.
—¿Es que no ha venido el señor Holmes? —le dije.
Mi frase la sorprendió más incluso que mi aparición.
—¿El señor Holmes? No, señor. No he vuelto a verle desde el día que se fue. ¿Esperaba encontrarle aquí?
No sabía qué contestarle. De repente comprendí que había cometido un grave error, que no había entendido en absoluto el mensaje de Holmes y —lo que todavía era más grave— que no había podido ayudar a mi amigo.
—He recibido un extraño mensaje —confesé, incapaz de ocultarle mi turbación y confusión—. Parece que no lo he entendido bien.
La señora Hudson no dio mucha importancia a mi turbación:
—La verdad es que también a mí me gustaría volver a ver al señor Holmes. No he sabido nada más de él —dijo poniendo cara de estar algo resentida por este hecho—, aunque imagino que en su nueva vida debe de estar muy ocupado. ¿Quiere tomarse una taza de té conmigo?
Y me condujo a su cómoda salita. En lugar de utilizar las habitaciones del sótano, la señora Hudson había preferido instalar en la planta baja una cocina perfectamente capaz de satisfacer sus necesidades, las de Holmes y hasta las mías cuando yo vivía en ese edificio. La mujer que tuvo durante una temporada como criada y cocinera también tenía en esa misma planta baja su habitación; su puerta daba al vestíbulo justo enfrente de la de la señora Hudson. Mi anfitriona desapareció unos segundos en la cocina y reapareció con una bandeja con el té y unas galletas. Sirvió una taza humeante para cada uno, y luego se sentó delante de mí.
—Dígame ahora, ¿qué noticias tiene del señor Holmes?
Yo dudé, pues no sabía qué podía contarle debido a la promesa que le había hecho al detective de guardar sus secretos.
—Debo confesar que no sé muy bien qué decirle —acabé admitiendo.
—¿Es que hay algún nuevo misterio? —me preguntó con cara de preocupación.
La señora Hudson era una mujer discreta y modesta, que siempre había sido fiel a Sherlock Holmes. Tenía en esos momentos algo más de sesenta años. Su cabello gris de hierro estaba recogido en un moño que llevaba sujeto en la nuca; tenía un tipo de matrona que todavía resultaba agradable, y aquella noche llevaba puesto un sencillo vestido verde sobre el que, como siempre, se había colocado un impecable delantal blanco. Sentada delante de mí, con una taza en una mano, me miró preocupada, pero también comprensiva. Una de las cosas que más lamento no haber hecho en mi larga carrera como biógrafo de Sherlock Holmes es no haber dibujado nunca un retrato más completo de esta mujer, y también no haberle rendido nunca el tributo que merecía. A menudo había intervenido como muralla entre Holmes y las visitas inoportunas; y había sido su ama de llaves y hasta en cierto sentido su madre. Siempre le había servido fielmente. Y si Holmes me hubiese dado su autorización para publicar los detalles del singular caso de los candelabros de bronce del obispo, en el que su prudente actuación ayudó a Holmes a evitar un gran escándalo eclesiástico, la señora Hudson habría sido admirada y alabada por el público. Su penetración y la calma con que se expresaba, me sirvieron de consuelo.
—¡Un nuevo misterio dice usted! ¡No sabe hasta qué punto acierta, señora Hudson! —dije con menos discreción seguramente de la que ella habría mostrado de hallarse en mi lugar.
—¿Es un secreto, doctor?
Mi vacilación a la hora de responder fue aún más corta que antes. Holmes me había utilizado a menudo como caja de resonancia en la que poner a prueba la sensatez de sus ideas, y durante los dos últimos meses había comprobado la importancia que tenía contar con una persona así al lado. Yo tenía una tremenda necesidad de encontrar alguien a quien poder confiar mis pensamientos, y no había nadie mejor para tal función que la señora Hudson. De modo que confié plenamente en ella.
—He recibido una nota —empecé.
Le di todos los detalles, aunque sin mencionar la reaparición de Moriarty. Le expliqué que me parecía que se trataba de un asunto grave y apremiante, y que si había acudido a Baker Street había sido movido por una intuición que había resultado incorrecta.
La reacción de la señora Hudson fue muy peculiar. Se quedó mirándome con una expresión sombría, pero me pareció al mismo tiempo que mientras me miraba pasaban rápidamente por su cerebro varios pensamientos. Dejó en la mesa su taza de té y, durante un largo momento en el que dejó de mirarme, se quedó abstraída, retorciéndose las manos.
—¿Cree usted que es una situación grave? —me preguntó por fin.
—Creo que sí.
