CAPÍTULO 19
HOLMES y yo nos encontrábamos en la cumbre de un peñasco que dominaba el pueblo de Fulworth: un amasijo de casas desordenadas a ambos lados de una calle principal que conducía al muelle en el que los barcos de pesca se bamboleaban movidos por la marea que empezaba a subir. En el horizonte había empezado a acumularse una neblina que impedía ver el continente. Las manchas blancas del mar se habían alargado y ahora el oleaje batía con fuerza la costa.
Dimos media vuelta para regresar a Birling Farm.
—Ha llegado usted al núcleo de la cuestión —le dije a mi amigo—. Moriarty. Aunque cuando vi la jaula me quedé desconcertado, conocer a Moriarty fue mucho peor. Cuando vi que se le parecía tanto a usted, me quedé pasmado. Un día me dijo que le había conocido de joven. Yo supuse primero que ustedes tenían que estar emparentados, y hasta llegué a pensar que eran hermanos, quizá gemelos. Pero cuando se lo pregunté a Moriarty, él me dijo que no. Todavía me acuerdo que me dijo que usted y él tenían unas relaciones más estrechas que las que pueda haber entre dos seres humanos. ¿Qué quería decir con eso?
Una expresión de dolor cruzó el rostro de Holmes.
—Usted tuvo un padre, ¿no es así? —me preguntó tras veinte pasos de silencio.
Yo no entendí a qué venía aquel cambio de tema.
—Naturalmente.
—¿Y tuvo una madre?
—Fue una mujer maravillosa. Por desgracia, mi padre y mi madre murieron antes de que yo me fuera a la India, y no pudieron ni siquiera dirigir hasta el final mi educación. No tengo en Inglaterra más parientes que Violet, mi esposa. Pero usted ya sabe perfectamente todo esto. ¿Qué tienen que ver mis padres con lo que estamos tratando?
—Dice usted que su madre fue una mujer maravillosa, y le creo, amigo Watson. Ni usted ni yo somos personas dadas a los recuerdos. Siento que a lo largo de estos años me haya contado tan pocas cosas sobre ella. Ojalá tuviera en mi pasado una mujer tan tierna. Un recuerdo así debe de ser consolador y debe de dar fuerzas.
—¡Entonces es usted huérfano! Yo me preguntaba por qué no hablaba nunca de sus padres...
—Soy un huérfano de la raza humana, como Moriarty. Los dos somos huérfanos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no he tenido madre, que no tuve padre, y que tampoco los tuvo Moriarty.
Cuando le oí decir aquello me enfadé bastante. Me dio la sensación de que Holmes volvía a tomarme el pelo. Pero él estaba muy serio mirando hacia el centro del Canal.
—¡Es imposible! —le dije—. Evidentemente, usted nació y le dio a luz su madre, una mujer que debió de cuidarle y rodearle de cariño. Y debió de haber alguien que la sustituyera cuando ella faltó.
—No fui dado a luz en el sentido que usted dice, Watson. Ni yo ni Moriarty ni otros muchos hemos nacido así —dijo Holmes cogiéndome del brazo—. Y eso es lo que explica el asombroso parecido que hay entre nosotros dos. Es un parecido que va mucho más allá del simple aspecto físico. Él y yo tenemos los mismos huesos, los mismos órganos, los mismos tejidos...
—¡Usted y él son el mismo hombre! —exclamé pensando que la teoría de la personalidad escindida, que ya había expuesto ante Wiggins, se confirmaba.
Me sentí absolutamente confundido. Di un paso atrás. ¿Acaso iba a encorvarse su espalda e iba a lanzarme la sonrisa burlona de Moriarty?
Holmes me dirigió sin embargo una mirada tranquilizadora, y mi pánico empezó a desvanecerse.
—Moriarty y yo no somos un mismo hombre, Watson; no tenemos el mismo cuerpo. Sólo quería decir que, físicamente al menos, su cuerpo y el mío son iguales.
