CAPÍTULO 12

—¿EL Gran Escott? —dije alarmado—. ¿Magia? No comprendo. En cualquier caso, que hayas ido esta tarde al Pavilion es sólo una coincidencia.

Pero mi afirmación no me pareció convincente. Sherlock Holmes me había enseñado a no fiarme de las coincidencias.

Wiggins tardó en contestar.

—Quizá haya sido una coincidencia —dijo al fin—, porque nadie me influyó para que fuera allí. Fui a ver al Gran Escott, el mago que según mis amigos será pronto el ídolo de todo Londres. Y tenían razón. Ese tipo es asombroso. Aunque...

Todavía se mantenía la sonrisa en su rostro, una sonrisa que mostraba lo estimulante que para él era el rompecabezas. Incapaz de contenerse por más tiempo, saltó de la butaca y se puso a pasear de un lado para otro agitando tras de sí la falda del caftán.

—Es maravilloso, maravilloso. Tengo que pensar.

Se volvió hacia mí con las manos unidas a la espalda y se quedó balanceándose sobre sus talones y mirando la ventana contra la que seguía repicando la lluvia. Más allá se extendía el laberinto de las calles de la gran ciudad. En algún lugar de Londres se escondía la clave del misterio.

—Ahora comprendo el gusto que sentía Sherlock Holmes por los misterios.

—Sí, muy comprensible —dijo impaciente—, pero seguimos enfrentados al misterio, y a mí lo que me gustaría es haberlo resuelto ya. ¿Podemos obtener alguna clave de este placer que siente Holmes ante los misterios, y que tú pareces compartir?

—De momento no. ¿Ha omitido usted algún detalle?

—Creo que no.

—Entonces, dejémoslo por esta noche. Durante las últimas veinticuatro horas ha visto usted muchísimas cosas. Y yo acabo de enterarme de su aventura. Durmamos, y a ver si la almohada nos da alguna idea brillante. Le invito a dormir en su antigua habitación. Es posible que eso estimule sus poderes deductivos. Tengo entendido que su esposa está fuera de Londres. No habrá ningún problema.

En seguida me di cuenta de lo cansado que estaba tanto física como mentalmente, y como no me apetecía en absoluto salir a la calle, buscar un simón y volver a casa, acepté su idea sin dudarlo. Me gustó comprobar que a diferencia de la sala, que tan cambiada había encontrado, el dormitorio que yo había utilizado contenía aún mi cómoda cama. Después de mi boda Holmes se la había dejado a Billy, para que el chico durmiera en ella las noches que volvía tarde de hacer algún recado. Por suerte dormí de un tirón, sin pesadillas ni sueños.

A la mañana siguiente había dejado de llover y cuando abrí los ojos penetraba por la ventana una luz agrisada. Iba a cerrarlos otra vez para dormir un rato más cuando noté unos empujones muy suaves pero insistentes en el hombro. Giré la vista y allí estaba Wiggins, inclinado sobre mi cama, y con unos ojos demasiado despejados para la hora que yo suponía que debía ser.

—¡Venga, levántese, perezoso! —me ordenó—. ¡Tenemos muchas cosas que hacer!

—¿Qué hora es? —conseguí decir con un supremo esfuerzo.

—Las ocho en punto.

Solté un gruñido, pero Wiggins volvió a sacudirme. Contra lo que habría podido esperarse de un ser civilizado, el joven ya estaba completamente vestido, con su estilo impecable de siempre. Llevaba una levita marrón y unos pantalones oscuros.

—Dentro de veinte minutos la señora Hudson estará aquí con el desayuno. Está muy contenta de que esté usted de vuelta en su casa. Ya he encendido el fuego en la chimenea y la sala está calentita como una tostada. No hay excusa que valga, doctor Watson. En pie. Tenemos que poner en práctica mi plan de acción.

