CAPÍTULO 18
MIENTRAS recorríamos una suave curva sonó el silbato del tren. Estábamos acercándonos a los South Downs, y a punto de llegar a la estación de East Grinstead. Aunque la última frase de Holmes no me decía gran cosa, empecé a pensar que tenía razón cuando afirmó que me iba a costar dar crédito a lo que tenía que contarme. Yo había seguido los capítulos del relato de Wells cuando iban apareciendo en forma de serial en el año 1895 en The New Review. Pero aunque la novela alcanzó cierta notoriedad, su estilo no coincidía con mis gustos. Aparte de estar basada en una premisa absurda y nada científica, la encontré poco edificante y deprimente.
—Espero que no le importe —dijo Holmes cuando el tren volvió a arrancar— que me quede callado un rato. Quizá sea la última vez que vea este cautivador paisaje. Me gustaría contemplar tranquilamente estos suaves valles con sus granjas y casas de campo.
En los pocos momentos que tuvimos de conversación en la estación de Waterloo antes de que el tren se pusiera en marcha, yo le había preguntado cuál era nuestro destino.
—Estaremos más seguros fuera de Londres —me explicó Holmes—. Quiero que pase el día conmigo en mi pequeña casa de campo de los montes de Sussex. De hecho tenía intención de retirarme a esa granja antes de que empezaran a pasar cosas que me dieron la absoluta seguridad de que mi enemigo había regresado. Cuando lleguemos me gustaría que viniese conmigo a pasear por la costa y a mirar el Canal. Es posible que, como hace muy buen día, podamos ver Francia. Tendremos tiempo de charlar sin prisas, y le enseñaré mis colmenas.
En consecuencia, estaba seguro de que habría tiempo de sobra para interrogarle, y acepté de buen grado su petición, sobre todo porque capté un tono nuevo y diferente en su voz, un tono de nostalgia por las cosas que se le iban escapando, y también de otra cosa: de agotamiento, como si por fin estuviera siendo víctima del cansancio que le producía su interminable combate con Moriarty y los criminales.
Mientras nuestro tren seguía avanzando en dirección a la costa sur de Inglaterra, me dediqué a contemplar su rostro. Era un rostro pálido y pensativo, y también algo triste, y al verle no pude evitar que mi corazón se le entregara. En aquellos momentos olvidé el rencor que había sentido contra él cuando me enteré de que me había engañado tantas veces. Seguramente Wiggins tenía razón y Holmes había tenido un motivo cada una de las veces que lo hizo, y no tuvo nunca intención de causarme ningún perjuicio.
El tren paró en Polegate. Fue allí donde Holmes emergió de sus meditaciones para convertirse de nuevo en el hombre de acción.
—Ahora ya puede sacarse la ropa de sacerdote —me dijo en tono apremiante—. ¡Rápido! Bajaremos del tren en Willingdon, y no falta mucho para llegar.
Me saqué la sotana por la cabeza. Debajo, un poco arrugada llevaba mi propia ropa. Holmes me dio un precioso gorro de piel de castor que sacó de su bolsa y metió luego en ellas las prendas del disfraz que yo le iba dando. Después se quitó su chillona levita, que cambió por otra de un tweed más discreto, que también salió de aquella maravillosa bolsa. Al abandonar la mueca de Jenkins su aspecto ganó considerablemente.
—Con la ropa que lleva, Watson —observó mi amigo—, no va demasiado bien equipado para estar en el campo, pero supongo que la gente que le vea le tomará por algún gran señor. No va mal que a uno le tomen por eso. Por cierto, en caso de que alguien nos pregunte algo, yo seré el señor Worthing, y usted, mi amigo el señor Sacker. ¿Qué le parece?
No me dio tiempo a contestar porque en aquel momento se oyó el silbido que anunciaba la proximidad de Willingdon. El tren entró en la estación rural y salimos en cuanto se detuvo. Holmes me condujo a unas cuadras. En la parte de atrás estaba preparado un coche ligero de dos ruedas.
