CAPÍTULO 7

A la mañana siguiente, alrededor de las nueve, los débiles rayos del sol de diciembre entraron por la ventana de mi dormitorio y me despertaron. Después de despedirme de Wiggins la noche anterior encontré un simón con un auténtico cochero que me condujo a mi casa y, agotado y maltrecho, con la cabeza llena de oscuros nubarrones y el cuerpo al límite de su resistencia, caí en cama en cuanto llegué a mi habitación, y después pasé la noche en un estado parecido al del coma. Me levanté. A pesar de los tremendos acontecimientos que había vivido, me encontraba tan bien que en cuanto desperté sentí deseos de empezar a trabajar. Aunque de ordinario siempre que llegaba el sábado tenía que enfrentarme al difícil problema de cómo ocupar las horas de aquella jornada festiva, esta vez tenía repleto el orden del día. Tenía que meditar sobre muchas cosas, y me lavé y vestí rápidamente, pues me aguardaban varias actividades que me reclamaban con la fuerza del deber.

Luego bajé, tomé un ligero desayuno a base de té y tostadas, y me quedé sentado en aquella habitación donde mi mujer y yo solíamos tomar el desayuno, y que estaba atiborrada de docenas de cosas extrañas y curiosidades. Soy un hombre de gustos sencillos y sobreviví mis largos años de soltero sin necesidad de rodearme más que de los objetos más imprescindibles. Pero, al igual que mi primera esposa, Violet era una mujer enamorada de los objetos, y la habitación era un pequeño torbellino en el que los estantes estaban repletos de cosas de las más diversas índoles, mientras que en el piso se amontonaban unas alfombras sobre otras, y por todos los rincones crecían en sus macetas mil plantas de interior que hacían cosquillas en la oreja en cuanto uno se sentaba. Pero como todo aquello constituía una serie de muestras de mi plácido matrimonio, yo lo toleraba sin quejarme, sobre todo porque la misma Violet limpiaba, quitaba el polvo y regaba las plantas de forma que para mí todas esas cosas no eran más que mudas compañeras de mis horas hogareñas. Con lo que ganaba en mi nueva consulta de Kensington habríamos podido pagarnos perfectamente una sirvienta, pero Violet había adquirido en sus años de institutriz una testaruda frugalidad y un empecinado sentido del deber, y siempre insistía en que ella sola debía cuidar tanto de mi persona como de nuestra casa. Ahora que ella se había ido, no tenía más remedio que arreglármelas yo mismo como pudiera.

Confieso que aquella mañana eché de menos su activa presencia en la cocina. Violet era una mujer afectuosa, capaz de tolerar hasta el menos llevadero de mis hábitos: mi amistad con Sherlock Holmes. La verdad es que cuando el detective y yo logramos salvarla de las siniestras garras de Jephro Rucastle en Copper Beeches diez años atrás, se me ocurrió que con su atrevida independencia Violet habría podido ser un rival contra el que Holmes hubiese tenido que contender en pie de igualdad. Pero Holmes no había mostrado por ella ningún interés aparte del que suscitó la resolución del complicado y divertido problema en que ella se encontraba. Cuando Violet llegó a Londres dieciocho meses antes de los acontecimientos que estoy relatando para trabajar de nuevo como institutriz después de pasar algunos años en una escuela privada de Walsall, volvimos a vernos y aproveché la ocasión que se me presentaba. Seis meses después ya nos habíamos casado.

El único aspecto de mi amistad con Holmes que no le gustaba demasiado a Violet era el hecho de que podía llevarme a situaciones peligrosas —aparte de eso, Violet le admiraba—, y seguramente se alegró cuando supo que mi amigo abandonaba sus actividades detectivescas. (Cuando, en el momento de irse, me sugirió que fuese a visitar a Holmes, me dio una sorpresa, pues era la primera vez que me estimulaba a ir a verle desde que nos casamos). Aquel sábado por la mañana me habría encantado disfrutar de su compañía y su conversación, pero luego me pareció que en realidad era preferible que ella se hubiese ido de vacaciones. Como Holmes me había prohibido que hablara de Moriarty y, además, como yo no quería asustarla, de haber estado en casa no habría podido contarle el episodio que había protagonizado la noche anterior y, por otro lado, me habría costado mucho esfuerzo callarme. Pero las circunstancias eran otras, y no tuve más remedio que tomarme lentamente mi té mientras meditaba en todo lo ocurrido.