Holmes reanudó el paseo y yo le seguí hasta ponerme a su altura.
—Sólo he tratado de darles unos simples indicios de las maravillas que llegarán a ser realidad en el futuro. No le he mentido cuando le he dicho que he caminado por la superficie de la Luna, y también por la de varios planetas además de la Tierra. Cuando le he dicho que he llegado a Inglaterra procedente de un tiempo situado dentro de trescientos años, le he dicho la verdad. Y le pido, Watson, que crea estas cosas y también otras. Le pido que crea que el profesor James Moriarty es un duplicado exacto de mi persona. Ni él ni yo nacimos, Watson. Fuimos, por decirlo con una palabra de un libro que no se ha escrito todavía, decantados.
Me invadió un acceso de ira.
—Holmes, soy un médico. ¡A mí no va a engañarme así! Estoy dispuesto a creer que ha viajado por el tiempo. Como mínimo es una posibilidad lógica. Pero me parece que me pide demasiado si quiere que crea que usted no nació de la unión de un hombre y una mujer... ¿Decantados? ¿Vertidos de un frasco? ¿Y ahora, qué va a contarme, que le concibieron en el cristal de un reloj y le destetaron en un tubo de precipitación?
Holmes se puso a reír:
—Watson —me dijo—, ¡es usted asombroso! Perdóneme, pero lo que acaba de decir es mucho más exacto de lo que se imagina.
No hice el menor caso de la alegría que manifestaba mi amigo y seguí atacándole:
—¿Y afirma que Moriarty es un duplicado exacto de usted? ¿Cómo quiere que crea esas tonterías?
A nuestra izquierda se levantaba la cresta de una serie de colinas. Detrás de ellas, y a cubierto de los vientos costeros, estaban los prados en los que Holmes me había dicho que estaban las colmenas con sus abejas. Holmes señaló hacia allí y me dijo:
—No es por casualidad que me he convertido en un apicultor.
Que se pusiera a hablar ahora de su entretenimiento favorito me enfureció más aún.
—¡Abejas, abejas! No quiero hablar precisamente de abejas ahora, Holmes. ¡Tiene que aclarar inmediatamente esa ridícula afirmación que ha hecho sobre usted y Moriarty! Tiene el deber de aclararlo ahora mismo, y no voy a permitirle cambiar de tema.
—No cambiaba de tema, Watson. Las abejas irán muy bien para explicárselo. ¿Sabe que sólo hay tres clases de abejas en cada colmena? Hay una reina, unos cientos de zánganos, y varios miles de obreras. Los zánganos son todos iguales entre sí; es imposible distinguir uno de otro. Y lo mismo ocurre con las obreras. Cada zángano y cada obrera es un duplicado de todos los demás de su misma categoría.
—Sí, pero eso son abejas, y nosotros estamos hablando de seres humanos.
—Yo le estoy hablando de la vida, y todas las formas de vida tienen algo en común: están hechas de células, y dentro de cada célula de cada ser vivo se encuentra el patrón genético de todo ese ser, tanto si es animal, como si es una planta..., como si es Sherlock Holmes.
—¿Patrón genético?
—La ciencia de la genética acaba de ser inventada y está en mantillas, pero creo que usted conoce los trabajos que Mendel y otros han hecho sobre los rasgos heredados y la cría de híbridos que respondían a determinadas características. Piense en la posibilidad de hacer más sutiles las investigaciones de Mendel, y de crear instrumentos capaces de analizar y planificar los misterios que permiten que la vida se reproduzca.
Mi furia había desaparecido, pero sentía cierto temor.
—Lo que me dice me asusta, Holmes. ¿Qué pueden hacer los hombres con estos conocimientos?
Mi amigo volvió a detenerse y giró para mirarme. Luego abrió los brazos y dijo:
—Yo soy la respuesta a esa pregunta.
