Capítulo 4:
Preferencias en vez de exigencias
Las creencias irracionales —catastrofistas, inútiles, dañinas— son las grandes enemigas de los psicólogos; nos enfrentamos a ellas como cazadores y no nos cansamos de combatirlas y eliminarlas, día tras día. ¡Y existen tantas!:
- Ya tengo 35 años y no tengo novio: ¡Dios mío, qué desastre!
- Me ha dejado mi mujer; ¡no lo voy a soportar!
- Tengo que demostrar que sé hacer bien mi trabajo; ¡si me despidiesen sería horroroso!
Este tipo de ideas, bien cimentadas en nuestro interior, hace que afloren en nosotros emociones exageradas, especialmente la emoción del miedo, porque crean un universo personal lleno de terribles amenazas: «¡Dios, qué miedo!». Pero tenemos que aprender que estas amenazas sólo existen en nuestra cabeza. La vida es mucho más sencilla, segura y alegre que todo eso.
En realidad, existen billones de creencias irracionales, un número infinito, porque estas ideas catastrofistas son invenciones y la fantasía no tiene límites. Pero, tras muchas décadas de investigación, hemos podido clasificarlas todas en tres grupos. Éstas son las creencias irracionales básicas que sostenemos los seres humanos:
a) ¡Debo! Hacerlo todo bien o muy bien.
b) La gente ¡me debería! tratar siempre bien, con justicia y consideración.
c) Las cosas ¡me deben! ser favorables.
Decimos que estas ideas son creencias irracionales porque se trata de exigencias infantiles, «debería» tajantes, inflexibles y poco realistas. Se parecen a las rabietas de un niño que patalea porque quiere que su madre le compre unas chuches en el supermercado: «¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero!».
Sin embargo, las creencias racionales correspondientes serían del estilo:
a) Me gustaría hacerlo todo bien, pero no lo necesito para disfrutar del día.
b) Sería genial que todo el mundo me tratase bien, pero puedo pasar sin ello.
c) ¡Cómo me gustaría que las cosas me fuesen favorables! Pero no siempre va a ser así y lo acepto. Aun así, todavía puedo ser feliz.
Ahí está la madre del cordero: una persona madura es aquella que no exige, sino que prefiere. Se da cuenta de que la vida y los demás no están ahí para satisfacer fantasiosas demandas. Pero lo que es más importante: ¡no necesita nada de eso para ser feliz!
Cuando somos vulnerables a nivel emocional, estamos llenos de exigencias. Cuando no se cumplen, nos enfadamos, nos deprimimos o nos llenamos de ansiedad, le echamos la culpa a los demás o al mundo o, lo que es peor, a nosotros mismos.
El siguiente cuento ilustra esta enfermedad que bien se podría llamar «necesititis».
La historia del conductor alterado
7.45 de la mañana. Era la tercera vez que sonaba el despertador y Eusebio, ahora sí, abrió los ojos dispuesto a levantarse de la cama. «¡Mierda, ya es tarde, más vale que me espabile o voy a llegar tarde a la reunión!» A Eusebio le gustaba dormir y no era raro que se retrasase, pero también podía ser muy rápido arreglándose y desayunando y eso fue lo que hizo.
A las 8.15 ya estaba dentro del coche camino de las oficinas donde iba a tener lugar la reunión. Tan sólo iba a llegar diez minutos tarde, pero tenía que darse prisa. Sin embargo, a la altura de la Gran Vía, a las 8.30, se encontró con un atasco. Diez minutos después, empezó a pensar: «¡Hay que fastidiarse! Voy a llegar supertarde otra vez. ¡Todo es culpa de ese maldito alcalde que tenemos! Con la de impuestos que pagamos y no es capaz de poner orden en la ciudad. ¡Vaya tráfico de mierda! ¡Si lo tuviese delante, se iba a enterar!»…
Por lo general, Eusebio era un hombre educado, pero en determinadas situaciones podía soltar, para sus adentros, todo tipo de tacos e insultos. Esa mañana se estaba poniendo realmente nervioso. La tensión arterial le empezó a subir y sintió que la temperatura de su cuerpo ascendía haciendo que empezase a transpirar ya a esas horas.