Tenía que revisar una impresionante cantidad de hechos e impresiones, y lo peor era que no sabía por dónde empezar. Había algo que destacaba por encima de lo demás: Moriarty, con quien había tenido mi primera entrevista. ¡Menuda entrevista había sido! Así podía comprender horrorizado el peligro que Holmes y el mundo entero corrían al enfrentarse a los propósitos de aquel malévolo ser despiadado. Recordé lo que mi amigo me dijo aquella vez hablando de la lucha del bien y del mal en el seno de los hombres: Holmes había afirmado que podía darse un caso en el que el mal dominara completamente una personalidad. Ya sabía a qué se refería. Moriarty me había producido una sensación de corrupción total y absoluta, como si, tal como había dado a entender Holmes, se hubiera quedado sin un solo impulso generoso, como si en él todo fuera maldad. ¡Un auténtico diablo!

Pero también tenía que pensar otras cuestiones. Hacía tiempo que Moriarty era el más destacado criminal del mundo, pero sabía además otra cosa: aparentemente, inexplicablemente, Moriarty era Sherlock Holmes. ¿Cómo podía ser que aquella arpía tuviera el cuerpo, las manos, los rasgos, la voz y hasta la letra de mi amigo? Me sentí perdido en un laberinto.

Traté de aplicar los principios de deducción lógica de Sherlock Holmes, y llegué a la conclusion de que el parecido entre los dos hombres se debía a que tenían vínculos de sangre, a que, de hecho, se trataba de dos hermanos gemelos idénticos. Esa explicación parecía obtener una corroboración en la frase de Holmes según la cual había conocido a Moriarty en su juventud. Me pregunté si Holmes se separó de Moriarty en el momento en que hicieron su aparición las tendencias malévolas de quien era su peor enemigo. Sí, parecía plausible. Pero ¿cuál había sido exactamente el carácter de la crisis que desencadenó la separación? También me pregunté si la causa de que Holmes no llegara a asegurarse de la muerte de Moriarty cuando éste cayó en Reichenbach fue que el detective no había conseguido borrar completamente sus sentimientos de fraternidad.

La posibilidad de que Holmes y Moriarty fueran hermanos además de rivales hacía más intenso el dramatismo de su enfrentamiento. Para mí, los dos antagonistas eran representantes del bien y del mal, y el destino del mundo dependía de quién fuera el vencedor final. Ambos tenían grandes facultades y estaban a la par, según me había dicho el propio Holmes. Cuando, doce años antes, él y yo huíamos de la persecución de Moriarty, supuse equivocadamente que, gracias a las complicadas precauciones adoptadas por el detective, habíamos conseguido librarnos de la red que su enemigo había ido cerrando alrededor. Pero cuando manifesté esta idea, Holmes me lo reprochó.

—Querido Watson —me dijo con una voz muy seria—, no es tan fácil escapar de Moriarty. Es evidente que no me comprende del todo cuando le digo que él está exactamente en el mismo plano intelectual que yo.

En otra ocasión Holmes me explicó cómo eran los métodos de Moriarty:

—Él no hace casi nada en persona. Permanece sentado, como una araña en el centro de su tela, limitándose a trazar planes. Pero tiene un gran número de agentes perfectamente organizados. En cuanto hay que cometer un crimen, robar unos documentos, saquear una casa o secuestrar un hombre, quienquiera que lo desee pasa un aviso al profesor, y él organiza el asunto y delega en alguno de sus hombres para que realice la operación. Si el agente resulta detenido inmediatamente, aparece dinero para la fianza o la defensa. ¡Pero el poder central que utiliza al agente permanece lejos del peligro y de la sospecha!

Sabía por fin que el escurridizo y perversamente brillante cerebro que estaba al frente de la organización era el hermano de Holmes.

Pero me entraron dudas. Yo había construido mi teoría rápidamente, y a menudo Holmes me había advertido del peligro que corremos al precipitarnos:

—Lo evidente es lo que más recelos debe inspirar, querido Watson, sobre todo en asuntos criminales.