El viento levantó su abrigo y lo hizo aletear en torno a su delgado cuerpo. Frunció el ceño y me quedé mirándole. Su cara me decía que era verdad.
—¿Puede decirse entonces que su vida ha sido creada por el hombre?
Volví a sentir la misma presión en las sienes y el mismo abrumado asombro que sentí cuando Holmes me dijo que había viajado hacia atrás en el tiempo, pero esta vez, aunque la intensidad de mis sentimientos fue terrible, logré soportarlo. Estaba dispuesto a resistir cualquier cosa.
—Ni siquiera en mi mundo existe una vida de la que pueda decirse que ha sido creada por el hombre —dijo Holmes—. Pero los hombres del futuro son capaces de obtener múltiples duplicados a partir de células idénticas y de conseguir por lo tanto que nazcan muchos hombres que posean las características que se desee. Estoy seguro de que, como médico, le fascinaría a usted conocer el proceso por el que se logra esto, por mucho que criticara los objetivos para los que se utiliza, pero no tengo tiempo para explicárselo. Baste decir que dentro de menos de medio siglo empezarán a realizarse los primeros experimentos de reproducción de vida animal a partir de células sin necesidad de la cópula sexual. En mi mundo sigue existiendo la reproducción humana por el método sexual, pero también nacen seres como Moriarty y yo que salimos de unas células muy seleccionadas y, debido a ello, gozamos de unas características especiales. Antes le he dicho que me destinaron a ser actor cuando yo era muy pequeño. De hecho ese destino empezó antes de que yo «naciera».
Aquello era escandaloso.
—¿Quiere decir que se produce una hibridación de seres humanos, que se selecciona la especie?
—Si no me equivoco, la clase alta inglesa procura no mezclarse con las demás y habla hoy en día de la pureza de la sangre.
Me quedé callado un momento, porque en esto tenía razón.
—Es decir, que usted y Moriarty son fisiológicamente iguales, y que tienen el mismo talento porque en cierto sentido los dos proceden de células idénticas, ¿no es así?
—Eso es exactamente lo que digo. Es la verdad —dijo en un tono de tal certidumbre que mis dudas se desvanecieron.
Entonces se me ocurrió una idea:
—Esto quiere decir que no son los dos únicos duplicados que existen, que, en el futuro, hay además otros hombres que son iguales que usted...
—Exactamente.
La idea de que existieran muchísimos Sherlock Holmes me dejó perplejo. Pero cuando pensé que también podía haber muchísimos Moriarty me sentí aterrado, y en seguida se lo consulté a Holmes.
—No hay más que un Moriarty —dijo.
Mientras continuábamos nuestro paseo traté de encajar todo aquello. Poco a poco mis pensamientos fueron ordenándose hasta que por fin conseguí configurar dos preguntas:
—¿Cómo es que si usted y Moriarty salieron de células completamente iguales la personalidad de Moriarty y la suya son tan diferentes? ¿Y qué es lo que hace usted en la Inglaterra del rey Eduardo?
—Estamos aquí porque Moriarty quería vivir en un mundo primitivo (usted perdonará, Watson, que utilice esta expresión), pero lo suficientemente civilizado, a fin de conquistarlo primero y disfrutar luego de sus lujos. La otra pregunta es más difícil de contestar. Desde luego, nuestras personalidades no se diferencian debido a la educación que recibimos, pues los dos tuvimos la misma. Supongo que en el curso del crecimiento de Moriarty hubo algo que se estropeó. No fue desde luego algo interno, porque conserva todas sus facultades y su cerebro está tan capacitado como el mío. Debió de ser algo que produjo una perversión moral. Moriarty es un monomaniaco endiabladamente inteligente que no concibe ningún objetivo que no sea el de la satisfacción de sus más bajas necesidades. Imagino que todavía debe de recordar usted las cosas que le dije sobre el equilibrio entre el bien y el mal durante nuestra última velada en Baker Street, la noche que fingí retirarme. Le dije entonces que en mi opinión no podía haber una personalidad en la que el mal hubiera derrotado totalmente al bien, pero luego admití que podía darse algún caso. Y lo hice pensando en Moriarty. En algunos momentos hasta le compadezco. Pero es necesario detenerle. Y el único responsable soy yo.
