Capítulo 6:
Obstáculos que dificultan la terapia

Al poco tiempo de ejercer como psicólogo, me di cuenta de que la terapia fallaba con un grupo determinado de pacientes. A veces, por mucho que trabajase para combatir sus creencias irracionales, volvían sesión tras sesión con los mismos miedos y complejos. Les mostraba argumento tras argumento para deshacer sus «debería», pero no lo conseguía. Esos casos me intrigaban: ¿por qué se bloqueaban tanto?

Casi por casualidad, una paciente llamada María me mostró la solución.

María tenía unos 60 años y vino a verme por un problema de ansiedad generalizada crónica. Durante las dos primeras sesiones, pudimos ver cuál era su estructura mental básica y cómo era ella misma quien se ponía nerviosa con su diálogo interno terribilizador.

María tendía a calificar de «terrible» la mayoría de pequeños problemas e incomodidades de su vida. Se le estropeaba la lavadora y ya se estaba diciendo: «¡Es horrible! ¡Qué mala suerte tengo! ¡Todo me sale mal!».

El día en que había de tener lugar mi tercera sesión con ella, abrí la puerta de mi consulta y me la encontré mirándome con expresión desafiante. Entró en el despacho con rapidez, y se sentó con los brazos cruzados, mirando al suelo. Entendí claramente que estaba molesta. Una vez frente a frente, le pregunté:

—¿Qué tal, María? ¿Cómo ha ido la semana?

—Muy mal, estoy muy enfadada contigo —me espetó.

—¡Vaya! ¿Por qué? —pregunté sinceramente sorprendido.

—¡Porque ya sé qué quieres hacer conmigo! —me dijo.

Los psicólogos estamos acostumbrados a oír de todo, pero en ese momento estaba perdido. No podía imaginar de qué iba su queja.

—¿Sí? No sé a qué te refieres —pregunté.

—¡Quieres convertirme en una pasota! —me respondió muy contrariada.

Fue un momento de iluminación para mí porque había dado con el impedimento que hacía que la terapia no fuese efectiva para algunas personas: el miedo a dejar de preocuparse.

Y es que María, como mucha gente, tenía muy interiorizada la creencia de que necesitaba preocuparse. En su filosofía vital ¡era bueno preocuparse! Tenía miedo a dejar de hacerlo porque pensaba que, si dejaba de asustarse a sí misma, se deslizaría por la pendiente del pasotismo hasta llegar al abismo de la dejadez, y tendrían lugar los peores desastres. No se daba cuenta de que su vida ya era bastante desastrosa precisamente a causa de tanta preocupación.

Gracias a María descubrí que «el mito de la bondad de la preocupación» puede dificultar muchísimo el éxito de la terapia. Los terapeutas debemos detectarlo y combatirlo antes de iniciar el tratamiento.

El mito de la bondad de la preocupación: «Conviene preocuparse»

En algún momento de nuestra infancia desarrollamos la idea de que es bueno preocuparse porque, de esa forma, nos ocuparemos de nuestras responsabilidades. Nos decimos interiormente: «Si no me preocupo, como soy un niño descuidado y vago, me olvidaré de solucionar el tema».

Los padres suelen contribuir a esta creencia irracional advirtiéndoles a los niños de las terribles consecuencias de no cumplir con alguna responsabilidad. Muchas veces, los padres también creen que es bueno preocuparse.

¡Ese amor por la preocupación es absurdo y nocivo! Los mejores ejecutivos del mundo se ocupan de multitud de temas al día y no se preocupan de ellos. Simplemente, ejecutan planes de acción y se divierten con ello. ¿Cómo sería la vida de un primer ministro si se tuviese que preocupar de los temas que despacha todos los días? Por lo tanto, grabemos en nuestras mentes la siguiente creencia racional: «Hay que ocuparse y no preocuparse».

Y es que es más que evidente que no es necesario preocuparse para ocuparse de las cosas. La mejor forma de solucionar cualquier asunto es manteniendo la calma y, si es posible, disfrutar del proceso. Sin embargo, la superstición de la preocupación está muy extendida y, como hemos visto, afecta al desarrollo de la terapia. Muchas personas no progresan con la terapia cognitiva porque interiormente tienen miedo de «volverse pasotas».

¡Abajo El Secreto!

Hay que decir, por cierto, que en la actualidad se ha extendido mucho la superstición opuesta asociada: «Si deseo mucho algo, lo conseguiré». Esta idea también es falsa y nociva. Incluso existe un libro que ocupa, año tras año, las listas de los más vendidos llamado El Secreto que sostiene esta idea irracional. Esta creencia no sólo es falsa, sino que produce un trastorno psicológico llamado obsesión.