Wiggins se retiró y, de mala gana, pero hechizado por el anuncio de un plan que había hecho el actor, me levanté, hice mis abluciones, y al cabo de veinte minutos le encontré sentado ya en la mesa. La señora Hudson había dispuesto nuestro desayuno: huevos, unas lonchas de panceta, tostadas y café, como en los viejos tiempos de mi estancia en Baker Street. Pronto me encontré comiendo con apetito. Wiggins estuvo muy sonriente durante todo el desayuno, pero de sus labios no salió una sola palabra, solamente una de las pícaras tonadillas de The Orchid, que conseguía emitir sin dejar de comer. Era una proeza que me dejó tan asombrado como su habilidad para hacer juegos malabares. Después de terminar de comer echamos las sillas hacia atrás y yo encendí un cigarrillo para acompañar el café.

Le ofrecí un Woodbine a Wiggins, pero él, tras rechazarlo con la mano, me dijo:

—Gracias, no fumo nunca, doctor. Necesito tener los pulmones limpios. Por cierto, no me ha preguntado por mi plan. ¿No le gustaría saber cuál es?

—Estaba a punto de pedirte que me lo explicaras —le dije.

De hecho apenas había sido capaz de contener mi curiosidad mientras desayunábamos.

—Para empezar, hablemos de Mycroft Holmes —dijo Wiggins apoyándose en el respaldo, cruzando los tobillos y poniéndose las dos manos en la nuca—, porque él protagoniza la primera parte de mi plan. He estado pensando mucho durante la noche sobre ese singular hermano de Sherlock Holmes. También he aprovechado la ocasión para releer su versión del caso del intérprete griego. De hecho usted no vio a Mycroft Holmes en el Club Diógenes más que una sola vez, ¿no es así?

—Cierto, aunque aquel mismo día volví a verle horas después en esta misma sala en la que nos encontramos ahora. De aquí nos acompañó a Holmes y a mí en pos de Brixton. Luego el caso tuvo ese desenlace trágico e insatisfactorio que ya conoces.

—Creo que también le conoció el inspector Gregson, ¿verdad?

—Sí.

—Anoche me contó también que tuvo usted relaciones con él durante el desarrollo de otra aventura, un caso de espionaje en el que Lestrade también participó, ¿no?

—Veo que me escuchabas atentamente —observé—. Sí, el año 1895 Mycroft Holmes le pidió a su hermano que le prestase ayuda en un gravísimo caso de robo, el de los planos del submarino de Bruce Partington. Mycroft compareció aquí, en Baker Street, para contarle el problema, y poco después lo hizo Lestrade. Los detalles de este caso ya han sido puestos por escrito. Confío en publicarlos algún día. Aparte de sus protagonistas, eres el primero que se entera de su existencia.

—Anoche dio usted algunos indicios muy interesantes acerca de la especialísima posición que ocupa Mycroft en relación con el gobierno. ¿Podría darme más detalles?

—Puedo decirte lo que Sherlock Holmes me contó. Mycroft es un hombre dotado para los números. Comenzó su carrera de funcionario como auditor de varios departamentos del gobierno situados justamente a la vuelta de la esquina del edificio de su club. Pero su inteligencia acabó por permitirle conquistar un hueco mucho más importante. Aparte de su don para las matemáticas, tiene un cerebro muy ordenado, en el que es capaz de almacenar muchísimos datos. La cosa empezó cuando varios ministerios decidieron transmitir a Mycroft las conclusiones de sus estudios, hasta que al final acabó por convertirse en el gran centro de datos y, en consecuencia, en el hombre al que había que consultar antes de tomar las decisiones importantes. Su posición llegó así a ser fundamental. Seguía cobrando solamente unas cuatrocientas cincuenta libras al año, y nunca se le veía en ningún lado como no fuese en Whitehall, en su club, o en su casa, y a pesar de ello habría podido decirse que debido a sus conocimientos omniscientes y a su cerebro analítico él era realmente el gobierno británico.

Vi que Wiggins me miraba fijamente. Luego se puso a reír. Enrojecí de tristeza.