Holmes saludó con la mano al herrero que trabajaba allí y después de decirle «Hola» saltó al coche seguido por mí.
—Buenos días, señor Worthing. ¿Qué? ¿Va a pasar el día a Birling Farm? —preguntó el herrero que conducía un percherón por un embarrado patio.
—Sí, gracias, señor Franklin —contestó Holmes—. ¡Hace un día espléndido!
Y, tras gritar «¡Arre!» a la yegua, que se llamaba Victoria, sacudió las riendas contra el lomo y nos pusimos en marcha por un estrecho y enlodado camino.
—Estamos a solo media hora de mi casa de campo —me explicó Holmes.
Nos dirigíamos al oeste, hacia las colinas conocidas como las Siete Hermanas. Al sur quedaba Beachy Head. El paseo me encantó y me dediqué a ver el paisaje, como Holmes. Estábamos en el corazón de la zona de suaves colinas de creta cubiertas de hierba. Nos rodeaban por todas partes unos cuantos picos romos y unas laderas verdes y húmedas. A un lado del camino serpenteaba un seto de rosales silvestres y majuelos, y al otro había un bajo muro de piedra. De vez en cuando los pequeños tejados grises y rojos de las granjas aparecían tras una lona para quedar ocultos de nuevo al poco rato. Las chimeneas humeaban. El cielo seguía despejado y hacía un aire muy frío, pero el sol invernal me calentó las mejillas a pesar de que cada vez que respiraba el vaho nublaba mi vista un instante Por todas partes llegaba el fuerte olor a laurel.
Al cabo de un ratito llegamos a un cruce. El camino principal conducía, según rezaba una flecha de madera, a Fulworth, que se encontraba hacia el oeste. Holmes tomó el desvío que iba hacia el sur.
—Fulworth es un pueblecillo pasado de moda que está en un extremo de la bahía hacia la que ahora nos dirigimos —explicó—. Es el pueblo que está más cerca de mi casa y es deliciosamente rústico. Está bastante aislado y vive su propia vida sin preocuparse por nada más. Justo lo que nos conviene.
Por fin, después de atravesar una garganta, vi el mar, que debía estar a poco más de un kilómetro y medio de donde nos encontrábamos, y mi olfato percibió el aroma del agua salada. Fue allí donde Holmes hizo entrar nuestro coche en un camino estrecho que salía hacia la derecha y en cuya entrada había un cartel que anunciaba que ése era el camino de Birling Farm. Bajamos unos quinientos metros por una suave pendiente que conducía a un abrigado vallecito, y nos detuvimos frente a una casa grande y bastante estropeada con un camino de gravilla y anchos ventanales a ambos lados de su pesada puerta de madera. Tenía dos pisos y en el tejado asomaba algo con aspecto de ventana de buhardilla. Las paredes estaban encaladas, pero hacía tiempo que nadie se preocupaba por volver a blanquearlas porque de los aleros bajaban unas feas tiras de color marrón que estropeaban el efecto.
—Bienvenido a las propiedades del señor Worthing, Watson —dijo Holmes saltando del coche. Se quedó plantado con las manos en las caderas revisando el aspecto de la casa y sus alrededores con el ojo orgulloso pero crítico del propietario, y luego añadió—: Haría falta arreglarla un poco, pero por desgracia no voy a tener el placer de dedicarme a esta tarea. Mi sueño era retirarme en este lugar. Ahí, en esa ladera, a cubierto de la brisa del mar, están las colmenas. En primavera las colinas se ponen preciosas, llenas de las flores blancas del trébol. Qué bonita es Inglaterra. Aquí se siente uno en casa.
Abrió la sólida puerta frontal y entramos. El interior no era nada alegre. La sala tenía un techo muy bajo y no había más muebles que un par de sillas desvencijadas y una mesa vieja cubierta con un manchado hule. Olía a rancio y estaba todo oscuro. Además, dentro hacía bastante frío.
