Capítulo 8:
Visualizaciones racionales
Ya hemos visto que la necesititis es una de las principales fuentes de neurosis. En realidad, ser débil a nivel emocional es siempre una consecuencia del hecho de necesitar en exceso. Por eso, una de las estrategias más eficaces para sanar es reducir las necesidades. Se trata de un ejercicio mental que se realiza en el plano de lo mental. Consiste en comprender —convencerse— que los deseos son legítimos; pero si los transformamos en necesidades, se convierten en problemas.
Una puntualización: tener pocas necesidades no significa «no tener nada». Quiere decir saber o comprender que si no poseyese comodidades, beneficios, cosas positivas ¡no me moriría! El hecho de ser realmente pobre o rico no es el problema. El problema es ¡necesitar!, tanto si poseemos como si no.
Una de las mejores formas de llevar a cabo este ejercicio de reducción de necesidades es la visualización.
Soy pobre y estoy bien
En mi consulta enseño a los pacientes a que se visualicen en situaciones de posibilidad de neurosis, pero sintiéndose bien. Por ejemplo, siendo menospreciado por alguien y bien; siendo despedido y bien; estando solo y bien…
El ejercicio de poder estar cómodo a nivel emocional en esas situaciones negativas sólo podemos realizarlo si transformamos nuestras creencias irracionales, si nos despojamos de la necesidad de que nos traten bien, de tener empleo o de estar acompañado. Este ejercicio de visualización nos fuerza a «pensar bien» (y, por lo tanto, a sentir bien).
Una de las visualizaciones que usamos con mayor frecuencia es la que llamo «La visualización del indigente». Consiste en imaginarse a uno mismo sin trabajo y sin hogar. Según esta visión, estamos bien de salud física y mental, pero no tenemos dinero. Por lo tanto, lo normal es dormir en el albergue público y conseguir las comidas en algún comedor de la beneficencia. Como en Barcelona, la ciudad en la que vivo, la ropa y la higiene mínima también se pueden obtener gratuitamente en diversos centros de ayuda, trabajamos con la premisa de que, aun siendo indigentes, podremos cubrir las necesidades mínimas.
Entonces nos hacemos una pregunta crucial: «¿Podría ser feliz siendo un indigente?», «¿cómo?», «¿qué haría?».
Los pacientes tienen que hacer esta visualización en casa e intentar verse disfrutando de la vida, sea lo que sea lo que eso signifique para ellos. Reproduzco aquí un ejemplo de una de esas reflexiones que me explicó un paciente de 50 años:
Yo me he imaginado alegre, lleno de energía y haciendo cosas por los demás, sin estrés y con libertad, ya que nada me obliga a hacerlo. Creo que propondría a los responsables del albergue organizar un grupo de autoayuda psicológica para los usuarios del lugar y yo lo conduciría.
También me dedicaría a estudiar. Como tendría mucho tiempo libre, iría a la biblioteca y estudiaría medicina. Conseguiría los mismos libros que estudian en el currículo de la Facultad de Medicina y empezaría a mi ritmo, por el principio.
Se trata de visualizarse siendo felices, pese a la indigencia, gracias a nuestra innata capacidad de hacer cosas interesantes y valiosas. Este ejercicio nos despoja de necesititis y nos convierte en personas mentalmente más sanas. Las creencias irracionales que combate son:
- Es necesario poseer muchas cosas para ser feliz.
- Si no estoy ocupado no estoy bien.
- Necesito una imagen personal de eficiencia para que me quieran y poder disfrutar de la vida.
Si nos vemos bien siendo indigentes, eso significa que creo en las siguientes creencias racionales:
- Me gustaría tener seguridad económica, pero no la necesito para gozar de la vida.
- Me gusta tener el tiempo ocupado, pero, si no tengo nada que hacer, también puedo estar sereno.
- Si alguna vez no tengo la imagen personal normalmente demandada por la sociedad, aún podré hacer muchas cosas valiosas y gratificantes por mí y por los demás.