En un momento dado, el tráfico empezó a circular y Eusebio le dio fuerte al acelerador para colarse por un carril desocupado y avanzar terreno. En ese preciso instante, otro conductor hizo la misma maniobra e invadió el mismo carril: ¡unos centímetros más y los dos coches hubiesen colisionado! A Eusebio le dio un vuelco el corazón, abrió la ventanilla y gritó:
—¡Mira por dónde vas, hombre!
Y el otro conductor, en vez de disculparse humildemente, respondió:
—¡Vete al infierno, calvo del copón! —Y desapareció acelerando por el carril de la derecha.
Eusebio se hacía cruces con lo que acababa de oír. ¡Cómo podía haberle dicho eso! ¡Pero si había sido culpa suya! Y pensó: «¡Qué falta de educación! ¡Dónde iremos a parar! El mundo se ha vuelto un sitio horroroso, la gente ya no tiene modales ni le importa nada. Da asco. ¡Me tendría que ir a un país civilizado como Alemania porque los españoles son unos bestias maleducados! A tipos como ése habría que darles una lección»…
Pensando en todo esto, a Eusebio le volvió a subir la tensión. ¡Y todavía no eran las nueve de la mañana! En esos momentos ya estaba sudando a mares y una aguda sensación de malestar en el estómago fue tomando fuerza.
A las 9.30 llegó al lugar de la reunión. Llegaba veinte minutos tarde. Nervioso, Eusebio empezó a buscar aparcamiento, pero ¡vaya día!, no encontraba ningún espacio libre.
Después de un cuarto de hora dando vueltas, ya se estaba poniendo de ¡verdadero! mal humor. Su diálogo interno era algo así: «¡Odio esta ciudad! ¡Con todos los impuestos que pago y no hay un condenado lugar para aparcar ni un puñetero parking! Si tuviese delante al alcalde le daría tantos sopapos que no lo reconocería ni su madre. ¡Inútil desgraciado!».
Para entonces, el escozor en el estómago era intenso y empezaba a sumársele un insidioso dolor de cabeza. Casi podía escuchar su propio corazón de lo fuerte que latía. Su ira estaba descontrolada. Pero, por fin, vio un espacio en un chaflán. Era un aparcamiento de tiempo limitado, pero Eusebio decidió dejar el coche allí. Total, la reunión duraría poco tiempo y ya estaba harto de buscar. Así que aparcó rápidamente y entró corriendo en el edificio donde le esperaban para la reunión.
Aquel encuentro de trabajo era cosa fácil, pero el jefe llegó con una nueva orden del día y la cosa se alargó. Se quedaron todos a comer y a nuestro hombre le sentó fatal la comida. Siempre que se estresaba se le revolvía el estómago. Pensó para sus adentros: «Menudo capullo tengo por jefe. Cambia los temas de la reunión cuando le da la gana y por su culpa tengo que comerme esta fritanga».
Por la tarde, exhausto, Eusebio se despidió de sus colegas y se dispuso a volver a casa y darse un merecido descanso. Había sido un día muy duro, pero en un ratito estaría en su sofá con una copa de vino en la mano. Lo que no sabía nuestro protagonista es que, al ir a buscar el coche, se encontraría en su lugar una pegatina triangular en el suelo. ¡Se lo había llevado la grúa!
Una losa de mármol cayó sobre su cabeza. Despotricando salvajemente, cogió un taxi y se dirigió al depósito de coches. Cuando llegó al lugar, tenía ganas de llorar.
Finalmente, recuperó el coche y volvió a casa. Su mujer le esperaba con la cena.
—Cariño, pero ¿cómo llegas tan tarde? —le preguntó.