—No sé, no sé —murmuró apartando otra vez su mirada, como si en su interior se librara una tremenda pugna.
Su inesperado comportamiento me dejó asombrado. Me daba la sensación de que aquella mujer se sentía culpable de algo.
—Todo lo que pueda hacer por ayudarme será importante, señora Hudson —le dije con ansiedad.
—Ya. Mire usted, el caso es que no tengo instrucciones concretas sobre el particular, y es algo que el señor Holmes me prohibió contar hace ya mucho tiempo...
—¿Una prohibición?
—Sí. Me dijo que no tenía que hablar de ello a nadie..., ni siquiera a usted.
Yo estaba atónito:
—¿De qué no podía usted hablar?
Ella volvió a pensar unos momentos hasta que al final tomó una decisión:
—Parece que la situación actual es de emergencia. Ya me pareció bastante raro que el señor Holmes se fuera de aquella manera, sobre todo porque en cierto sentido no se iba para siempre, pero no quise entrometerme en sus asuntos y me conformé con la explicación que me dio, como siempre. Lo que usted dice sobre esa nota me parece sensato, doctor. Hay peligro y es muy posible que el señor Holmes haya querido efectivamente que usted viniera aquí. No podemos estar seguros, naturalmente, pero creo que debemos aventurarnos a suponer que, aunque él no esté aquí, quiere que usted sí esté. Es posible que tenga usted que actuar por su cuenta; quizá le haya retenido algo —dijo con voz temblorosa y asustada—. En cualquier caso, si él no está es lógico que sea usted, doctor, quien se encargue de la situación, de modo que tengo que hacerle saber que el señor Holmes no se llevó todas sus cosas cuando se fue. De hecho dejó atrás muchísimas. Quizá encuentre usted la clave entre ellas.
—¿Dice usted que no se lo llevó todo? —repetí—. Pero, ¡si sus habitaciones quedaron vacías! Yo mismo comprobé que todo era empaquetado y remitido a donde nos dijo.
—Ésas no eran sus únicas habitaciones.
Esta sencilla afirmación me dejó más asombrado que la existencia de una prohibición que impedía a la señora Hudson hablarme de algo referente a él.
—Pero ¡si en esta casa no hay más habitaciones! —protesté.
—Queda el sótano —dijo ella tranquilamente.
Involuntariamente miré la puerta que conducía a las escaleras del sótano, una puerta que se encontraba precisamente en aquella salita y que en aquel momento recordé que jamás había visto abierta.
Yo conocía muy bien la historia de la casa. La señora Hudson se instaló allí después de la muerte de su esposo. El 221 B de Baker Street perteneció a una tía rica de la señora Hudson, a quien se la dejó como herencia. La casa había sido escenario de los primeros años de matrimonio de esa tía y en aquella época el matrimonio tenía criados. Como solía hacerse en aquellos tiempos, las habitaciones de los criados y también su zona de trabajo —la cocina, el lavadero, el cuarto de planchar— estaban en el sótano. Los pisos superiores eran habitados por la familia. Cuando a la muerte de su esposo la señora Hudson se fue a vivir a Baker Street, ella se quedó para sí la planta baja y, tras hacer algunas modificaciones, decidió alquilar el piso superior. Holmes y yo, que no teníamos apenas dinero cuando nos conocimos, decidimos compartir aquellas habitaciones y en seguida nos instalamos en ellas. En los años que pasé viviendo allí no se me ocurrió en ningún momento pensar en las habitaciones del sótano, que yo suponía estaban simplemente cerradas o eran utilizadas como almacén de trastos viejos.
—Doctor Watson —continuó la señora Hudson mordiéndose el labio inferior—, durante todos estos años el señor Holmes ha tenido alquilado todo el sótano sin su conocimiento.
Era tan sorprendente que me costó entenderlo:
—¿Desde el primer día?
—Sí. Después de que ustedes dos vieran el piso de arriba vino a verme él solo y me preguntó por las habitaciones que habían ocupado antiguamente los criados. Me preguntó si tenía intención de utilizarlas y yo le dije que no había ni siquiera pensado en ello. Entonces me preguntó si se las podía alquilar a él, me ofreció una cantidad bastante adecuada y dije que sí. «Pero —añadió el señor Holmes— tendrá que ser con ciertas condiciones.» Me explicó que quería gozar de una intimidad completa porque era algo parecido a un científico, y que metería en el sótano productos químicos y material eléctrico y cosas así, y que pretendía utilizar esas habitaciones como laboratorio para sus trabajos. Luego me prometió que nada de lo que iba a hacer sería peligroso y yo le creí y acepté sus condiciones. Entonces me dijo: «Todavía falta otro detalle. Le agradecería que, aparte de usted y de mí, nadie se enterase de esto, ni siquiera el doctor Watson.» Y se justificó diciendo que de esa manera se podría evitar que el valioso equipo que tenía intención de instalar, corriera ningún riesgo. Cuando posteriormente supe que era detective, comprendí perfectamente lo importante que era el secreto.