—Puede comprobar, Watson, que todavía no había empezado a mudarme, pero en la despensa hay un poco de comida para el mediodía.
A continuación puso algunas ramas y troncos en la chimenea y la encendió.
—No hay mucho que ver. Las demás habitaciones están vacías, y hasta que el fuego no lleve un rato ardiendo va a hacer demasiado frío aquí. Ya estoy dispuesto a conversar con usted. Vamos a caminar un rato por la montaña. Podríamos acercarnos a los arrecifes.
Tomamos un camino que llevaba al mar. Gracias a la espesa capa de hojas muertas, el camino casi no estaba embarrado. Las ramas desnudas de las hayas y los castaños se entrelazaban sobre nuestras cabezas. En las laderas se veían las manchas verde pizarra de los robles y las matas de espino. Luego, a medida que nos acercábamos al mar, desapareció esta clase de vegetación para dar paso a grandes extensiones de aulagas que crecían hasta el borde mismo de los arrecifes de creta.
Por fin el camino volvió a ensancharse lo suficiente para que mi amigo y yo pudiéramos andar el uno al lado del otro. Holmes no esperó a que yo le hiciese ninguna pregunta y se puso a hablar directamente del tema que yo esperaba:
—Usted quería saber mis orígenes, Watson. Ha llegado el momento de que le explique de dónde vengo y quién es mi gente. Muy bien, sepa ante todo que esto no lo sabe absolutamente nadie más que Moriarty. Y que considero que este secreto sólo puede ser confiado a otra persona, y esa persona es usted. No existió nunca Mycroft Holmes ni tampoco tengo ninguna abuela que estuviera emparentada con Vernet. Entre mis antepasados no hay aristócratas ni terratenientes, y el joven doctor Verner que alquiló su consulta en 1894 no era pariente mío. Tampoco existen ni Alice ni Jenkins ni Escott ni el señor Worthing. De hecho, Sherlock Holmes tampoco existe ni ha existido jamás. Mi vida ha sido una serie de disfraces de los cuales el más visible y más meticulosamente creado es el del gran y asombroso detective, el hombre que fue y sigue siendo su amigo, y que no dejará de serlo mientras respire la atmósfera de Inglaterra. Espero que comprenda que tuve necesidad de utilizar todos estos subterfugios, y que con ellos jamás pretendí hacer daño a nadie.
—Lo creo —afirmé.
—Bien. Empezaré diciéndole que vengo de muy lejos, pero esa distancia no se refiere al espacio, ya que nací en Inglaterra como usted, sino al tiempo. Procedo de un mundo fantástico, diferente a éste, y no estoy muy seguro de que pueda decirse que el mío es mejor. De hecho, querido Watson, yo no naceré hasta dentro de trescientos años.
Caminamos en silencio unos momentos. Del borde del arrecife empezó a soplar un viento bastante fuerte que agitaba la hierba produciendo un bello oleaje. A nuestra izquierda dominábamos ya una panorámica del Canal de la Mancha, que era una rizada sábana de un azul gris que se extendía bajo el claro cielo invernal. De vez en cuando nos llegaban los gritos de las aves marinas. Noté que me pasaba algo, que una fuerza considerable me oprimía las dos sienes, y que me estaba quedando sin aliento.
—Tengo que sentarme, Holmes —le dije con voz débil.
—¡Amigo mío!