Las facetas en las cuales uno puede encontrar objetivos valiosos que llevar a cabo, aun careciendo de todo lo material, son muchas, y entre otras podemos destacar las siguientes:
1) Ayudar a los demás
Siendo indigentes podríamos ayudar a otros indigentes, colaborar con ONG de ayuda a países con pobreza endémica, etc.
2) Hacer buenos amigos
Como ejemplo, solemos decir que podemos empezar a hacer grandes amigos entre los voluntarios que ayudan en los centros de indigencia, gente maravillosa que se entrega a los demás.
3) Profundizar en la espiritualidad
¿Por qué no? Las iglesias están abiertas, los centros de meditación suelen ser gratuitos… Se dice que en la pobreza es más fácil ser espiritual que en la riqueza, así que la opción espiritual está disponible en la indigencia y, en realidad, prácticamente en todas las situaciones (estando enfermo, impedido…).
4) Hacer algo artístico
Siendo pobres podemos escribir literatura (alguien nos dará un cuaderno y un bolígrafo), componer poemas o canciones, incluso pintar, tocar música… Los medios para practicar la música o la pintura los podremos conseguir pidiéndolos o tomándolos de entre los enormes «desperdicios» de la sociedad capitalista en la que vivimos.
5) Cuidar mente y cuerpo
Hacer deporte está siempre en nuestra mano: correr por el parque, hacer yoga, nadar en el río o en el mar. Cuidar la mente puede incluir leer este libro y practicar con ahínco lo que se dice en él.
6) Estudiar/aprender
Las bibliotecas están llenas de libros. Incluso la mayor parte de las universidades dejan entrar a alumnos oyentes y seguir las explicaciones de los profesores.
7) Vida de ocio
Pasear, nadar, bailar…, las posibilidades de disfrutar de actividades ociosas es enorme. Sólo hay que sosegar la mente y permitirse gozar.
8) Amor sentimental
Un indigente sano a nivel mental, limpio y educado (en nuestra visualización no tenemos por qué ir desarreglados), que se cultiva y ama la vida encontrará fácilmente el amor sentimental.
Yo les recomiendo a los pacientes que utilicen todo el poder de su imaginación para ver posible el hecho de ser feliz siendo indigente. Les aconsejo que se centren en uno de los ocho ámbitos de acción en el que más fácilmente se vean realizados como personas. Muchas veces me dicen que, aun siendo pobres de solemnidad, se encontrarían muy bien ayudando a una ONG a salvar vidas de niños africanos. Entonces les aconsejo que se centren en ello, que se vean llevando a cabo esa tarea, que se imaginen disfrutando con ello.
Cuando estas visualizaciones racionales se realizan correctamente (con intensidad, creyendo en ellas), la persona experimenta una sensación inmediata de alivio y bienestar emocional. ¡Verse feliz con poco es quitarse necesidades de encima, es hacerse más ligero y más fuerte!
Y así, realizando visualizaciones de este tipo, todos los días, cada vez con mayor profundidad, es como iremos liberándonos de nuestra necesititis o, lo que es lo mismo, de nuestra tendencia a terribilizar. A base de realizar la reflexión del indigente, una y otra vez, llegará un día en que pensaremos de forma sana de manera automática.
Los ejercicios de reducción de necesidades pueden ser difíciles de llevar a cabo, sobre todo cuando hablamos de bienes inmateriales, como tener pareja o contar con la aprobación de los demás, pero también es importante reducir esas necesidades. Recordemos aquí que una persona muy sana y fuerte no necesita cosas materiales ni inmateriales: ni pareja ni la aprobación ajena. Estudiemos con un poco más de profundidad en qué consiste tener pocas necesidades y por qué es una de las claves de la salud mental.
El paraíso existe y no está aquí
Antes de que estallase la Primera Guerra Mundial, en la década de 1910, un artista alemán llamado Erich Scheurmann tuvo la oportunidad de pasar un tiempo en algunas islas de la Polinesia.
Como todos los primeros viajeros que visitaron aquel lugar, todavía virgen, Scheurmann quedó fascinado con el estilo de vida samoano. Sus habitantes eran saludables, alegres y pacíficos. No conocían la propiedad privada tal y como la entendemos nosotros, y se abrían a los extranjeros con sencillez, ofreciéndoles sus posesiones en un clima de armonía general. Sin duda, vivían de una forma muy ecológica, respetando la naturaleza y sin la obsesión de acumular bienes, tan propia de Occidente.