»Bien, soy una mujer de palabra y hasta hoy mismo nadie había oído hablar del laboratorio del sótano. Si ahora lo cuento es debido a la gravedad de la situación, y desde luego no pienso decírselo a nadie más aparte de usted, porque nadie conoce al señor Holmes desde hace tanto tiempo. Confío en que usted me crea si le digo que desde el momento en que le alquilé el sótano, no he bajado nunca a verlo, tal como él me pidió. No tengo ni idea de qué pueda haber estado haciendo ahí abajo. Le he visto entrar algunos extraños artefactos por la antigua entrada de servicio, pero siempre mantuvo en secreto qué era lo que hacía. Y cuando trabajaba nunca armaba jaleo, y no he tenido motivos de queja. Luego, cuando gracias a las narraciones que usted escribió de sus hazañas se hizo famoso, deduje que debía realizar algún tipo de investigación relacionada con su trabajo de detective, y que le interesaba que nadie tuviera noticia de esas actividades. Llegó un momento en que ya casi ni me acordaba de que el señor Holmes utilizaba el sótano. Por eso me sorprendió cuando me pidió permiso para dejar sus cosas abajo cuando dejó el piso y se retiró. «Es posible que más adelante necesite estas instalaciones», me dijo. Yo acepté naturalmente su petición y me alegré de que mi casa siguiera siéndole útil. Desde que se fue, me ha llegado regularmente un cheque del banco Lloyd’s para el pago del alquiler.
»Ahora, doctor Watson, ya lo sabe todo. No me gustaba guardar ante usted un secreto que, por decirlo así, estaba debajo mismo de sus narices, pero me sentía obligada a respetar los deseos del señor Holmes.
—Claro, claro —le dije—. Lo comprendo.
De hecho me sentí considerablemente aliviado. La noticia de la existencia de unas habitaciones secretas me había sorprendido, pero la explicación me pareció totalmente lógica, hasta el punto que en ningún sentido me sentí víctima de un engaño como al parecer se temía la señora Hudson. En realidad lo que pensé fue que el hecho de que Holmes hubiese mantenido en secreto la existencia del laboratorio del sótano no era tanto una prueba de desconfianza por su parte sino una muestra de la necesidad que tenía de proteger sus actividades de posibles fisgones o espías. Sherlock Holmes se había mostrado siempre un hombre reservado y lleno de secretos, y no me sorprendió, por lo tanto, encontrar una nueva manifestación de ese aspecto de su personalidad. Probablemente, aquello no era sino una extensión de su permanente reticencia respecto a todo lo que se refería a sus orígenes y su pasado. Holmes necesitaba proteger su vida privada, y al comprender esta necesidad su figura apareció ante mí más humana que nunca.
Dejé mi taza sobre la mesa y me puse de pie, ansioso por no perder ni un solo segundo más.
—¿Puedo ver ahora mismo las habitaciones del sótano? —le pregunté a la señora Hudson.
—Creo que ha llegado el momento de que lo haga, doctor.
La señora Hudson se levantó prestamente y sacó del bolsillo de su delantal un anillo metálico cargado de llaves. Luego se dirigió a la puerta que conducía a la parte inferior de la casa y colocó la llave en la cerradura. Le costó algún trabajo conseguir que funcionase, pero al fin, con un ruido rechinante, giró.
—Hace muchos años que no abro esta puerta —me explicó la señora Hudson mientras la empujaba haciendo gemir los goznes—. Dios mío, ¡qué oxidada está!
Yo me asomé al oscuro hueco de la escalera, del que salía un aire frío y rancio que se me metió en la nariz. No se veía nada.
—¿Tiene usted una luz? —pregunté.
La señora Hudson me dejó para regresar en seguida con una lámpara de petróleo.
—Abajo hay luz eléctrica —me dijo—. La instaló el propio señor Holmes. Pero tendrá que buscar el interruptor; no sé dónde está.
Cogí la lámpara que me ofrecía y se apartó mientras yo ponía un pie en el primero de los escalones.
—Bien, ahora le dejaré que haga usted solo sus investigaciones —dijo la señora Hudson, tan discreta como siempre—. Si me necesita, llámeme.
—Gracias, señora Hudson.
Elevé un poco la lámpara y empecé a descender al laboratorio secreto de Sherlock Holmes.