CAPÍTULO 14
LA lluvia fue cobrando fuerza hasta que se puso a barrer las calles en grandes oleadas. Nuestro cochero y el pobre caballo, que seguía avanzando testarudamente, debían de estar pasándolo muy mal. A cubierto, Wiggins y yo permanecimos en silencio un rato. El joven actor, que iba sentado a mi derecha, tenía una expresión divertida y me recordaba las de Holmes más incluso que las que adoptó la noche anterior. Aunque las preguntas me quemaban la punta de la lengua, me quedé callado porque prefería entender las cosas por mí mismo antes que dejar que fuera Wiggins quien me las explicara. Pero cuando llegamos al puente de Westminster y pasamos por encima del revuelto Támesis, no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Estaba a punto de hablar cuando Wiggins se volvió hacia mí con cara de sorpresa y exclamó:
—¡Doctor! No hemos comido. ¡Es horrible! Son las tres de la tarde y me muero de hambre. ¿Quiere comer?
Me picó que Wiggins fuera capaz de pensar en su estómago cuando mis pensamientos seguían girando como un torbellino, pero dije:
—No tengo hambre, pero te acompañaré. Me alegrará disponer de una oportunidad para que charlemos.
—¡Espléndido! ¿Le parece bien Mancini?
Conocía muy bien ese restaurante. Holmes y yo habíamos cenado en él algunas veces cuando vivíamos juntos en Baker Street. Accedí, y Wiggins dio al cochero las instrucciones pertinentes. Dejando atrás el edificio del Parlamento torcimos por Whitehall hacia Trafalgar Square; al cabo de quince minutos ya estábamos en el restaurante de Jermyn Street.
El Mancini era un sitio agradable, de precios no abusivos, y elegante sin pretensiones. Mi joven amigo y yo cruzamos el vestíbulo y entramos en el comedor. Unas columnas imitación de mármol sostenían un techo con pinturas al fresco; bajo las mesas, que estaban ordenadas en torno al gran mostrador central, había un suelo de losas de colores. En el mostrador había vasos, botellas y jarras, y dos enormes enfriadores de vino. Un camarero, al que Wiggins llamó Alexandre con mucha familiaridad, nos condujo a lo largo de una cortina roja hasta una mesa con mantel blanco y los cubiertos ya dispuestos. Una palmera colocada en un cubo nos protegía de las miradas.
Cuando nos sentamos y el camarero nos puso una carta enfrente de cada uno de nosotros, no pude contenerme más y le dije a Wiggins:
—¿Cree entonces que el Gran Escott es Holmes?
Wiggins estuvo a punto de volverme loco porque, en lugar de contestarme, levantó las cejas por encima de la carta y me dijo:
—¿Qué le parece sopa de tortuga?
Ignorando su sonrisa, y esforzándome por no ponerme a gritar, le respondí:
—Déjate de sopas de tortuga. ¿Crees que Escott es Holmes?
—Bien, tanto si lo es como si no, así es como veo yo las cosas. ¡Qué faisán tan magnífico lleva ese camarero! Pero hace una tarde perfectamente horrible y en consecuencia me siento muy inglés. Tomaré carne asada y pudding Yorkshire. ¡Es un plato inventado para días tan típicamente ingleses como éste!
Llamó a Alexander y pidió muy animado que le sirvieran su plato típico inglés. Yo, por mi parte, me sentía muy taciturno y sólo quise un té. Cuando Alexander se fue, Wiggins se frotó las manos y se inclinó hacia delante.
—Mire, doctor, respecto a eso de que el Gran Escott sea Holmes, si le he dicho que «tanto si lo es como si no» es porque pienso que —aquí bajó la voz— también podría ser Moriarty.
Me quedé aterrorizado.
—Pero todo indica que es Holmes, ¿no?
—No lo sé. Lo único que quiero señalar es que a cada paso las cosas resultan no ser lo que parecían al principio, de modo que tenemos que estar preparados para lo que no se espera.
—Pero, vamos a ver, ¿no has visto ya al Gran Escott? ¿Es el detective o no lo es?