Para realizar nuestros objetivos es mejor desear moderadamente, adquirir las habilidades necesarias para lograrlo, trabajar bastante y tener un poco de suerte. Las dos condiciones intermedias son las más importantes: adquirir habilidades y trabajar. Y, aun así, muchas veces, no lo conseguiremos. Pero, claro, si escribo un libro para decir esto, no creo que lo compre mucha gente: ¡eso es algo que ya sabemos todos!

El Secreto nos vende una superstición mucho más atractiva: «Existe un atajo que nos libra de aprender y trabajar». Este atajo, este «secreto», según su autora, estaría en desear desaforadamente. Si lo haces, de forma mágica atraes una suerte de corriente cósmica que te concede deseos al estilo de la lámpara de Aladino.

Pues bien, los psicólogos sabemos que el invento de El Secreto es un timo. Y no sólo eso: desear demasiado es incluso contraproducente porque despierta la respuesta obsesiva de la mente. Un ejemplo claro lo tenemos en la anorexia o la bulimia. Las anoréxicas y las bulímicas desean tanto adelgazar que llegan a centrar toda su existencia alrededor de la comida. Como consecuencia, quedan inhabilitadas para disfrutar de los demás placeres de la vida. Además, desarrollan un temor irracional a engordar, ya que «necesitan» desesperadamente ser delgadas y si no lo consiguen… ¡se hunden en la miseria! Y, como sucede con todas las necesititis, si lo consiguen también, porque siempre pueden perder la delgadez: ¡qué miedo!

Después de esta diatriba en contra de El Secreto, debo decir que comprendo a todas las personas a las que les ha gustado este libro. El motivo es que yo también soy supersticioso; todos lo somos. Los seres humanos tenemos una fuerte tendencia a creer en la magia y la superstición. Nuestra fantasía nos empuja a ello. De hecho, confieso que yo muchas noches veo el programa de misterio Cuarto Milenio, de Iker Jiménez. Sé que los temas que trata son supercherías, pero ¡qué bien los presentan!

Sin embargo, volviendo al tema del mito de la preocupación, gracias a su descubrimiento conseguí un índice de mayor eficacia en mis tratamientos. Desde entonces, antes de empezar a combatir las creencias irracionales de la persona, siempre compruebo que el paciente no crea que es bueno preocuparse. De lo contrario, el miedo al pasotismo le haría bloquearse y nunca llegaría a convencerse de que la vida es, en realidad, sencilla y está diseñada para que los seres humanos seamos felices, como afirmaba el mismísimo Charles Darwin.

El mito de que todo vale: «Como yo lo siento es correcto»

Poco tiempo después, gracias al trabajo diario con numerosos pacientes, descubrí otro mito que puede dificultar el trabajo terapéutico: la idea de partida de que mis sentimientos siempre están bien.

Cuando las personas sostienen este mito piensan que cada uno de nosotros tiene su forma particular de sentir y que, por una cuestión de libertad personal, eso es indiscutible.

Dicho de otra forma, si yo me siento despedazado y arruinado para siempre por el hecho de que mi mujer me ha abandonado… quizá piense que eso es correcto porque son «mis» sentimientos y tengo derecho a tenerlos.

Estoy de acuerdo en que tenemos derecho a sentir lo que queramos, pero eso no hace que estos sentimientos sean lógicos (y correctos). Si exageras lo que sientes, eso es ilógico y está mal desde un punto de vista racional.

Ya he hablado de la creciente preocupación que tienen algunas jovencitas por el tamaño de sus senos. Muchas están desesperadas por operarse y aumentar su tamaño. Su sufrimiento es sincero: odian ser «planas» y lo pasan muy mal. En las primeras sesiones, todas se enfadan conmigo cuando intento poner en jaque sus emociones. Les digo:

—Ser plana es un problema ínfimo. Podría aceptar que no tener pecho es «un poco malo», pero en todo caso, jamás puede ser una cosa «muy mala» o «terrible».

—Pero yo lo siento así. ¡Me veo horrible y me avergüenzo delante de mis amigas! —me confiesan.

—Lo sé. Pero eso se debe a que tú te dices a ti misma, en la profundidad de tu corazón: «¡Tener los pechos pequeños es horroroso!». Si no te dijeses eso, no lo sentirías así. Si te dijeses que es sólo «un poco malo», pero que no es una tragedia, aceptarías tu condición y podrías estar razonablemente bien con ello —replico.

—Pero sí que es muy malo. ¡Yo lo siento así! ¡Es malo para mí porque «yo soy yo» y así lo siento!

Esto es, esas chicas argumentan que su manera de sentir es siempre correcta por el hecho de que es suya. Es decir, vienen a decirnos que nuestras emociones no se pueden discutir o poner en entredicho. Se trata del mito: «Como yo lo siento es correcto».

Pero aquí hay un error conceptual. Repito que estoy de acuerdo en que todo el mundo tiene derecho a sentirse acomplejado, pero no es un sentimiento maduro ni lógico. Y como no procede de una lógica coherente, no lo considero válido.