¿Qué otro factor podía explicar, sin embargo, el extraordinario parecido que había entre Moriarty y mi amigo? Sí, había una segunda posibilidad, pensé al recordar de repente el baúl de disfraces que encontré en las habitaciones secretas de Holmes; la posibilidad de que Moriarty fuera un actor. Y en seguida recordé que al profesor no le había costado nada hacer el papel de periodista pelirrojo ni el de cochero. Era obvio que su habilidad para caracterizarse e interpretar los más diversos papeles era tan notable como la del propio detective (lo cual era otra demostración de lo iguales que eran las facultades de ambos). Era posible que el sorprendente parecido de Moriarty y Holmes no fuera más que una malévola exhibición de su talento para el maquillaje, el disfraz y la imitación de otras personalidades. Pero, si era así, ¿con qué finalidad lo había hecho? Si su parecido con Holmes era un disfraz, ¿es que quizá pretendía Moriarty confundirme y dirigir mis pensamientos por un camino equivocado? ¿Por qué camino, entonces, y por qué razón? ¿Quería a lo mejor minar la confianza que yo tenía en el propio Holmes?

Comprendí que había penetrado en la parte más complicada del laberinto.

Empezaba a recelar de todo lo que Moriarty me había dicho. Pero había una frase que me intrigaba. Yo le había preguntado si él y Holmes eran hermanos. «Tenemos una relación más estrecha que la que pueda haber entre dos hermanos», me contestó. Si mi primera teoría no era correcta, ¿había en esa respuesta una clave que podía conducirme a la verdad, o no era más que una estratagema de Moriarty que pretendía, al decir esto, jugar conmigo?

La experiencia de ser objeto de una burla así era desagradable, pero la idea no dejaba de ser fascinante. Cuando estuve en Oriente vi cómo las serpientes fascinaban a sus presas haciendo movimientos lánguidos antes de atacarlas y devorarlas. Ahora sabía que Holmes había hablado con precisión cuando me dijo que Moriarty era «como una serpiente», y, sin embargo, aun siendo grotesco, Moriarty me había parecido en cierto modo sincero, aunque hubiese jugado con la verdad fingiendo que iba a dejármela tocar y manteniéndola siempre lejos de mi alcance. También Holmes era amigo de juguetear, y su ingenio resultaba a veces pícaro y malicioso. Yo mismo le había visto jugar tanto con los criminales como con los clientes. (Baste un ejemplo: en el caso de la piedra Mazarin, Holmes le tomó el pelo al mal educado lord Cantlemere escondiendo en el bolsillo del abrigo del propio lord la gema que Cantlemere trataba desesperadamente de recuperar.) Pero Moriarty jugaba de otra manera, y sus motivos eran siempre crueles. Su forma de jugar recordaba la del gato que, después de atrapar al ratón, le hace sufrir antes de destruirle.

Al recordar la cegadora humareda y las llamas que lamían mi cuerpo la noche anterior, me alegré de que Moriarty no me hubiese considerado en aquel momento un elemento lo bastante peligroso como para merecer la destrucción completa, aunque lo cierto es que jugó conmigo cuanto quiso. Es posible que simplemente quisiera aplazar mi fin, reservándoselo para ulteriores momentos.

Apenas había empezado a considerar otro hecho sorprendente, la curiosa coincidencia, olvidada hasta ese momento, que se produjo la noche anterior entre la forma de entretenerme utilizada por Wiggins, mi salvador, y Moriarty, el hombre que me puso en peligro de muerte —ambos me habían mostrado su habilidad haciendo juegos malabares—, cuando sonó una llamada en la puerta de mi casa. El fuerte golpe me dio un sobresalto. Miré el reloj. Eran casi las once. Hasta entonces no había conseguido resolver ni uno solo de los problemas que planteó mi aventura nocturna, de modo que cuando acudí a abrir la puerta lo hice con un sentimiento que casi podría calificarse de alivio. Pero en cuanto la abrí cambié otra vez de estado de ánimo porque mi visitante era el inspector Athelney Jones, que tenía levantado su carnoso puño, a punto de descargar un nuevo golpe en la puerta.

El mundo oficial, tal como me había temido, se cernía sobre mí.

—¡Doctor Watson! —dijo Jones muy satisfecho de encontrarme. Me tendió su gorda mano y añadió—: ¿Puedo pasar? Gracias, gracias.