Durante su estancia en aquellas islas paradisíacas, estalló la Primera Guerra Mundial y Scheurmann fue detenido por ser de nacionalidad alemana y conducido a Estados Unidos.
Al finalizar la contienda, fue devuelto a Alemania, donde decidió escribir un libro sobre su experiencia en Samoa. Sin embargo, lo hizo desde la perspectiva de los samoanos e inventó el personaje de un jefe polinesio llamado Tuiavii de Tiavea que viajaba a Europa invitado por un hombre blanco y hacía una descripción del modo de vida occidental. El libro se titula Los papalagi y fue publicado en 1920.
Como si de un antropólogo se tratase, se suponía que el jefe Tuiavii había visitado Alemania y hacía una reflexión sobre la loca vida del hombre moderno. Tuiavii les explicaba a sus compañeros cómo eran los papalagi (los hombres blancos), seres enfermos de codicia:
Los papalagi realizan infinidad de cosas a base de mucho trabajo y privación, cosas como anillos para los dedos, matamoscas y recipientes de comida. Ellos piensan que tenemos necesidad de todas esas cosas hechas por sus manos, porque ciertamente no piensan en las cosas con las que el Gran Espíritu nos provee.
Pero ¿quién puede ser más rico que nosotros? Y ¿quién puede poseer más cosas del Gran Espíritu que justamente nosotros? Lanzad vuestros ojos al horizonte más lejano, donde el ancho espacio azul descansa en el borde del mundo. Todo está lleno de grandes cosas: la selva, con sus pichones salvajes, colibríes y loros; las lagunas, con sus pepinos de mar, conchas y vida marina; la arena, con su cara brillante y su piel suave; el agua crecida, que puede encolerizarse como un grupo de guerreros o sonreír como una flor; y la amplia cúpula azul que cambia de color cada hora y trae grandes flores que nos bendicen con su luz dorada y plateada.
¿Por qué hemos de ser tan locos como para producir más cosas, ahora que ya tenemos tantas cosas notables que nos han sido dadas por el mismo Gran Espíritu?
A principios del siglo XX, mucho antes de que apareciera el ecologismo, Erich Scheurmann fue capaz de ver la diferencia abismal que existía entre el modo de vida de ese pueblo «no civilizado» y el de sus compatriotas europeos, y la relación entre las dos filosofías de vida y la salud mental. En otra parte del libro, Tuiavii dice:
Actualmente esos papalagi piensan que pueden hacer mucho y que son tan fuertes como el Gran Espíritu. Por esa razón, miles y miles de manos no hacen nada más que producir cosas, del amanecer al crepúsculo. El hombre hace cosas, de las cuales no conocemos el propósito ni la belleza.
Sus manos arden, sus rostros se vuelven cenicientos y sus espaldas están encorvadas, pero todavía revientan de felicidad cuando han triunfado haciendo una cosa nueva. Y, de repente, todo el mundo quiere tener tal cosa; la ponen frente a ellos, la adoran y le cantan elogios en su lenguaje.
Pero es signo de gran pobreza que alguien necesite muchas cosas, porque de ese modo demuestra que carece de las cosas del Gran Espíritu. Los papalagi son pobres porque persiguen las cosas como locos. Sin cosas no pueden vivir. Cuando han hecho del caparazón de una tortuga un objeto para arreglar su cabello, hacen un pellejo para esa herramienta, y para el pellejo hacen una caja, y para la caja, una caja más grande. Todo lo envuelven en pellejos y cajas. Hay cajas para taparrabos, para telas de arriba y para telas de abajo, para las telas de la colada, para las telas de la boca y otras clases de telas. Cajas para las pieles de las manos y las pieles de los pies, para el metal redondo y el papel tosco, para su comida y para su libro sagrado, para todo lo que podáis imaginar.