—¿Por qué?
—Porque él y yo somos iguales, porque él es yo. Del mismo modo que él podría ser como yo soy, yo habría podido ser como él es. Moriarty es mi imagen especular y este hecho no puedo evitarlo por mucho que me empeñe. Veo en él mi lado negro, el lado que es necesario borrar. Por otro lado, nos conocemos desde pequeños.
—¿Se educaron juntos?
—Sí.
En aquel momento noté que la expresión de Holmes había cambiado. Ya no estaba mirando el Canal. Sus ojos seguían dirigidos hacia delante, por el serpenteante camino que avanzaba al borde del arrecife, pero noté que no veía nada de aquello, que no estaba mirando los matorrales de aulagas ni las matas de hierba, sino algo que estaba situado a trescientos años de distancia en el tiempo, un futuro que paradójicamente era su pasado.
—Moriarty y yo, y otros como nosotros, fuimos educados juntos en una Inglaterra diferentísima de ésta, en un edificio blanco y limpio diseñado con la intención de crear niños felices, capaces de disfrutar con el futuro que otros hombres habían predeterminado para ellos. Éramos en cierto sentido un experimento y, tal como usted ha supuesto, éramos muchos. Aparte de una capacidad de observación mayor de lo normal y de una inteligencia extraordinaria, teníamos desde el principio una gran facilidad para la imitación de cuanto veíamos, una fuerte tendencia exhibicionista y un sentido agudizado del histrionismo. Aparte de nuestro grupo había otros con diferentes clases de facultades físicas e intelectuales, chicos dotados para las ciencias, las matemáticas o la enseñanza por ejemplo. Y también había otro grupo de niños sumisos que detestaban la idea de tener que tomar decisiones y les gustaba obedecer.
Estos últimos me recordaron las abejas obreras, y la idea me pareció horrorosa. Cuando se lo dije, Holmes me contestó:
—Ahora también yo lo veo así, pero entonces no se me ocurrió ni siquiera criticarlo. Antes de la edad adulta, todos los niños estábamos mezclados y jugábamos juntos. Aunque todos los miembros de mi grupo nos parecíamos muchísimo, poco a poco fueron apareciendo pequeñas diferencias de personalidad y, como éramos muy observadores, aprendimos a distinguir entre unos y otros. Fue allí donde empecé a aprender a observar muy de cerca las diferencias humanas, y ese aprendizaje ha sido muy útil para mi carrera de detective. Estas pequeñas diferencias que más adelante acabaron por ser divergencias considerables, podían apreciarse en nuestro porte, en nuestra forma de hablar, en nuestros ademanes. La personalidad no cambia solamente la conducta sino que también afecta el aspecto. Moriarty es una clara demostración de lo que afirmo.
»Desde el primer momento se notaron las preferencias de cada grupo. Los del mío nos dedicábamos a imitar a los de los otros, nos gustaba ser extravagantes, salíamos a la tarima a la menor oportunidad que se nos daba, éramos competitivos y tratábamos de atraer la atención de los demás. Estoy seguro de que jamás ha habido niños tan repelentes como nosotros... Me acuerdo muy bien de Moriarty. De pequeño ya destacaba sobre los demás miembros del grupo. Era un alumno tan aventajado como todos los demás, pero su necesidad de captar la atención de los otros parecía más intensa, y mayor también su deseo de estar en el centro del escenario. Era celosísimo y siempre quería controlar a todo el mundo.
—Quiere decir que era un pequeño tirano, ¿no?