Se coló por el hueco que quedaba entre el quicio de la puerta y mi cuerpo antes de que yo pudiese contestarle, y aunque no había estado nunca en mi casa la ocupó dando muestras de una injustificada familiaridad, dejando en pos de sí un aroma de lavándula desagradablemente fuerte.

—Espléndido, espléndido —declaró estirando su fornido cuello y mirando alrededor—. Una casa muy bonita, muy coquetona, la que tienen usted y la señora Watson. ¿Está ella en casa? ¿No? No importa; mejor, diría yo; así podremos hablar con más libertad. He tenido una mañana muy ocupada, doctor. Soy un hombre concienzudo en mi trabajo, puedo asegurárselo.

Sacó un gran pañuelo de un bolsillo y se secó la frente. Cuando cerré la puerta vi el coche de la policía en la esquina. Athelney Jones respiraba pesadamente, como si para él recorrer la corta distancia que había entre el carruaje y mi portal hubiese sido una tremenda escalada. Luego me cogió del codo y me dijo:

—Hacía ya mucho tiempo, muchísimo tiempo que no nos veíamos.

Athelney Jones apenas había cambiado desde la última vez que le vi. En todo caso, parecía quizá más fornido incluso que entonces. Llevaba un traje gris que no reducía en lo más mínimo su obesidad; en su mofletuda cara roja estaban incrustados unos ojos pequeños y centelleantes que lanzaban miradas penetrantes desde detrás de la humareda de su cigarro. Jones era un oficial de Scotland Yard que gozaba de bastante buena reputación, debida en buena parte al genio de Sherlock Holmes que, sin embargo, el inspector nunca quería reconocer de buena gana. Jones tuvo relaciones con el detective y conmigo en varios casos que en su mayor parte habían sido de esos de carácter sensacional, en los que el público exige a gritos que se haga justicia. A Jones le gustaba mucho figurar en cuanto se terciaba, y hablaba con la prensa, hacía declaraciones, aseguraba siempre que estaba sobre la pista del culpable, chupaba pomposamente su puro cuando le fotografiaban y se mostraba siempre tan solemne como si se tratara de alguien que posa para una estatua. Pero, después de lanzar a los cuatro vientos sus teorías, siempre acababa corriendo a buscar a Holmes porque sus pocas ideas nunca le conducían a nada. Por suerte para él, Holmes estuvo siempre dispuesto a ocultar su intervención detrás de la pantalla del inspector Athelney Jones. Al igual que Gregson y Lestrade, Jones se había burlado desde el principio de los métodos de Holmes, pero mientras que los otros dos, que eran unos tipos decentes dotados de un modesto talento para la investigación, acabaron con el paso de los años mostrando un saludable respeto por el trabajo de Holmes, Athelney Jones siguió mostrándose despectivo públicamente a pesar de que en realidad acudía a Baker Street para pedir ayuda siempre que se atascaba. Las pretensiones de Jones, que Holmes tenía la paciencia de tolerar, siempre me habían resultado molestas y procuré corregir la impresión errónea que habría podido formarse el público debido a su petulancia contando la verdad de lo ocurrido en mis relatos de casos como el de El Signo de los Cuatro, cuya resolución había sido atribuida por la prensa al inspector Jones.

Conduje a mi visitante a la sala de estar mientras pensaba que su conversación seguía demostrando que, como si se tratara de uno de los políticos al uso, en su opinión bastaba repetir con la suficiente insistencia una estupidez para que la gente acabara creyéndosela.

—¡Espléndido, espléndido! —volvió a decir mientras sus animados ojos recorrían el espacio de la sala por quinta vez.

Luego se dejó caer en el sillón más grande y blando de la habitación, y sacudió la punta de su cigarro en dirección a un cenicero que estaba cerca.

—Bien, vamos al grano —anunció por fin.

—Usted dirá —dije.

Era casi la primera palabra que pronunciaba en aquella conversación hasta entonces prácticamente unilateral.

Frunció el entrecejo y agitó impacientemente su cigarro. Sus coloradotes rasgos se concentraron más incluso que de ordinario.

—Ande, ande, doctor, sabe usted perfectamente de qué quiero hablar: del incendio de Baker Street.

—Ya sé que hubo un incendio.