Ser un buen europeo
Como dice el jefe Tuiavii, los occidentales estamos enfermos de lo que hemos llamado «necesititis», esto es, la tendencia a creer que necesitamos cada vez más cosas (materiales e inmateriales) para sentirnos bien. Confundimos «deseos» con «necesidades» y no nos damos cuenta de que cada necesidad nos hace más infelices, más insatisfechos. Tuiavii añade en su libro:
Cuantas más cosas necesitas, mejor europeo eres. Por eso las manos de los papalagi nunca están quietas, siempre hacen cosas. Ésta es la razón por la que los rostros de la gente blanca a menudo parecen cansados y tristes y la causa de que pocos de ellos puedan hallar un momento para mirar las cosas del Gran Espíritu o jugar en la plaza del pueblo, componer canciones felices o danzar en la luz de una fiesta y obtener placer de sus cuerpos saludables, como es posible para todos nosotros.
Tienen que hacer cosas. Tienen que seguir con sus cosas. Las cosas se cierran y reptan sobre ellos, como un ejército de diminutas hormigas de arena. Ellos cometen los más horribles crímenes a sangre fría, sólo para obtener más cosas. No hacen la guerra para satisfacer su orgullo masculino o medir su fuerza, sino sólo para obtener cosas.
Si ellos hicieran uso de su sentido común, sin duda comprenderían que nada de lo que no podemos retener nos pertenece y que cuando la marcha sea dura no podremos llevar nada. Entonces también empezarían a darse cuenta de que Dios hace su casa tan grande porque quiere que haya felicidad para todos. Y en verdad sería suficientemente grande para todo el mundo, para que todos encontráramos un lugar soleado, una pequeña porción de felicidad, unas pocas palmeras y ciertamente un punto en el que los dos pies se apoyaran.
La necesititis siempre produce malestar emocional porque: a) si no poseemos esas cosas que creemos que necesitamos, somos desgraciados; b) y si las tenemos, tampoco estamos bien por dos razones. En primer lugar, porque siempre las podríamos perder y esta posibilidad introduce la ansiedad en nuestra vida. Ya lo decía Tuiavii:
Dios les envía muchas cosas que amenazan su propiedad. Envía calor y lluvia para destruir sus propiedades, lo envejece, derrumba y pudre. Dios también da a la tormenta y al fuego poder sobre sus cosas acumuladas. Y lo peor de todo: introduce miedo en los corazones de los papalagis. Miedo es la cosa principal que ha adquirido. El sueño de un papalagi nunca es tranquilo, porque tiene que estar alerta todo el tiempo, para que las cosas que ha amasado durante el día, no le sean robadas por la noche. Sus manos y sentidos tienen que estar ocupados todo el tiempo agarrando su propiedad.
La segunda razón por la que las necesidades inventadas, aunque las poseamos, también nos producen malestar reside en que esas cosas nos desilusionan. Cuando deseamos demasiado, depositamos unas expectativas exageradas en el objeto deseado y, tarde o temprano, nos caemos del caballo: esa cosa no nos hace felices.
Desear no tiene nada de malo. Poseer tampoco. Siempre y cuando no creamos que todo ello son necesidades. Si yo tuviese un Ferrari, lo conduciría con gusto. Me iría a pasear con él por las montañas escuchando buena música. Pero si me lo roban, no derramaré ni una sola lágrima por él porque simplemente sé que no lo necesito para ser feliz. Ésa es la única forma razonable de desear en esta vida.
El caso de la mujer hiperromántica
En una ocasión me telefoneó un hombre de unos 35 años de edad. Me pedía que ayudase a su novia, una chica argentina con la que vivía en Barcelona. Ricardo me explicó el problema:
—Hace un año que vino de Buenos Aires para vivir conmigo y desde el principio se mostró muy celosa. Pero ahora es inaguantable. Cuando salgo de trabajar a las seis de la tarde, tengo diez minutos para llegar a casa. Si me retraso sólo cinco minutos, le coge un berrinche monumental. Ha amenazado de muerte a mi secretaria tres veces y, en dos crisis que tuvo por culpa de los celos, intentó suicidarse.