—Sí, Watson. Eso es lo que era, aunque esos rasgos sólo fueron apareciendo gradualmente. Era una persona con un gran dominio de sí mismo, que ocultaba sus decepciones tras esa forma insinuante de comportarse que usted habrá podido observar. Pero detrás de su aparente flema, todo su ser estaba impregnado de odio y rencor. Creo que fue esa perversidad, y esa incapacidad de salir de sí mismo, lo que obstaculizó su carrera de actor. Mientras que yo aprendía con relativa facilidad y me alegraba de mis triunfos, Moriarty tenía que luchar constantemente contra la carga que suponía su mala voluntad. Siempre consiguió mantenerse a mi altura, ¡pero debió pagar por ello un precio altísimo! Fue por esta razón que acabó odiándome.
—Ahora ya comprendo por qué Moriarty prometió destruirle a usted —dije—, y también de dónde vienen sus profundos conocimientos del oficio de actor. Ahora sé por qué Moriarty y usted son tan parecidos y al mismo tiempo tan diferentes. Dice usted que Moriarty ha viajado atrás en el tiempo con intención de conquistar un mundo, pero todavía no me ha explicado por qué está usted aquí. ¿Vino a nuestra época para salvarnos de la malignidad de Moriarty?
—Me sentiría muy orgulloso si pudiera afirmarlo, pero no fue así. Quien me trajo a esta época fue el propio Moriarty.
—¿Y por qué lo hizo? ¡Si usted era precisamente el único hombre capaz de echar por tierra sus planes!
—Su mente funciona de una forma muy extraña, Watson. Moriarty me trajo aquí para desafiarme y para demostrar que era más poderoso que yo. Para que pueda comprender cómo pudo llegar a pensar así tendré que hacer una pequeña digresión. Ya le he dicho que gracias a mi concepción y mis estudios llegué a convertirme en un gran actor. A los veinticinco años ya estaba considerado como un fenómeno. Mi nombre era famoso en toda la Tierra y en otros planetas. Tal como le he dicho antes, había en esa época muchas clases de pasatiempos electrónicos, unos muy espectaculares y otros francamente curiosos, que ahora no tengo tiempo de describirle. Pero el arte del actor que interpreta en el escenario un papel seguía vivo porque se habían inventado nuevas técnicas que le habían permitido crear un espectáculo especial. Los actores eran fuentes de fascinación permanente para su público, tal como lo han sido siempre los hombres del teatro. A nuestros espectáculos acudían grandes multitudes. Yo era joven y vivía rodeado del éxito. Noche tras noche salía a los escenarios ante el público, y domaba, conmovía, hacía reír y llorar y pasmarse a miles de personas vociferantes que gritaban mi nombre al terminar la función. Era el asombro de todos y todos me adoraban.
»También Moriarty era asombroso, pero lo era por diferentes motivos; él sabía brillar ante el público, y era muy espectacular, pero ni estaba a gusto en el escenario ni conseguía que la gente llegara a quererle. Era como si les forzase a admirarle, pero en contra de su voluntad. A mí me veía como a su rival más directo. Un día decidió que tendríamos que enfrentarnos en otro escenario. Moriarty sabía que en nuestra época, el futuro en el que él y yo vivimos antes de venir aquí, sus poderes eran limitados, pero que en una época pretérita podía llegar, gracias a sus conocimientos, a convertirse en un rey, y satisfacer de esta forma su deseo de ser el único hombre admirado, de determinar incluso los destinos del mundo. Me parece que también pretendía vengarse de su era, pues en su cerebro albergaba rencor contra nuestro mundo. Regresando al pasado, Moriarty creía que podría llegar a cambiar el futuro. Éste era más o menos su plan.