—¡Un incendio! ¡Fue una conflagración, doctor, y usted se encontraba presente!

—No se equivoca, efectivamente. Yo estaba allí. Fue un incendio terrible, pero por suerte se pudo apagar a tiempo. Tengo entendido que ni la señora Hudson ni su nuevo inquilino sufrieron daño.

—¡Santo Cielo! Eso fue un mal asunto, un mal asunto. Bien, como usted dice, no me equivoco y poseo algunos datos. Pero lo que necesitamos ahora, doctor, son teorías, ¡teorías! La teoría es la clave para resolver los casos.

—Estoy seguro de que Sherlock Holmes estaría de acuerdo con usted si estuviera aquí para oírle..., aunque a él siempre le gustaron también los datos.

—Lo que le gustara o dejara de gustarle a Sherlock Holmes no tiene nada que ver con este caso. A veces el exceso de datos perjudica la investigación. En mi opinión Holmes les daba demasiada importancia. Nosotros no tenemos tiempo que perder oliendo alfombras, recogiendo ceniza de cigarrillos o mirando si hay algo debajo de la cinta de un sombrero. Nosotros tenemos que ir más de prisa. Basta una intuición para resolver un caso, ¡éste por ejemplo!

Yo traté de no dejarme provocar por el tono egregio adoptado por Jones.

—Me parece entender que usted cree que se ha cometido un delito, pero no acabo de ver de qué forma puedo ayudarle.

—Pues es fácil: como testigo, naturalmente. Y como amigo de Sherlock Holmes. Tenemos motivos para creer que ese incendio fue provocado y que en cierto sentido tiene relación con el detective.

El disparo era tan certero que me quedé callado.

—¿Por qué fue usted anoche a Baker Street, doctor?

Mi corazón empezó a latir con fuerza.

—Fui a visitar a la señora Hudson que, aparte de haber sido mi casera durante largos años, es una vieja amiga.

—Bien, sí. Es lo mismo que me ha dicho cuando esta mañana pasé por su casa. ¿De qué hablaron ustedes? ¿Nada concreto?

—Nada concreto —dije, después de un momento de duda.

Una vez más tuve que reconocer el ingenio y el aplomo de la señora Hudson. Pero Jones volvió al ataque:

—¿No hablaron ustedes de Sherlock Holmes?

—Claro que sí. Estuvimos recordando un rato, como solemos hacer, los viejos tiempos. Eran tiempos muy emocionantes.

Athelney Jones descargó impacientemente la ceniza sobre mi alfombra.

—Claro, claro. Y luego el incendio. Naturalmente, al principio se alarmaron ustedes al notar, mientras tomaban el té, que empezaba a salir humo, y...

Fue magnífico que Athelney Jones esbozara mis respuestas al formularme sus preguntas. Me evitaban un gran esfuerzo de imaginación.

—... y naturalmente hicimos lo que cualquiera hubiese hecho en nuestro caso —dije cerrando su explicación.

Esta acotación le ayudó a continuar:

—Claro. Debió de ser terrible. Creo que fue la señora Hudson quien corrió a dar la alarma mientras usted esperaba, justo delante de la casa, con, ¿cómo se llama?, ah, sí, Frederick Wigmore, ese curioso personaje. Supongo que usted no vio a un cochero que huía velozmente de allí, ¿no?

—Sí, desde luego que le vi. Recuerdo que oí de repente la trápala de unos cascos que iban bastante rápidos. Pero estaba tan oscuro y había tanta niebla antes de que las llamas empezaran a iluminar la calle que lo único que pude ver era la parte trasera de un simón que se alejaba.

—¡Exacto, maldita sea! Varios vecinos oyeron el simón, pero no hubo nadie que lo viera bien. ¡No le quepa la menor duda de que el cochero, o el pasajero de ese simón, es el culpable que buscamos! Sin embargo, doctor, hay otra cosa muy curiosa en este asunto. La señora Hudson me ha explicado que usted no está enterado de ello; según me ha dicho, Sherlock Holmes tenía alquilado secretamente el sótano de su casa.

Hizo esta revelación en son de triunfo, con la misma actitud que adoptaba cuando anunciaba a la prensa los últimos detalles de su investigación de un caso. Y como yo no quería decepcionarle fingí sorpresa. Supongo que, gracias al nerviosismo que yo sentía, mi interpretación fue lo suficientemente convincente para no despertar sospechas.