—Recuerde que cuando fui a verle no estaba tratando de identificar al mago, sino de contemplar sus maravillosos trucos. Le diré con franqueza que no se parecía a Holmes, pero, cuando se disfraza, Holmes no se parece nunca a sí mismo, y ha sido capaz de engañarnos tanto a usted como a mí en muchas ocasiones. En cualquier caso, debido al extraordinario parecido que tienen entre sí Moriarty y Holmes, difícilmente habría podido distinguir cuál de los dos era, aun en el supuesto de que bajo el maquillaje de Escott hubiera visto los rasgos de nuestro amigo.
—Cierto —concedí—. ¡Qué maldita suerte que haya que esperar a mañana por la tarde para asegurarse!
—Eso suponiendo que mañana averigüemos algo. Podríamos llevarnos la sorpresa de comprobar que Escott es Escott. Hay que aceptar el hecho de que el domingo sea la jornada de descanso de los actores. Tratemos de sacarle también nosotros algún provecho al día. ¡Ah! —dijo Wiggins alborozado—. ¡Aquí está mi carne asada!
Consumió sin entretenerse una comilona que no habría estado fuera de lugar en la mesa del rey Eduardo en Sandringham, y yo conseguí hasta comer algunas galletas con mi té. Después me invitó a ir a su casa a tomar una copa de coñac, y yo acepté. Cuando íbamos de regreso a Baker Street le pregunté por Alfred Fish.
—¿Habíais compartido habitaciones cuando erais compañeros en los teatros de variedades?
—No, pero nos conocíamos muy bien. La gente de teatro suele ser jovial y a todos nos gusta mucho salir. Es fácil hacer amigos.
—¿Y Fish era un mago?
—Lo era cuando le conocí. Ahora parece que en lugar de seguir su carrera se conforma con el cheque de Holmes. No se le podía comparar a Maskelyne ni por supuesto al Gran Escott, pero recuerdo que era un mago lleno de picardía, y sabía hablar muy bien. Siempre le salían bien las cosas, hasta en las peores noches. Yo, en cambio, tenía mis fracasos.
—¿Y crees lo que nos ha contado de Holmes?
—Me parece que nos ha dicho toda la verdad. Claro que hay cosas que se le escapan.
—De todos modos, me resulta difícil creer que Holmes no nació en Inglaterra. ¿Confías en el juicio de Fish?
—Sí. No es ningún tonto. Por desgracia lo que sugiere hace que nuestro problema se complique todavía más. Y la verdad es que este asunto no hace sino complicarse un poco más a cada nuevo paso que damos. Ahora tenemos que preguntarnos de dónde viene Holmes, y por qué.
—Y no hay que olvidar ese «trabajo» que dijo que tenía que hacer en Londres y que tan importante parecía. ¿De qué puede tratarse?
—Es posible que ya conozcamos la solución a esta pregunta —dijo Wiggins, sorprendiéndome por su deducción—. No veo por qué no podía estar refiriéndose al trabajo que luego ha hecho a la vista de todo el mundo, el de convertirse en un detective privado.
—Pero ¿por qué dejó el teatro? ¿Para ser detective? Según Fish, para Holmes el trabajo que iba a emprender en Londres era una especie de llamada.
Wiggins se encogió de hombros.
—Sí, de acuerdo. Pero piense que defender la justicia es un objetivo muy noble. ¿Acaso no ha sido Holmes durante más de dos décadas el principal defensor de la justicia en Inglaterra y hasta quizá en el mundo?
—Es cierto lo que dices. Pero ¿y el laboratorio? Holmes vino a Londres, y además de hacer de detective construyó el laboratorio. Y mantuvo en secreto su existencia veintidós años. ¿Dónde encaja este dato en su plan?
Hasta aquel momento Wiggins se había mostrado perplejo, pero sin ocultar que nuestra discusión le divertía. Se quedó totalmente pasmado.