»Pero tenía un fallo. Si desaparecía me dejaba a mí libre para triunfar plenamente sin competencia alguna. A mí, que simbolizaba todo lo que él detestaba, esa destreza y esa facilidad que no estaban a su alcance. Y eso era algo que no podía tolerar. Fue así como tramó un complot para atraparme y traerme consigo y por la fuerza a esta época, que antes había sido cuidadosamente seleccionada por él. Me engañó, me ató y después me explicó qué era lo que pretendía hacer. Se sentía muy orgulloso de su idea. Luego, por medio de una máquina del tiempo que se había procurado por medios ilegales, y que era muy parecida a las jaulas que yo he conseguido fabricar ahora, nos transportó a los dos hasta aquí. La máquina desintegró nuestra sustancia hasta reducirla a sus partículas esenciales, nos lanzó por el complejo tejido del tiempo, y nos devolvió nuestra integridad en una verde colina, un día de verano de 1878, a menos de cinco kilómetros de Camford.
Holmes se quedó callado un momento. Miró de nuevo el oleaje de las aguas del Canal desde el risco en el que nos habíamos detenido antes de volver a Birling Farm, y se quedó así un rato. El viento silbaba a nuestro alrededor y hacía aletear nuestros abrigos. A lo lejos se oyó el relincho de un caballo. Un grajo graznó desde el muro de piedra y después salió volando hacia poniente. El bote de antes había desaparecido y pensé que ojalá el muchacho que llevaba el timón hubiese llegado ya a su casa de Fulworth. Eran casi las tres en punto, y el cielo, que se había cubierto de gruesas nubes grises, amenazaba lluvia. La inminente tormenta se notaba en el aire.
—¿De modo que mi Inglaterra, la Inglaterra de Finales del siglo XIX, fue la época que eligió para que se desarrollase el drama de su combate contra usted? —le pregunté a Holmes.
—Exactamente, Watson —dijo mi amigo tomándome del brazo y encaminando mis pasos en dirección a Birling Farm—. Moriarty está completamente loco. En cuanto llegamos a esta época me dijo en tono desafiante: «¡Ahora veremos quién le puede a quién!», como si a mí me importara lo más mínimo esa cuestión. Pero para él este combate es la única razón de su vida. Por otro lado, y una vez aquí, yo también me vi forzado a dedicarme a competir con él, porque no tenía más remedio que hacerle frente para impedirle llevar a cabo sus propósitos. Aparte de mí no hay nadie en el mundo que sepa quién es él en realidad y cuáles son sus malévolas intenciones. Tampoco hay nadie que sepa hasta qué extremo de agudeza llega su inteligencia. Su locura llega a veces a ser genialidad.
—Y lo que él quiere es saber si su inteligencia es superior a la de usted, ¿no es así?
—Si logra acabar conmigo habrá demostrado su superioridad. Si lo consigue, nadie podrá impedirle lograr sus propósitos de dominio sobre el mundo, porque esta época no está preparada para un hombre con sus conocimientos e inteligencia. Ahora, Watson, ya sabe usted hasta qué punto es grave la situación, y por qué me he dedicado a combatir el crimen y a hacer progresar los métodos de investigación hasta donde he podido, y por qué no he limitado mis actividades a Inglaterra solamente.
»No puedo olvidar la maravillosa tarde dorada de mi llegada a esta vieja Inglaterra. Pasada la conmoción del viaje, Moriarty me desató. Nos levantamos y nos quedamos mirando el cielo azul y oliendo una cálida brisa cargada de aromas. Estábamos en una preciosa colina en la que revoloteaban y cantaban unos pajarillos que a nosotros nos resultaban desconocidos. Yo quedé hechizado por la belleza de todo lo que me rodeaba. Para Moriarty, en cambio, aquello no era más que un mundo que estaba dispuesto a conquistar. «Una Inglaterra diferente, prístina y madura —graznó triunfalmente—. Ya veré qué partido puedo sacarle. Ahora, ve tú por tu camino, que yo iré por el mío. Tenemos tiempo de sobra para volver a encontrarnos; es inevitable que tarde o temprano choquemos. No podemos dividirnos este mundo: uno de los dos se quedará con todo...» Dio media vuelta y se fue. Ya no volví a verle hasta después de varios años, cuando ya tenía formada su organización diabólica y su sombra empezó a cernirse sobre todas mis investigaciones. Sí, casi cada vez era la sombra de su cuerpo —¡del mío!—, distorsionada por el odio y el egoísmo, la que asomaba tras el recodo de un sendero, desfigurando el paisaje a su paso.