—No sabes qué día he tenido. Ha sido horroroso —dijo él, y empezó a explicar todo lo sucedido. Al acabar, ella señaló:
—Bueno, Eusebio. ¡Es la tercera vez este mes que se te lleva el coche la grúa! ¡Pon más cuidado, hombre!
Por la noche, nuestro hombre se metió en la cama y apagó la luz de la mesita de noche para terminar con aquel día de perros. Dos horas más tarde, volvió a encenderla: no podía dormir. Su mente no paraba de darle vueltas al siguiente pensamiento: «Mi mujer tiene razón: la culpa de todo es sólo mía. ¡Soy un desastre! ¿Cuándo aprenderé?».
Su último pensamiento antes de conciliar finalmente el sueño fue: «¡Qué difícil es la vida, por Dios!».
Las exigencias sobre uno mismo, sobre los demás y sobre el mundo están en la base de la vulnerabilidad emocional; son la verdadera piedra fundacional del neuroticismo. Nuestro conductor alterado exigía que:
- No existan los atascos de tráfico.
- La gente sea siempre amable y educada.
- Siempre haya sitio para aparcar.
- Su jefe se preocupe más de él que de la empresa.
- No existan las grúas.
- Los alcaldes lo hagan todo bien.
- Él mismo nunca cometa fallos.
Como el mundo no cumplía con sus expectativas, se decía a sí mismo: «¡No lo puedo soportar!».
¿Eres un «Iluso deluso»?
Existe una expresión en el idioma italiano que define muy bien este fenómeno. Cuando uno es demasiado exigente con la realidad, le llaman «iluso deluso», un iluso desilusionado. El neurótico imagina que la realidad debería ser de una forma determinada (sin tráfico, sin impuestos, sin dificultades para aparcar…) y se enfurece (o entristece) cuando no es así. En ese sentido, es muy poco realista, se comporta como un niño egocéntrico. Parece que dice: «¡El universo debería girar en la dirección que yo dicto!».
Cuando estamos neuróticos nos conviene aprender que todas esas exigencias no son necesarias para ser feliz. Nadie necesita que no existan atascos de tráfico, que no existan impuestos, etc. Lo mejor es olvidarse de esos «debería», renunciar a esas ideas estúpidas y aprovechar de una vez lo que sí se posee, lo que la realidad pone a nuestro servicio.
Si limpiamos nuestra mente de exigencias irracionales, nos daremos cuenta de lo mucho que ofrece la vida para disfrutar.
Por todo ello, la enfermedad que origina la ansiedad y la depresión, la «terribilitis», también podría denominarse «necesititis», la tendencia a creer que «necesito, necesito y necesito para ser feliz». El hombre —o mujer— maduro es aquel que sabe que no necesita casi nada para ser feliz.
En una ocasión, vino a verme un joven paciente que estaba deprimido porque le había abandonado su novia. Le pregunté:
—¿Cuál crees tú que es la idea irracional que te hace estar deprimido en estos momentos?
—No lo sé, estoy mal porque ella me ha dejado. Es normal, ¿no? —respondió.
—No, lo normal sería estar disgustado, triste, pero no deprimido como tú lo estás —le dije en el tono directo que suelo emplear en mi consulta.
—Pues no sé cuál es esa idea irracional que tú me dices —dijo el paciente un poco confuso.
—Tú te dices a ti mismo: «Necesito que ella esté conmigo para ser feliz» o, dicho de otro modo, «Es terrible estar solo, no lo puedo soportar» —le dije.
—Vale, pero es que yo la quiero, la amo. ¿No es normal estar mal cuando no puedes tener al amor de tu vida? —replicó con tono quejumbroso.
—¡No! Eso es una idea hiperromántica fruto de tu absurda necesititis. Es normal estar disgustado, moderadamente triste, pero no deprimido. Tu novia te ha dejado. Ésa es la realidad. Te «gustaría» estar con ella, pero no «necesitas» estar con ella para ser feliz. Así es para todo el mundo, así que no te digas lo contrario. —E hice una pausa para dejarle pensar.