—No tengo ni la más mínima idea, doctor. Creo que sólo Holmes, y quizá también Moriarty, sepan la respuesta. Lo que no puedo apartar de mi cabeza es la imagen del joven Holmes actuando en un escenario, dejando hechizado a todo el público como si fuera Henry Irving, pero haciendo al mismo tiempo sudar las manos de Alfie, como si en su interpretación hubiese algo peligroso. Alfred Fish es un hombre fuerte y templado. No es de los que se ponen a temblar por cualquier cosa. —Wiggins se volvió hacia mí. La gravedad dominaba por una vez su expresión—. No me extrañaría acabar comprobando, doctor, que nos hemos enfrentado a un fenómeno muy extraño. Tenemos que estar preparados para cualquier clase de sorpresas y para abandonar nuestros puntos de partida en cuanto sea necesario.
Estas palabras me demostraron que Wiggins sabía tan poco como yo, y me hicieron sentir también que estábamos ante algo extraño, extraordinario. Pero, además, la frase de Wiggins caló hondo en mis recuerdos, pues, a poco de haberla oído, me vino a la memoria una frase que Holmes había utilizado la noche misma de su partida. Aquel día, dos meses atrás, me había parecido pura retórica y no hice caso, pero adquirió un significado especial a la vez que desconcertante. Estaba a punto de repetírsela a Wiggins cuando llegamos al 221 B de Baker Street y, con su prontitud de siempre, mi joven amigo saltó del coche levantando su paraguas contra el viento y la lluvia. Dio unas monedas al cochero y salió corriendo hasta el portal. Cuando abrió la puerta, le seguí. Pero justo antes de entrar en aquel conocido refugio hice una pausa para mirar por encima de la verja que daba a la escalera del sótano. En las ventanas, rotas la noche del incendio, habían puesto unas tablas; la luz de las farolas no permitía ver el interior. Me estremecí al recordar mi enfrentamiento con Moriarty en el laboratorio, y volví a sentirme abrumado por el misterio que seguía encerrando la extraña máquina construida por Holmes y destruida por el profesor.
La frase de Holmes volvió a abandonar, de momento, mis pensamientos.
Cuando cruzábamos el vestíbulo en dirección a la escalera que conducía al piso de Wiggins, se abrió la puerta de la sala de la señora Hudson y ella salió para darnos la bienvenida.
—¡Qué susto! —exclamó, aliviada al ver que éramos nosotros—. Después de lo que pasó el viernes por la noche tengo sospechas hasta del tiempo, y hoy hace un día horrible. Espero —continuó bajando la voz— que tanto a usted, doctor Watson, como a Sherlock Holmes no les haya pasado nada malo.
No podía tranquilizarla, pero me libré de tener que decírselo porque me interrumpió antes de hablar una voz conocida y que yo tenía muy pocas ganas de oír.
—Vaya, vaya... el señor Wigmore y el doctor Watson juntos... ¡Y en Baker Street! Me sorprende. No sabía que se conocieran. ¿Qué pasa, doctor, que no consigue mantenerse alejado de su antiguo domicilio, o es que ha dejado de escribir novelas de crímenes para dedicarse a crear dramas para el teatro?
Noté el olor de una lavándula muy fuerte en el aire y al instante siguiente apareció una voluminosa figura detrás de la señora Hudson. Era el inspector Athelney Jones.
Se sacudió unas migas de galletas de sus solapas y se pasó un pañuelo por los labios.
—La señora Hudson y yo estábamos tomando el té. Ha tenido la amabilidad de ofrecérmelo mientras esperaba. Gracias, señora Hudson. Voy a hablar con Wigmore.
Efectivamente, se volvió hacia el joven y le dijo:
—He pasado por aquí un momento a pesar de lo malo que está el día, pensando que quizá tendría la suerte de encontrarle. Gregson y Lestrade me han dicho que los ha llamado usted esta mañana. Debo confesar que es todo un detalle por su parte. Pero al enterarme me ha asaltado una pregunta. ¿Por qué ha llamado, y a los dos? ¿Es que ha cruzado por su mente algún detalle que no había comunicado antes a la policía? ¿Recuerda algo que no me dijo en nuestra anterior entrevista?
En mi vida había visto al inspector Jones tan emprendedor y perspicaz. Algo apremiante tenía que ocurrir para que se decidiese a abandonar la chimenea de su casa una tormentosa tarde de domingo. Me pregunté qué iba a inventar Wiggins para librarse de la pregunta de Jones. Miré a mi amigo y descubrí en él una nueva expresión que hasta entonces no había visto en su rostro: una cara de total y absoluto vacío. Movió los labios haciendo un puchero varias veces, hizo un gesto con la mejilla y se pasó los dedos por el pelo con un ademán nervioso.