—Lo siento, doctor —dijo por fin el joven actor cuando consiguió contener las carcajadas—. Lo ha recitado usted muy bien. Demuestra que aprendió perfectamente la lección. Pero, ¿se la cree usted? Mycroft es el gobierno de Gran Bretaña, ¡sin duda! ¿Y sólo le pagan cuatrocientas cincuenta libras al año? Doctor Watson, ha pintado usted un retrato de Sherlock Holmes en el que el detective parece un ser fantástico e incomprensible, y de momento nos conformaremos con esa imagen, ¡pero lo de su hermano es de cuento de hadas!

—¿Por qué?

—¿No me comprende, doctor? —dijo Wiggins con expresión decepcionada—. Muy sencillo. Dudo que Mycroft Holmes exista.

—Pero ¡si yo le conozco! —exclamé en son de protesta ante una sugerencia tan ridícula.

—Y también me conoce a mí. Pero sólo sabe que soy Frederick Wigmore porque yo se lo he dicho, y porque ha visto ese nombre en un cartel. Del mismo modo, la única prueba de que Moriarty es Moriarty, y hasta de que Sherlock Holmes es Sherlock Holmes, es la palabra de cada uno de ellos.

Aquello me desconcertó profundamente, pero entendí adónde iba Wiggins.

Me dirigió una sonrisa maliciosa, se inclinó hacia delante y extendió un brazo sobre la mesa para tirarme de la manga.

—Y la única prueba de que usted es el doctor Watson es el espejo.

—La verdad, Wiggins, no veo la necesidad de gastar bromas —le dije retirando mi brazo—. Éste es un asunto muy serio. ¿Quién es entonces Mycroft Holmes, y qué significado tiene todo ese juego?

—No lo sé, doctor. Es posible que Mycroft Holmes sea Mycroft Holmes. Pero esta mañana, antes de que usted se despertase, me he tomado la libertad de telefonear a Gregson y Lestrade. A los dos les ha fastidiado muchísimo que los molestase tan temprano una mañana de domingo. Pero di la excusa del incendio y les he dicho que llamaba para decirles que no se había producido ningún nuevo desastre. Luego les he tirado de la lengua. Quería saber si ellos podían verificar algo de lo que usted me había contado sobre Mycroft y su importante relación con la administración del país. Lo he hecho sutilmente, no tema; no tienen ni la más mínima sospecha de qué era lo que realmente me interesaba. ¿Sabe cuál ha sido el resultado de mis indagaciones? Los dos me han revelado que Mycroft tiene un papel importantísimo pero muy misterioso en los asuntos del gobierno. ¿Y sabe por qué lo sabían? Porque a los dos se lo había contado Sherlock Holmes. Ésa es la única prueba que tenían, y, al igual que usted, nunca se les había ocurrido averiguarla. ¿Qué piensa usted de todo esto?

La cabeza me daba vueltas.

—Creo que Holmes es muy persuasivo.

—Desde luego, pero no es éste el problema. Lo importante es saber si ha logrado persuadirlos a ellos y a usted de una mentira, y en caso afirmativo, ¿por qué lo hizo?

—¿Y qué tiene que ver todo esto con tu plan?

—Parece que Mycroft es una de las claves de nuestro misterio. Sin proponérselo ha tocado usted un punto débil cuya existencia se remonta a quince años atrás. Por otro lado, Holmes le dijo que había conocido a Moriarty cuando era joven. Es decir, que no sería nada sorprendente que ese juego o ese engaño hubiese empezado hace mucho tiempo, desde el principio. Pero todavía no estamos seguros de nada. Lo que podemos hacer es ir a buscar a Mycroft Holmes, o al hombre que se hace llamar así.

—Bien, pero ¿cómo?

—Empezaremos en el Club Diógenes —anunció Wiggins—. ¡Ahora mismo nos vamos para allá!