Luego continué:
—Te voy a explicar una historia para que lo entiendas. Imagina que un día yo te digo: «Estoy deprimido porque el cielo no es de color fucsia. Todo empezó hace unos días; imaginé que si el cielo fuera fucsia, la vida sería mucho más alegre, porque el fucsia es un color muy festivalero. Y, claro, ahora, cuando salgo a la calle y veo que sigue siendo azul, me entristezco hasta deprimirme». ¿Qué pensarías de mí si te dijese esto?
—¡Pues que mi terapeuta está loco de atar! —dijo riendo.
—Y tendrías razón porque, para empezar, el cielo no puede ser fucsia, es una pretensión estúpida. Además, el cielo ya está bien de color azul: es muy hermoso. Millones de personas viven suficientemente bien con el cielo de color azul y esto me indica que el fucsia no es una necesidad… ¿Lo ves? A ti te pasa lo mismo: piensas que es «absolutamente necesario» que tu ex novia esté contigo para ser feliz y… la realidad no es así ni tampoco necesitas que sea así —le dije.
—¿Se trata sólo de una idea que me he metido en la mente? —preguntó.
—¡Exacto! Simplemente, abandona esa idea: ¡es estúpida! La vida te depara miles de posibilidades positivas si abres tu mente a ello.
La delgada línea entre el deseo y la necesidad
En la mente de las personas maduras hay una especie de línea imaginaria que distingue claramente entre «deseo» y «necesidad». Desgraciadamente, muchos confundimos con frecuencia ambos conceptos. Un deseo es algo que «me gustaría» ver cumplido, pero que «no necesito». En cambio, una necesidad es algo sin lo cual realmente NO puedo funcionar.
La realidad —lo mires por donde lo mires— es que las necesidades del ser humano son la bebida, la comida y la protección frente a las inclemencias del tiempo —si es que el lugar donde vives es inclemente—. Nada más.
Es bueno tener deseos, es natural. Deseamos poseer cosas, divertirnos, estar cómodos, que nos amen, hacer el amor…, y todos esos deseos son legítimos, siempre y cuando no los transformemos supersticiosamente en necesidades.
Y es que los deseos causan placer. Las necesidades inventadas producen inseguridad, insatisfacción, ansiedad y depresión.
Sin embargo, parece que las personas tenemos una fuerte tendencia a crear necesidades ficticias a partir de deseos legítimos.
Norma era una mujer joven, hermosa e inteligente. Había recibido una buena educación en su México natal y ahora vivía en Barcelona dedicada a su pasión, la escritura. Ya había publicado un par de libros en editoriales españolas y francesas, aunque no había vendido muchos ejemplares de ninguno de ellos. De todas formas, podía ganarse bien la vida como traductora a tiempo parcial. Sin embargo, su vida interior era desastrosa. Con frecuencia, tenía ansiedad y el mundo le parecía un lugar feo y hostil y, sobre todo, se castigaba a sí misma por no ser, a sus treinta 30 de edad, una escritora reconocida. Norma me decía:
—Cuando voy al médico, me siento fatal porque veo que él o ella tiene una buena carrera, ha conseguido «llegar». Sin embargo, yo soy sólo una traductora de tres al cuarto. Siento vergüenza.
Norma se sentía inferior, no sólo delante de un médico, sino ante cualquiera que ella considerase que había conseguido su objetivo profesional. Para ella, ser una escritora profesional famosa era una necesidad y, como me confesaba, esa presión ni siquiera le permitía disfrutar escribiendo, debido a la frustración que acumulaba.
Este ejemplo ilustra el efecto que produce engordar artificialmente un deseo hasta convertirlo en una necesidad.
La creación de necesidades artificiales produce malestar emocional, tanto si las satisfaces como si no, porque:
a) Si no lo consigues, eres un desgraciado…
b) Y si lo consigues, siempre lo podrías perder…, y ya estás introduciendo el miedo y la inseguridad en tu mente.