Holmes se quedó callado de nuevo. El resto de la historia ya lo conocía. Holmes ingresó en la compañía teatral en la que actuaba Alfred Fish, que casualmente se encontraba en Camford, porque le ofrecía la posibilidad de trabajar en un oficio que conocía de sobra.
—Me fijé en los actores y aprendí mucho de ellos —me explicó Holmes—. Cambié mi acento y mis costumbres, y me convertí en un joven caballero típico de la era victoriana. Una vez aprendido mi papel me dirigí a Londres, aunque no con la intención específica de interponerme en el camino de Moriarty. En aquel momento yo no sabía todavía qué había sido de él, aunque temía que de un momento a otro empezara a actuar. En realidad, cuando le dije a Fish que iba a Londres porque tenía que hacer un trabajo, me refería solamente a mi intención de dedicarme a combatir el mal en todas sus formas, a modo de entrenamiento para mi futuro combate contra Moriarty. También es cierto que no quería seguir actuando en los escenarios. Comprendí que en mi interior se encontraba en potencia la posibilidad de llegar a ser otro Moriarty, y por otro lado ya había disfrutado bastante tiempo del placer que supone seducir un público y conquistarlo. De modo que decidí utilizar mi experiencia de actor en otro oficio, el de investigador. Para investigar, lo principal es ser capaz de entender las verdaderas intenciones que se ocultan tras un disfraz, y mis conocimientos y preparación me fueron muy útiles en esta actividad. Además, inicié esta nueva profesión con el mismo celo e inteligencia que había derrochado cuando estudiaba para ser actor. Contaba también con mis conocimientos de profano de los métodos de investigación que sabía que utilizaba en el futuro la policía de mi época, y que pude adaptar a las condiciones de ésta sin graves problemas.
»Ahora tengo que confesarle algunos engaños más que hasta ahora usted desconocía, pero que supongo que podrá perdonarme también. En realidad no fui nunca universitario, como le dije, y todos los casos que afirmé haber investigado antes de conocerle, como el del ritual Musgrave, por ejemplo, no fueron más que puros inventos. Mi más feliz encuentro desde mi llegada a este mundo fue el que tuve con usted, mi querido y viejo amigo, hace veintidós años, cuando empezaba a tratar de crearme una reputación, de acuerdo con mis propósitos. Usted me ha dado a lo largo de estos años una ayuda preciosísima, porque gracias a sus relatos mis métodos de investigación han empezado a ser apreciados y practicados. Tanto por ésta como por otras muchísimas razones, siempre le estaré agradecido.
Yo me sentí enorgullecido.
—Gracias, Holmes —le dije—. Y, dígame, ¿montó el laboratorio secreto en cuanto llegó a Londres?
—Sí, en cuanto la señora Hudson me alquiló su sótano.
—Ahora sí resulta fácil entender por qué tenía que mantenerlo todo en secreto. Fue una demostración más de lo útil que es la osadía. ¡Estaba cerquísima de nuestras habitaciones, y nunca lo adiviné! Por otro lado, estoy seguro de que hay que considerar como una extraordinaria proeza que lograra construir una máquina del tiempo con los primitivos medios y materiales de esta época. Supongo que los libros científicos de Rutherford y los otros debieron constituir una gran ayuda en esta labor. Pero, ¿qué sentido tenían todos esos otros libros que trataban de temas sobrenaturales?