Saltó de su silla, desapareció en el dormitorio, y al cabo de un momento reapareció con un gorro de cazador de ciervos que hacía juego con el tweed de su levita. Se puso su abrigo, me pasó el mío, y, cogiendo su bastón de bambú, abrió la puerta y me cedió el paso. En la calle llamamos un simón y en seguida nos encontramos avanzando por Oxford Street sin que Wiggins me hubiera dado la oportunidad de preguntarle qué podíamos hacer en el Pall Mall que no hubiera hecho ya la noche anterior cuando yo estuve en el club.

—No vamos a ir exactamente al Club Diógenes —me dijo el joven mientras íbamos de camino.

Se había puesto sobre el cuello su bufanda amarilla y se la estaba enrollando del todo. Sobre la faja amarilla sus labios emergían dibujando una sonrisa de placer. Las aletas de su nariz se ensancharon para aspirar el fresco aire de la mañana y sus ojos permanecieron fijos, mirando hacia delante. En conjunto su expresión me recordó la que adoptaba el rostro de Sherlock Holmes cuando nos poníamos sobre la pista de algún caso.

—Me he puesto en marcha basándome sólo en un presentimiento —me dijo—. Un domingo por la mañana no es el momento apropiado para visitar un club ni tampoco las oficinas de Whitehall. Pero, según lo que dijo Sherlock Holmes, la ritualizada vida de su hermano Mycroft tenía otro polo además de esos dos: sus habitaciones. Y sus habitaciones están justo enfrente de su club.

—Se supone que estaban enfrente —dije—. No me dirás ahora que esperas que realmente estén allí, ¿no?

—No espero nada, doctor. Es una pista con poca fuerza, lo admito. Pero hay que aprovecharse de todo lo que nos caiga en las manos, y no hay mucho donde elegir. Sabemos que, debido a un motivo que por ahora se nos escapa, usted fue víctima de un engaño consistente en que un hombre llamado Mycroft Holmes se hizo miembro, sólo por un mes, del Club Diógenes. Se supone que este tal Mycroft vivía enfrente del club, en el mismo Pall Mall. Y como Sherlock Holmes no hacía las cosas a medias, y suponiendo que fue él quien organizó el engaño, es probable que alquilara las habitaciones que mencionó, aunque sólo fuera durante un mes, para asegurarse de que no dejaba cabos sueltos. Me extrañaría muchísimo encontrar ahora a Mycroft Holmes en esas habitaciones, pero es posible que allí aparezca el hilo que nos permita dar un nuevo paso.

—Esto quiere decir, al parecer, que nos dirigimos al hotel que hay frente al Club Diógenes.

—Exacto.

Poco después nuestro simón giró en St. James’s Square hacia el Pall Mall. Wiggins levantó la trampilla y pidió al cochero que parase. Bajamos justo delante del Club Diógenes y miramos a la acera de enfrente. Aunque hasta entonces no me había preocupado por tomar nota de su presencia, había efectivamente allí delante un pequeño hotel de aspecto respetable. Era un edificio de cuatro plantas situado exactamente enfrente del que ocupaba el club. Cruzamos la calzada y entramos en el vestíbulo del Trafalgar Hotel.

Yo suponía que el Trafalgar, debido a su situación, no sería un hotel de viajeros, sino uno de esos hoteles en los que caballeros con cargos en la administración pública tenían alquiladas permanentemente unas habitaciones como base para su trabajo en Londres. Efectivamente, el ambiente que se respiraba en el hotel era masculino, discreto y muy semejante al de los vecinos clubs. En la recepción había solamente un empleado, un hombre delgado, maduro, con un bigote gris bien recortado, que nos miraba con una curiosidad algo molesta. Wiggins se le acercó y con perfecto aplomo preguntó por Mycroft Holmes. El empleado me dejó sorprendido al responder:

—¿Se refiere usted al hermano de Sherlock Holmes?

Debo admitir que Wiggins estuvo perfecto. Ni siquiera parpadeó.

—Naturalmente —dijo en un tono muy seguro—. ¿Podemos subir?