En ocasiones, la madre o el padre de estas jóvenes se ponen de su lado en esta argumentación fallida y defienden que «como ella está tan acomplejada, paguémosle la operación». Pero esto no es ninguna solución. La chica se acompleja porque tiene una mala filosofía de vida. No por el tamaño de sus pechos. De hecho, después de aumentarse los senos, seguirá acomplejada, esta vez por la nariz, las piernas o vete a saber por qué…, ya que su mente sigue terribilizando.

Las emociones no son correctas por que uno las sienta. Son correctas solamente a la luz de criterios objetivos.

En este caso, ¿por qué no es correcto sentirse fatal por tener poco pecho?

Por varias razones:

  1. Porque muchas personas han tenido y tienen los pechos diminutos y han sido muy felices. Por lo tanto, ello indica que no es un hecho tan dramático.
  2. Porque tener los pechos grandes o pequeños no está dentro de las necesidades básicas de las personas, esto es, aquellas que ponen en jaque la supervivencia.
  3. Porque a pesar de tener los pechos pequeños una persona podría hacer cosas maravillosas por uno mismo y por los demás.
  4. Porque si asignas la evaluación de «terrible» a tener los pechos pequeños, ¿qué evaluación le asignarás a otros problemas más graves como tener un cáncer? No podrás evaluar, ya que habrás llegado al final de la línea de evaluación (véase «La línea de Evaluación de las Cosas de la Vida», en el capítulo 3). Esto te indica que, en comparación con todo lo que te podría pasar en la vida, tener los pechos pequeños es un problema realmente muy pequeño.

Un apunte acerca del tema de las operaciones de cirugía estética. Yo no estoy ni a favor ni en contra de la cirugía estética, pero creo que nadie debería operarse simplemente por un complejo. Está bien hacerlo por que a uno le apetezca, pero no por temor al rechazo. Ese miedo hay que superarlo en el terreno de la mente y no del bisturí, porque como todos los miedos irracionales, su origen está en la mente y no en otro lugar.

Yo aconsejo a los padres de las jóvenes que desean operarse que no lo permitan si se trata de un complejo. En ese caso, lo mejor es convencerlas para que acudan a un psicólogo que les haga ver que no es necesario ser atractivo para ser feliz. ¡Que trabaje el psicoterapeuta y no el cirujano!

Más adelante, si llegan a relajarse sobre la cuestión del aspecto físico, se podrá hablar de operarse o no. Pero ya se tratará de una elección libre, no motivada por un miedo absurdo.

Pensemos que el temor a no agradar a los demás es un miedo muy global, que afecta a muchos aspectos de la vida, y que no se solucionará con una operación. Tan sólo disminuirá durante unos meses, pero luego volverá fijado en otro defecto. Lo que hay que hacer es eliminar ese miedo en su propio origen, es decir, en ciertas ideas irracionales sobre los defectos y la felicidad.

En fin, no tenemos que menospreciar el poder de los mitos y las supersticiones a la hora de crear malestar emocional. Tener una mente sana implica no sostener creencias irracionales de ningún tipo.

La superstición siempre pasa factura

Hace algunos años, vino a verme un hombre de unos 35 años para que le ayudase con sus problemas emocionales. Durante nuestra conversación sobre sus asuntos, me explicó que él nunca iba al médico. Tenía que estar realmente mal para acudir a una consulta. Me explicó:

—No voy a los médicos porque cuando vas te empiezan a encontrar cosas y ahí empieza tu decadencia.

Este razonamiento, aunque del todo ilógico, está muy extendido. Es, a todas luces, irracional. Es evidente que las enfermedades, en caso de tenerlas, están ahí independientemente de que te las diagnostique un médico.

El caso es que me fijé en que este paciente tenía la boca muy mal. Le faltaban todas las piezas frontales y algunas muelas. Le pregunté por ello y me dijo:

—Es que tengo tendencia a las caries, desde pequeño.

Y, claro, fiel a su absurda creencia en contra de la medicina, tampoco iba al dentista. Desde bien joven, lo evitaba una y otra vez, las caries se extendían y, al final, no había más remedio que extraerle las piezas. El resultado: una dentadura hecha polvo a una edad demasiado temprana.

Es conveniente decirlo y repetirlo: las supersticiones no son inocuas. Tarde o temprano nos pasan factura. Siempre que pensamos mal, eso acaba afectando a nuestros intereses. Por el contrario, intentar mantener un pensamiento lógico y estructurado nos dará mejores resultados a nivel emocional y en nuestra vida práctica.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. Existen dos obstáculos iniciales al cambio terapéutico: el mito de la bondad de la preocupación y el mito del todo vale en el terreno de los sentimientos.
  2. Primer mito: «Es bueno preocuparse». Falso: lo mejor es ocuparse sin preocuparse en absoluto.
  3. Segundo mito: «Como yo lo siento es correcto». Falso: existen sentimientos exagerados y, por lo tanto, incorrectos.