—¡Oh inspector, qué magnífico que haya venido! —dijo asumiendo una actitud de estúpido alivio—. Estoy pasando pánico, un pánico terrible. Necesito estar seguro de que Scotland Yard va a protegerme.
Dio un paso atrás, extendió un brazo tembloroso como si tratara de sostenerse, y casi tiró de su maceta de bambú la aspidistra de la señora Hudson. Agarró la planta por donde pudo, consiguió devolverle el equilibrio cuando ya estaba a punto de caer, y se quedó mirando al inspector con ojos enloquecidos a través de las hojas.
La señora Hudson contemplaba esta interpretación improvisada con los ojos abiertos de par en par.
—No quiero molestarlos, caballeros. Voy a retirarme —dijo secamente regresando a su sala.
Cerró la puerta y nos dejó a Jones, a mí y a este desconocido Wiggins, para que termináramos la escena a nuestro gusto.
Miré a Athelney Jones y en sus ojos, que asomaban detrás del humo de su cigarro, leí toda la información que necesitaba. Seguramente despreciaba profundamente a aquel joven actor tan bobo y apocado. Sin duda pensó que no podía esperarse otra cosa de la gente de la farándula. Luego, sin poder ocultar su decepción, preguntó a Wiggins:
—¿Así que no se le ha ocurrido nada que pueda ayudarnos?
Wiggins emergió de detrás de la planta con las cejas muy elevadas, manifestando su asombro:
—¡Claro que no, inspector! Soy yo el que necesita ayuda y protección. A este paso puedo verme obligado a tener que buscarme otra casa. ¿Piensa todavía que el incendio tiene algo que ver con Sherlock Holmes?
Athelney Jones no hizo ningún caso de la pregunta.
—No sé, no sé. Pero, hablando de Holmes, hemos descubierto un interesante dato sobre usted, señor Wigmore. Usted trató a Holmes personalmente hace algunos años. Sabemos que usted era uno de los miembros de la banda de pilletes que utilizaba el detective para hacerle recados y realizar algunas misiones que, por cierto, no eran estrictamente legales. ¡No lo niegue! —dijo Jones con un acento severísimo—. ¿Por qué no me lo dijo el otro día?
Wiggins ni siquiera parpadeó. Mostrándose muy contrito y con voz temblorosa, le dijo a Jones:
—No sabe usted lo avergonzado que estoy de aquella época, inspector Jones. Pero yo no era más que un pobre chiquillo que no sabía lo que hacía. Por otro lado, el señor Holmes me ayudó. Espero que no le haya dicho nada de todo esto a la señora Hudson, porque yo no le caía muy bien a ella por entonces. Y reconozco que le acompañaba la razón; yo no era más que un golfillo mal educado. El señor Holmes tuvo la amabilidad de sugerirme que alquilara este piso cuando decidió retirarse. Pero, naturalmente, preferí no contarle a la señora Hudson quién era yo. De haber conocido mi identidad, no me lo habría alquilado. He fingido delante de ella, pero usted, inspector, me ve tal como soy. ¿Podrá usted perdonarme?
El joven actuó con tanta audacia que hasta se le humedecieron los ojos y las lágrimas estuvieron a punto de resbalar por sus mejillas. Bajó las pestañas, gimió y dio un pasito atrás lleno de contrición. En mi vida he visto una interpretación tan desvergonzada, pero Wiggins conocía a su público. Athelney Jones estaba turbado y sentía al mismo tiempo repulsión por la pusilanimidad del joven. Al fin reaccionó agitando sus brazos en el aire.
—Bien, bien, basta. No le molestaré más, señor Wigmore. Le aseguro que no corre usted peligro. Y no vuelva a llamar a Scotland Yard de no ser absolutamente necesario. Ahora tengo que irme. ¿Se va usted también, doctor? Podríamos ir en el mismo simón...