El empleado nos dirigió una sonrisa con la que expresaba con cierta altanería que lamentaba no poder satisfacer nuestros deseos.

—Parece que no están ustedes al día —dijo—. Hace quince años que ese señor no vive aquí. De hecho sólo ocupó unas habitaciones en este hotel durante un mes.

Wiggins me dirigió una mirada significativa. Luego, dirigiéndose al empleado, dijo:

—Tiene usted una memoria notable.

—Soy un gran seguidor de las hazañas de Sherlock Holmes. El detective ha rendido grandes servicios al Imperio. Fue un honor para mí que su hermano se hospedase en el Trafalgar. No he olvidado su estancia.

—¿Dejó alguna dirección?

—Sí —dijo el empleado—, pero sólo para que remitiéramos a esas señas las cartas o mensajes que llegaran a su nombre. Nunca llegamos a recibir ninguno. Sin embargo, me temo que no estoy autorizado para facilitar esa dirección a personas desconocidas.

Wiggins dudó un solo instante. Luego, extendiendo en un ademán grandilocuente su brazo en dirección hacia mí, dijo:

—Permítame presentarle a mi compañero. Éste es el doctor John Watson, biógrafo de Sherlock Holmes. Es él quien solicita la dirección.

Durante los siguientes cinco minutos tuve que soportar, primero, la incredulidad del empleado del hotel, que sólo se convenció de que yo era Watson cuando le presenté pruebas irrefutables de mi identidad, y en segundo lugar, una ola de efusivas alabanzas por mis relatos de las aventuras de Holmes. Al final tuve que prometer al empleado que le contaría una anécdota nueva, para conservarla como recuerdo personal. Después de todo este prólogo hicimos comprender a aquel hombre que estábamos llevando a cabo una misión urgente. Durante ese rato, y mientras yo lo estaba pasando francamente mal, Wiggins permaneció a mi lado disfrutando divertido del espectáculo, pero por fin decidió pedir al empleado una descripción minuciosa del hombre que respondía a aquel nombre. Era la del mismo individuo que yo había conocido.

—Tengo la dirección en mi agenda personal —dijo el hombre sacando del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño librito muy manoseado—. Sí, aquí esta: Mycroft Holmes, 288 Kennington Road.

Vi que Wiggins miraba fijamente al empleado.

—¿Ha dicho Kennington Road?

—Sí.

—Gracias —dijo Wiggins, que repentinamente parecía tener mucha prisa—. Venga, doctor, tenemos que partir.

Me cogió del brazo y me arrastró corriendo hacia el exterior, dejándome un poco desconcertado. Una vez fuera noté que había en sus mejillas un brillo que el aire frío no bastaba para explicar. Además, mostraba otra vez la misma sonrisa de satisfecho desconcierto que había notado en él la noche anterior. Wiggins fue directamente a buscar un simón.

—¿Tienes ya alguna idea? —le pregunté.

—¿Le dice a usted algo Kennington Road? —me dijo.

—La verdad es que no. Es la calle que empieza al otro lado del puente de Westminster, y es el camino directo para ir a Brighton. No he ido muchas veces por ahí, aunque recuerdo que hace algunos años pasé con Sherlock Holmes porque fuimos a ver la galería de Morse Hudson en relación con el asunto de los seis Napoleones.

Wiggins ignoró mi referencia a Holmes.

—Brighton —repitió mirando al infinito—. He actuado más de una vez allí. Es una de las ciudades que visitamos todos los artistas que hacemos music hall. En Brighton la gente está siempre dispuesta a reír y aplaudir.

—Pero ahora estamos en diciembre —le recordé, preguntándome por qué se ponía a hablar de aquello—. En invierno tanto Brighton como el resto de las ciudades de la costa del sur son lugares sombríos.

—Pero Kennington Road lleva a Brighton, e iremos a Kennington Road —me miró, y añadió—: Hace unos años vivió en esa calle.

Yo estaba preparado para cualquier sorpresa.