Me tomó del codo. Me senté en un tocón que había al lado. Estaba sudando mucho. Holmes me desabrochó el cuello de la camisa y lo abrió un poco. Miré su cara y busqué sus ojos. En ellos no encontré más que la confirmación de lo que acababa de decirme. Comprendí que estaba hablando completamente en serio, y que creía lo que decía. Y en ese instante casi lo creí yo también. Era esa asombrosa historia lo que había afectado tan gravemente mi pobre cerebro, al que llegaba una avalancha de pruebas que luchaban en contra de mi tendencia a no creer en la posibilidad del viaje a lo largo del tiempo, una operación de la que ya tenía noticias gracias a la novela de H. G. Wells. Pero me sentí forzado a admitir que todas las pruebas encajaban, que por fin los fragmentos y detalles se ordenaban: el misterio de la infancia y juventud de Holmes, la inexistencia de parientes, el deliberado aislamiento en el que siempre se había encerrado, la reticencia que mostraba en todo lo relativo a cuestiones personales, la disposición a dejar que la policía recibiera toda la gloria por la resolución de crímenes que sólo el detective había sabido esclarecer, que ahora se explicaba porque ésta era una forma de evitar que le hiciesen preguntas que no habría podido contestar, y sobre todo su maravilloso talento y sus extraordinarios conocimientos, todos aquellos dones que había traído consigo —casi no me atrevía a pensarlo— cuando vino del futuro... Si Holmes procedía del futuro no era extraño que se hubiera inventado a un hermano, y hasta que se hubiera inventado a sí mismo.
Holmes estaba de pie delante de mí. En sus rasgos se dibujaba la preocupación que sentía por mi estado. Detrás de él estaba el mar. Luché por concentrar mis pensamientos y recordar todas las preguntas que había tenido intención de hacerle. La brisa marina soplaba contra mis ojos. Mi visión, que durante un rato había sido confusa, recuperó su claridad normal. Dirigí mi vista, más allá de Holmes, hacia el horizonte donde, confusamente, se podía discernir una sombra que era Francia. En la anchura del mar, salpicada de manchas blancas de espuma, apareció un bote de vela con el nombre Seamew escrito en el casco. Al timón iba un muchacho con un jersey blanco de una escuela privada que miraba al horizonte. Vi, o creí ver, una sonrisa abstraída en sus labios, la sonrisa de un joven soñador. Y pensé en el joven Holmes que se presentaba en la compañía de Alfred Fish pidiendo trabajo como actor.
—¿Quién es usted, entonces? —conseguí decir por fin. La voz me salió ronca.
—Se lo diré, pero no serviría de nada que le dijera el nombre que me dieron al nacer, porque no tiene importancia. En este mundo soy Sherlock Holmes, y seguiré siendo Holmes hasta el momento, desgraciadamente próximo ya, en que lo abandone. ¿Está bien? ¿Podría volver a caminar? Comprendo que lo que le he dicho ha supuesto una conmoción para usted.
—Ciertamente. Pero, quiero confiar en usted, Sherlock Holmes —dije mientras me levantaba ayudado por él. Luego seguimos caminando a lo largo del arrecife y pronto volví a sentirme completamente bien—. Entonces, ¿es cierto lo que me ha dicho?
—Lo es.
Después de esto, tomé una decisión:
—Pues le creo. De todos modos, usted me dijo que Moriarty también era conocedor de su secreto. ¿No es peligroso que lo sepa?
—Lo conoce desde el primer momento, porque él oculta el mismo secreto que yo. También él vino del futuro.
Al oír estas palabras volvieron a mi memoria las imágenes de mi encuentro en el laboratorio. Vi en un instante a Moriarty mirándome con su sonrisa burlona, y tras él la jaula brillante. Vi la incredulidad y la furia que se reflejaron en su rostro cuando la encontró allí, le oí decir que ya la había visto antes, y afirmar que Holmes no conseguiría nunca volver a meterle dentro.
—¡La jaula! —exclamé. Me detuve y miré a Holmes cara a cara, cogiéndole de la solapa—. ¡La jaula es la máquina del tiempo!
Él asintió con la cabeza.
—Veo que algo ha aprendido estando conmigo, Watson, y que ya sabe hacer deducciones correctas. No se equivoca en lo más mínimo, querido amigo.