Holmes sonrió:
—Es un tema muy interesante, Watson. Me habría gustado disfrutar de más tiempo para estudiarlo detenidamente. Mi época, que había inventado la posibilidad real de viajar por el tiempo, sólo estaba empezando, y con una cautela extrema y comprensible, a explorar el significado de ese nuevo descubrimiento. Por ejemplo, empezábamos a preguntarnos qué podía ocurrir si viajando hacia el pasado llegábamos a alterar el futuro. Y qué podía ocurrir al regresar a la propia época. Es más, nos preguntábamos si tal regreso era posible. En este último campo seré un pionero. Recogí todos los datos que pude sobre desapariciones misteriosas y encuentros con fantasmas confiando que algunos de ellos fuera en realidad un caso de viajeros del tiempo, procedentes quizá de mi propia época. Lo que yo buscaba eran claves que me permitieran saber cómo regresar a esa época. Sin embargo mis investigaciones no me condujeron a ningún lado y al final me vi forzado a reconstruir la máquina del tiempo sin ayuda de nadie. Cuando creí que Moriarty había perecido en Reichenbach abandoné mis investigaciones, porque decidí quedarme en la Inglaterra actual y trabajar para ella. Pero cuando, hace poco, comprendí que Moriarty había sobrevivido, supe que no tenía más remedio que volver a construir la máquina del tiempo para que se nos llevase a los dos y nos devolviese a nuestra época. He decidido que ésta es la mejor forma de impedir que Moriarty continúe su obra, y nada me hará cambiar de opinión. ¡Vivo o muerto, se irá conmigo!
Habíamos llegado a la casa de Holmes. Entramos. La sala se había calentado y cogimos las dos sillas desvencijadas y las acercamos al fuego. Ninguno de los dos se acordaba del hambre que tenía. Yo sabía que aquélla iba a ser la última vez que estuviéramos sentados los dos charlando frente a una chimenea. Y cuando lo pensé, esta idea, combinada con la apasionante y tremenda historia que mi amigo acababa de contarme, acabó por ponerme triste. Notaba que estábamos viviendo el final de una lucha larga pero necesaria, y lo único que quería, lo mismo que en otras ocasiones, era poder serle útil.
Holmes me había dicho que había concebido un nuevo plan, y que ahora yo tenía que intervenir. Le pregunté cuál iba a ser mi papel en el desenlace del drama.
Holmes estaba otra vez de buen humor. Se frotó las manos frente al fuego, y después sacó su pipa y la encendió con una brasa. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, los codos apoyados en las rodillas y las manos unidas delante por las yemas de los dedos. De entre sus delgados labios salía de vez en cuando un poco de humo. El brillo del fuego iluminaba su rostro, que denotaba decisión y tantos deseos de actuar como solía ocurrirle en sus investigaciones siempre que se acercaba el final.
—En toda esta historia ha habido muchos disfraces, Watson, y creo que estaría bien que el final ocurriera en un escenario, ¿no le parece? Mañana por la noche el Gran Escott actuará por última vez en el teatro de variedades Oxford, cerca de Soho Square. Su aparición no ha sido anunciada. Conseguí que un viejo cliente que me debía un favor accediese a dejarme actuar. Su papel se reduce a volver esta noche a su casa, Watson. Moriarty estará vigilándola, porque sigue pensando que usted le conducirá a mí. Y así será. No correrá usted ningún riesgo, y Moriarty estará donde yo deseo que esté. Lo demás corre de mi cuenta. Como ya le dije, tengo una tercera jaula; por cierto que en nuestra última y breve entrevista Wiggins sugirió que la jaula parecía una ratonera especial para atrapar criminales. Cuando lo dijo no tuve más remedio que reír, porque en realidad así es. La jaula es cebo y trampa a la vez. ¡Esta vez Moriarty no escapará!
Holmes se levantó y dirigió una mirada a la casa que él habría querido que sirviese para su retiro en la Inglaterra de la que poco a poco se había enamorado.
—Se nos está haciendo tarde —dijo—. Pronto tendremos la tormenta encima. Victoria nos llevará a Willingdon justo a tiempo de coger el tren de regreso a Londres. Supongo que no lloverá hasta más tarde. En marcha.