Yo no tenía el menor deseo de estar un rato en compañía de Athelney Jones, pero por otro lado no quería que pensara que deseaba quedarme con Wiggins, porque era mucho mejor que Jones no lucubrase sobre el hecho de que nos conocíamos y habíamos llegado juntos a la casa.
—Conocí al señor Wigmore la noche del incendio —le dije a Jones—. Cuando averigüé que había formado parte de los irregulares de Baker Street quise naturalmente charlar un poco más con él. Hemos estado comiendo en Mancini para hablar de los viejos tiempos. Pero ya es hora de que regrese a Queen Anne Street. Me encantará compartir con usted su simón.
Dirigí una mirada a Wiggins. Él pareció comprender perfectamente mi actitud. Sonrió como un bobalicón y me dijo:
—Ha sido muy agradable, doctor. Una comida soberbia. Me gustaría que volviéramos a vernos muy pronto.
El acento que cargó en sus últimas palabras era sin duda una referencia a la cita que habíamos acordado minutos antes. Habíamos decidido vernos al día siguiente en la sesión de primera hora de la tarde del Pavilion Theatre.
Estreché la mano de Wiggins y me fui con Athelney Jones.
Eran casi las cinco en punto y había oscurecido mucho. Las farolas lanzaban su apagado brillo hacia la húmeda calzada. Había cesado el vendaval, pero llovía bastante. Las gotas caían verticalmente y repicaban contra el suelo y el techo de nuestro coche. Me sorprendió no tener que soportar la efusividad de Jones durante el recorrido, pues había temido lo peor. Pero de hecho se mostró bastante meditabundo, y cuando las farolas iluminaban intermitentemente su rostro a medida que avanzábamos, comprobé que estaba profundamente sumido en sus pensamientos. Tenía los labios sombríamente apretados.
Cuando por fin el simón torció para entrar en mi calle, le pregunté por su estado de humor.
—Vivimos tiempos peligrosos, doctor Watson, muy peligrosos —murmuró en respuesta, secándose el rostro con el pañuelo. Tenía el labio superior húmedo y casi parecía estar hablando consigo mismo—. La situación internacional es muy grave. Se ha roto el equilibrio de poder. Podremos resistir todavía algún tiempo, pero ¿qué nos deparará el futuro?
—Pues a mí me parece que el mundo está la mar de bien —observé, más para forzarle a explicarse que por otra cosa.
Cuando Lestrade y Gregson se refirieron a lo mismo un par de meses antes pensé que era una hipérbole, pero ante la confirmación que parecía dar Jones —cuya posición era más elevada y más cercana a las esferas del poder que la de los otros dos inspectores—, me sentí muy interesado.
—Parece que todo esté bien, ¿verdad? —dijo—. Pero a usted se lo parece porque no sabe lo que ocurre. El gobierno está furioso. Me han enviado a seguir la pista de Holmes. Le necesitamos urgentemente.
El simón se paró delante de mi casa.
—Siento no poder ayudarle —le dije.
—¿Sí? —contestó abstraídamente. Luego siguió pensando en voz alta—. Es como si hubiese alguna fuerza que estuviese manipulándolo todo y echando a perder nuestros mejores esfuerzos. Bien, doctor, confío que será capaz de mantener esto en secreto.
Yo había bajado y estaba en la húmeda calzada bajo mi paraguas:
—No diré nada, desde luego. Adiós, inspector Jones.
—Adiós —dijo él hundiéndose en el asiento.
Lo último que vi de él antes de que el simón desapareciera fue su pañuelo secando el sudor de su rostro.
Hacía demasiado frío para sudar.