—¿Y esa máquina que le trajo a usted, trajo también a Moriarty?
—Efectivamente.
—Y usted hizo el laboratorio para reconstruir y volver a cargar la máquina, ¿verdad?
—¡Excelente!
Holmes se rió, y a mí me alegró ver su risa. De repente se desvaneció toda la tensión que todavía albergaba en mi interior. Por primera vez comprendí que el misterio ya estaba resuelto, por fantástica que al final hubiera resultado su solución, y que aunque todavía no tenía respuestas para todas mis preguntas, me encontraba al menos junto al hombre que yo había buscado; él me lo explicaría todo. Holmes y yo volvíamos a estar juntos, y eso era lo principal.
Así que yo también acabé riendo, y poco a poco el ruido que brotó en mi garganta se convirtió en un grito de júbilo.
Pero esta reacción pilló a Holmes por sorpresa.
—Esto es lo último que me habría esperado, Watson, aunque me alegra oír su risa. Esto demuestra que el gran Holmes no es infalible. A lo largo de nuestras relaciones me ha causado usted bastantes sorpresas, y me alegra comprobar que sigue siendo capaz de hacer cosas que no soy capaz de prever. Afortunadamente, no seré el único en causar asombro...
Seguimos caminando juntos. Bajamos por un camino resbaladizo que conducía a una playa de guijarros que se hallaba al pie de los arrecifes de creta. Aquí y allá se veían bahías y pequeñas calas que en verano debían ofrecer magníficas oportunidades de nadar a los bañistas. Esta admirable playa se extendía a lo largo de bastantes kilómetros por ambos lados. El único punto donde se interrumpía era en la pequeña bahía donde se encontraba el pueblo de Fulworth.
—Ahora le contaré mi historia —dijo Holmes— y sabrá por qué aparecí precisamente en esta época. Este hecho, se lo digo de antemano, fue planeado por Moriarty. Ahora sabrá por qué fue necesario reconstruir el aparato que nos trajo a mi enemigo y a mí a este momento de la historia, por qué soy tan habilidoso para disfrazarme, y por qué lo es mi enemigo. Y también averiguará por qué yo soy el único hombre capaz de hacerle frente y por qué he decidido acabar con él llevándomelo conmigo en una de las máquinas que he reconstruido. Este nuevo viaje lo planeé ayer noche, después de dejarle a usted en su hotel, y ocurrirá mañana por la noche. Para ello voy a necesitar su ayuda, Watson.
—¿Volverá mañana mismo a su época?
—Sí, amigo mío. No me queda más remedio. He tendido la trampa y he eliminado toda posible contingencia. No puedo permanecer por más tiempo en éste, su mundo. Pero me alegra pasar con usted mis últimas horas aquí.
Se quedó en silencio un momento y luego comenzó su relato:
—No me resulta fácil describirle a usted el mundo del que he venido, debido a dos razones. La primera es que es muy diferente del suyo, y para que usted pudiera comprenderlo necesitaríamos mucho más tiempo del que disponemos. Harían falta años y millones de palabras, e incluso entonces ese mundo lejano le seguiría pareciendo increíble. La otra razón es que hace ya un cuarto de siglo que lo abandoné. Ahora mi mundo es éste, esta Inglaterra, esta tierra verde y fértil que todavía no se ha echado a perder, a pesar de que empieza a ser estropeada por la ceguera y la codicia de unos hombres que no comprenden lo importante que sería conservarla como está.
Holmes lanzó una apasionada mirada al paisaje que nos rodeaba. Luego dijo:
—¡En mi mundo no hay ninguna costa como ésta, ni tampoco brilla así el cielo! ¡En mi mundo han desaparecido estos prados! Pero tiene cosas maravillosas. Para la gente con imaginación, el tiempo en el que yo nací es fascinante. ¿Podrá creer, Watson, que yo he caminado sobre la superficie de la Luna?