El hombre me explicó que estaban esperando poner en regla los documentos necesarios para casarse, pero estaba asustado ante el descontrol emocional de su novia:
—Yo estoy al límite. Le he dicho que si no se trata los celos con un psicólogo, yo no puedo seguir adelante con la boda, pero ella me ha respondido que si vuelve a Argentina sin mí, ¡será en una caja de pino! —me confesó visiblemente nervioso.
Ricardo me aseguró que Patricia, su novia celosa, quería venir a verme por voluntad propia para intentar combatir sus celos, y le di una cita para esa misma semana. Ya en mi despacho, Patricia se explicó:
—Sé que soy muy celosa, pero es que amo tanto a Ricardo… Es realmente mi príncipe azul. ¡Lo he encontrado!
Mi trabajo básicamente consistía en hacerle entender que el amor más auténtico (y más funcional) no tiene que ver con la dependencia. Dicho de otra forma, que «amar» no es «necesitar». Cuando creemos que necesitamos pareja y no la tenemos, somos desgraciados. Y, como demostraba su propio caso de celos patológicos, también lo somos cuando finalmente lo conseguimos. Esta vez, porque no podemos soportar la posibilidad de perderlo. Por eso, para Patricia, cualquier signo de que otra mujer pudiese robarle su «inmenso tesoro» era insoportable. Le expliqué:
—Imagina que te regalo un anillo con un brillante valiosísimo. Cuesta más que todo lo que puedas ganar en toda tu vida. ¿Qué harías con él? ¿Lo llevarías todos los días por la calle? ¿Te lo llevarías a la playa?
—No, lo metería en una caja fuerte —dijo ella riendo.
—Eso es lo que está pasando con tu amor. Crees que es tan y tan valioso que la sola idea de perderlo te pone nerviosa. Así no lo puedes disfrutar porque el amor es para usarlo cada día, no para tenerlo en una caja fuerte.
—Pero ¿me estás diciendo que le dé menos valor al amor? ¡No quiero hacerlo! Entonces, ¿para qué tener un marido? —me preguntó.
—Ama a tu marido, pero no lo hagas en exclusiva. La vida ofrece muchas más cosas que el amor sentimental. Tienes que comprender que si perdieses a tu príncipe azul, también podrías ser feliz.
La terapia con Patricia fue muy difícil. Le costaba mucho abrirse a la idea de que podía amar sin necesitar porque se le activaba el pensamiento de «blanco o negro», tan propio de la neurosis. El pensamiento de «blanco o negro» nos hace ver que sólo hay dos formas extremas de vivir lo que nos sucede: o es «terrible» o es «genial», sin matices.
El pensamiento de «blanco o negro» hace que tengamos en nuestra mente una particular Línea de Evaluación de las Cosas de la Vida:
Patricia tenía el temor de que si cambiaba y empezaba a amar a Ricardo sin necesitarle, no le iba a amar en absoluto. Una y otra vez, yo intentaba explicarle la visión racional del amor:
—Te curarás de tus celos cuando seas capaz de decirle a Ricardo: «Cariño, te quiero mucho, pero no te necesito».
En la terapia con Patricia, hablamos mucho de las canciones de amor, auténticas fuentes de neurosis. La mayor parte de ellas cantan al neurótico amor dependiente: «Sin ti yo muero».
La literatura también comparte esa «neura»: Romeo y Julieta, por ejemplo, se suicidan por no poder estar juntos. Yo creo que si Romeo y Julieta hubiesen conseguido casarse, se hubiesen divorciado a los pocos años porque ese tipo de amor es fantasioso y no funciona, suele provocar una gran desilusión en la pareja porque el amor sentimental no da la felicidad. Puede contribuir a ella, como el resto de las cosas gratificantes de la vida, pero se convierte en una fuente de infelicidad si la convertimos en la fuente primaria de nuestra plenitud.