Entré en casa. Estaba fría y oscura después de haber pasado vacía un día y una noche. Encendí inmediatamente la lámpara del techo, pero justo en el instante antes de que el vestíbulo se iluminara me estremecí. El conocido aspecto de los objetos que me rodeaban era tranquilizador. En seguida dejé el paraguas goteante en el paragüero y colgué mi abrigo de una percha, y me reí de mí mismo, aunque todavía algo nervioso. Supe inmediatamente la causa de mi estremecimiento: Moriarty. Lanzado en pos de la pista de Sherlock Holmes —en la que había conseguido avanzar mucho y muy de prisa—, no había tenido tiempo de preocuparme por el hecho de que el criminal más peligroso de toda Europa hubiese estado a punto de quitarme la vida apenas dos días antes. Y pensé que seguramente Moriarty estaba todavía cerca. Hasta ese momento había tratado de que yo le condujera al lugar donde Holmes se encontraba con una nota falsificada y un par de disfraces. Era evidente que hasta aquella noche no había conseguido localizarle y que me había utilizado a mí para que le ayudara sin saberlo. Pero no había ningún motivo que me permitiera pensar que había abandonado sus esperanzas de lograr hallarle a través de mí. Comprendí que él o alguno de sus agentes estaba cerca en aquel mismo momento. Revisé de memoria todas las caras que había visto a lo largo de mis pesquisas de los dos últimos días. No daba la sensación de que me hubieran seguido, pero cualquiera de esos rostros había podido estar observándome, siguiendo mis pasos, escuchando discretamente, informando a su jefe. Holmes me había dicho muchas veces que la red de Moriarty era amplísima.
¿Qué tenía que hacer ahora que me parecía estar cerca del momento de hallar a Holmes, cuando pensaba lograr un gran descubrimiento? Antes de tomar una decisión esperé unos segundos, pero la respuesta me sobrevino antes de lo esperado: mi deber era seguir adelante. Había llegado demasiado lejos para detenerme.
Por supuesto, decidí acudir al día siguiente a mi cita con Wiggins en el Pavilion Theatre.
Mi esposa tenía que estar de regreso de sus vacaciones el jueves siguiente. Como los dos últimos días habían sido agotadores y en ellos pasé por un peligro gravísimo, pensé que lo mejor sería escribirle una nota para decirle que me encontraba bien. Y así lo hice a continuación. En la carta no mencioné, sin embargo, ningún detalle sobre las aventuras que había vivido, naturalmente, sino que me limité a decir que todo se estaba desarrollando normalmente y que esperaba que también ella estuviese disfrutando de los días de descanso que pasaba en el condado de Kent, y que tenía grandes deseos de tenerla pronto de regreso a mi lado. Después de escribir la carta traté infructuosamente de leer algo para pasar el rato durante varias horas, y me retiré a la cama temprano.
Esa noche soñé. Mis sueños no fueron tan animados ni tan desconcertantemente sugerentes como la noche que tuve la pesadilla en la que Holmes y Moriarty se sustituían bajo la rueda de objetos en movimiento. En lugar de eso pasaron ante mí fragmentos del rompecabezas e imágenes de mi búsqueda, pero de una forma inconexa, como si se hubiera producido en mi cerebro una explosión que los hubiera desparramado por todas partes sin el menor orden. Soñé con la nota ingeniosamente falsificada que me trajo Billy; soñé con los seis brillantes tubos de ensayo con los que Moriarty había hecho juegos malabares, y las seis piedras con que Wiggins hizo lo mismo poco después; soñé con la expresión asustada de la señora Hudson y en la sonrisa de Wiggins, que me miraba con la bufanda amarilla flotando a la altura de sus hombros; soñé con Athelney Jones, que se secaba constantemente el sudor de la cara con su pañuelo. Apareció también todo el reparto de The Orchid bailando y cantando y saludando, para ser sustituido luego por Alfred Fish, que sacaba cientos de brillantes monedas de debajo de un mantel haciéndolas desaparecer luego, con su persona incluida, con un chasquido de sus dedos. Simon Bliss, el anciano del Club Diógenes, se me acercó tambaleante, agitó con su mano temblorosa la boquilla de su pipa debajo de mi nariz y me lanzó una mirada de enterado. Después surgieron los rasgos del rostro de Sherlock Holmes, pero parecía una máscara de cera, fantasmal e irreal. Sus labios me repetían: «Venga, venga inmediatamente.» Era como un muñeco mecánico. Pero también su cara se fragmentó y acabó por desaparecer.
La última imagen que vi antes de despertar bruscamente al gris amanecer del día en que confiaba volver a ver a mi amigo, fue la de la extraña jaula plateada del laboratorio, la jaula que estaba en el centro del complicado aparato que lo llenaba. La jaula que en mi opinión, aunque fuera una opinión que no era capaz de fundamentar, era la clave del misterio.