Me detuve y me quedé mirándole con incredulidad. Pero él me tomó del brazo y volvió a caminar. Las matas de aulaga rozaban nuestros pantalones.
—Tengo que advertirle, querido amigo, que todavía tendrá que oír afirmaciones más fantásticas incluso. Ya le dije que quizá creería que estoy loco cuando me oyera. Y si al final acaba diciéndome que estoy chiflado, no se preocupe, porque le comprenderé perfectamente. Debe ser casi imposible para un hombre que ha vivido bajo el cetro de la reina Victoria creer y concebir lo que le estoy descubriendo, pero creo, querido Watson, que acabará convenciéndose, porque todo lo que le cuento es lógico. Casi me atrevería a decir que elemental. Piense en todo el progreso que ha visto el siglo que terminó hace unos años; en las maravillas que ha visto: el telégrafo transatlántico, el teléfono, el cinematógrafo, la electrificación de Londres, las vías férreas que atraviesan el mundo, los automóviles que aterran a los caballos en los caminos de nuestras zonas agrarias y que pronto tendrán para ellos solos anchas vías de las que el caballo se verá desplazado para siempre. ¿Cree usted que después de tales proezas puede detenerse la humanidad? No. Muy pronto los hombres volarán en máquinas dotadas de potentes motores, cada vez a mayor velocidad, y, no contentos con esto, inventarán naves propulsadas por cohetes y volarán a la Luna. Los hombres han sido capaces ya de imaginarlo. En el libro de Julio Verne, De la Tierra a la Luna, se relata un viaje así. Y todo lo que el hombre es capaz de imaginar, también es capaz de hacerlo. Los hombres volarán incluso a otros planetas, y encontrarán el camino que les llevará a las estrellas.
»Veo que sigue dudando usted, amigo Watson, pero ahora le hablaré de algo que comprenderá fácilmente: ¡un imperio! Usted sirvió al imperio británico en la India y Afganistán. Imagine un imperio cuya metrópoli sea todo el planeta Tierra y cuyas colonias sean los planetas de este sistema solar, y los planetas de las siguientes galaxias. ¿Lo entiende si se lo explico así?
—Puedo imaginarlo, Holmes —dije después de un momento de silencio—. Lo difícil es creerlo.
Holmes volvió a reír.
—Bien, Watson —dijo dándome unos golpecitos a la espalda—. Ya estamos a mitad de camino...
»Por desgracia —continuó Holmes— no puedo pintarle un cuadro en el que sólo haya progreso. Porque el hombre, que será capaz de conquistar el tiempo y el espacio, que derrotará a las enfermedades y muchas formas de miseria que actualmente le asolan, será capaz también de inventar nuevas armas y nuevos tormentos. Y lo hará, porque lo que jamás será capaz de dominar será su propia naturaleza, esa paradójica dualidad que le hace capaz tanto de hacer el bien como de hacer el mal. Es una dualidad que he podido analizar profundamente, Watson, porque he sido testigo de una extraña manifestación de este fenómeno trágico. Ahora le hablaré de ello.
»En ese mundo futuro yo era, ¿lo adivina?, un actor, un hombre que en cierto sentido se convierte en otros hombres. Usted y Alfred Fish y Wiggins, y otros también sin duda, se preguntaron de dónde podía haber sacado yo mi habilidad interpretativa y mis conocimientos teatrales, tan grandes que superaban incluso los de los más experimentados actores de esta época. Ahora ya conoce usted la respuesta a esa pregunta, aunque no del todo porque primero tendré que explicarle en qué consistía ser actor en esa época de la que le hablo. En mis tiempos, la interpretación no es una profesión a la que se vaya a parar por casualidad, como ha ocurrido en el caso de Wiggins. En esa época se encarrila la vida de cada niño desde los primeros momentos de su existencia sin dejar nada al azar. Cada nuevo ser es dirigido hacia aquel campo en el que más podrá brillar de acuerdo con sus intereses y talento. Sé que para un hombre de hoy en día es una idea extraña ésta de predeterminar así el futuro de los hombres, y de hecho, y tras haber pasado tantos años en su época, doctor Watson, mis opiniones acerca de esa futura forma de organización son bastante negativas. De todos modos, así se hacían las cosas en mi mundo. De manera que, antes de cumplir cinco años, yo estaba destinado ya a ser actor.