He querido describir el caso de Patricia, la mujer hiperromántica, para ilustrar que todas las necesidades inventadas, tanto de cosas materiales como inmateriales, producen malestar emocional. En realidad, desde el punto de vista del psicólogo, son peores las «necesititis» de bienes inmateriales. Es peor desear con desmedida el éxito, el amor, la aceptación, que una casa con piscina, porque estas aspiraciones inmateriales son más difíciles de definir, de acotar. Al ser más globales e indefinidas, podemos fantasear más con ellas. En ciertos círculos, además, son sinónimo de virtud porque están relacionadas con cualidades positivas como la capacidad de amar. Pero lo cierto es que, desde un punto de vista psicológico, son tan nocivas como la codicia más insana.
Entre las necesidades inmateriales inventadas más frecuentes están:
- El amor sentimental.
- El éxito.
- Tener hijos.
- Ser inteligente (no ser tonto).
- Ser respetado por los demás.
- No tener problemas o complicaciones.
- Tener compañía (no estar solo).
- Estar ocupado (no aburrirse).
- Que la vida tenga sentido (a nivel cósmico y personal).
- Tener seguridad (de no tener un accidente, etc.).
- Tener salud (más allá de lo razonable).
Estas once necesidades que acabo de listar son nocivas para la salud emocional de las personas porque, en realidad, sólo pueden ser aspiraciones, meros deseos. Si las mantenemos en el límite de las preferencias, nuestra mente estará a salvo. Si las elevamos a la categoría de exigencias, nuestra mente generará ansiedad y depresión porque:
- En realidad, no son necesidades básicas.
- Este tipo de bienes son impermanentes. Hoy los tenemos y mañana los perderemos. Exigir su presencia constante es ganarse la insatisfacción.
- No producen tanta plenitud como puede parecer. Depositar demasiadas expectativas en ello es labrarse el camino de la insatisfacción.
Una vez más, hay que dejar claro que las necesidades básicas para el ser humano son la comida y la bebida diarias y el cobijo frente a los elementos atmosféricos. Ni siquiera la reproducción es una necesidad básica, esto es, de vida o muerte.
Se podría debatir en torno a si el ser humano necesita un mínimo de estimulación sensorial, espacio para moverse, etc., y seguramente sea cierto, pero no es el objeto de este libro hilar tan fino. Quedémonos, por ahora, en que las neurosis son fruto de unas necesititis que abarcan presuntas necesidades materiales e inmateriales.
Las mil fuentes de gratificación
El esquema que presentamos a continuación pretende mostrar que existen innumerables fuentes de bienestar, pero ninguna de ellas es absolutamente necesaria. Darle demasiado valor a una de ellas haciéndola imprescindible es debilitarse a uno mismo porque, entonces, si no poseo el objeto deseado soy un desgraciado. ¡Qué forma más estúpida de ganarse la infelicidad!
Con sólo algunas de estas fuentes de gratificación es suficiente para tener una vida feliz. Por lo tanto, no nos obsesionemos con nada. Ésa es la principal clave de la salud emocional. (Por cierto, existen muchísimas más de las que están representadas aquí.)
La paciente hipercelosa empezó a transformarse, sobre todo, llevando a cabo ejercicios de visualización. ¿Podía llegar a imaginarse soltera y feliz? ¿Soltera para el resto de su vida y disfrutando de la vida? En este tipo de visualización, los pacientes se imaginan a sí mismos realizando cualquier actividad gratificante como ayudar a los demás, viajar, dedicarse a un trabajo con sentido…, pero ¡sin pareja!
Cuando llegan a verse —y sentirse— con pleno bienestar, llevando una vida feliz, pero sin el objeto de su obsesión, ya se están liberando de ella porque su necesititis es algo irreal, puramente mental. El combate, por lo tanto, está también en el plano de lo mental.
El fetiche de la comodidad
No nos curaremos completamente de la necesititis si no combatimos una idea irracional crucial que podríamos denominar «el fetiche de la comodidad». En la actualidad, más que nunca, tenemos sobrevalorado ese bien llamado comodidad.
Pensamos —y ahí está la idea irracional— que la comodidad es la principal fuente de felicidad. En muchos casos se trata de una creencia oculta, pero ahí está haciendo su trabajo y volviéndonos neuróticos.
Un paciente me decía en una ocasión: «Estoy harto de los excrementos de perro. ¡Esta ciudad está llena de cacas! No puedo soportarlo. ¡Tendría que irme a vivir a otra ciudad, a otro país!».