—Supongo que en la misma dirección que Mycroft Holmes —sugerí con cierto sarcasmo.

Pero Wiggins no se dio por aludido.

—Habría sido una gran coincidencia, pero eran otras señas. De todas formas conozco muy bien el barrio porque, debido a su situación, en esa calle vivían muchos artistas famosos, y no tan famosos, de music hall. Curioso, ¿verdad? Los domingos por la mañana suele haber preciosos caballos y carruajes frente a los mejores edificios. Los artistas de variedades pasean los días de descanso hasta Norwood y Merton.

—Entonces es posible que nos crucemos con el Gran Escott —dije con impaciencia, porque no entendía qué idea tenía Wiggins en la cabeza—. Hasta podríamos conseguir que nos hiciera una demostración de sus trucos.

Wiggins me miró y después se rió.

—Quizá haya tiempo hasta para eso, doctor. ¿Le gustaría ver a un malabarista? Mire, por fin viene un simón. En media hora habremos llegado a nuestro destino.

El cálculo de mi amigo fue preciso, y demostró que estaba familiarizado con la ruta. Mientras pasábamos delante del solemne edificio del Parlamento para cruzar el puente de Westminster, me contó que durante los seis meses que vivió en una casa de Kennington Road con otros artistas había recorrido frecuentemente aquella misma ruta. Muchas de las casas de esta avenida habían sido muy elegantes en tiempos y en sus fachadas había balcones de hierro forjado, pero estaban casi todas partidas en pequeños apartamentos. Nuestro simón se detuvo delante de esas casas, la que tenía el número 288.

En la acera estaban jugando y cantando unos niños, y un viejo tocaba un organillo no muy lejos. Una mujer de cara enrojecida y muy ceñuda nos miraba con recelo desde lo alto de la escalera que había en la fachada de la casa.

—¿Qué quieren? —preguntó apoyando sus gordos puños en sus caderas e interponiéndose en nuestro camino.

Los niños dejaron de jugar para contemplar el enfrentamiento.

—Le aseguro que no somos cobradores ni venimos a vender nada —dijo Wiggins inmediatamente.

Se sacó el gorro de la cabeza y con un codazo me indicó que le imitara.

Dirigió a la mujer la misma sonrisa cautivadora que había dedicado a las coristas a la salida del teatro la noche anterior, y empezó a hablar con ella de gente que había conocido cuando vivía por allí. Yo había pensado que iba a ser imposible lograr que aquella mujer abandonara su torcido gesto, como si la cara de mal genio no fuera circunstancial sino parte de su ser, pero Wiggins consiguió arrancar de su rostro una sonrisa que nos permitió ver que le faltaban bastantes dientes. Al final acabó mirándole con cariño y charlando con él como si se tratara de un viejo amigo al que no hubiera visto en mucho tiempo. La eficacia del encanto de Wiggins era asombrosa.

—¿Mycroft Holmes? —repitió la mujer con su voz hosca cuando el actor le dijo el nombre de la persona que buscábamos—. Aquí no vive nadie que se llame así.

Era evidente que la mujer estaba completamente segura. Wiggins me lanzó una mirada y luego, dirigiéndose a la mujer, que según nos dijo se llamaba Grimsby, le dijo:

—Es posible que viviera aquí hace años y que se hubiera ido.

—Soy la dueña de esta casa desde hace veinte años —respondió ella— ¿Estuvo aquí antes de esa fecha?

—No lo creo —admitió Wiggins.

—¿No se habrá equivocado de casa? —sugirió la mujer.

—No.

Wiggins cometió el error de permitir que la decepción asomara a su rostro.

—Veo que se ha entristecido. ¡Me rompe el corazón! —dijo la señora Grimsby que, arrastrada por un impulso, rodeó con sus carnosos brazos al joven—. Venga, hombre. Dígame qué aspecto tenía ese señor —dijo después de soltarle—. Tengo muy buena vista y conozco la cara de toda la gente que vive en Kennington Road.