»Permítame ahora que le explique qué quiere decir esto. Cuando era todavía muy pequeño me hicieron ingresar en una escuela especial cuyo objetivo consistía en convertirnos a mí y a mis compañeros en actores en cuerpo y alma. Eran unos cursos muy especializados, pues en el futuro la especialización será una de las formas preeminentes de supervivencia. Sin embargo, antes de referirle las cosas que aprendí allí deberíamos profundizar un poco más nuestra visión de futuro. Actualmente hay una ópera en Londres, el Covent Garden. Podemos ir a ver a madame Neruda al St. James’s Hall o a Marie Lloyd y a Little Tich al Oxford Theatre. Podemos escuchar la voz atronadora de Berbohm Tree en el Her Majesty’s Theatre, y ver actuar a Wiggins en el Gaiety. Pero antes de que transcurran veinte años la invasión del cinematógrafo hará que estas otras formas de espectáculo se marchiten. Y luego su situación empeorará todavía más con la aparición del gramófono de Edison, que será capaz de llevar el sonido de toda una orquesta a la salita de su casa cada vez que usted lo desee. Luego habrá nuevos inventos. La gente rechazará los pasatiempos de antaño. El público pedirá cada día nuevas experiencias y nuevas sensaciones. Exigirán intérpretes de talento cada vez más extraordinario, hombres capaces de emocionarles otra vez. Durante los tres próximos siglos el desarrollo de las artes interpretativas será fluctuante. Habrá momentos en los que la gente pedirá que los actores vuelvan a interpretar sus papeles con estilos antiguos. En cualquier caso, la gente de teatro no podrá seguir adelante en su carrera a no ser que se trate de personas muy versátiles. Yo era un actor notable, Watson. De hecho era uno de los más grandes intérpretes de mi época. Ahora le explicaré por qué. Mis dotes eran tan extraordinarias que supongo que usted diría que yo era un genio. Pero también lo diría de Moriarty.
»Desde los cinco años de edad estudié todos los estilos de interpretación, tanto los antiguos como los modernos. Aprendí a recitar siguiendo el ritmo de los pentámetros yámbicos de Shakespeare y los elegantes alejandrinos de Racine. Aprendí el arte del actor dramático, y también el del payaso de circo. Estudié el complicado arte simbólico del teatro Nö del Japón, manipulé las marionetas de Bunraku, me puse la máscara dorada de Edipo, aprendí a contar cuentos a los niños y a tramar intrigas para los mayores, y también a bailar y hacer cabriolas, y a tocar varios instrumentos, sobre todo el violín. Usted ha escrito que cuando estoy meditabundo rasgo las cuerdas del violín tocándolas al azar. En realidad ésa es la música del futuro. También me enseñaron las disciplinas corporales: las artes marciales orientales, las artes meditativas de la India, y otras creadas en los trescientos años que todavía tienen que pasar. Y estudié asimismo el arte de la dramaturgia. En pocas palabras, me convertí en el actor completo. Yo era capaz de domar un león, hacer el papel de Hamlet, caminar sobre el fuego, hipnotizar una serpiente para hacerla bailar, batirme en duelo con el diablo como el superhombre de Shaw, hacer trenzados como el mejor bailarín, vencer a un matón en un cuadrilátero, y hacer que veinte mil gargantas reventaran a carcajadas.
»¡Y lo mismo podía hacer Moriarty, a pesar de ser mi enemigo!