En realidad, le molestaban muchísimas otras cosas: el ruido, los malos olores, el servicio deficiente en los bares, la falta de formalidad de sus colaboradores… Su vida era un malestar constante. Recuerdo que su mujer estaba muy fatigada por esa irritabilidad hipersensible de su marido. Se habían cambiado de piso muchas veces porque no podía soportar los ruidos de sus vecinos. Incluso cuando iban de vacaciones había que cambiar de habitación del hotel una y otra vez.
Y todo un capítulo aparte eran los niños: «¿Es que no pueden estarse tranquilos?», decía una y otra vez. Sus hijos pequeños se tenían que comportar siempre como silenciosos asistentes a un funeral.
Lo que le afectaba es el fetiche de la comodidad, porque lo que exigía era, básicamente, ¡poder estar siempre cómodo!
Si le damos demasiada importancia a la comodidad vamos a ser muy infelices. A la comodidad en cualquiera de sus formas: gozar de más tranquilidad, silencio, limpieza, descanso, etc., porque:
- La comodidad no es tan importante, esto es, no da la felicidad.
- La comodidad viene y va. Es así, es inevitable.
- Un exceso de comodidad es incompatible con el disfrute activo de la vida.
En mi consulta, suelo poner un símil a los pacientes para explicarles el error del fetiche de la comodidad. Les digo que la comodidad es como el chocolate. Y es que a mí me gusta el chocolate. Confieso que, por la noche, después de cenar, suelo tomarme un pedacito de cacao y, muchas veces, me parece un placer fantástico.
Pero no considero que el chocolate me dé la felicidad, así, en general. Dicho de otro modo, el chocolate no lo es todo. ¡No tengo la casa llena de tabletas de chocolate!
Entonces les pregunto:
—Si desapareciera el chocolate de la faz de la Tierra, ¿te deprimirías por ello?
—No, claro que no —me responden riendo.
—Claro, porque sabes que existen miles de alimentos que también saben muy bien —explico—. Pues la comodidad tampoco es necesaria. Existen otras fuentes de gratificación.
Y es que, incluso, como sucede con el chocolate, demasiada comodidad causa empachos, no es buena. En ese sentido, les digo:
—Si te propusiesen estar el resto de tu vida sentado en un magnífico sillón con la temperatura siempre más adecuada, sin ruido, con todas las comodidades, sin moverte de ahí…, ¿aceptarías?
—No, ¡qué aburrimiento! —responden.
—Claro, porque un poco de comodidad es buena pero no demasiada, como el chocolate. Y para rematar la explicación, suelo contar mi experiencia con el montañismo. A mí me encanta andar por las montañas. Se trata de una de mis aficiones favoritas. No hay nada como hacer una buena ruta de varios días por la naturaleza disfrutando de la paz, el deporte y los buenos amigos. En mi consulta suelo preguntarle al paciente:
—¿Dirías que esta afición que tengo es «cómoda»?
—¡No! Puede ser muy divertida, pero, claro, patearse la montaña durante horas y dormir en una tienda de campaña… no es precisamente cómodo —me dicen.
—Exacto. ¡Pero me encanta! —añado—. Luego, al final de la ruta, cuando volvemos al pueblo más cercano, disfrutamos de una buena ducha, una buena cena y una buena cama. Y eso sí que es gozar de la comodidad. ¡Pero no nos hagas quedar más de un día allí porque ya no nos apetece! Nos aburriríamos.
Estos ejemplos intentan expresar las siguientes ideas:
- La comodidad es buena, pero sólo en su justa medida.
- Demasiada comodidad es aburrida y no te permite disfrutar plenamente de la vida.
- Si queremos tener vidas emocionalmente equilibradas e interesantes nos convendría renunciar a una buena parte de comodidad. Todos los días.
- Cuando ya no nos importe tanto la comodidad, estaremos libres de ese fetiche, tendremos menos manías y seremos más libres para disfrutar de la vida.