Como decíamos antes, todo parece indicar que los seres humanos nacemos con la tendencia a convertir los deseos en necesidades. Es un problema que nos causa nuestra gran capacidad para la fantasía, que es un arma de doble filo.
Pero si queremos madurar tenemos que evitar esa tendencia y mantener siempre a raya los deseos, que están muy bien siempre y cuando sean sólo divertimentos en una vida que ya es feliz de por sí.
Si los deseos no se cumplen, no pasa nada; no los necesitamos para sentirnos plenos, para disfrutar de nuestras otras posibilidades. Y es que, al margen de la bebida y la comida, no es racional «necesitar» nada más: ni amor, ni compañía, ni diversión, ni cultura, ni sexo…
Existe una historia que se explica en círculos budistas que ilustra la diferencia entre deseos y necesidades. La expliqué en mi primer libro, Escuela de felicidad, pero la volveré a narrar aquí porque este concepto es esencial para la salud mental.
Un día, un hombre de traje oscuro se plantó delante de una casa y tocó el timbre.
—Hola. ¿En qué puedo ayudarle? —dijo el morador de la casa después de abrir la puerta.
—¿Es usted el señor Adam Smith? —inquirió el hombre del traje.
—Sí.
—¡Enhorabuena! Tengo que darle una maravillosa noticia: nuestra empresa ha realizado un sorteo entre los habitantes de este barrio y ha sido agraciado con este magnífico coche que tiene aquí delante —dijo el hombre con voz altisonante, apartándose para que se pudiese ver un flamante automóvil deportivo.
—Muchas gracias. ¡Qué alegría!
—Y no sólo eso. También le entregamos las llaves de un chalé en una playa caribeña —añadió el hombre del traje.
—¡Fenomenal!
—Y para terminar, le hago entrega de este maletín con un millón de euros. Hágame el favor de firmar aquí, y todo esto será suyo —sentenció el empleado de la empresa.
Smith firmó el recibo, dio las gracias una vez más y cerró la puerta tras de sí contento por lo recibido. Al día siguiente, sonó otra vez su timbre. Era, de nuevo, el hombre del traje oscuro:
—Señor Smith. No sé cómo decirle esto. ¡Hemos cometido un gravísimo error! Todos estos premios son de otro vecino, otro Smith que vive al final de la calle. Tenemos que llevarnos todo lo que le entregamos ayer.
Y Adam, que debía de ser un avanzado practicante budista, dijo:
—Ningún problema —y con la misma sonrisa serena y alegre del día anterior devolvió todo a su interlocutor.
La Harley de la desdicha
Luis acudió a mi consulta porque tenía miedos irracionales muy intensos, multitud de ellos. Por ejemplo, temía que, en cualquier momento, se le podía quemar la casa por dejarse los fogones encendidos. Para evitarlo, se veía obligado a comprobar, todos los días, varias veces seguidas, que los había cerrado.
También temía dejarse una ventana abierta y que entrasen ladrones a robar. Por eso, antes de salir de casa, cerraba cada puerta y cada ventana cuatro veces, en un ritual que se alargaba sus buenos diez minutos.
Pero el peor temor de Luis tenía que ver con su Harley Davidson, el verdadero amor de su vida. La guardaba en el garaje comunitario del edificio donde vivía. Temía que se la robasen. Por ello, la tenía amarrada con innumerables cadenas y candados y, para cada uno de ellos, seguía un ritual a la hora de cerrarlos.
Era tan engorroso estar allí, durante un cuarto hora, girando llaves de candados, expuesto a las miradas burlonas de sus vecinos, que apenas cogía su moto. Un día me confesó:
—Hace seis meses que no la cojo. Tengo otra moto, una scooter barata de segunda mano, que aparco enfrente de casa, que me lleva a todas partes. ¡Me da rabia no poder usar mi Harley sólo por lo maniático y miedoso que soy!