—En el sótano de la casa había varias habitaciones —continuó—. Esta mañana las he recorrido. Estaban hechas un asco, pero cuando se trabaja en un oficio como el mío hay que estar dispuesto a soportar de todo. Parece que una de las habitaciones era una biblioteca en la que el señor Holmes guardaba libros científicos y de brujería que sólo se han quemado en parte. En las otras no había nada interesante excepto en la mayor, que estaba equipada como laboratorio. He encontrado una lata de trementina que estaba vacía, y éste ha sido el indicio que me ha llevado a suponer que el incendio fue provocado. Estaba todo echado a perder, y no parece haber modo de adivinar por lo que queda a qué se dedicaba Holmes allí abajo. ¿Sabe usted cuáles eran los problemas científicos que interesaban al detective?

—No.

—Ya. Pues en ese caso sólo el propio Holmes, y también posiblemente el culpable, puedan explicarlo ahora. Por desgracia para nuestra investigación, el señor Holmes parece haber desaparecido por completo. Lo que ahora me pregunto es ¿por qué no desalojó el sótano al retirarse, y por qué quiso alguien destruir su laboratorio cuando él ya se había ido?

—Para mí es un misterio, inspector Jones —le dije—. Usted es el teórico.

—Cierto, cierto —musitó—. ¡Y pronto se me ocurrirá algo!

Jones volvió a secarse la cara con el pañuelo. Sus ojos, siempre animados, habían perdido el brillo.

—Últimamente padecemos una epidemia de crímenes especialmente malignos —continuó—. Y, además, ya no se producen únicamente entre la gente de baja estofa, que es donde uno supone que suele hacer su aparición el mal. ¿Sabía usted que algunos funcionarios públicos muy respetados han sido sobornados? Todo esto no hace más que aumentar las dificultades de nuestras relaciones con Alemania y con el resto de las potencias europeas. La verdad es que estamos en una situación difícil, y luchamos contra corriente. Whitehall me apremia para que descubra qué está pasando, y sólo me faltaba que hubiese este incendio. No me gustan nada los métodos de su amigo Sherlock Holmes, pero le confieso que me gustaría charlar con él de todo este jaleo —dijo dirigiéndome una mirada llena de esperanza—. ¿Es cierto que no sabe dónde está?

—Nadie tiene más deseos que yo de verle, inspector. Pero él hace las cosas a su modo, decidió desaparecer y lo ha conseguido.

—Otro misterio, por si no teníamos bastantes. A veces es demasiado eficaz, la verdad. De todos modos, si tiene usted noticias suyas, dígame algo. Le prometo que en cuanto haya resuelto el asunto del incendio y el simón que huyó, usted será el primero en enterarse, ¡el primero de todos!

Después de hacer esta demostración de confianza se levantó y recorrió con esfuerzo el camino que llevaba a la puerta, arrastrando en pos de sí un cabo del pañuelo que llevaba en una mano como si fuera una cola entre las piernas.

Tuve que sentarme para recuperarme. Volví a la sala y caí en el sillón que acababa de abandonar Athelney Jones. El olor del tabaco y el de la fuerte lavándula que usaba el inspector llenaban la habitación, y la alfombra estaba llena de restos de la ceniza de su cigarro. Cuando lo vi recordé que acababa de negarme a dar a la policía informaciones que poseía, y que había engañado a Jones fingiendo no saber ni la mitad de lo que en realidad sabía. Sin pensarlo, había decidido seguir las instrucciones de Holmes al pie de la letra. Y, conscientemente, me dije que no mencionaría a la policía el nombre de Moriarty ni revelaría tampoco el verdadero motivo que había llevado al detective a fingir que se retiraba.

Pero esta fidelidad al compromiso con el detective empezaba a plantearme algunos problemas que Holmes no me había dicho cómo resolver. Porque no sólo me había visto arrastrado a una situación profundamente desagradable y hasta peligrosa, sino que además me encontraba en posesión de más secretos que los que me había confiado. Sabía que el detective tuvo un laboratorio secreto, y había podido examinarlo cuando todavía estaba intacto, y eso suponía una ventaja en relación al inspector Jones, que lo vio después de su destrucción y el incendio. Pero, sobre todo, sabía que Moriarty era diabólicamente parecido a Sherlock Holmes y habría podido dar de él una descripción detallada a la policía.