Un último ejemplo. A mí me gusta ir en bicicleta por la ciudad. Por las mañanas, después de desayunar, cojo mi maletín, mi bici y pedaleo unos veinte minutos hasta llegar a mi consulta. A veces, sobre todo en los días más fríos, me da pereza empezar, pero cuando llego a mi destino habiendo estirado las piernas, me siento muy bien.
Por la noche todavía es más placentero. Entonces, una vez que he acabado mi jornada, me pongo mi iPod y me doy un magnífico paseo de vuelta a casa disfrutando de la brisa nocturna, la calma en la ciudad y la velocidad que mis piernas me piden en cada momento. Una vez más, no es una afición precisamente cómoda (ir en coche o en bus lo sería más), pero es muy, muy gratificante. Aprovecho para recomendarlo a todo el mundo: es muy recomendable porque contribuye a la salud física y al bien común: menos polución, ruido y gasto energético: ¡súbete a la bici!
Los fetiches del hombre moderno, en la televisión
Y para terminar este análisis de la creencia irracional de la comodidad, me gustaría hablar del término «fetiche» que he empleado para referirme a él.
La idea irracional: «Debo estar cómodo para ser feliz» es un fetiche porque tratamos la comodidad como un estado al que asignamos propiedades mágicas que no posee. Como ya hemos visto, la comodidad no da la felicidad, aunque la publicidad intenta convencernos de ello a través de los anuncios.
Un fetiche es un objeto al que se le atribuyen propiedades mágicas. Por ejemplo, un pueblo puede creer que una figura totémica, una escultura de un dios gigante, protege al grupo de las adversidades.
En el sexo, hay personas que usan fetiches para excitarse: unos zapatos de tacón o unas medias o el hecho de disfrazarse. La persona le confiere a esos objetos el poder de la excitación sexual.
El problema de los fetiches es que no existe ese poder conferido. ¡Es falso! El fetiche no es una explicación válida del fenómeno de la falta de lluvia (en la tribu) ni del fenómeno de la excitación. Los fetiches acaban por perder su poder y dejan confundido al fetichista.
Más temprano que tarde, la persona no obtiene los resultados deseados del fetiche y le caen más adversidades de las necesarias (en el caso de la tribu, por ejemplo, esperando las lluvias en vez de emigrar a otras tierras), o se lía en una espiral de fetiches cada vez más complicados y molestos (en el caso del fetichista sexual).
La comodidad es el principal fetiche de nuestra sociedad occidental. No tiene esos poderes que nos intentan vender y es tan sólo un muñeco de madera pintado con colores centelleantes, pero que apenas nos ayuda en nuestro camino de la felicidad.
El aire acondicionado no da la felicidad
Al respecto del tema de la comodidad me gustaría añadir una última prueba de que la comodidad no da la felicidad y dicha prueba está… ¡en el aire acondicionado! La climatización es un invento fantástico. Es muy incómodo tener que trabajar en lugares muy cálidos, en pleno verano, cuando el sol asfixia, cansa y pone de mal humor. O, peor aún, no poder conciliar el sueño y tener que acudir al trabajo sin haber dormido. ¡Vaya faena!
Pero un buen día, ¡llegó el aire acondicionado! En Occidente ya no tenemos que pasar calor en vano: trabajamos a la fresca, dormimos con una mantita, vemos películas con jersey en verano… Pues bien, la pregunta sería: desde que existe el aire acondicionado, hace ya unos años, ¿ha aumentado el índice general de bienestar emocional, de felicidad? La respuesta obviamente es que no.
De hecho, década tras década, el bienestar emocional no deja de disminuir. ¿Cómo es posible que con un aumento tan espectacular de la comodidad que ofrece la climatización no se incremente, al mismo tiempo, la felicidad general? Respuesta: ¡porque la comodidad no da la felicidad!
En este capítulo hemos aprendido que:
- La verdadera fuente de la terribilitis son las necesidades inventadas.
- Necesitamos muy poco para estar bien.
- Hay que refrenarse continuamente para no transformar los deseos en necesidades.
- La comodidad no es tan importante.
- Visualizarse sin necesidades es otro de los grandes métodos para adquirir filosofía racional.