Si la idea de que se le quemase la casa, que era de alquiler, con todas sus pertenencias dentro, le provocaba una ansiedad muy alta, que le robasen la moto, su pertenencia más querida, le producía pavor. No lo podía evitar.
Al margen de sus miedos habituales, en aquella sesión en particular Luis me explicó que también tenía serios problemas económicos. El director de su oficina bancaria le había llamado para advertirle de que habían dejado de pagar sus recibos de la luz y el agua porque ya acumulaba un importante descubierto en su cuenta. Ese desfase financiero le provocaba un gran malestar.
Enseguida até cabos y se me ocurrió hacerle la siguiente sugerencia:
—Tengo una idea que te puede servir. ¿Por qué no te vendes esa moto que sólo te trae problemas? Con lo que saques, pagas las deudas y te liberas de una de tus obsesiones.
La cara de Luis cambió de tonalidad. De un sano color rosado pasó a un rojo encendido en décimas de segundo.
—¡Qué me estás diciendo! ¡Si vuelves a sugerirme eso, no vuelvo más por aquí! Esa Harley es mi única propiedad. ¡Es lo que siempre quise tener desde pequeño! Yo soy un muerto de hambre, no poseo nada, salvo mi Harley.
Con el permiso de Luis, en mis conferencias suelo explicar este caso para ilustrar lo que sucede cuando transformamos deseos en necesidades.
Para Luis, su Harley Davidson no era sólo un divertimento, un medio de transporte, un deseo…; era mucho más. Su moto era una especie de garante de su valía en la vida. En su visión del mundo, si a los 30 años no tienes una propiedad lujosa, eres un fracasado. Y, por los pelos, él había conseguido demostrar que no era un don nadie. Por lo tanto, ¡su motocicleta era una necesidad!
Las necesidades inventadas, esto es, las que están más allá de la comida y la bebida, son nocivas por definición porque, como ya he señalado, si no las satisfaces, eres un desgraciado…, y si las satisfaces, también.
Ése era el caso de Luis. Ya había conseguido su moto, pero, ahora, la posibilidad de perderla no le dejaba disfrutar de ella. Era esclavo de la moto. Tal era la tensión que le provocaba la idea de que se la robasen, que había construido un trastorno compulsivo alrededor de su deseo exagerado.
La persona madura sabe que la única forma de disfrutar de los bienes de la vida es estar dispuesto a perderlos. De lo contrario, la tensión inherente a la posibilidad de perderlos es demasiado grande. Sólo podemos disfrutar de lo que podemos prescindir.
Por otro lado, tener necesidades inventadas conlleva otro problema adicional y es la generación automática de insatisfacción. Cuando tenemos una necesidad de ese tipo, como poseer una casa, acumulamos mucha expectación. Creemos que cuando la poseamos, seremos felices. Imaginamos un futuro alegre, satisfecho, pleno… Y solemos decepcionarnos porque el cumplimiento de ese deseo exagerado no produce tanta satisfacción.
Como un niño que, después de media hora, deja abandonados los regalos que le han hecho sus padres, así nos comportamos los adultos cuando tenemos expectativas demasiado altas acerca de nuestros deseos.
Efectivamente, al margen de sus obsesiones, la vida de Luis estaba bastante vacía, desinflada…, no se sentía nada pleno, aunque tuviese su Harley Davidson consigo. Cuando tenemos «deseos fetiche», como veremos más adelante, perdemos la capacidad de disfrutar de la vida.
Dejemos sentado, por ahora, que uno de los puntos importantes que nos enseña la psicología cognitiva es que la felicidad implica disfrutar de los deseos sin apegarse a ellos, sabiendo que son meras formas de divertirse, pero en ningún caso, necesidades reales.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Existen millones de creencias irracionales, pero se pueden agrupar en: «yo debo», «tú debes», «el mundo debe».
- Las creencias irracionales surgen de exigencias fantasiosas.
- Necesitamos muy poco para estar bien.
- Cada necesidad inventada es una fuente de debilidad.