Tragué saliva. ¿Me habría creído el pomposo inspector Athelney Jones si se lo hubiese confesado? Seguramente no.

Pero también poseía otras claves y otros datos que habría podido dar a la policía: el libro sobre escenografía, por ejemplo, que no había olvidado y seguía guardado en el bolsillo de mi abrigo. Y las cosas que me había dicho Moriarty que, si eran oscuras y tendían a despistar, suponían al menos un material de trabajo. Y, por fin, otras cuestiones que en aquel momento no me atrevía ni siquiera a meditar en mi interior, pero que tiraban de mí y parecían relacionadas con detalles y aspectos de Holmes que hacía ya muchos años que me habían dado que pensar. El joven Frederick Wigmore era una de esas cosas.

El repicar simultáneo de las campanas de las iglesias y de mi reloj me dijo que era mediodía, y en todo ese tiempo no había logrado prácticamente nada. Pero ¿qué era lo que tenía que lograr? En lugar de relajarme estaba sentado al borde del sillón y me di cuenta con asombro que estaba furioso contra Holmes por haberme puesto en una posición tan crítica rodeándome encima de prohibiciones. ¡Estaba enfurecido contra mi viejo amigo! Pero luego pensé que mi furia me había dado quizá la respuesta sobre qué era lo que tenía que hacer.

Holmes había callado muchas cosas a pesar de mis esfuerzos. La cortina de reticencias con que reservaba para sí todo lo que le convenía silenciar no se había abierto nunca ante mis ojos. Sherlock Holmes era como una isla secreta a la que podía llegarse, pero que nadie podía explorar. Yo le quería lo suficiente para sentirme frustrado ante la distancia a la que siempre me había mantenido, pero como por otro lado no soy un fisgón, respeté su deseo implícito de no verse apremiado a dar detalles sobre su pasado.

¿Qué sabía yo en realidad sobre los primeros años de la vida de Holmes? Me levanté bruscamente, encendí uno de mis cigarros para suprimir el olor de los de Jones —unos cigarros baratos y apestosos—, y empecé a dar zancadas de un lado para otro, furioso, con ceño y resumiendo mentalmente todo lo que conocía de la vida del detective antes de nuestro encuentro. Y la verdad es que no sabía casi nada, y me dejó pasmado pensar que había sido amigo de un hombre durante veintidós años —de los cuales pasé diecisiete viviendo con él—, absorbiendo y registrando por escrito hasta sus más mínimos hábitos cotidianos, y que en todo ese tiempo no había averiguado nada de su juventud e infancia. A diferencia de la mayor parte de los hombres, Holmes no me había contado nunca anécdotas de esos períodos. ¿Por qué?

¿Quiénes eran sus padres? No sabía ni sus nombres. Supuse desde el principio que habían muerto, y para no herir los sentimientos de mi amigo jamás le pregunté nada sobre ellos. ¿Dónde nació? ¿En qué condado, en qué ciudad? No lo sabía. ¿A qué escuela había ido? No tenía ni idea. Supuse que había ido a la universidad en uno de los colleges de Camford, en Cambridgeshire, pero no sabía en cuál exactamente. Es más, pensándolo bien, me di cuenta de que Holmes no me había ni siquiera confirmado nunca que sus dos años de universidad los pasara en Camford. ¿Y sus parientes? En ese terreno tenía más datos. Conocí a su brillante hermano Mycroft, a quien había visto en dos ocasiones, y también a un primo lejano, un joven médico apellidado Verner, que, con el apoyo económico de Holmes, me compró mi consulta cuando volví a vivir con el detective en la primavera de 1894. (Sólo varios años después de la transacción averigüé que Verner tenía cierto parentesco con Holmes; cuando volví a casarme compré de nuevo la consulta a un médico que ya no era Verner, pues éste se la había vendido a otro y emigrado a Canadá.) Aparte de esos dos hombres, lo único que sabía al respecto era que Holmes había hablado vagamente un día de unos antepasados suyos que fueron «terratenientes» y de una abuela que era hermana de Vernet, el artista francés. En mi situación de aquel momento, aquellos conocimientos parecían bien poca cosa.