Wiggins suspiró aliviado y con una señal indicó a la mujer que me escuchara.

—Es bastante gordo —dije—, gordísimo más bien. Tiene ojos de color gris claro y mirada meditativa y penetrante. Y las manos muy anchas, casi parecen aletas de foca.

—¿Toma rapé? —dijo la señora Grimsby después de meditar un momento.

—Sí, sí.

—¿Y lo saca de una cajita de concha de tortuga?

—Sí.

—Hombre, entonces sí que vive aquí. ¡Es el señor Fish!

—¿Fish? —preguntó Wiggins.

—Sí. El señor Alfred Fish. Es un artista de music-hall, o al menos lo es de vez en cuando. Últimamente sólo canta en La Liebre y los Galgos cuando está bebido. Lleva con nosotros quince años.

Yo me quedé asombrado, pero también contento; el rostro de Wiggins ardía de nerviosismo. Nunca había visto brillar tanto sus ojos.

—Dígame una última cosa, señora Grimsby —dijo febrilmente, cogiendo los dos brazos de la mujer con una osadía que me atemorizó—, ¿está el señor Fish aquí en este momento?

Ella se rió de lo tonta que le pareció la pregunta, y mientras su barriga seguía agitándose le contestó:

—¡Cómo va a estar aquí! En domingo los bares están abiertos hasta las dos y el señor Fish es de los que se quedan hasta el último momento. Le encontrará bebiendo y charlando un poco más arriba en esta misma calle.

—Gracias, señora Grimsby, gracias —dijo Wiggins.

Creí que iba a abrazarla, pero no llegó a hacerlo. Tiró de mi brazo para que le siguiera, bajamos a la acera casi al trote y mientras le seguía no dejé de pensar si por fin habíamos encontrado lo que buscábamos. ¿Sería posible que Mycroft Holmes y Alfred Fish, el artista de music hall, fueran la misma persona?

La Liebre y los Galgos estaba justo en la esquina de aquella misma manzana. Era un pub típico de los barrios periféricos de la ciudad. En el vestíbulo había dos músicos callejeros, uno ciego que tocaba el acordeón y otro que tocaba el clarinete, interpretaban La abeja y la madreselva con más vigor que virtuosismo. Wiggins abrió la puerta del salón y yo le seguí pisándole los talones mientras a mi espalda seguía sonando la música. En el interior nos encontramos ante una escena de alegre compañerismo. Desde donde estábamos, casi junto a la puerta, revisamos con la mirada el local y sus ocupantes. Había toda una fila de ilustres caballeros apoyados en el mostrador. Wiggins dijo que eran «la élite de los teatros de variedades». Iban vestidos con ropa a cuadros y sombrero hongo gris, y en sus manos brillaba el destello de sus anillos. Había un constante elevarse de jarras de cerveza, y todos declamaban con floridos ademanes.

—Aquí los tiene, entregados a la segunda profesión del artista de variedades —me dijo Wiggins al oído—. Como los directores de sus compañías los animan a salir a beber con el público al terminar el espectáculo cuando van de gira, acaban acostumbrándose a beber y al final lo hacen incluso los días de fiesta. Yo mismo recuerdo todavía algunas resacas tremendas.

Pero de repente dejé de oír su voz. Wiggins había desaparecido de mi lado.

—¡Alfie! —exclamó al otro lado de la sala.

Le localicé guiado por el sonido de su voz y vi que estaba dándole un abrazo a un hombre enorme que acababa de dar la vuelta en el mostrador.

—¡Wiggins! —exclamó el hombre.

En su rostro se dibujaba una expresión de alegría y sorpresa a la vez ante el inesperado encuentro con quien parecía ser un viejo conocido, pero cuando devolvía el abrazo de Wiggins, sus ojos tropezaron con los míos por encima del hombro del joven. Su expresión se congeló horrorizada, como si yo fuera una aparición fantasmal. Aquel hombre era Mycroft Holmes, y él y yo teníamos una cuenta pendiente.