Holmes llegó a Londres en el año 1878 y alquiló unas habitaciones modestas en Motague Street, a la vuelta de la esquina del Museo Británico. Realizó estudios por su cuenta en la biblioteca del Museo y en el hospital de St. Bartholomew, y empezó a tratar de crearse fama como detective. Su primer caso fue el del ritual Musgrave, transcrito y publicado por mí algún tiempo después de su resolución; de los demás casos estudiados en esa época sólo llegué a tener alguna que otra referencia de pasada. Entre otros varios estaban los de los asesinatos de Tarleton, el caso del comerciante de vinos de Vamberry, y el de la anciana rusa.

A comienzos de 1881 tropecé en el Criterion Bar de Picadilly con el joven Stamford, que era uno de los enfermeros que tenía bajo mis órdenes en el hospital St. Bartholomew. Después de haber sido calificado como inútil para continuar la campaña de la segunda guerra afgana con el Quinto Regimiento de Fusileros de Northumberland, debido a una herida de bala que a punto estuvo de costarme la vida, yo había regresado a Londres, donde vivía con unos ingresos de once chelines y seis peniques diarios y me veía obligado a compartir un piso con alguna otra persona para reducir gastos. Aquella vez, al oír mis cuitas, Stamford me dijo que podía presentarme a un tipo «de ideas un poco raras», que también buscaba a alguien con quien compartir unas habitaciones. El tipo que Stamford me presentó era Sherlock Holmes y, al día siguiente de conocernos, alquilamos entre los dos el primer piso de la casa de la señora Hudson en el 221 B de Baker Street.

Pero ¡qué pocas cosas sabía de los acontecimientos de la vida de Sherlock Holmes antes del día en que nos conocimos! Sin duda tenía que haber muchas más que las poquísimas que me había revelado. Por debajo de su actitud meticulosa, Holmes era un hombre de carácter apasionado. Y yo había pensado siempre que esa pasión era consumida completamente por su entrega al estudio de la criminalidad; sabía que no era así. Holmes había tenido una vida secreta. Eso decía inequívocamente la máquina que yacía destruida en el sótano de Baker Street; y eso sugería también lo que Moriarty había dejado entender.

No cabía, pues, ninguna duda: Sherlock Holmes me había ocultado muchísimas cosas, y tenía muchísimo que explicar. El origen más profundo de la ira que sentía era que no hubiese confiado más en mí, que no hubiese tenido conmigo la confianza debida a un amigo íntimo y fiel. Además, después de haber sido mantenido a un lado, ignorando la mitad de lo que ocurría, me veía en una situación comprometida y también peligrosa, como la de la señora Hudson y la de Wiggins, y la de todos los que hubieran estado relacionados con el detective.

Por primera vez desde que le conocí puse en duda el acierto de sus instrucciones. Según ellas, yo no tenía que hacer nada; tenía que permanecer al margen de todo el asunto hasta que tuviera noticias suyas. Pero vacilaba y durante unos minutos me enfrenté a la grave responsabilidad de no hacerle caso y obrar de otro modo. Por fin tomé una decisión y descargué un puñetazo sobre la palma de mi mano.

—¡No voy a quedarme quieto! —exclamé.

En aquel momento sentí en el hombro la punzada de la herida que recibí en Oriente un cuarto de siglo antes, la herida que indirectamente me había llevado a relacionarme con Holmes. Y el dolor me recordó que desde que conocí al detective me había jugado la vida muchas veces, que había vivido hasta en el mismo Londres situaciones mucho más arriesgadas que las que padecí cuando me enfrentaba a los sanguinarios ghazis de las llanuras de Afganistán, y que era evidente que iba a correr de nuevo ese riesgo. Yo estaba acostumbrado a que, al meterme en estos asuntos, Holmes estuviera a mi lado para guiarme, y en cambio me encontraba solo. Sí, verdaderamente mi audacia al decidir actuar era increíble, pero aun cuando me di cuenta de ello, no quise echarme hacia atrás. Quería resolver el misterio que por fin había vislumbrado, y estaba dispuesto a que, por mucho peligro que trajera consigo la aventura, nada pudiera impedirme seguir adelante hasta descubrir nada menos quién era el propio Sherlock Holmes.